Lo miré con una sonrisa incómoda y dejé escapar una risita nerviosa. Era un hombre muy atractivo, con los ojos entrecerrados, como los de Will, sólo que los suyos eran de un azul gélido. Vestía traje negro, y camisa y corbata del mismo color. Aunque parecía estar más cerca de los cincuenta que de los treinta, tenía el cuerpo ligero y fibroso de un jugador de fútbol.
Se inclinó hacia mí y me dijo:
—¿Ya te las has quitado?
Mi expresión de desconcierto le hizo componer una sonrisa divertida. Después bebió un trago de su whisky, y apoyó el vaso vacío sobre la barra mientras se secaba la boca con el dorso de la mano, grande y fuerte.
—Me refiero a tus bragas. ¿Te las has quitado ya?
Tenía acento británico.
Miré a mi alrededor, por si alguien lo había oído. Pero la música había vuelto a sonar.
—¿Quién eres?
—La verdadera pregunta es: ¿aceptas el paso?
—¿El paso? ¿Qué? ¿Tú? Creía que iba a ser el otro tipo.
—Te aseguro, Cassie, que conmigo estás en buenas manos. ¿Aceptas el paso?
—¿Qué ocurrirá?
Al borde del pánico, miré a mi alrededor. Nadie nos prestaba atención. Todos estaban mirando a la banda. Tampoco parecía que nadie se interesara por lo que estábamos diciendo. Era como si fuéramos invisibles.
—¿Qué ocurrirá? —insistí.
—Todo lo que tú quieras y nada que tú no quieras.
—¿Es lo que os enseñan a decir? —pregunté en tono juguetón.
Pensé que podía hacer lo que me pedía. Sin ninguna duda, con él podía hacerlo. Volví a tirar del tanga y esta vez la pretina se me atascó en lo alto del muslo. No había manera de quitármelo.
—¿Aceptas el paso, Cassie? Sólo puedo preguntártelo tres veces —dijo con paciencia.
Su mirada bajó por mi falda.
—Quizá si fuera al lavabo…
Se volvió y llamó al camarero.
—La cuenta, por favor, y cóbreme también el champán de esta señorita.
—¡Espera! ¿Te vas?
Sonriendo, sacó dos billetes de veinte de la cartera.
—No te vayas —dije, levantando la mano que tenía bajo la barra para apoyarla sobre su macizo antebrazo—. Acepto el paso.
—Me alegro —dijo él, mientras se guardaba la cartera en el bolsillo.
Se quitó la americana y me pidió que se la sostuviera en el regazo. Se situó detrás de mí para ver la actuación de la banda. Cuando se apretó contra mi espalda, el taburete se tambaleó un poco y mi estómago tardó un segundo en desanudarse. Estaba pegado a mí, sentía su boca caliente junto a mi oído y notaba su erección contra la base de mi espalda, en el mismo lugar donde el primer hombre había apoyado la mano.
—Cassie, estás preciosa con ese vestido, pero tienes que quitarte las bragas ahora mismo —me susurró con voz ronca—. Porque voy a jugar contigo, si te parece bien.
—¿Aquí? ¿Ahora?
Tragué saliva.
—Sí.
—¿Y si alguien nos descubre?
—Nadie nos descubrirá. Lo prometo.
Pegado a mi espalda, ambos de cara al escenario, metió la mano derecha bajo mi falda y siguió el surco entre mis muslos hasta llegar al tanga. Con la soltura de un experto, me introdujo un dedo. Yo estaba húmeda. Era una locura. La banda tocó un tema más animado y la voz de la cantante, como un instrumento musical más, empezó a sonar en el preciso instante en que él agarraba con dos dedos la tira del tanga.
—Levántate un poco, cariño —me ordenó, antes de deslizarme el maltrecho tanga hasta las rodillas en un movimiento perfectamente sincronizado. Yo me lo llevé rápidamente hasta los tobillos y, con una discreta sacudida, lo dejé caer al suelo. Estábamos en un lugar oscuro, ruidoso y lleno de gente. Aunque hubiera gritado, no habría llamado mucho la atención.
Sentí que su mano se movía lentamente por el interior de mis muslos, para excitarme justo lo suficiente, mientras seguía respirando junto a mi oído. Imaginé cómo nos verían los demás: como una pareja afectuosa que estaba escuchando el concierto. Sólo nosotros dos sabíamos los estragos que estaba haciendo su mano derecha. Convencido de que nadie nos estaba mirando, se volvió más audaz y, agarrándome el pecho derecho con la otra mano, la dejó allí un momento. Después lo masajeó con la palma abierta, hasta que se me endureció el pezón.
—Ojalá pudiera chuparte ese pezón. Pero no puedo, porque estamos en un local lleno de gente —me susurró al oído—. ¿Verdad que eso te excita todavía más?
¡Dios, sí! Era verdad. Asentí con un gesto.
—Si te metiera ahora mismo los dedos, ¿seguirías mojada?
—Sí —dije.
—¿Lo prometes?
Volví a asentir y entonces noté que su otra mano cobraba vida de nuevo bajo la chaqueta apoyada sobre mi regazo. Subió por mis muslos y, con un solo dedo, me separó las piernas. Estuve a punto de caerme del taburete, pero él me sujetó con firmeza. Con una leve presión en el muslo derecho, hizo que las separara aún más, y yo desplegué un poco más su chaqueta, para ocultar lo que estaba ocurriendo debajo.
—Bebe un sorbo de champán, Cassie —dijo. Me llevé aquella fría copa a los labios y sentí el estallido de las burbujas en la lengua—. Voy a hacer que te corras aquí mismo.
Antes de que pudiera tragar, empezó a abrirme el sexo con los dedos. La sensación fue tan maravillosa que casi me atraganté con el champán. Nadie a nuestro alrededor habría podido imaginar las cosas tan deliciosas que me estaba haciendo.
—¿Lo sientes, Cassie? —me susurró con su acento tremendamente sexy—. Arquea la espalda, preciosa. Así, muy bien.
Apoyé la pelvis sobre su mano, que ahora estaba debajo de mí, mientras sus dedos entraban y salían, y su pulgar describía círculos alrededor de mi sexo. Cerré los ojos. Era como si todo mi cuerpo estuviera suspendido de esa mano fuerte, como si me encontrara encima de un columpio.
—Nadie puede ver lo que te estoy haciendo —me susurró—. Todos creen que te estoy hablando de lo mucho que me gusta la banda. ¿Sientes esto?
—Sí. ¡Oh, Dios mío, sí!
Volvió a apretarse contra mi espalda. Apoyé todo mi peso sobre esa deliciosa sensación y levanté la mano derecha para agarrarle el brazo que estaba utilizando para acariciarme, mientras con la izquierda sujetaba la chaqueta sobre mi regazo, para que no se moviera. Sentía que los fibrosos músculos de su brazo se tensaban mientras su pulgar trazaba esos círculos mágicos y el resto de sus dedos se deslizaban dentro y fuera de mí. Me estaba tocando como si yo fuera un instrumento musical. Sentí que me sumergía en la oscuridad del local, el ritmo de la música y las oleadas de placer. Quería sentirlo dentro a él, no solamente a sus dedos. Quería tenerlo dentro. Del todo. Separé un poco más el muslo derecho y él comprendió que lo estaba invitando a explorar todavía más profundamente con los dedos. Incliné la cabeza hacia adelante, intentando parecer cautivada por la música, aunque en realidad estaba flotando en la marea que ese hombre estaba creando en mi cuerpo y que me aproximaba cada vez más a un clímax celestial.
—Lo estoy notando, Cassie. Vas a correrte en mi mano, ¿verdad, cariño? —me susurró.
Me agarré a la barra con la mano derecha, cayendo en una especie de trance, mientras toda la sala se quedaba a oscuras y la música se mezclaba con un gemido grave (¿mío?) que me hizo arquearme hacia atrás en un impulso irresistible. Él fue como un muro de contención que me sostuvo en el taburete mientras me invadía una oleada tras otra de placer. ¡Santo cielo! No podía creerme que aquel hombre me hubiera hecho eso a mí y en ese lugar. No podía creerme que hubiera sido capaz de llegar al orgasmo en un local oscuro, ruidoso y lleno de desconocidos, algunos de los cuales estaban a menos de un metro de mí. Los movimientos de su pulgar se hicieron más lentos, mientras las olas de la marea se retiraban y la imagen del local volvía a enfocarse delante de mis ojos. Se quedó quieto un momento, sujetándome entre sus brazos. Después, cuando me moví un poco, retiró suavemente los dedos, recorriendo con ellos el muslo que tenía al descubierto.
Me puso delante la copa de champán.
—Eres una mujer intrépida, Cassie.
Levanté la copa con mano temblorosa, me la bebí entera y volví a dejarla en la barra, quizá con demasiada fuerza. Sonreí y él me devolvió el gesto. Me estaba mirando como si fuera la primera vez que me veía.
—Eres preciosa, ¿lo sabes? —dijo.
Y yo, en lugar de responder alguna tontería burlándome de mí misma, acepté por una vez el cumplido.
—Gracias.
—Gracias a ti —replicó él. Le hizo un gesto al camarero para que le trajera la cuenta y sacó otra vez los dos billetes de veinte—. Quédese con el cambio —le dijo.
Después se puso a buscar algo en el bolsillo.
—Esto es para ti —dijo, mientras lanzaba por el aire algo que me pareció una moneda y que en seguida depositó en la barra de un manotazo.
Cuando levantó la mano, vi el amuleto de mi paso dos brillando bajo las luces de la barra, con la palabra
coraje
grabada en letra cursiva.
—Ha sido una experiencia encantadora —dijo, besándome en el pelo.
Después, recogió su chaqueta de mi regazo y desapareció entre la multitud.
Tras enganchar el amuleto a la cadena y admirar cómo quedaba en mi pulsera, junto al otro que ya tenía, me bajé del taburete. Tenía las piernas tan débiles que estuve a punto de desplomarme en el suelo, al lado de mis bragas abandonadas. Mientras me movía en la penumbra, entre la multitud, todavía respiraba entrecortadamente y veía borroso. Me topé con una chica bajita que calzaba unas plataformas enormes y casi la tiré al suelo. Al principio no reconocí a Tracina, porque iba mucho más arreglada que de costumbre, con el pelo rizado peinado en una salvaje corona y un vestido verde lima que contrastaba de un modo espectacular con su piel chocolate. Y mucho menos reconocí a Will, vestido de traje y corbata. Estaba… tremendamente atractivo.
—¿Lo ves? —dijo ella, dándole una palmada a Will en el pecho—. ¡Ya le decía yo a Will que eras tú!
«¡Mierda! Esto no puede estar pasando. ¡No! ¡Ahora no! ¡Aquí no!»
—Hoooola —fue todo lo que conseguí articular.
—En cuanto te vi con ese… tipo, en seguida le dije a Will: «¡Mira! ¡Es Cassie! ¡Y tiene
una
cita
!» —exclamó, chasqueando los dedos y arrastrando un poco las últimas palabras. Se tambaleaba ligeramente por culpa de la bebida.
Will parecía nervioso e incómodo. ¿Me habrían visto aplastándome contra el estómago de ese hombre, agarrándolo por el hombro, arqueando la espalda? ¡Dios mío! ¿Habrían notado lo que estaba haciendo? Seguramente no. Estaba demasiado oscuro y había mucho ruido. ¿En qué parte de la sala habrían estado todo el tiempo? Me sentía aterrorizada, pero no había nada que pudiera hacer, excepto hablar de vaguedades y comentar lo bien que tocaba la banda.
—¿Adónde se ha ido? —preguntó Tracina.
—¿Quién?
—Ese tipo tan atractivo que estaba contigo.
—Eh… Ha ido a buscar el coche. Ya nos vamos. Tenemos que irnos. Así que…
Sentía las gotas de sudor bajándome por el canalillo del pecho y por el dorso del cuello.
—¿Os vais ya? ¡Pero la banda hará un pase más! Estas entradas no son fáciles de conseguir, Cassie.
—Puede que ya hayan escuchado suficiente música por esta noche —dijo Will secamente, antes de beber un trago de cerveza.
¿Estaba celoso? Rehuía mi mirada. Sentí que tenía que salir de allí.
—Bueno, no quiero hacerlo esperar, así que… ¡hasta mañana! —mascullé. Saludé con la mano y me dirigí hacia la salida.
Demonios. Ya en el ascensor, sola, me puse a dar saltitos, como si de esa forma pudiera hacer que llegara antes a la planta baja. Tenía que salir y recomponerme. Había dejado que un desconocido me pusiera las manos encima (y también dentro) y que me volviera medio loca, en un lugar público, mientras mi jefe y su novia tomaban una copa en el mismo local. ¿Qué habrían visto? ¿Cómo era posible que una situación tan maravillosamente excitante hubiera dado un giro tan espantoso? Pero de momento tenía que olvidarlo. Ya se lo contaría a Matilda. Ella sabría qué hacer.
Se abrieron las puertas del ascensor. Atravesé apresuradamente el vestíbulo y salí a la calle por las puertas acristaladas. Hacía una noche estupenda y el aire era refrescante. La limusina me estaba esperando exactamente donde me había dejado. Abrí la puerta trasera antes de que el chófer pudiera reaccionar, entré y me senté, sintiendo todavía que el aire de la noche me subía por debajo de la falda y me refrescaba la humedad entre los muslos.
Cada mes de mayo, la Fiesta de la Primavera de Magazine Street ponía en evidencia las escasas atracciones diurnas que Frenchmen Street tenía para ofrecer. Ocho kilómetros de tiendas, música y zona peatonal congregaban a multitudes en los restaurantes y cafés del Lower Garden District. Pero no ocurría lo mismo en Marigny. Frenchmen Street era un lugar de vida nocturna, al que la gente iba para escuchar jazz y emborracharse. La cara de Will lo decía todo mientras repasaba los recibos del día anterior, con los músculos de los antebrazos moviéndose imperceptiblemente cada vez que pulsaba la tecla de un número en la antigua máquina registradora.
—¿Por qué tuvo que comprar mi padre un local en esta calle, donde sólo puedo abrir durante el día? ¿Y por qué tuvieron que construir los Castille ese edificio de apartamentos justo enfrente?
Dejó caer el lápiz. Había sido un mes malo.
—¡Servicio especial! —dije yo, para levantarle el ánimo, señalándole el café americano recién hecho que acababa de dejarle sobre la mesa. Él ni siquiera lo miró.
—¿Y si ponemos media docena de mesas en el aparcamiento del fondo, colgamos unos cuantos farolillos, colocamos unos altavoces con música y decimos que es una terraza? Podría quedar bien. Sería un lugar tranquilo —dijo, sumido en sus pensamientos.
Le habría dado igual que a su lado estuviera yo o cualquier otra persona.
En ese momento, Tracina entró en el despacho.
—Si vamos a hablar de reformas, cariño, piensa primero en reparar los lavabos, las sillas rotas y las malditas baldosas del patio.
Dejó el bolso en una silla, se quitó la amplia camiseta blanca delante de Will y de mí, y se la cambió por otra roja y ceñida que sacó del bolso. Era la que siempre se ponía para el turno de noche. Se movía con mucha naturalidad y parecía muy segura de sí misma, con su cuerpo menudo y perfecto.
Intenté desviar la vista.