Scorpius (5 page)

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Authors: John Gardner

Tags: #Aventuras, #Policíaco

BOOK: Scorpius
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—Se debe parecer a esos evangelistas norteamericanos que salen en la televisión —comentó Bond, haciendo una mueca, aunque sin humor—. Comprendo que existe esa conexión con lord Shrivenham porque éste echa una mirada a nuestra contabilidad cada equis años, pero en cuanto a la investigación del caso, me parece que más bien corresponde a la policía de Impuestos.

—Sí, en circunstancias normales. Pero hay en él algunas cosas que no lo son. Nuestros colegas de la Cinco parece que también han estado sometiendo a vigilancia a los Humildes, a causa de posibles actividades revolucionarias, pero ahora hemos sido invitados a compartir el problema sobre todo por lo que respecta al padre Valentine. Hasta este momento la prensa sensacionalista popular ha tenido que limitar sus comentarios al líder de la secta, es decir, a Valentine, pero los Humildes en sí mismos parece que quedan al margen de todo reproche a causa de sus dogmas sobre moralidad, pureza y otros. Valentine disfruta de cierta reputación por ser el responsable de conseguir que un número importante de personas abandonen las drogas, como la heroína y algunos derivados, como el crack. Por los Dupré hemos sabido que sin duda alguna volvió a Emma al buen camino cuando estaba a punto de morir. Así que la prensa sólo puede atacarle en lo que se refiere a las finanzas. ¿Adónde va a parar todo ese dinero? Según un periódico, Valentine posee varios cientos de millones. Y la impresión general es la de que una gran parte de las rentas que obtienen los Humildes pasa a la cuenta personal de Valentine, permitiéndole un estilo de vida extravagante que hasta ahora ha sido cuidadosamente ocultado.

M hizo una señal a Bailey antes de continuar:

—Nuestro amigo de la Sección Especial aquí presente ha venido a verme porque el número del teléfono de usted fue encontrado en el bolso de esa pobre muchacha. También me ha dicho que la hija de Basil Shrivenham está mezclada en todo esto. Mientras esperábamos que usted llegara ha ocurrido algo poco corriente.

—¿De veras? —preguntó Bond, cuya mente se había agudizado hasta el máximo aun cuando su cuerpo pareciera estar preparándolo para un largo período de inconsciencia.

M continuó hablando durante algún tiempo. Entre el momento de avisar a Bond y la llegada de éste habían ocurrido dos cosas: la primera fue la petición de una entrevista privada por parte de lord Shrivenham.

—Bailey tuvo la amabilidad de retirarse unos momentos. Conozco al viejo Basil desde hace años, pero aun así al pobre le hizo falta un gran acopio de valor para venir aquí y poner su alma al descubierto, por así decirlo.

Según M, lord Shrivenham se hallaba en un estado de terrible abatimiento, luego de saber por conducto de las oficinas Gomme-Keogh lo sucedido a Emma Dupré.

—Entró casi gimoteando —el rostro de granito pareció suavizarse—. Nunca lo había visto así. Luego todo adquirió un aspecto penoso. El pobre casi nos imploró que le ayudáramos. Volvió a repetir todo lo que ya sabíamos sobre la joven Trilby… Por cierto, un nombre bien tonto. Debió ser idea de Dorothea, o sea, de lady Shrivenham. El viejo Basil se casó con ella sabiendo que era de menor rango que él. En realidad, fue una especie de trato comercial. El padre de su esposa estaba metido en un asunto de medicinas patentadas que se vendían con la marca Porter. Hizo una fortuna con las píldoras Porter; las mejores para ponerse a tono. Al parecer, daban vitalidad y le mantenían a uno en buen estado de ánimo. Cosas de ésas. Un ambiente no muy adecuado para él.

»Basil admite que Trilby pudo apartarse de su condenada adicción, pero ha entregado su herencia y hace más de un mes que no sabe nada de ella. Me preguntó, o mejor dicho, me rogó que utilizara mi influencia en el servicio para hacerla volver a casa. Sugirió incluso que puede estar como secuestrada. Todo muy emocionante, pero debo admitir que me puso nervioso por ser un buen amigo y todo lo demás.

—¿Le prometió usted algo? —preguntó Bond.

Se produjo una larga pausa antes de que M contestara:

—Nada en particular. Sólo le dije que llevaríamos a cabo algunas investigaciones. Posiblemente de manera extraoficial.

Dirigió a Bond una mirada de soslayo.

—¿Como cambiar impresiones con nuestros amigos del Cinco? —preguntó Bond.

—No, no exactamente eso —repuso M sin mirar a su agente a los ojos.

—¿No es una gestión interesante?

—Bueno, lo que pasa es que pense…

—Que es uno de esos casos que dan mala fama al servicio. Una operación de las que años más tarde aparecen en las memorias de algún funcionario retirado que no se siente satisfecho con la pensión que cobra —Bond miró a su jefe con ese aire de inocencia que sólo se puede aprender en la dura escuela de la simulación y del secreto.

—Quizá sí me lo pareció, aunque sólo por un momento. A continuación sucedió la otra cosa.

Apenas se había marchado Shrivenham, David Wolkovsky se había presentado en la recepción. Wolkovsky era el oficial de enlace de la CIA en Grosvenor Square…, es decir, de la embajada norteamericana.

—Demasiado meloso para mi gusto —explicó M mordiendo las palabras como un predador arrancando la carne de la carroña. Bond sabía la existencia de un prolongado antagonismo personal entre M y Wolkovsky.

—¿Lo recibió usted?

M hizo una señal de asentimiento.

—Sí, en seguida. Me dijo que el asunto estaba clasificado como especial y que tuvo que ser planteado la semana pasada —de pronto el aspecto de M cambió y tanto Bailey como Bond creyeron recibir el impacto de un rayo de luz que pareció partir de su rostro—. Nuestros primos de Grosvenor Square y de Langley, Virginia, están también interesados en el padre Valentine. Tan interesados que han convertido el asunto en una operación anglo-norteamericana de carácter prioritario. El DGSS comunicó por teléfono poco después de que saliera Wolkovsky —otro rayo de luz. Para M el DGSS significaba el director general del Servicio de Seguridad o, dicho en otras palabras, el director del MI5, o Military Intelligence—. Las fichas llegarán por la mañana, pero básicamente lo que ocurre es que la Oficina de Impuestos de Estados Unidos quiere tener una conversación con Valentine, del que sospecha que es un lobo con piel de cordero —hizo una nueva pausa, esta vez buscando lograr un aspecto especial—. Un lobo llamado Vladimir Scorpius. ¿Qué les parece?

Bond se oyó a sí mismo aspirando el aire fuertemente aunque sin abrir la boca.

—¿El famoso Vladimir Scorpius? —preguntó.

—En efecto, Scorpius. El traficante que arma a casi todas las organizaciones terroristas conocidas y a unas cuantas que aún quedan por descubrir.

A Bond le pareció estar viendo el expediente de Scorpius. Era tan grueso como el listín telefónico de Londres, pero aun así todo el mundo sabía que quedaba incompleto.

—Sugiero —continuó M— que usted, 007, se ponga al día con respecto a los datos que tenemos de Scorpius. Esto es lo que estarán haciendo también en Grosvenor Square y en la zona donde se halle la Cinco, sin mencionar la Oficina de Impuestos en Buch House, los subordinados del superintendente jefe y la Oficina de Impuestos de Estados Unidos, que a mi modo de ver posee un poderío insuperable.

Bailey tosió.

—Unas palabras, señor, antes de que quedemos profundamente involucrados en una posible operación contra Scorpius, que ya es conocido en la Sección Especial como traficante internacional de armas, de un carácter casi único por su maldad.

—¿Ah, sí? —preguntó M ásperamente. Estaba claro que deseaba seguir debatiendo lo que le parecía un contacto de importancia capital.

—Hay otra cosa de la que quería hablar con usted y a ser posible también con lord Shrivenham.

—Adelante.

Bailey metió la mano en su cartera.

—Miss Dupré llevaba encima muy poco dinero y, si es verdad que había entregado todo su capital a la Sociedad de los Humildes, ninguno de nosotros puede comprender por qué llevaba también tarjetas de crédito.

Hizo una pausa con la mano todavía dentro de la cartera.

—Sus padres afirman no haber pagado ni un céntimo a cuenta de dichas tarjetas. Sin embargo las hemos encontrado en su bolso.

Sacó una carterita de piel de la que extrajo una tarjeta American Express Oro, una Visa del Barclays Premier, una Master Charge y una Carte Blanche, que colocó formando una pulcra hilera sobre la mesa frente a M.

—Hay una más —anunció Bailey como un mago que se dispone a hacer un juego de prestidigitación—. ¡Ésta! —exclamó poniendo otra tarjeta junto a las demás, como si estuviera colocando un as después de un rey.

La tarjeta era de la misma calidad y textura que las otras: blanca y dorada con el nombre Emma Dupré en el ángulo inferior izquierdo seguido por las fechas de inicio y de expiración. El número estaba grabado en relieve a lo largo del centro, y a la derecha se veía un cuadrito plateado con un signo en holograma representando las letras griegas Α y Ω entrelazadas.

—Alfa y omega —comentó Bailey tocando el holograma—. El principio y el fin —luego su dedo se trasladó a la parte superior. Allí, con letras repujadas en oro, se leían las palabras «Avante Carte»—. Es una tarjeta de crédito que yo no había visto nunca —declaró el agente de la Sección Especial—. La hemos pasado por los ordenadores, desde luego; pero se trata de una rareza. Pensé que lord Shrivenham podría ayudarnos a averiguar algo.

Sin apartar la vista del pequeño rectángulo de plástico, M tomó su intercomunicador y rogó a miss Moneypenny que tratara de localizar a lord Shrivenham y le pidiera que acudiese a su despacho.

—No me importa que esté cenando con el primer ministro, o incluso que se encuentre en Buch House. Se trata de un asunto urgente. Tiene que venir. Eso es todo —levantó la mirada hacia Bailey y Bond—. Ya verán cómo Basil Shrivenham tiene algo que decir a todo esto.

Sus ojos estaban tan fríos como el mar del Norte en invierno.

Mientras esperaban, Bond, decidiendo que Bailey era de confianza, contó todo lo que le había ocurrido durante su viaje desde Hereford a Londres sin dejarse ni un detalle.

Los tres parecían muy preocupados cuando llegó lord Shrivenham.

5. «
Los humildes heredarán la tierra
»

El nombre y título de lord Shrivenham no estaban en consonancia con su aspecto exterior. Cuando la gente hablaba de él, quienes no lo conocían se lo imaginaban como un esbelto y distinguido par del reino. Pero en realidad era obeso, desmañado, con unas manos enormes y torpes y un tieso mechón de pelo grisáceo en la cabeza. Contaba cerca de sesenta años y tenía un aspecto preocupado y cansino, atormentado y sucio. Después de las presentaciones de rigor, M se dirigió a su viejo amigo llamándolo Shrivenham, mientras el par, meticuloso y correcto, llamaba al otro sencillamente M.

—Quiero que vea usted esto, Shrivenham —indicó M pasándole por encima del escritorio la tarjeta de plástico del Avante Carte.

Su señoría la tomó y la examinó como quien va a explotar de un momento a otro. Finalmente exclamó:

—¡Santo cielo! —le dio varias vueltas y volvió a exclamar—: ¡Vaya, vaya! Por lo que veo, ese individuo consiguió su propósito.

—¿A qué individuo y a qué cosa se refiere? —preguntó el superintendente jefe Bailey. Pero M levantó una mano y, volviéndose hacia Basil Shrivenham, le tomó la tarjeta.

—Quisiera que repitiese ante estos caballeros lo que me contó durante nuestra conversación de hace un rato —le instó M con expresión tranquila.

—¿Se refiere a ese Valentine?

—Sí, y especialmente a cuando habló con usted en la Gomme-Keogh.

Shrivenham hizo una señal de asentimiento, miró la tarjeta depositada sobre la mesa escritorio de M y movió la cabeza como si todavía no creyese lo que estaba viendo.

—¿Lo saben? preguntó.

—¿Lo de su hija? ¿Lo de Trilby y los Humildes? Sí. Lo saben todo. Absolutamente todo. No tiene por qué preocuparse, Shrivenham. Limítese a contarles lo de sus negociaciones con el llamado padre Valentine.

—Bien —Sir Basil puso sus enormes manos sobre las rodillas y luego, creyendo quizá que aquello no era del todo correcto, se cruzó de brazos. Parecía estar incómodo—: ¿Saben que mi hija ha tenido problemas? —empezó, aunque haciendo una pausa como si realmente no deseara seguir hablando de aquello.

Bailey intervino con el fin de allanarle la dificultad que significaba enfrentarse con la verdad y revelarla a unos desconocidos.

—La honorable Trilby Shrivenham se hizo adicta a la heroína, señor. Recibió ayuda del padre Valentine, jefe de una secta religiosa conocida como la Sociedad de los Humildes. Y éste la sometió a tratamiento y logró desengancharla.

—En efecto —convino Shrivenham vacilando otra vez. Pero en seguida se lanzó a un prolongado aunque un tanto incoherente monólogo. Al parecer, Trilby se había apartado de la heroína cosa de siete meses antes. Regresó a su casa para pasar un largo fin de semana y contó a sus padres que estaba dispuesta a incorporarse a la Sociedad de los Humildes y abandonar su hogar—. Mi mujer y yo creímos que se trataba de una decisión repentina…, de una veleidad, ¿comprenden?

—Pero ¿no fue así? —preguntó Bond amablemente, apoyando a Bailey.

—Por aquel entonces no lo pudimos averiguar. Los dos nos alegrábamos de ver a nuestra hija recuperada y en buen estado. A Trilby siempre la hemos llamado Trill…, una especie de diminutivo. Trill; sí, siempre la hemos llamado Trill.

Bond suspiró interiormente. De una cosa estaba seguro. Lord Shrivenham era un pesado y un tonto.

—Por aquel entonces hubiéramos hecho cualquier cosa por Trill. Tenía tan buen aspecto… Y había dominado su vicio. No podíamos negarle ningún favor. Nos contó lo del clérigo, o lo que sea, que se hace llamar padre Valentine. Naturalmente, le estábamos muy agradecidos por lo había hecho por nuestra hija, ¿me entienden?

—Desde luego, señor —respondió Bond.

—Así que cuando ella nos indicó que ese Valentine precisaba de cierta orientación…, orientación bancaria, accedí a entrevistarme con ese hombre.

Por vez primera aquella noche Shrivenham sonrió. Y al hacerlo, le recordó a Bond esas carátulas de calabaza que se preparan para el día de Todos los Santos.

—A decir verdad, pensé que me iba a pedir dinero prestado —miró a su alrededor casi agresivamente—. Pero por aquel entonces yo hubiera accedido a ello… a interés razonable, desde luego, porque, a mi modo de ver, todo cuanto hiciéramos era poco.

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