La Fiesta de la Primavera le había sacado más canas a Will que la pérdida de clientes por culpa del carnaval o del festival de jazz. Pero con canas estaba aún más atractivo. Era uno de esos tipos que mejoran con la edad. Estaba a punto de decírselo en voz alta cuando Tracina me interrumpió. Mis dos aventuras hacían que me sintiera más audaz y me impulsaban a proferir todo tipo de barbaridades. Incluso había empezado a soltar más tacos, para consternación de Dell y de su pequeña Biblia roja de bolsillo.
—¿Mucho trabajo hoy? —preguntó Tracina, mientras se enfundaba en su camiseta.
Yo estaba terminando mi turno y ella empezaba el suyo, pero no tenía ninguna mesa que pasarle. Así de muerto estaba todo.
—No, no mucho.
—Nada de nada —dijo Will—. Por culpa de la Fiesta de la Primavera.
—Vaya mierda con la puta Fiesta de la Primavera —replicó ella, mientras se dirigía contoneándose a la puerta de la habitación.
Me quedé mirando cómo subía y bajaba la coleta de su peinado mientras caminaba por el pasillo, en dirección al comedor.
—Esa chica es increíble —musité.
—Eso la describe muy bien —respondió Will, pasándose los dedos por el pelo. Lo hacía tan a menudo que a veces me preguntaba si no se le habrían formado surcos en el cráneo. Finalmente, pareció notar que estaba a su lado. Levantó la vista y me preguntó—: ¿Algún plan para esta noche?
—No.
—¿No has quedado con ese tipo?
—¿Qué tipo?
—El que estaba en Halo.
—¡Ah, ése! —dije, sintiendo que se me aceleraba el corazón.
Habían pasado semanas desde aquella noche y ni Will ni Tracina habían sacado el tema: ella, porque ese día probablemente estaba tan borracha que ya ni se acordaba; él, porque nunca se inmiscuía en los asuntos de los demás. ¿Habría notado algo?
—Sólo salimos una vez. No había química entre nosotros.
Will arqueó una ceja, como si su recuerdo de aquella noche fuera ligeramente diferente.
—¿Que no había química, dices? —Volvió a su máquina registradora y se puso a teclear más números—. Yo habría jurado que sí.
Cuando le pedí a Matilda que me aconsejara qué hacer si alguna vez me encontraba con un conocido en una de esas salidas organizadas por S.E.C.R.E.T., me había dicho que la verdad siempre era mejor que una mentira. Sin embargo, yo había mentido.
—Bueno, como ya ha llegado Tracina, yo me marcho, Will. Hasta mañana —me despedí, lista para salir pitando.
—¡Cassie! —dijo él, sobresaltándome.
«Por favor, no me hagas más preguntas», supliqué en silencio.
Will me miró a los ojos.
—Gracias por el café —dijo.
Saludé con la mano y me fui.
—¡Cassie!
«¿Qué querrá ahora?» Volví sobre mis pasos y asomé la cabeza por la puerta del despacho.
—Estabas… muy bien la otra noche. Incluso diría que estabas muy guapa.
—Ah. Bueno. Gracias —respondí, ruborizándome como una adolescente.
Oh, Will. Pobre Will. Pobre café Rose. Habría que hacer algo pronto.
Era inevitable. Esa noche, a Tracina se le quedó atascado el tacón de uno de sus zapatos fosforescentes en una grieta de la acera. Sus dedos siguieron andando, pero el talón se quedó en su sitio, y el resultado fue un esguince en uno de sus tobillos de pajarito. Se lo habíamos advertido, y ella misma había reconocido el peligro de las grietas del pavimento y los riesgos de usar ese tipo de calzado en el trabajo. Pero la vanidad femenina es así, y así era la historia de mi vida, porque tuve que hacerme cargo de sus turnos de noche hasta que su tobillo hinchado como una bola volviera a sus delicadas dimensiones habituales. Me quejé amargamente a Matilda, que me había pedido que la mantuviera al corriente de mis horarios de trabajo. Yo esperaba que mi siguiente fantasía se desarrollara en la Mansión, y deseaba también que fuera pronto. Pero cada vez estaba más convencida de que aquel mes no habría ninguna fantasía para mí.
—No hay ningún problema —me había dicho ella—. Podemos programar dos fantasías el mes que viene.
Pero, aun así, los recuerdos de aquel encuentro en el club de jazz se estaban desvaneciendo. Deseaba vivir algo más.
Mientras limpiaba las mesas, no dejaba de dar las gracias a Dios por la Fiesta de la Primavera, porque no habría podido aguantar una semana entera de doble turno si el café hubiera estado tan frecuentado como siempre. Durante el día había una calma sepulcral, pero el anochecer proyectaba una sombra todavía más triste sobre nuestra parte de la ciudad. Había tan pocos clientes que la luz de las farolas se reflejaba en las paredes y los cristales, y creaba en el local la atmósfera solitaria de un cuadro. Will se había mudado temporalmente a casa de Tracina para ayudarla, por lo que tampoco podía contar con su presencia tranquilizadora en la planta de arriba. No me importaba. Tenía un par de buenos libros empezados e incluso me había animado a usar parte de mi tiempo libre para garabatear algunas ideas en el diario, puesto que escribir sobre mis fantasías era la única tarea que me había asignado S.E.C.R.E.T.
Justamente era eso lo que estaba haciendo, apoyada en la barra, cuando la campanilla de la puerta indicó que había entrado alguien: un cliente de última hora, supuse. Pero era el repartidor de la pastelería, lo que me sorprendió, porque solían venir a primera hora de la mañana, cuando Dell estaba presente para firmar los albaranes. Yo había mandado a casa a la cocinera unas horas antes, porque después de las siete sólo servíamos café y postre, y únicamente a los que estaban terminando la cena. Me volví y vi a un hombre joven, vestido con cazadora gris de algodón con capucha, que venía hacia mí sin decir ni una palabra empujando una carretilla cargada de cajas de bollos y pastelitos.
—Lo siento —dije, tras bajarme del taburete y esconder el diario detrás de la espalda—. ¿No es un poco tarde? Normalmente soléis venir por la ma…
Al pasar a mi lado, se quitó la capucha y me sonrió. Tenía el pelo muy corto, una cara de rasgos que parecían cincelados, ojos azul oscuro y antebrazos cubiertos de tatuajes. En mi mente apareció la imagen congelada de cada uno de los malotes del colegio que me habían robado el corazón.
—Voy a dejar esto en la cocina. ¿Vienes? —dijo, con la tablilla de los albaranes en la mano.
Tuve la sensación de que iba a recibir bastante más que dos docenas de rosquillas y una bandeja de tartaletas de lima. Unos segundos después, cuando el chico de los pasteles abrió de un empujón las puertas batientes de la cocina, que estaba a oscuras, oí un estruendo que me hizo alegrarme de que Will no estuviera en el piso de arriba. Y la cacofonía no estalló de una sola vez, sino que se fue desarrollando por fases: primero, un choque; después, una serie de golpes; finalmente, una pesadilla metálica.
—¡Dios mío! —grité, acercándome a la puerta de la cocina, mientras oía sus quejidos—. ¿Estás bien?
Abrí la puerta y me topé con un cuerpo, con su cuerpo, que se movía un poco. Busqué a tientas en la pared, encontré el interruptor del fluorescente y, al encender la luz, lo vi tirado en el suelo, agarrándose las costillas. Tartaletas y bollitos de diferentes tonos pastel cubrían el suelo, en un reguero que conducía hasta el frigorífico.
—Me parece que la he cagado —gruñó.
Me habría echado a reír, pero mi corazón aún no se había calmado lo suficiente.
—¿No te has roto nada? —pregunté, acercándome cautelosamente a él, como si fuera un perro arrollado por un coche que pudiera huir si hacía movimientos bruscos.
—No, creo que no. Perdona por el estropicio.
—¿Eres uno de los tipos de…, ya sabes?
—Sí. Se suponía que tenía que «tomarte por sorpresa». ¡Tachán! ¡Ay! —exclamó, masajeándose el codo y cayendo otra vez al suelo, con una caja de pastel de nueces pecanas a guisa de improvisada almohada.
—Bueno, en cierto modo me has tomado por sorpresa —dije, riendo ante el desastre que había causado en la cocina. Por lo visto, su carretilla había tropezado con la isla de la cocina de Dell y el golpe había enviado volando al suelo todas las ollas y cacerolas que había en ella.
—¿Necesitas que te ayude? —le pregunté, tendiéndole la mano.
¡Qué cara tan preciosa! Si hubiera sido posible que un rufián se convirtiera en ángel, habría tenido exactamente su rostro. Debía de tener unos veintiocho años, treinta como máximo, y un leve acento cajún, típico de Nueva Orleans, sexy a más no poder. Se abrió la cremallera de la cazadora, se la quitó con un movimiento de hombros y la dejó en el suelo, para verse mejor el codo herido. No pareció importarle que yo pudiera entrever bajo la camiseta blanca un torso de boxeador, y unos brazos y hombros cubiertos de enrevesados tatuajes.
—Voy a tener un moratón espectacular mañana por la mañana —dijo, poniéndose de pie junto a mí.
No era alto, pero su atractiva animalidad le confería una presencia increíble. Tras sacudirse los últimos vestigios de dolor, se estiró hacia atrás como un gato y me miró de arriba abajo.
—¡Vaya! Eres muy guapa —dijo.
—Me parece… que tenemos un botiquín de primeros auxilios por aquí, en alguna parte.
Cuando pasé a su lado de camino al despacho de Will, me agarró por el codo y me atrajo hacia él con suavidad.
—¿Qué me dices? ¿Quieres?
—¿Si quiero qué? —pregunté. Avellana. Sus ojos eran definitivamente de color avellana.
—¿Quieres dar este paso conmigo?
—Eso no es lo que tienes que decir.
—Mierda —dijo él, tratando de recordar.
Aunque era muy mono, no era muy despierto, pero imagino que me dio igual.
—Se supone que tienes que preguntar: ¿aceptas este paso?
—Eso mismo. ¿Aceptas este paso?
—¿Aquí? ¿Ahora? ¿Contigo?
—Sí. Aquí. Ahora. Conmigo —respondió él, ladeando la cabeza y contemplándome con una sonrisa traviesa. Pese a su aspecto tosco y a la cicatriz que le atravesaba el labio superior, tenía los dientes más blancos que había visto en mi vida—. ¿Vas a hacerte de rogar? —añadió—. Bueno, de acuerdo. ¡Por favor, por favor, por favor!
Yo lo estaba pasando muy bien. Más que bien. Y decidí prolongarlo un poco más.
—¿Qué vas a hacerme?
—Esta respuesta me la sé —replicó él—. Voy a hacerte todo lo que tú quieras y nada que tú no quieras.
—Bien dicho.
—¿Lo ves? No soy un desastre total… —¡Era tan tierno y sexy!—. Entonces ¿qué me dices? ¿Aceptas el paso?
—¿Cuál es?
—Mmm… el tres, creo.
¿Confianza?
—Sí, claro —dije yo, contemplando los destrozos de la cocina—. Te presentas aquí cuando estoy a punto de irme a casa y dejas la cocina en un estado que me obligará a quedarme limpiando toda la noche. —Me apoyé las manos en las caderas y lo miré con gesto dubitativo, como si de verdad tuviera que pensar la respuesta. Me estaba divirtiendo muchísimo—. ¿En serio piensas que puedes pedirme…?
—No te entiendo. ¿Me estás diciendo que no aceptas el paso? —Hizo una mueca que parecía de auténtico dolor—. Mierda. Lo he echado todo a perder.
Al cabo de una larga pausa, dije:
—No, era broma… Acepto el paso.
—¡Uf! —suspiró, aliviado, y se puso a aplaudir de una manera que me hizo reír—. No te defraudaré, Cassie —dijo, mientras apagaba los fluorescentes.
Nos quedamos en penumbra; la única luz provenía del cálido resplandor de las farolas de la calle, que se colaba por la ventana abierta entre la cocina y el comedor. Se acercó a mí y me cogió la cara entre las manos.
Al final, lo que me sorprendió no fue su llegada a última hora del día, ni su accidente con las cacerolas en la cocina, sino eso. Ese beso. De pronto me tenía contra la fría pared de baldosas, apretándose contra mí con la fuerza suficiente para hacerme saber que iba en serio. ¡Dios! Lo sentí endurecerse contra mi vientre. Un segundo después, mi blusa yacía en el suelo, al lado de su cazadora. Las dos primeras veces no había habido besos y yo no los había echado de menos. Pero lo de esta vez fue completamente diferente. Se me ablandaron las rodillas hasta el punto de que me habría caído al suelo si él no me hubiera sujetado por la cintura. ¿Cuándo me habían besado así, de ese modo, con aquella urgencia? Nunca en toda mi vida.
Su lengua exploraba mi boca con una necesidad tan intensa como mis deseos. Su saliva sabía lejanamente a mi chicle favorito de canela. Tras prolongar ese beso unos segundos más, me mordió con suavidad el labio inferior, y entonces su preciosa boca se apartó de la mía y bajó por el costado de mi cuello, besándome y explorando, hasta posarse justo encima de la clavícula. Allí me besó de una manera imperiosa que me hizo suspirar. Sus manos iban por delante de su boca, abriéndole camino, de modo que cuando liberaron mis pechos del sujetador, su boca sedienta también fue hacia allí. Sus labios viajaron en torno a uno de mis pezones, hasta endurecerlo, y entonces salieron en busca del otro, mientras me deslizaba una mano por delante de los vaqueros, para descubrir lo que yo ya sabía: que estaba totalmente mojada. Dejó de besarme y me miró a los ojos, mientras me exploraba con los dedos. Su mirada era vidriosa e intensa. Después, retiró la mano de mis pantalones y se metió un dedo en la boca. Estuve a punto de correrme justo entonces.
—Me muero de hambre. Quítate los vaqueros, ¿quieres? Voy a poner la mesa.
Su mirada de fiera, la pátina de sudor que brillaba sobre su cuerpo perfecto, su sonrisa traviesa… ¡Dios, ese chico me volvía loca! Eché una mirada a los dulces y cremosos pasteles desparramados por el suelo.
—¿Aquí? ¿En la cocina? —pregunté, mientras me soltaba el cinturón.
—Aquí mismo.
Su brazo tatuado barrió los últimos restos del accidente de la encimera de Dell. Los cazos, ollas y cuencos de metal, y todos los utensilios de plástico, cayeron al suelo con estruendo. Después, cogió un mantel de cuadros del estante de abajo y lo extendió sobre la superficie metálica. Me quité los pantalones y allí me quedé, con los brazos cruzados sobre mi desnudez.
—¿Sabes qué hay de postre? —dijo, volviendo la cara hacia mí con una ceja arqueada—. Tú.
Dio unos pasos hacia mí, me rodeó con sus brazos y me volvió a besar. Después, me levantó suavemente y me sentó sobre la encimera, con las piernas colgando. Vi que se dirigía hacia la cámara frigorífica y se metía en su interior.
—Vamos a ver… —dijo.
Salió con varios recipientes y con el dispensador de nata.
—¿Qué demonios piensas hacer? —le pregunté.