S.E.C.R.E.T

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Authors: L. Marie Adeline

Tags: #Erótico

BOOK: S.E.C.R.E.T
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Cassie, la protagonista, es una joven viuda que es introducida en una sociedad underground, S.E.C.R.E.T. que permite a las mujeres llevar a cabo sus fantasías y disfrutar al máximo de su sexualidad. Una vez se acepta entrar en la organización, la mujer debe seleccionar las diez fantasías que quiere vivir. Cada capítulo cuenta una fantasía sexual de la protagonista. Con cada una de las fantasías las mujeres van creciendo y ganando en autoestima y libertad. Por cada una de las fantasías cumplidas, la participante recibe un abalorio para colgar en su pulsera como símbolo de la prueba superada. Cada abalorio lleva escrito lo que ha aprendido y se corresponde con uno de los pasos. Una vez se han cumplido las 10 fantasías, las mujeres pueden decidir libremente si abandonan el club S.E.C.R.E.T. o permanecen en él como participantes activas y buscando nuevas adeptas. Segura. La fantasía no debe suponer ningún peligro para la participante. Erótica. Tiene que ser de naturaleza sexual y no una simple imaginación platónica. Cautivante. Debe despertar en ella un auténtico deseo de hacer realidad. Romántica. La hará sentirse deseada. Eufórica. Experimentará alegría y felicidad en el acto sexual. Transformadora. Y la vivencia provocará un cambio fundamental en su vida. Millones de mujeres comparten un secreto ¿Te atreves a descubrirlo? S.E.C.R.E.T.

L. Marie Adeline

S.E.C.R.E.T.

Saga Secret - 1

ePUB v1.0

AlexAinhoa
01.03.13

Título original:
S.E.C.R.E.T.

© L. Marie Adeline, 2013.

© de la traducción, Claudia Conde, 2013

Diseño portada: Diseño de la portada, Jim Massey

© de la imagen de la portada, Peter Locke

Editor original: AlexAinhoa (v1.0)

ePub base v2.1

Para Nita

1

Las camareras saben interpretar muy bien el lenguaje corporal. También las mujeres que han vivido bajo el mismo techo con maridos malhumorados y borrachos. Yo había sido ambas cosas: mujer de uno de esos hombres durante catorce años y camarera durante casi cuatro. Parte de mi trabajo consistía en saber lo que querían los clientes, a veces incluso antes de que ellos mismos lo supieran. También podía hacerlo con mi marido: presentía lo que quería en el preciso instante en que entraba por la puerta. Sin embargo, cuando intentaba utilizar conmigo misma esa capacidad y anticiparme a mis propias necesidades, no lo conseguía.

No me había propuesto ser camarera. ¿Acaso alguien se lo propone? Conseguí el empleo en el café Rose cuando murió mi ex. Y en los cuatro años siguientes, mientras pasaba del dolor a la ira, y de la ira a una especie de limbo sin sentimientos, me dediqué a servir y a esperar. Servía a la gente y esperaba a que pasaran el tiempo y la vida. Aun así, en cierto modo me gustaba mi empleo. Cuando trabajas en un lugar como el café Rose, en una ciudad como Nueva Orleans, tienes tus clientes habituales, tus favoritos y unos pocos que intentas colocarles a las compañeras. Dell no soportaba servir a los más excéntricos, porque dejaban poca propina. Pero en sus mesas se oían las mejores historias. Por eso habíamos llegado a un acuerdo. Yo me ocupaba de los excéntricos y de los músicos, y ella servía a los estudiantes y a todos los que entraban con bebés o cochecitos.

Mis clientes preferidos eran las parejas, sobre todo una. Por muy raro que parezca, sentía mariposas en el estómago cada vez que entraban. La mujer estaba al final de la treintena y era preciosa del modo en que suelen serlo algunas francesas: piel resplandeciente y pelo corto, pero con un aire inconfundiblemente femenino. Su hombre, el tipo que siempre la acompañaba, tenía una expresión franca y el pelo castaño rapado casi al cero. Era alto, con un cuerpo esbelto y ligero, y parecía un poco más joven que ella. Ni él ni ella lucían anillo de matrimonio, así que no podía estar segura de la naturaleza exacta de su relación. En cualquier caso, era íntima. Siempre tenían el aspecto de venir de hacer el amor o de estar a punto de hacerlo después de un almuerzo rápido.

Cada vez que se sentaban hacían algo que me llamaba la atención: el tipo apoyaba los codos sobre la mesa y le mostraba a ella las palmas de las manos. La mujer esperaba un instante y, entonces, colocaba suavemente los codos sobre la mesa, delante de los de él, y dejaba las manos abiertas, con las palmas hacia abajo, a tan sólo dos o tres centímetros de las del hombre, como si una fuerza sutil les impidiera tocarse. Se quedaban así apenas un segundo, antes de que el gesto se volviera demasiado cursi o de que alguien más aparte de mí los viera. Entonces sus dedos se entrelazaban y él le besaba una a una las yemas, enmarcadas por el dorso de sus propias manos. Siempre de izquierda a derecha. Y ella sonreía. Todo eso sucedía muy rápidamente, antes de que separaran las manos y se pusieran a estudiar la carta. Mirarlos, o tratar de mirarlos sin parecer que lo hacía, despertaba en mí un anhelo profundo y conocido. Era capaz de sentir lo que ella sentía, como si la mano de aquel hombre acariciara la mía, mi antebrazo, mi muñeca.

En la vida que había llevado no había lugar para ese tipo de anhelos. La ternura no era para mí una sensación familiar. Ni la urgencia. Mi ex marido, Scott, podía ser bueno y generoso cuando estaba sobrio, pero hacia el final, cuando la bebida lo tenía agarrado por el cuello, era cualquier cosa menos amable. Cuando murió, lloré por el dolor que él mismo había padecido y por el que había causado, pero no lo eché de menos. Ni siquiera un poco. Algo en mí se atrofió y, al cabo de un tiempo, desapareció, y pronto me di cuenta de que habían pasado cinco años desde la última vez que me había acostado con alguien.
Cinco años
. A menudo imaginaba que ese celibato accidental era como un perro viejo y flaco que no tenía más remedio que seguirme.
Cinco años
venía conmigo a todas partes, con la lengua fuera, trotando sobre sus patitas. Cuando me probaba ropa,
Cinco años
se tumbaba jadeando en el suelo del probador y ridiculizaba con sus ojos brillantes cualquier intento de comprar un vestido que me hiciera sentir más guapa. También se aposentaba debajo de la mesa, las raras veces que salía con alguien, y apoyaba todo su peso sobre mis pies.

Ninguna de las citas que había tenido se había convertido en una relación mínimamente interesante. A mis treinta y cinco años empecé a creer que
eso
ya no volvería a ocurrir. Sentirse querida, deseada del modo en que ese hombre deseaba a esa mujer, parecía algo sacado de una película extranjera, hablada en un idioma que yo nunca entendería, con subtítulos que se estaban volviendo cada vez más borrosos.

—Su tercera cita —murmuró mi jefe, pillándome por sorpresa.

Yo estaba de pie junto a Will, detrás del mostrador de los pasteles, mientras él quitaba con un paño las marcas que el lavavajillas había dejado en las copas. Se había fijado en que estaba prestando atención a esa pareja. Y yo me fijé en sus brazos, como siempre. Vestía una camisa de cuadros remangada hasta los codos, con los musculosos antebrazos cubiertos por un suavísimo vello blanqueado por el sol de la playa. Aunque no éramos más que amigos, de vez en cuando me sentía un poco turbada por su atractivo, sobre todo porque él ni siquiera sabía lo guapo que era.

—O la quinta, ¿no crees? ¿No es ése el tiempo que acostumbran a esperar las mujeres para acostarse con el tipo con el que salen?

—No sabría decírtelo.

Will levantó al cielo sus ojos de un azul intenso. No soportaba más mis quejas por no salir nunca con nadie.

—Esos dos han estado así desde el primer día —dije, mirándolos una vez más—. Están totalmente embobados.

—No les doy más de seis meses —contestó Will.

—Cínico —repliqué, sacudiendo la cabeza.

Lo hacíamos a menudo eso de especular sobre relaciones imaginarias entre dos clientes. Era nuestro entretenimiento particular, nuestra manera de pasar el tiempo.

—Bien, ahora mira para allá. ¿Ves a aquel viejo que comparte unos mejillones con su chica? —preguntó, señalando con un discreto movimiento de la barbilla a otra pareja.

Alargué el cuello, tratando de no mirar con mucho descaro. Eran un hombre mayor y una mujer mucho más joven.

—Apuesto a que es la mejor amiga de su hija —dijo Will, bajando la voz—. Acaba de terminar los estudios y quiere hacer prácticas en el bufete de abogados del viejo. Pero ahora que ha cumplido los veintiuno, el tipo intentará llevársela al huerto.

—Hum. ¿No será simplemente su hija?

Will se encogió de hombros.

Eché un vistazo a la sala, asombrosamente llena para ser un martes por la tarde, y me fijé en una tercera pareja que estaba terminando de comer en un rincón.

—¿Ves a esos de ahí?

—Sí.

—Creo que están a punto de romper —dije. Por la forma en que Will me miró, me di cuenta de que pensaba que me estaba pasando de fantasiosa—. Casi no se miran y él ha sido el único que ha pedido postre. Les he llevado dos cucharillas, pero el tipo ni siquiera le ha ofrecido a ella un bocado. Mala señal.

—Mala señal en todos los casos. Un hombre
siempre
debe compartir el postre —contestó, guiñándome el ojo de una forma que me hizo sonreír—. ¿Puedes terminar de sacarles brillo a las copas? Tengo que ir a recoger a Tracina. Se le ha vuelto a estropear el coche.

Tracina era la camarera del turno de noche con la que Will salía desde hacía poco más de un año, después de proponérmelo a mí sin éxito. Me había halagado su interés, pero no estaba en condiciones de corresponderle. Prefería conservar un amigo que salir con mi jefe. Además, con el tiempo nos metimos tanto en el papel de amigos que, pese a su atractivo físico, no me fue difícil mantener las cosas en el terreno de lo platónico…, excepto en las raras ocasiones en que lo sorprendía trabajando fuera de su horario laboral, en la trastienda, con un botón desabrochado, la camisa remangada y arreglándose con los dedos la espesa cabellera entrecana. Pero podía superarlo.

Después empezó a quedar con Tracina. Una vez lo acusé de contratarla solamente para poder salir con ella.

—¿Y qué si ha sido así? Es una de las pocas ventajas de ser el jefe —respondió él.

Cuando terminé de sacar brillo a las copas, imprimí la cuenta de mi pareja favorita y me dirigí lentamente a su mesa. Fue entonces cuando reparé por primera vez en la pulsera de la mujer: una gruesa cadena de oro de la que colgaban pequeños amuletos también de oro.

Era una pulsera muy curiosa, de oro pálido con acabado mate. Los amuletos tenían números romanos por una cara y palabras que no conseguí leer por la otra. Serían alrededor de una docena. El hombre también parecía fascinado por la joya. Recorría los colgantes con los dedos y le acariciaba la muñeca y el antebrazo a la mujer con las dos manos. Su tacto era firme y la tocaba de una manera que hizo que se me cerrara la garganta y que se me calentara el vientre por debajo del ombligo.
Cinco años.

—Aquí tenéis —dije con un tono de voz demasiado agudo.

Deslicé la cuenta por la parte de la mesa que no cubrían sus brazos. Y al parecer los pillé por sorpresa.

—¡Ah! ¡Gracias! —exclamó la mujer, enderezándose.

—¿Estaba todo bien? —pregunté. ¿Por qué me sentía tímida cuando hablaba con ellos?

—Perfecto, como siempre —respondió ella.

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