Abrí el sobre acolchado y dispersé su contenido sobre mi cama. Era la ropa que debía ponerme al día siguiente: unos pantalones piratas blancos y ceñidos, una túnica de seda de color azul claro, un pañuelo blanco, unas enormes gafas de sol negras al estilo de Jackie Onassis y unas alpargatas con plataformas. Todo, por supuesto, combinaba a la perfección.
A la mañana siguiente, hice esperar un poco a la limusina mientras trataba de anudarme el pañuelo al cuello de mil maneras diferentes, hasta que por fin decidí ponérmelo en la cabeza, como una bandana. Un vistazo al espejo hizo que pensara que tenía cierto aire aristocrático. Incluso
Dixie
, que se desperezaba junto a mis pies, pareció darme su aprobación. Pero nunca olvidaré la expresión de Anna, nacida y criada en el Bayou, cuando me vio recoger del paragüero del vestíbulo un paraguas negro plegable.
—Si se desata la tormenta, ese paraguas te servirá tanto como la sombrillita de un cóctel —masculló.
Me dije que quizá debía responderle algo, e inventarme tal vez que me había echado un novio rico, para que su curiosidad por la limusina no fermentara en algo más grande y menos benigno. Pero decidí que ese día no. No tenía tiempo.
—Buenos días, Cassie —dijo el conductor, mientras me sostenía la puerta.
—Buenos días —respondí, intentando no parecer demasiado habituada a que una enorme limusina negra viniera a recogerme en pleno barrio de Marigny.
—Eso no te hará falta en el sitio adonde te llevo —dijo el chófer, señalando con un movimiento de cabeza mi diminuto paraguas—. Vas a dejar atrás este tiempo gris.
«¡Qué emocionante!», pensé. Había poco tráfico esa mañana, y el poco que había se alejaba del lago al que nosotros nos dirigíamos. Cerca de Pontchartrain Beach, nos mantuvimos a la derecha, dejamos atrás South Shore Harbor y después seguimos la línea de la costa y el mar embravecido, que de vez en cuando se dejaba ver en los huecos entre las casas. El oleaje era impresionante, aunque no había caído ni una gota de lluvia. En Paris Road, el chófer tomó el desvío de la izquierda y continuó por un camino de grava que dejaba la laguna a nuestra derecha. Cinco minutos después, giramos a la derecha y entramos en otro camino de grava. Yo me agarraba a la piel del asiento, sintiendo que el miedo empezaba a atenazarme el estómago. Finalmente llegamos a un claro del bosque, donde las aspas de un helicóptero ya estaban describiendo círculos lentos e inexorables, preparándose para acelerar.
—Hum… ¿Eso de ahí es un helicóptero?
Una pregunta estúpida. Tendría que haber dicho: «¿Esperas que me monte en eso?» Pero la pregunta se me quedó atascada en la garganta.
—Vas a hacer un viaje muy especial.
«¿Ah, sí?» Era evidente que no me conocía. La sola idea de que yo montara en un helicóptero era absurda, por muchas promesas que me esperaran al final del viaje. La limusina se detuvo a unos seis metros de la plataforma de despegue. No me gustaba el cariz que estaba tomando la situación. El chófer salió y me abrió la puerta. Yo me quedé congelada en el asiento, con la palabra «no» brotando de cada poro de mi ser.
—¡No hay nada que temer, Cassie! —gritó él, por encima de los aullidos del viento y del ruido todavía más estruendoso de las hélices—. ¡Sigue a ese hombre! ¡Te cuidará muy bien! ¡Te lo prometo!
Fue entonces cuando reparé en el piloto, que venía corriendo hacia la limusina con la gorra en la mano. Cuando estuvo un poco más cerca, se echó hacia atrás el pelo rubio y blanqueado por el sol y se puso la gorra. Por cómo se la puso, pensé que no la usaba muy a menudo. Me saludó con una torpeza que me pareció adorable.
—Cassie, soy el capitán Archer. Me han encargado que te lleve a tu destino. ¡Ven conmigo! —Debió de notar que yo no lo veía del todo claro—. Lo pasarás bien.
¿Qué opciones tenía? Unas cuantas, supongo. Una de ellas era quedarme soldada al asiento y pedirle al conductor que me llevara de vuelta a casa. Pero, en lugar de eso, salí de la limusina antes de que mi cerebro me convenciera de lo contrario. El capitán Archer me agarró de la muñeca con su manaza bronceada y corrimos hacia el helicóptero, agachándonos cuando pasamos bajo las hélices.
Una vez en el helicóptero, la misma mano me pasó por encima de las piernas y me rozó los muslos para ajustarme el cinturón de seguridad en el asiento trasero. «Todo irá bien, todo irá bien, todo irá bien —me repetía yo—. No hay nada que temer.» Sentí en la mejilla el golpe de unos cuantos mechones sueltos y me alegré de haberme puesto el pañuelo en la cabeza. Mientras él me ajustaba con cuidado unos cascos enormes en los oídos, percibí olor a chicle de menta en su aliento. Entonces me miró. Sus ojos eran profundamente grises e intensos.
—¿Me oyes? —preguntó, con una voz que resonó directamente en mis oídos a través del micrófono. ¿Tenía acento australiano?
Asentí.
—Estás conmigo, Cassie, no te preocupes. Estás en buenas manos. Relájate y disfruta del viaje.
Me resultaba un poco irritante que todos los participantes en las actividades de S.E.C.R.E.T. supieran mi nombre. «Así es mi vida ahora —pensé, sintiendo que la experiencia se me empezaba a subir a la cabeza—. Viene a buscarme una limusina y me parece completamente normal. Me trae hasta un lugar donde me está esperando un helicóptero, y un piloto superatractivo me conduce a un lugar desconocido.»
Despegamos de inmediato y, en cuanto ascendimos por encima de las lóbregas nubes de tormenta, el día cambió por completo y nos vimos transportados a un paraíso tropical. Mientras dejábamos abajo el mal tiempo y nos dirigíamos hacia el soleado horizonte, el capitán Archer se fijó en que yo observaba las nubes.
—Se está preparando una tormenta impresionante. Pero no nos afectará en el sitio al que vamos.
—¿Y adónde vamos?
—Ya lo verás —respondió, con una gran sonrisa, mientras se quedaba un rato mirándome.
Aún sentía mariposas en el estómago, pero se estaban volviendo más manejables y el miedo empezaba a parecerme tolerable. Que yo me montara por voluntad propia en un helicóptero mientras se estaba preparando una tormenta y saliera volando hacia quién sabe dónde, para hacer quién sabe qué, me habría parecido inimaginable apenas cinco meses antes. Pero en ese momento, más allá del lógico miedo que sentía, reconocí una inconfundible sensación de euforia.
Cuando nos estabilizamos por encima de las nubes, el helicóptero puso rumbo hacia el azul intenso del golfo. Contemplaba alternativamente el mar que se extendía debajo de nosotros y las fuertes manos del piloto, que pulsaban diferentes botones e interruptores con eficiencia y soltura. Sus bronceados antebrazos estaban cubiertos por un finísimo vello rubio. ¿Sería él? ¿Formaría ese hombre parte de mi fantasía? Si era así, el comienzo no podía ser mejor.
—¿Adónde vamos? —grité, quitándome el pañuelo para soltarme la melena. ¡Estaba flirteando! ¡Por primera vez en mi vida lo hacía con total naturalidad!
—Ya lo verás. No falta mucho —dijo él con un guiño.
Le sostuve la mirada, dejando que fuera él el primero en apartar la vista. Nunca había hecho algo así. Me estaba resultando muy emocionante tontear con él, a pesar del miedo.
Unos minutos después sentí que el helicóptero empezaba a descender y el pánico estuvo a punto de apoderarse de mí. Sentada en el asiento trasero no podía ver lo que había justo debajo de nosotros, así que me pareció como si fuésemos a aterrizar directamente sobre el agua azul del golfo. Pero cuando los patines del helicóptero toparon con algo sólido, me di cuenta de que habíamos aterrizado en un barco. Era una embarcación muy grande, un yate de lujo.
El piloto saltó del helicóptero, me abrió la puerta y me ofreció la mano para ayudarme a bajar.
Salté a la lustrosa pista de aterrizaje mientras me protegía la vista de un sol que para entonces era cegador, pensando en lo rápidamente que puede cambiar el tiempo.
—Esto es maravilloso —dije.
—Lo es —replicó el piloto, como si en realidad no se estuviera refiriendo al barco—. Tenía instrucciones de traerte hasta aquí. Ahora tengo que irme.
—¡Qué pena! —dije, con total sinceridad. Desde la sobrecubierta, miré a mi alrededor. Estaba en un yate, sí, y era uno de los más hermosos que había visto en mi vida. La cubierta era de madera pulida y reluciente; el casco y las otras estructuras, de un blanco radiante—. ¿No puedes quedarte a tomar una copa? ¿Sólo una?
¿Qué estaba haciendo? Normalmente, las fantasías se desplegaban solas ante mis ojos, pero de pronto yo estaba interfiriendo con lo que S.E.C.R.E.T. había programado para mí. Sin embargo, el viaje en helicóptero me había cargado de energía y quería prolongar el flirteo.
—Supongo que una copa no puede hacerle daño a nadie —respondió él—. ¿Vienes conmigo a la piscina?
¿Piscina? Me quedé sin aliento cuando me asomé por el lado de la proa y vi la piscina ovalada, ¡en la cubierta de un yate! A los lados había tumbonas blancas, con toallas de rayas rojas y blancas plegadas como al descuido sobre los respaldos. ¿Para mí? ¿Todo eso era para mí? «No me importa lo que vaya a pasarme aquí —pensé— ¡mientras pueda nadar en una piscina, a bordo de un yate de lujo!» Aunque el mar empezaba a agitarse un poco, el barco parecía sólido como una roca, incluso aunque tuviera un pequeño helicóptero posado en lo alto. De pronto recordé que no había ningún bañador entre la vestimenta que me habían proporcionado, pero el piloto ya se marchaba hacia la piscina y había empezado a quitarse la ropa antes de doblar una esquina y desaparecer de mi vista.
Tras un brevísimo instante de duda, lo seguí. No parecía que hubiera nadie más a bordo. Las ventanas del puente de mando tenían los cristales tintados y desde fuera no se veía la tripulación, si es que estaba allí. Cuando llegué a la piscina, el piloto ya se había zambullido y, a juzgar por el reguero de ropa que había dejado atrás, estaba desnudo.
—Tírate. Está tibia.
—¿No vas a meterte en un lío? —pregunté, con repentina timidez.
—No, a menos que tú te quejes.
—No me quejaré —respondí—. Pero… ¿te importaría mirar para otro lado?
—En absoluto —dijo, poniéndose de espaldas.
Tenía la piel bronceada, pero a través del agua ondulada vi el blanco lechoso de sus nalgas. Dudé un momento, y al final me sacudí de encima el miedo. Por lo visto, yo estaba a cargo de la fantasía y nadie pensaba detenerme. Me quité la ropa y la dejé con cuidado sobre una tumbona. Después me deslicé dentro del agua, que me pareció tibia porque el aire estaba un poco fresco, como cuando va a desencadenarse una tormenta. El sol aún brillaba, pero había nubes negras en el horizonte y una sensación eléctrica en la atmósfera.
—Bueno, ya puedes darte la vuelta —dije, sin dejar de taparme los pechos con los brazos, a pesar de tenerlos bajo el agua.
¿Por qué actuaba con tanta timidez? De pronto, lo comprendí. El piloto no me había preguntado si aceptaba el paso, lo que habría desencadenado en mí un reflejo casi pavloviano. La pregunta siempre me hacía caer en una especie de trance que me permitía vivir la fantasía. Pero esta vez era yo quien dirigía la situación, con un hombre que aún no se había dado a conocer como parte de mi fantasía, aunque debería haberlo hecho. Los rubios nunca habían sido mi tipo, pero ese rubio en particular era tremendamente masculino y atractivo. Con sus brazos bronceados me estaba atrayendo hacia sí contra la suave resistencia que oponía el agua.
—El tacto de tu piel es increíble bajo el agua —dijo, mientras me pasaba las manos por la espalda y me levantaba para sentarme sobre sus muslos.
Lo sentí endurecerse. Se inclinó para chuparme con descaro uno de los pezones mientras me apretaba con las manos las nalgas desnudas. Nuestros cuerpos se entrechocaban mientras el agua de la piscina se agitaba cada vez más con nuestros movimientos. O al menos fue lo que pensé al notar que se estaban formando olas. Cuando abrí los ojos y volví a levantar la vista, el resplandor del cielo me pareció diferente y mucho más maligno. Las nubes violáceas que oscurecían el sol hicieron que el capitán Archer dejara de mordisquearme el hombro.
—Demonios, no me gusta nada ese cielo —dijo, mientras se ponía en pie, quitándome de debajo las rodillas que me servían de apoyo—. Tengo que sacar el helicóptero del barco o acabará flotando en el golfo. Tú, cariño, resguárdate bajo la cubierta y no te muevas hasta que alguien venga a buscarte, ¿me oyes? Esto no entraba en los planes. Lo siento muchísimo. Pediré instrucciones por radio.
Salió de la piscina en un segundo. No había tiempo para ceremonias. Desplegó una toalla, con la que me envolvió todo el cuerpo, y me dio mi ropa. Una ráfaga de viento estuvo a punto de derribarnos. Él me agarró, me sujetó contra la pared y descolgó un chaleco salvavidas de un gancho que había sobre mi cabeza.
—¡Ve abajo, vístete y ponte este chaleco!
—¿No puedo ir contigo? —pregunté, notando otra vez el miedo en las entrañas. Sostuve con fuerza la toalla bajo mi barbilla y eché a andar tras él, dejando un reguero de agua en el camino hasta la plataforma del helicóptero.
—Sería demasiado peligroso, Cassie. Estarás mejor en el barco. Es veloz y te sacará de la tormenta. Ahora baja y no salgas hasta que alguien venga a buscarte. Y no tengas miedo —dijo, mientras me daba un beso en la frente.
—Pero ¿alguien sabe que estoy aquí?
—No te preocupes, cariño. Todo saldrá bien.
Agarré la toalla con más fuerza mientras él ponía en marcha el motor. Nada más despegar, a unos pocos metros de la plataforma, una repentina racha de viento sacudió al helicóptero y lo hizo virar. Desde la ventana del camarote observé con sorpresa y horror cómo mi piloto dirigía el aparato con mano experta entre las turbulencias, aliviada de no estar a bordo para vomitarle en los zapatos.
Oí que el motor del yate arrancaba, con vibraciones que me subieron por los pies y me hicieron castañetear los dientes, o quizá me castañeteaban sólo por el miedo. Pero el ruido paró tan pronto como había comenzado. ¿Dónde estaba todo el mundo? Me vestí en el interior del camarote, atravesé la zona del bar y subí la escalera que presumiblemente conducía al puente de mando. Cuando abrí la escotilla, me sorprendió el estruendo del aguacero: una lluvia despiadada golpeaba con estrépito la madera de la cubierta.
Sobre mi cabeza se cernía un cielo negrísimo.
—Esto no es bueno —mascullé, mientras cerraba la escotilla.