Authors: Javier Casado
La NASA se encontró con este problema cuando se enfrentó al diseño del inodoro del Shuttle. Y sólo había una forma práctica de probar el prototipo: subir uno de ellos al avión de vuelos parabólicos de la agencia espacial, junto con algún voluntario que hiciera uso del mismo durante los breves periodos de ingravidez simulada recreados a bordo del aparato.
Pero aunque buena, la idea no era tan sencilla de llevar a cabo. Porque reproducir el uso del inodoro para la recogida de orina era relativamente sencillo: bastaba con que el voluntario de turno ingiriera varios litros de agua antes de subirse al avión, procediendo a evacuar en el aparato durante las fases convenidas. Pero para la recogida de residuos sólidos no era tan fácil, y ni siquiera el uso de “ayudas externas” como laxantes era la solución: no sólo no era adecuado para la salud del voluntario, sino que tampoco ayudaba mucho en cuanto a la capacidad para elegir el momento justo para la prueba.
La solución fue relativamente sencilla, pero en cierto modo cómica: durante los días del ensayo, un avión y su tripulación se encontraban en la base en estado de alerta, listos para despegar en cuestión de segundos en cuanto se les diera la orden para ello, como en una acción de guerra. Su misión era esperar el grito del voluntario: cuando éste sentía que le llegaba el momento de utilizar el inodoro, todo el dispositivo se ponía en marcha, el avión despegaba rápidamente, y en pocos minutos el voluntario podía proceder a intentar probar el aparato mientras sentía cómo se le ponía el estómago en la garganta en el clímax de alguna de las parábolas. No, la verdad es que esto de la astronáutica no siempre es tan glamuroso.
Abril 2009
Cajas de herramientas de cien mil dólares, bolígrafos espaciales por un millón… Parece que cualquier cosa normal y corriente que tenga que volar al espacio, multiplica su precio de forma disparatada. ¿Existe de verdad una razón para esto, o es que los fabricantes se aprovechan de la etiqueta “espacial” para disparar los precios?
En noviembre de 2008, la astronauta norteamericana Heidemarie Stefanyshyn-Piper realizaba una salida al espacio desde la Estación Espacial Internacional con el objetivo de reparar una de las articulaciones de los paneles solares, que se había dañado. Llevaba con ella una caja de herramientas con espátulas, pistolas engrasadoras, abrazaderas para cables y paños para limpiar posibles excesos de grasa. En un despiste, la caja de herramientas, que no había sido asegurada, escapó a las manos de su dueña y se perdió en el espacio. La pérdida no sólo supuso el fracaso de la operación de mantenimiento y la necesidad de repetirla en un futuro; también supuso la pérdida de material valorado en cien mil dólares, algo que encontró un fuerte eco y multitud de críticas en la prensa norteamericana.
A mediados de los años 60, la compañía norteamericana Fisher introdujo el “Space Pen”, o bolígrafo espacial. Se trataba de un bolígrafo capaz de escribir en el vacío, en ingravidez o boca abajo, por incorporar un cartucho de tinta presurizado. Una leyenda urbana dice que el bolígrafo se desarrolló a instancias de la NASA, y que le costó a ésta al menos un millón de dólares (otras versiones incluso elevan esta cifra). Entre tanto, los rusos solucionaban el problema utilizando lápices normales y corrientes.
Imagen: El “Space Pen” de la compañía Fisher, origen de una leyenda urbana. (
Foto: Fisher Co.
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La del bolígrafo espacial es una historia falsa: la NASA nunca encargó a Fisher desarrollarlo, sino que se trató de una iniciativa propia de la empresa, que invirtió su propio dinero (cuya cuantía se desconoce) en sacarlo al mercado. De hecho, la NASA tardó unos años en incorporar a sus misiones el bolígrafo de Fisher, y cuando lo hizo, el coste de cada uno rondaba los dos dólares; un precio alto para un bolígrafo en los 60, pero muy alejado del millón que se dice por ahí. Sin embargo, hay otra historia menos conocida pero real, y que parece apoyar la teoría de que cualquier cosa que vuela al espacio ve disparado su precio: en 1965, la misión Gemini 3 llevaba para uso de los astronautas dos lapiceros portaminas diseñados expresamente para la NASA, a un precio de 129 dólares cada uno. La agencia se había gastado casi 4.400 dólares en adquirir 34 de estos lápices, a un precio cien veces superior al que habría supuesto comprarlos en una papelería.
El precio de la exclusividad
Cien mil dólares por unas engrasadoras y unas espátulas, 129 dólares de los años 60 por un portaminas… ¿Cómo son posibles estos precios? ¿Están de verdad justificados, o se aprovechan los fabricantes de la ingenuidad de la NASA disparando sus precios por colgarle la etiqueta “espacial”? La verdad es que, aunque cueste creerlo, por lo general estos precios aparentemente disparatados tienen su justificación, incluso cuando a menudo la funcionalidad real de los elementos “espaciales” no sea muy diferente de los que utilizamos en nuestro día a día en la Tierra.
Tomemos el ejemplo de los lápices de la Gemini: el resultado no era muy diferente de cualquier portaminas comprado en la papelería de la esquina. De hecho, el mecanismo interior era estándar, idéntico al que equipaba los lápices de venta al público. La NASA simplemente había encargado unos portaminas de cuerpo más grueso, para poder ser manejados con facilidad por los astronautas equipados con los voluminosos guantes de sus trajes, y fabricados en una aleación ligera por razones de durabilidad y peso. En palabras sencillas, la NASA quería un portaminas gordo de aluminio. ¿Y esto justifica los 129 dólares?
Curiosamente, sí, porque lo que permite que un portaminas corriente se venda por menos de un dólar es que se fabrica en enormes series, que permiten repartir los costes de diseño y puesta a punto de los procesos de producción entre millares o incluso millones de unidades. En cambio, la NASA había encargado 34 unidades de un artículo de diseño exclusivo; todos los costes asociados a ese rediseño, con las máquinas adaptadas para fabricar esa tirada especial, por fuerza debían repercutirse en el precio. Divididos esos costes por sólo 34 unidades, el resultado final era un coste unitario escandaloso.
Requisitos especiales
Algo similar ocurrió con la caja de herramientas perdida por Heidemarie. Un par de engrasadoras manuales, unas espátulas, unos paños y unas abrazaderas podríamos comprarlos en la ferretería por menos de 100 euros… y a la NASA le costaron casi 100.000. La razón de nuevo es similar a la anterior: mientras que algunos elementos eran estándar, otros tuvieron que fabricarse expresamente para poder ser utilizados con comodidad por los astronautas vistiendo sus gruesos trajes. Además, en este caso particular las pistolas engrasadoras habían tenido que ser equipadas con válvulas especiales para permitir escapar los gases que se desprenden de la grasa en condiciones de vacío exterior; una engrasadora normal podría estallarle en las manos al astronauta al usarla en el espacio. En un caso como éste, el precio no sólo se dispara debido a la necesidad de fabricar una serie especial de tirada corta: además, hay que realizar ensayos en tierra que aseguren que la herramienta se va a comportar en el espacio como está previsto (en el caso expuesto, ensayos en cámaras de vacío de la pistola con grasa en su interior), lo que dispara los precios aún más al tener que repercutir el elevado coste de dichos ensayos.
Algo parecido ocurre con la electrónica que vuela al espacio: aunque en principio cualquier ordenador portátil comprado en el supermercado debería servirnos a bordo de una estación espacial, la realidad es que la intensidad de la radiación cósmica fuera de la protección de la atmósfera y el campo magnético terrestres hace a los dispositivos electrónicos mucho más propensos a los fallos. En el caso de la informática, la radiación puede provocar desde “cuelgues” hasta la generación de datos espurios, suponiendo en ambos casos un fuerte riesgo en el caso de operaciones de alta responsabilidad. Ello obliga a utilizar componentes electrónicos desarrollados expresamente con una resistencia a la radiación incrementada, con el consiguiente disparo en los precios.
El precio de la fiabilidad
En algunos casos, no obstante, podemos encontrarnos con situaciones que resultan verdaderamente chocantes: el hecho de que un mismo artículo dispare su precio quizás hasta diez veces más por el simple hecho de venderse arropado por un certificado de conformidad.
Esta situación no es exclusiva del sector espacial, y es frecuente encontrarla en otras áreas donde prima la seguridad, como la aeronáutica. El mismo remache que comprado en la ferretería cuesta un céntimo, puede costar más de diez céntimos si lo compramos para montar un avión. Multipliquemos por varios miles de remaches y veremos que la cosa tiene su importancia. Y la única diferencia es que el lote comprado para la industria aeroespacial trae adjunto un papel que certifica que el remache cumple los parámetros de la especificación.
La situación parece absurda: ¿nos están cobrando miles de euros por un papel con un sello? ¿Nos toman el pelo? ¿Se aprovechan de que las autoridades nos piden ese papel, impidiéndonos comprar lo mismo en la tienda de al lado? Eso parece, pero en realidad es más complicado…
La realidad es que la emisión del certificado obliga a la empresa fabricante primero a haber realizado ensayos que aseguren que su producto cumple la especificación, y después a verificar de forma constante el cumplimiento de unas estrictas normas de calidad que aseguren que las propiedades del producto no van a variar con el tiempo, y que el elemento vendido hoy es idéntico y con las mismas propiedades que el que se ensayó hace 5 años. Esto supone unos costes extra frente a ese mismo producto, idéntico, pero que no hubiera sido sometido a dichos ensayos ni a dicho control. Y lógicamente, estos costes repercuten en el precio.
Aún así, puede suceder y sucede que la misma empresa vende el mismo producto salido de la misma línea de producción y con la misma calidad a muy distinto precio según vaya acompañado del certificado o no. En este caso, la razón es más prosaica: a los elementos con certificado se les repercute los costes no recurrentes asociados a la calidad, y a los otros no, vendiéndose en base solamente al coste de producción sin tener en cuenta los costes extras. De esta forma puede accederse a dos mercados, el de aquellos que necesitan un producto de calidad y están dispuestos a pagar por ello, y el de aquellos a los que les sirve un producto cualquiera, y no pagarían más por un exceso de calidad. El resultado es un producto idéntico dirigido a dos clientes muy diferenciados; y sólo a aquel que exige garantías de fiabilidad es a quien se le cobra el coste de asegurar dichas garantías. El otro se lo lleva gratis… pero nunca podrá garantizar que su elemento es igual al que equipa un avión o una nave espacial, aunque lo sea; lo que pasa es que a ese cliente no le importa.
Pasar una noche en medio de un bosque rodeados por lobos… vagar por montañas nevadas en busca de refugio… esperar ayuda durante horas flotando en medio de un lago helado… No son las típicas situaciones en las que uno se imaginaría a un astronauta, pero todas ellas han sido experimentadas en alguna ocasión por tripulaciones que se han desviado del rumbo previsto durante su vuelta a la Tierra. Entrenarse para salir airoso de estas situaciones es vital.
Habitualmente la imagen que tenemos del entrenamiento de los astronautas es de hombres embutidos en un traje espacial que practican complejas operaciones de mantenimiento en el fondo de una piscina. En otras ocasiones los imaginamos sentados ante una réplica de su nave, operando delante de un complejo tablero de instrumentos, o sentados en el interior de una centrifugadora, sometidos a tremendas aceleraciones que los aplastan contra su asiento mientras su rostro muestra una expresión de sufrimiento y sus mejillas tiemblan bajo los efectos de las tremendas fuerzas a las que se ven sometidos. Sí, efectivamente todas estas experiencias forman parte del entrenamiento de los astronautas, aunque también hay otras mucho menos vistosas, como largas sesiones de estudio de manuales técnicos o clases de dinámica orbital. Pero quizás lo más sorprendente sean las horas que dedican los astronautas a aprender cómo sobrevivir… en la Tierra.
Parece paradójico que unos hombres que van a enfrentarse a los peligros del espacio y del ascenso a bordo de una enorme bomba en potencia como es el cohete espacial, puedan tener algo que temer de nuestro propio planeta. ¿Qué sentido tiene aprender a sobrevivir en condiciones extremas, cuando se trabaja en un entorno de continua supervisión por parte del control de tierra, y cuando enormes equipos de rescate equipados con los mejores medios (incluyendo barcos, aviones y helicópteros, según el caso) se movilizan cada vez que una tripulación vuelve a tierra? Quizás no es a priori algo sobre lo que suela reflexionarse cuando se habla de exploración espacial, pero la historia nos enseña que en ocasiones se ha corrido más peligro una vez finalizada la misión, con la nave felizmente posada en la tierra, que durante todo el transcurso de la misma. Estas experiencias demuestran que los astronautas deben estar preparados para sobrevivir en cualquier medio y poder enfrentarse a cualquier contingencia.
Una preocupación antigua
La preocupación por la seguridad de los astronautas a su retorno a la Tierra es algo que ha estado presente desde los inicios de la era espacial. Cuando subir al espacio era aún una aventura hacia lo desconocido, la posibilidad de que los astronautas aterrizasen en algún lugar remoto tras su vuelta a la Tierra era algo a lo que asignaba una probabilidad relativamente alta; en aquellos primeros tiempos, cualquier cosa podía fallar, desde los sistemas de unas naves aún poco probadas, hasta la necesidad de realizar un retorno inmediato a la Tierra sin tener en cuenta el lugar de aterrizaje, debido a alguna emergencia ocurrida a bordo. Nadie sabía qué seguridad habría de que los astronautas pudiesen seguir exactamente la ruta prevista durante su retorno, y la posibilidad de que terminasen aterrizando en algún lugar inhóspito y alejado de la civilización no era algo que pudiera descartarse. Por esta razón, ya los entrenamientos de los que iban a convertirse en los primeros grupos de astronautas a ambos lados del telón de acero daban gran importancia a la supervivencia en condiciones difíciles sobre nuestro planeta. En un retorno de emergencia la cápsula podría terminar en la cima de una montaña nevada, en medio de un desierto, en el océano o en la selva. Y dados los relativamente escasos medios de seguimiento existentes en aquellos tiempos, si las comunicaciones fallaban y los astronautas se veían incapaces de guiar a los equipos de rescate en su busca, la operación de búsqueda podría prolongarse en el peor de los casos durante mucho tiempo. Si en ocasiones había resultado imposible encontrar barcos o aviones accidentados a pesar de conocer aproximadamente su ruta y el momento del accidente, ¿qué no podría suceder con una pequeña cápsula que caía del cielo? Los astronautas debían estar preparados frente a esta eventualidad.