En otra época había visitado con cierta frecuencia Canadá, más concretamente, la localidad de Windsor, en Ontario, porque allí era posible beber alcohol a una edad más temprana que en Michigan. En ese tiempo ya salía con Scott, que incluso antes de casarnos bebía mucho. Recuerdo que durante un tiempo intenté seguirle el ritmo, pero no me gustaban los efectos del alcohol en mi organismo. Aun así, lo más característico de nuestro noviazgo fue que todo lo que hacía Scott yo también lo hacía, y todo lo que a él le gustaba también me gustaba a mí. Como él tenía un Ford, mi primer coche fue un Ford Focus. Como a él le gustaba la comida tailandesa, a mí también me encantaba. Como él era un buen esquiador, yo también aprendí a esquiar. Pero de todas aquellas cosas, el esquí era una de las pocas que me gustaban de verdad. De hecho, llegué a ser bastante buena.
Al principio esquiábamos juntos. Scott nunca se sentía tan feliz como cuando podía enseñarme a hacer algo. Yo era una discípula voluntariosa y tenía tantos deseos de que nuestra relación funcionara y de estrechar nuestros vínculos que me arriesgué a partirme el cuello en las pistas más difíciles cuando apenas llevaba tres días de lecciones. Resultó que tenía talento natural para el esquí, algo que al principio a Scott le encantó, pero que poco a poco empezó a fastidiarle. Al final, cuando yo salía por la mañana rumbo a las cuestas, él se quedaba en la cama, calentito, o sentado delante del fuego con una copa de brandy. Esquiar sola me producía una agradable sensación de independencia; desafiar el peligro era emocionante. Me encantaba bajar las pendientes a toda velocidad y sentir cómo mi cuerpo cortaba el aire frío. Pero mi nueva afición no duró mucho. Cuando Scott se dio cuenta de que yo me divertía muchísimo y de que mi entusiasmo me volvía bastante atractiva para los hombres que había a mi alrededor, dejamos de ir a esquiar.
Mientras paseaba entre la gente con mi nuevo equipo de esquí por la plaza principal de Whistler, sentí que revivían en mí algunas de las malas sensaciones de entonces, pero también otras buenas. Tuve que reconocer que en aquellas excursiones de fin de semana a la península Superior, en Michigan, habíamos vivido algunos de nuestros mejores momentos como pareja. Quizá estaba empezando a perdonar a Scott y a olvidar el resentimiento que me producían él y sus decisiones egoístas, las mismas que me habían dejado viuda a los veintinueve años. Esperaba que así fuera. No quería culparlo más de mi soledad, ni entristecerme por todo lo sucedido. En días como aquél, con el sol brillando en el cielo y las laderas cubiertas de nieve resplandeciente, podía afirmar que apreciaba más que nunca mi vida, porque, por fin, era completamente mía. Levanté la vista para mirar la montaña. Decidí que, aunque me quedara a vivir allí y disfrutara de esa vista todos los días de mi vida, nunca dejaría de apreciar su belleza. En ese momento, no fue sólo gratitud lo que invadió mi corazón, sino también una alegría pura y sin mezclas.
—¿Me dejas que te haga una foto con la montaña de fondo?
Aquella voz me sorprendió, igual que la mano que parecía dispuesta a arrebatarme la cámara.
—¡Eh! —exclamé, apartándola bruscamente.
Tardé un par de segundos en fijarme en el hombre joven con un hoyuelo en la mejilla izquierda y una desordenada mata de pelo castaño que asomaba bajo la gorra negra. En sus palabras percibí un ligero acento francés.
—No estaba intentando quitártela —dijo, enseñándome las palmas de las manos en señal de buena voluntad. Cuando sonrió, sus dientes brillaron, deslumbrantes, en claro contraste con su tez bronceada—. Pensé que te gustaría salir en la foto. Me llamo Theo.
—Hola —respondí, tendiéndole cautelosamente la mano, mientras con la otra seguía sosteniendo la cámara fuera de su alcance. No debía de tener más de treinta años, pero por su cara era evidente que pasaba el día entero al viento y al sol. Las atractivas arrugas que se le formaban alrededor de los ojos pardos le conferían cierto aire de madurez, a pesar de su juventud—. Yo me llamo Cassie.
—Siento haberte asustado. Trabajo aquí. Soy monitor de esquí.
Hum. Había estado dos días sola y lo había pasado muy bien. Pero de pronto tenía delante a un hombre tremendamente atractivo que con toda probabilidad era un enviado de Matilda. Decidí ir al grano.
—¿Así que trabajas aquí, en Whistler? ¿O no serás uno de los… ya sabes…?
Al oír mi pregunta, inclinó la cabeza a un lado.
—Uno de los… ya sabes lo que quiero decir… —insistí—. Uno de los hombres que…
Miró a su alrededor con expresión confusa.
—Bueno, es cierto que soy un hombre, pero… —respondió, claramente desconcertado.
Entonces se me ocurrió que simplemente podía ser un tipo cualquiera, un hombre muy atractivo al que por casualidad le había apetecido hablar conmigo y que no tenía ninguna relación con S.E.C.R.E.T. La idea me parecía mucho menos improbable de lo que me habría parecido unos meses antes, y eso bastó para hacerme sonreír.
—Perdona —dije—, ahora soy yo la que debe disculparse. Siento haberte tomado por un ladrón de cámaras.
Me di cuenta de que estaba participando en el pasatiempo nacional canadiense de pedir disculpas a los desconocidos, sobre el que había leído en mi guía.
—¿Aceptarías una lección gratis de esquí como desagravio? —me ofreció.
Sí, decididamente, tenía un ligero acento francés, o, más concretamente, quebequense.
—Puede que no necesite lecciones —dije, sintiendo que recuperaba la confianza.
—¿Ah, no? Entonces ¿estás familiarizada con estas laderas? —Su sonrisa era irresistible—. ¿Conoces las condiciones y sabes dónde están las pistas negras? ¿Sabes qué telesillas te llevan adónde, y cuáles son las pistas para principiantes que pueden volverse peligrosas si no prestas atención?
Era evidente que no podía engañarlo.
—En realidad, no —reconocí—. Llevo un par de días dando vueltas por aquí abajo. No sé si tengo valor para subir.
—Yo te daré ese valor —dijo, ofreciéndome el brazo.
Theo era un monitor excelente y, aunque me negué a bajar por las pistas negras más difíciles, acepté subir directamente al Symphony Bowl después de una hora de cómodos descensos por el Saddle, la glacial ladera donde encontré la nieve más fresca y esponjosa que había visto en mi vida. Theo me había propuesto una mezcla de descensos emocionantes con otros tramos más sencillos, para dar un respiro a los castigados músculos de mis piernas, y, a continuación, un tranquilo trayecto de ocho kilómetros hasta el pueblo. Me alegré de haber conservado la costumbre de salir a correr en Nueva Orleans. Si hubiera subido a la montaña sin estar en buena forma, habría pasado el resto del fin de semana medio paralizada delante del fuego.
Al borde del Bowl tuve que detenerme. Sí, la blanca nieve ondulada, que se extendía hasta encontrarse con un cielo tan azul que hacía daño a la vista, era tan hermosa que quitaba el aliento. Pero también me maravillaba lo mucho que había cambiado mi mundo con un simple «sí». A lo largo de los últimos meses había sido capaz de hacer cosas que me habrían parecido totalmente inconcebibles hacía tan sólo un año, y no pensaba sólo en los encuentros sexuales con desconocidos, sino en haberme ofrecido voluntaria para trabajar en el baile, en el hábito de salir a correr, en la ropa un poco más sexy que me había comprado, en mi actitud más comunicativa con la gente, en las ganas de valerme por mí misma, y también en haber viajado sola a Canadá sin tener la menor idea de cómo se iban a desarrollar mis cuatro días. Jamás habría podido hacer nada de eso antes de aceptar la ayuda de S.E.C.R.E.T.
Cuando aquel joven con los esquís al hombro se me había acercado en la plaza, en lugar de rechazarlo o de buscarle segundas intenciones, había tratado de aceptar que aquello era posible, que yo podía ser merecedora de su atención. Una hora después, sintiéndome literalmente en la cima del mundo, empecé a notarme transformada. Sin embargo, parte de mí aún dudaba de la espontaneidad de mi acompañante. Parte de mí todavía esperaba que, al llegar a una cresta e intercambiar conmigo una mirada, Theo me preguntara si aceptaba el paso.
—Impresionante —murmuró él, deteniéndose a mi lado para contemplar el paisaje que yo estaba admirando.
—Sí. Creo que nunca había visto nada tan espectacular.
—Me refería a ti —dijo Theo, y sólo me dio tiempo a ver un destello de su sonrisa despreocupada antes de lanzarse por el borde del Bowl.
No pude evitar seguirlo y, durante unos cuantos segundos espeluznantes, volé por el aire con mis esquís. Tras un tembloroso aterrizaje, recuperé la postura y caí en el surco que él había abierto antes que yo. Theo siguió avanzando con movimientos expertos por la extensión helada, volviendo la vista de vez en cuando para asegurarse de que yo venía detrás. Tras un brusco giro a la derecha en un sendero sin señalizar nos incorporamos a un grupo de esquiadores que bajaban hacia el acogedor poblado, que para entonces relucía con un brillo amarillo y rosa a la luz del crepúsculo.
Al pie de la ladera nos deslizamos en una amplia curva hasta encontrarnos. Él levantó la mano, abierta, para chocarla con la mía.
—¡Muy valiente! —exclamó.
—¿De verdad he sido tan valiente? —pregunté cuando nuestras manos enguantadas entraron en contacto. Tenía las mejillas encendidas y estaba un poco mareada por lo rápido que habíamos descendido.
—¡El primer kilómetro era de dificultad máxima y tú te lanzaste sin más! ¡Sin pararte a pensar!
Sentí una especie de orgullo mezclado con euforia.
—¿Una copa para celebrarlo? —pregunté.
Fuimos al Chateau Whistler, donde me alojaba, y atravesamos el gran vestíbulo, donde todo el mundo parecía conocer a Theo. Me presentó al camarero, Marcel, un viejo amigo suyo de Quebec, que nos sirvió
fondue
y dos
toddies
calientes de ron, seguidos de un par de cuencos humeantes de mejillones y patatas fritas. Estaba tan hambrienta que me puse a devorar las patatas a puñados, hasta que caí en la cuenta de lo que estaba haciendo.
—¡Dios! —exclamé avergonzada—. Estoy comiendo como un animal. ¡Mírame! —dije, incapaz de resistirme al impulso de llevarme otro puñado a la boca.
—Claro que te miro. Lo llevo haciendo todo el día —dijo él, inclinándose sobre la mesa y atrayéndome hacia sí para besarme.
Sus manos eran fuertes y estaban encallecidas por el contacto continuado con los bastones de esquí. Tenía el pelo desordenado, y yo sabía que el mío también lo estaba, aunque probablemente de una manera mucho menos adorable que el suyo. Pero nada parecía importar. Ese tipo estaba loco por mí. Lo notaba. Me vino a la mente una imagen de Pauline con su acompañante en el café Rose y de la intensa conexión que había entre los dos. Ahora estaba viviendo el mismo tipo de experiencia. Miré a mi alrededor con timidez para ver si alguien notaba lo que me ocurría…, lo que nos estaba pasando. Pero no. Aunque estábamos en un lugar público, era como si nos hubiéramos refugiado en nuestro propio mundo privado.
Después de eso, pasamos un buen rato hablando, sobre todo acerca del esquí y las sensaciones que despertaba en nosotros, contándonos los mejores momentos que habíamos vivido aquel día. No era que yo eludiera las preguntas personales, pero no me parecían tan importantes como el modo en que él me tocaba la muñeca o me miraba a los ojos. Después de la cena, cuando se guardó la cuenta y se puso en pie mirándome, con una mano tendida, supe que aún faltaba mucho tiempo para que nos diéramos las buenas noches.
Ni siquiera había advertido lo aterida que estaba hasta que Theo me quitó la ropa, capa tras capa, en el baño de mi habitación.
—¿Hay piel debajo de todo esto? —bromeó, mientras me quitaba los
leggins
.
—Sí —dije yo riendo.
—¿Lo prometes?
—Lo prometo.
Cuando hubo lanzado toda mi ropa fuera del baño, formando una pila, me quedé completamente desnuda, excepto por los cardenales que me habían salido en los brazos y las pantorrillas, y que provocaron en Theo un silbido de asombro.
—¡Vaya! ¡Heridas de guerra! —exclamó. Abrió el grifo de la ducha y el vapor empezó a llenar la habitación—. Es hora de hacerte entrar en calor.
—No pensarás enviarme ahí dentro sola, ¿verdad? —pregunté, más asombrada que él de mi propia audacia.
Riendo, se quitó la ropa. Tenía un cuerpo atlético, se notaba que estaba en forma. Era evidente que se pasaba el día entero esquiando, e incluso todo el año. Entré en la ducha, él me siguió y, segundos después, nuestras bocas se encontraron bajo el chorro de agua. Me recorrió los brazos con las manos y luego me los levantó y me los hizo apoyar contra la pared, detrás de nosotros. Me levantó ligeramente el cuerpo, tras separarme las piernas con las rodillas, y las colocó al lado de las suyas. Me movía con firmeza, pero sin forzarme, y yo me sentía como una estrella de mar adherida a la pared. Me lamió un costado del cuello, mientras me apoyaba su sexo endurecido contra el vientre. Después, me agarró uno de los pechos con su ancha mano y chupó las gotas de agua que se escurrían por el pezón. Mientras tanto, con la otra mano, inició un lento descenso por mi vientre, hasta llegar a mi sexo, donde introdujo primero un dedo y después dos. Sentía mi propia humedad mientras el agua caía sobre nosotros. Me miró a los ojos y yo bajé los brazos y enredé los dedos en su pelo mojado. Como el agua me estaba haciendo resbalar, me colocó suavemente una mano por detrás de las nalgas, como para sujetarme, y me introdujo un dedo.
—¿Te gusta esto?
—No lo había hecho nunca —respondí.
—Entonces ¿te apetece probar algo nuevo?
El vapor de la ducha se arremolinaba a nuestro alrededor. Sentí que todos los poros de mi piel se abrían para él, como si todo mi ser se preparara para recibirlo.
—Contigo probaría cualquier cosa —dije.
Levantó mi cuerpo desnudo sobre sus caderas y, antes de que pudiera reaccionar, me sacó del cuarto de baño, dejando un reguero de agua por el suelo de baldosas y la alfombra, y me tumbó sobre la enorme cama de matrimonio. Después, volvió al baño para cerrar la ducha y se puso a buscar algo, probablemente un condón, en el bolsillo de sus pantalones. A continuación, volvió y se quedó mirándome, de pie al borde de la cama.
Me arrastré hacia él y empecé a chuparle su sexo mientras él miraba. Unos segundos después desgarró el envoltorio del preservativo y me lo dio. Se lo coloqué y entonces él me empujó sobre la cama y se puso a lamerme hábilmente y con avidez, mientras yo yacía con las rodillas separadas y un brazo sobre los ojos. Antes de que pudiera recuperar el aliento, me dio la vuelta con sus fuertes brazos, de modo que quedé de espaldas a él. Pude sentir entonces que su erección se volvía más firme de lo que había estado unos minutos antes.