—Esto, sea lo que sea.
Se echó a reír.
—¿Por qué no averiguas primero qué es y después decides? ¿Qué te parece?
Me quedé quieta, con las palmas de las manos empapadas en sudor. Tuve que hacer un esfuerzo para no secármelas en el vestido.
—Puedes decir que no, Cassie. Yo no hago más que proponer. ¿Estás dispuesta?
Parecía más desconcertada que impaciente.
—Sí —dije, y era verdad.
Basta de equívocos. Decidí abrir mi mente.
Matilda me enseñó el camino. Y yo la seguí. Volví a contemplar la mansión cubierta de hiedra y su desenfrenado jardín. Abril en Nueva Orleans era el mes de las flores y de las enredaderas. Los magnolios florecían con tal rapidez que era como si por la noche se hubieran cubierto con una ornamentada gorra de baño de los años cincuenta. Nunca había visto un jardín tan verde, exuberante y lleno de vida.
—¿Quién vive aquí? —pregunté.
—Ésta es la Mansión. Sólo pueden entrar los miembros.
Conté una docena de buhardillas, con elaboradas rejas de hierro sobre cada una de las ventanas, como flequillos de encaje. La torrecilla culminaba en un remate blanco. Aunque la casa era blanca, tenía un aire espectral, como si estuviera encantada, pero pensé que sus fantasmas debían de ser muy atractivos.
Después de llegar a la antigua cochera y de que Matilda marcara otro código de seguridad, entramos a través de una pesada puerta roja. Me golpeó una ráfaga de aire acondicionado. Si el exterior de la cochera era anodino y rectilíneo, el interior era un ejemplo del minimalismo de mediados de siglo. Las ventanas eran pequeñas, pero las paredes eran altas y blancas. Había varios cuadros enormes, del suelo al techo, en tonos rojos y rosas, con manchas amarillas y azules. Pequeñas velas cilíndricas ardían en los rebordes de las ventanas; parecía un lujoso establecimiento termal. Relajé los hombros, que había tenido tensos y levantados casi hasta las orejas. Pensé que en un lugar como aquél no podía pasar nada malo. ¡Todo era tan refinado! Al final de la sala había una serie de puertas que debían de medir unos tres metros de altura. Una mujer joven, de corta melena negra y gafas de pasta del mismo color, se levantó de su escritorio para recibir a Matilda.
—El Comité se reunirá dentro de un momento —dijo, y salió a toda prisa de detrás de la mesa para quitarle a Matilda de las manos la bolsa del supermercado y las flores.
—Gracias, Danica. Danica, te presento a Cassie.
¿Comité? ¿Iba a interrumpir una reunión? Sentí que se me caía el alma a los pies.
—Me alegro mucho de conocerte por fin —dijo Danica.
Matilda la miró con gesto severo.
¿Qué quería decir con ese «por fin»?
Danica pulsó un botón bajo su mesa y se abrió una puerta tras ella. Ante nosotras apareció una habitación pequeña y muy luminosa, con revestimiento de madera de nogal en las paredes y una mullida alfombra rosa circular en el centro.
—Mi despacho —dijo Matilda—. Pasa.
El ambiente era acogedor. Daba a un jardín lleno de plantas, que permitía ver de lejos la calle, al otro lado de la verja. A través de la ventana del despacho también pude observar la puerta de servicio de la impresionante mansión contigua, donde distinguí a una doncella con uniforme barriendo la escalera. Me senté en un amplio sillón negro, de los que te hacen sentir como si estuvieras acurrucada en la mano de King Kong.
—¿Sabes por qué estás aquí, Cassie? —preguntó Matilda.
—No, no lo sé. Sí. No, perdón. No, no lo sé.
Habría querido echarme a llorar.
Matilda se sentó detrás de su escritorio, apoyó la barbilla en las manos y esperó a que yo terminara. El silencio fue penoso.
—Estás aquí porque leíste algo en el diario de Pauline que te impulsó a ponerte en contacto conmigo, ¿no es así?
—Sí, así es —dije.
Miré a mi alrededor, en busca de otra puerta, una puerta que me permitiera salir al jardín y marcharme de allí.
—¿Qué crees que te impulsó a llamar?
—No fue solamente la libreta —respondí. A través de la ventana vi a un par de mujeres que entraban por la puerta del jardín.
—¿Qué fue entonces?
Pensé en la pareja que tanto me gustaba, con los brazos entrelazados. Pensé en la libreta, en Pauline retrocediendo hacia la cama, en el hombre…
—Pauline. El modo en que está con los hombres. Con su novio. Yo nunca he estado así con nadie, ni siquiera con mi marido. Y nadie ha estado nunca de ese modo conmigo. Pauline me parece tan… libre.
—¿Y eso es lo que tú quieres?
—Sí. Creo que sí. ¿Consiste en eso vuestro trabajo?
—Eso es lo
único
en que consiste nuestro trabajo —contestó ella—. Bueno, ¿qué te parece si empezamos contigo? Háblame un poco de ti.
No sé por qué me pareció tan fácil, pero toda mi historia se derramó de mi boca casi sin querer. Le hablé de mi infancia en Ann Arbor. Le dije que mi madre murió cuando yo era pequeña y que mi padre, que trabajaba instalando vallas industriales, no estaba casi nunca en casa, y cuando estaba, pasaba del mal humor al exceso de cariño, sobre todo cuando estaba borracho. Aprendí a actuar con cautela y a prestar atención a los pequeños cambios atmosféricos que en una casa pueden preceder a la tormenta. Mi hermana Lila se fue de casa en cuanto pudo, a Nueva York. Ya casi nunca hablamos.
Después le conté acerca de Scott, del tierno y lloroso Scott, del Scott que bailaba conmigo agarrado en la cocina al son de la música
country
, y del Scott que me pegó dos veces y que nunca dejó de suplicar que lo perdonara, aunque yo no podía hacerlo. Le conté cómo se había deteriorado nuestro matrimonio a medida que aumentaba su afición a la bebida. Le conté que su muerte no me había liberado, sino que me había relegado a una tranquila tierra de nadie, una jaula segura que yo misma me había fabricado. No tenía ni idea de lo mucho que necesitaba hablar con otra mujer y de lo aislada que me sentía hasta que empecé a sincerarme con Matilda.
Después se lo dije. Me salió de dentro. Le dije que hacía años que no me acostaba con nadie.
—¿Cuántos años?
—Cinco. Casi seis, creo.
—No es infrecuente. El dolor, la ira y el resentimiento juegan muy malas pasadas al cuerpo.
—¿Cómo lo sabes? ¿Eres terapeuta sexual?
—Más o menos —dijo—. Lo que hacemos aquí, Cassie, es ayudar a las mujeres a recuperar el contacto con su yo sexual. Cuando lo consiguen, recuperan la armonía con la parte más poderosa de sí mismas. Paso a paso. ¿Te interesa?
—Supongo que sí. Sí, claro —dije, con tanta aprensión como la vez que tuve que decirle a mi padre que me había bajado la regla por primera vez. En la casa donde crecí no había ninguna mujer, excepto la impasible novia de mi padre, de modo que nunca había hablado abiertamente de sexo con nadie.
—¿Tendré que hacer alguna cosa… rara?
Matilda se echó a reír.
—No, Cassie. Nada raro, a menos que sea lo que a ti te gusta.
Yo también me reí, pero con la risa incómoda de quien sabe que ya no hay vuelta atrás.
—Pero ¿qué tengo que hacer? ¿Cómo funciona esto?
—Tú no tienes que hacer nada, excepto decir que sí al Comité —dijo, echando un vistazo al reloj—, que, por cierto, se reúne en este preciso instante.
—¿El Comité?
¡Dios mío! ¿Dónde me había metido? Era como si hubiera caído en un pozo sin fondo.
Matilda debió de intuir mi pánico. Me sirvió un vaso de agua de la jarra que tenía en la mesa.
—Aquí tienes, Cassie, bebe un poco e intenta relajarte. Esto es bueno. Es algo maravilloso, créeme. El Comité es simplemente un grupo de mujeres, la mayoría de ellas como tú, mujeres que sólo quieren ayudar. El Comité hace realidad tus fantasías.
—¿Mis fantasías? ¿Y qué pasa si no tengo ninguna?
—Claro que las tienes. Es sólo que todavía no lo sabes. Y no te preocupes. Nunca tendrás que hacer nada que no quieras hacer, ni tendrás que estar con nadie con quien no quieras estar. El lema de S.E.C.R.E.T. es «Sin prejuicios. Sin límites. Sin vergüenza».
El vaso de agua me tembló en la mano. Bebí un buen sorbo y estuve a punto de atragantarme.
—¿S.E.C.R.E.T.?
—Sí, así se llama nuestro grupo. Cada letra significa algo. Pero nuestra razón de ser es la liberación a través de la aceptación total de las fantasías sexuales.
Fijé la mirada en un punto intermedio entre ella y yo, tratando de olvidar la imagen de Pauline haciéndolo con dos hombres.
—¿Es lo que ha hecho Pauline? —pregunté de pronto.
—Sí. Pauline completó los diez pasos de S.E.C.R.E.T., y ahora vive en el mundo, totalmente viva, sexualmente viva.
—¿Diez pasos?
—Bueno, técnicamente, las fantasías son nueve. El décimo paso es una decisión. Puedes permanecer en S.E.C.R.E.T. durante un año, reclutando a otras mujeres como tú, formando a participantes en las fantasías o ayudando a otras mujeres a hacerlas realidad. O puedes llevarte tu conocimiento sexual a tu propio mundo y aplicarlo, por ejemplo, en una relación amorosa.
Por encima del hombro derecho de Matilda, a través de la ventana del jardín, vi a más mujeres de diferentes edades, razas y estaturas, que entraban de dos en dos o de tres en tres por la puerta de la verja, y oí que reían y charlaban en el vestíbulo.
—¿Son el Comité?
—Sí. ¿Quieres que pasemos a reunirnos con ellas?
—Espera. Todo esto está yendo demasiado rápido. Tengo que hacerte una pregunta. Si digo que sí, ¿qué pasará exactamente?
—Todo lo que tú quieras. Nada que tú no quieras —replicó ella—. Sí o no, Cassie. Es así de simple, de verdad.
Mi cuerpo estaba más que dispuesto, pero mi mente se sacudió las ataduras impuestas y se permitió por fin expresar sus dudas.
—¡Pero si ni siquiera te conozco! No sé quién eres, ni quiénes son esas mujeres. ¿Y se supone que tengo que entrar ahí y contaros mis fantasías sexuales más profundas e íntimas? Ni siquiera sé si tengo alguna fantasía, ¡y mucho menos nueve! ¡He conocido a un solo hombre en toda mi vida! ¿Cómo puedo decir que sí o que no a todo esto?
Matilda permaneció tranquila y serena durante toda mi pequeña diatriba, tal como se habría comportado una madre durante la rabieta de un niño pequeño. Nada que yo dijera iba a convencer a mi cuerpo para que diera marcha atrás y volviera a casa, y yo lo sabía. Ella también lo sabía. Mi pobre mente estaba perdiendo la pelea.
—Sí o no, Cassie.
Volví a mirar a mi alrededor, la librería a mi espalda, la ventana abierta al jardín, el seto y, al final, una vez más, la cara amable de Matilda. Necesitaba que me tocaran. Necesitaba sentir a un hombre en mis carnes antes de que se me muriera el cuerpo de una muerte lenta y solitaria. Lo sentía como algo que tenían que hacerme
a mí
. Y
conmigo
.
—Sí.
Matilda aplaudió una vez, suavemente.
—Me alegro mucho. ¡Ah!, y se supone que es divertido, Cassie. Será divertido, ya lo verás.
Tras decir eso, extrajo una pequeña libreta del cajón de su escritorio y la deslizó sobre la mesa. Tenía la misma encuadernación de piel burdeos que el diario de Pauline, pero era más larga y delgada, como un talonario.
—Voy a dejarte sola para que rellenes este breve cuestionario. Nos permitirá hacernos una idea de lo que buscas y de… tus preferencias. Y también del punto donde te encuentras. No escribirás fantasías concretas hasta más adelante. Pero esto es un comienzo. Tómate unos quince minutos. Sólo tienes que ser sincera. Volveré cuando hayas terminado. El Comité se está reuniendo. ¿Te apetece un té? ¿Un café?
—Un té estaría bien —dije, sintiéndome muy cansada.
—Cassie, el miedo es lo único que se interpone entre tu vida real y tú. Recuérdalo.
Cuando se marchó, me sentía tan nerviosa que ni siquiera pude mirar la libreta. Me levanté y me acerqué a la estantería que había al fondo del despacho. Unos libros que había tomado por los volúmenes de una enciclopedia resultaron ser ejemplares del
Kama Sutra
,
La alegría del sexo
,
El amante de Lady Chatterley
,
Mi jardín secreto
,
Fanny Hill
e
Historia de O
, títulos que a veces había encontrado en las casas de los niños que yo cuidaba cuando era adolescente. Eran libros que hojeaba rápidamente y que me dejaban llena de confusión cuando los padres regresaban y me llevaban de vuelta a casa en sus coches. Los libros de la estantería de Matilda estaban encuadernados en la misma piel burdeos que la libreta que me acababa de dar y que el diario íntimo de Pauline, con los títulos en letras doradas. Recorrí los lomos con las yemas de los dedos, inspiré profundamente y volví a mi asiento.
Me senté y abrí la libreta.
Lo que tienes en las manos es completamente confidencial. Tus respuestas son sólo para ti y para el Comité. Nadie más las verá. Para que S.E.C.R.E.T. pueda ayudarte es necesario que te conozcamos mejor. Procura que tus respuestas sean completas, sinceras y libres de todo temor. Ya puedes empezar:
Después había una lista de preguntas, con espacios en blanco para las respuestas. Las cuestiones eran tan directas que me mareé. Cuando estaba a punto de coger la pluma, llamaron suavemente a la puerta.
—Adelante.
La melenita negra de Danica asomó por la puerta.
—Siento interrumpir —dijo—. Matilda me ha dicho que le apetecía un té.
—Ah, sí, gracias.
Entró y dejó con cuidado, delante de mí, un juego de té de plata.
—Danica, ¿tú ya has pasado por esto?
Me miró con una gran sonrisa.
—No. ¿Ves? —dijo, levantando la mano para enseñarme la muñeca—. No llevo pulsera. Así es como se sabe. Matilda dice que es posible que nunca tenga que hacerlo si, desde el principio, juego bien mis cartas con mi novio. Además, hay que ser… mayor…, más de treinta. Pero me parece superinteresante —añadió, expresándose como la chica de veintiuno o veintidós años que era—. Tú sólo tienes que responder sinceramente, Cassie. A partir de ahí, todo será facilísimo. Es lo que siempre dice Matilda.
Después me volvió la espalda y se marchó, cerrando la puerta al salir y dejándome otra vez a solas con el cuestionario y con mi mente hiperactiva. «Tú puedes, Cassie», me dije. Y entonces empecé.
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