Robin Hood, el proscrito (38 page)

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Authors: Angus Donald

Tags: #Aventuras, #Histórico

BOOK: Robin Hood, el proscrito
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—Su infantería no es buena —dijo Robin, confiado—, y nosotros contamos, como bien has señalado, John, con unos ochenta arqueros de primer orden, que pueden colocar una flecha en el ojo de un gorrión a una distancia de cien pasos. Venceremos; será una batalla dura, pero sin duda venceremos.

A continuación, siguió explicando su plan. El grueso de los arqueros se ocultaría en el bosque situado al este. Cuando la caballería atacara la formación erizo, los arqueros saldrían del bosque y dispararían sobre los
conrois
atacantes desde el flanco derecho, y era de esperar que entorpecieran la carga y mataran a muchos hombres y caballos.

—Tú estarás al mando de los arqueros del bosque, Thomas —dijo Robin, y el tuerto asintió.

Si la caballería atacaba a los arqueros, éstos podrían retirarse al bosque y ponerse en seguro. Incluso en el caso de que la caballería entrara en contacto con el erizo prácticamente intacta, no conseguiría romper la formación si ésta estaba bien formada y bien mandada.

—Ese será tu trabajo, John —dijo Robin.

—Muchas gracias —respondió el hombrón con algo de sarcasmo.

Mientras la caballería intentaba en vano romper el anillo de lanzas y escudos, nuestros propios jinetes, ocultos detrás de la cresta de las colinas del oeste, irrumpirían por la espalda del enemigo y lo destruirían.

—Eso es cosa tuya, Hugh, no traigas a los caballos hasta que ellos entren en contacto con el erizo e intenten romperlo. Entonces, ataca y golpea. ¿Entendido?

Hugh no dijo nada.

—Con la caballería de Murdac en desbandada —continuó diciendo Robin—, nuestros hombres se reagruparán y marcharán contra las filas de su infantería. Al ver volver grupas a su caballería derrotada, perseguida por nuestras tropas victoriosas, lo más probable es que se den a la fuga, y de no ser así, serán diezmados por nuestros arqueros surgidos del bosque de la izquierda, antes de sufrir la carga de nuestra infantería y caballería combinadas.

Me pareció un plan brillante. Podía verlo todo en mi mente. El campo cubierto de sangre, los jinetes enemigos huyendo para salvar la vida, los débiles gemidos de los enemigos heridos, a mí mismo victorioso después de la batalla… Hugh me despertó de mi ensueño.

—Todo eso está muy bien, pero ¿qué pasará si la caballería de Murdac no ataca? —dijo, con un deje de irritación en la voz. Estaba resentido porque su hermano no le había incluido en su plan para rescatar a Marian, y llevaba todo el día de mal humor.

—Si no ataca, esto es lo que ocurrirá. El erizo se retirará despacio hacia la casa, y allí les esperaremos. Cuando Murdac concentre sus fuerzas para atacar esta mansión bien fortificada, seguiremos teniendo a nuestros arqueros en su retaguardia por la izquierda, y a nuestra caballería por la derecha. Lo tendremos atrapado entre tres grupos armados. ¿Alguna pregunta más?

Nadie dijo nada, de modo que Robin nos mandó a preparar a los hombres. Cuando se marcharon los capitanes, sir Richard dijo a Robin:

—Ha llegado el momento de irme.

Me quedé atónito; había dado por supuesto que sir Richard, aquel guerrero invencible, aquel
preux chevalier
, lucharía a nuestro lado.

—¿No hay posibilidad de convencerte de que te unas a nosotros? —preguntó Robin.

—Como tú mismo has dicho antes, ésta no es mi lucha —respondió sir Richard—. Los cristianos no deberían derramar sangre de los suyos cuando necesitamos a todos los hombres válidos en Tierra Santa. Yo te pregunto a mi vez, ¿no podré convencerte de que tomes la cruz? ¿De que te sumes a la gran misión de liberar Jerusalén de manos del infiel?

—No es mi lucha —dijo Robin. Se sonrieron el uno al otro y se estrecharon las manos. Luego Robin se alejó, y yo me quedé solo con sir Richard.

—¿De verdad vas a abandonarnos? —le pregunté, intentando que mi voz sonara firme.

El me miró y dijo en tono serio:

—Lo siento, Alan, pero he de marchar al sur para reunirme con la reina Leonor. Está recorriendo el país y recibiendo el homenaje de los barones ingleses en representación de su hijo Ricardo. Mis hermanos los caballeros de la orden y yo somos los consejeros de confianza de nuestro futuro rey; acompañamos a la reina como escolta suya, pero también esperamos convencer a muchos nobles de Inglaterra de que tomen parte en la peregrinación santa que Ricardo ha jurado emprender el año que viene. Me gustaría ayudaros, pero estoy comprometido en el trabajo de Dios, que es mucho más importante que el resultado de esta pelea.

—Pero éstas son las tierras de tu familia. Esta casa era de tu padre. ¿No lucharás para protegerla? —le incité.

—Ya no es mía —me explicó sir Richard—. Nuestra orden profesa el voto de pobreza. Cuando mi padre murió, entregué estas tierras a los Pobres Soldados Compañeros de Cristo y del Templo de Salomón. Este lugar pertenece a Dios, ahora. El lo protegerá. No temas, Alan, amigo mío, Dios te mantendrá a salvo también a ti en esta batalla, estoy seguro. —Sonrió—. A menos que…, claro está…

Calló de nuevo.

—¿Qué? —pregunté—. Dios me mantendrá a salvo a menos que… ¿qué?

Había en mi voz una nota de desesperación de la que no me sentí orgulloso.

—Dios te mantendrá a salvo, a menos que… ¡te olvides de mover los pies!

Y con una sonrisa y una cariñosa palmada en mi cabeza, marchó hacia los establos. Yo no sabía si echarme a reír o llorar.

♦ ♦ ♦

Dios cuidaría de mantenerme a salvo, pero yo hice mis propios preparativos para sobrevivir a la batalla. Afilé tanto mi espada como mi puñal en una piedra de amolar; remendé un siete de mi sobretodo, y forré el interior de mi casco con puñados de lana para una mejor protección. A mi alrededor, los hombres se dedicaban a preparativos parecidos. Vi con un ligero estremecimiento que Marian se ocupaba de rasgar sábanas de lino en largas tiras para fabricar vendas, y me pregunté cuántos de nosotros las necesitaríamos al día siguiente.

Mi cometido en la batalla sería ejercer de mensajero de Robin. El iba a colocarse junto a la infantería, y yo había de cabalgar para transmitir sus órdenes a los capitanes, tanto de los arqueros como de la caballería. Era un trabajo peligroso en el que habría de depender de la velocidad de mi caballo para evitar la captura y la muerte a manos de los enemigos. De modo que fui a los establos y, amparado por la autoridad de Robin, elegí el mejor caballo que pude encontrar: un brioso caballo gris, joven y pendenciero; de hecho, el mismo caballo que había montado en la noche del rescate. Había descubierto que me gustaba, y yo parecía gustarle a él. Lo cepillé yo mismo hasta que su pelaje gris quedó reluciente, y me aseguré de que estuviera bien alimentado aquella noche, con una buena ración de mezcla de granos. Luego subí al camino de ronda que recorría todo el perímetro de la empalizada para ver ponerse el sol tras las colinas del oeste. Había allí conmigo una docena de tipos que holgazaneaban, charlaban y escupían por encima del parapeto hacia el foso, y mientras contemplábamos la lenta desaparición del gran círculo rojo detrás de las colinas peladas, la agitación empezó a cundir entre los hombres acodados a la empalizada. Alguien señaló hacia el extremo del valle, y yo dirigí la vista al sur y vi una línea de hombres a caballo que se acercaban al trote. Parecían demasiado pocos, no más de cuatro docenas, sesenta todo lo más, y me sentí más animado. Contábamos con un número equivalente de jinetes. Por lo menos, en número, estaríamos a la par. Tal vez Dios velaba por nosotros, después de todo. Pero luego alguien tragó saliva a mi lado, y al mirar de nuevo vi, en el horizonte que empezaba a oscurecerse, una línea gruesa formada por figuras negras, cientos y cientos de ellas, a caballo y a pie, con carros y bestias de carga. Era un verdadero ejército, una hueste. Me di cuenta ahora de mi estupidez: aquella delgada línea de jinetes no era más que una avanzadilla. Era un mero destacamento pero igualaba en número a toda nuestra caballería.

Sir Ralph Murdac había llegado a Linden Lea.

Capítulo XVII

M
ientras la luz diurna se extinguía en el valle de Linden Lea, la gran hueste de sir Ralph acampó para pasar la noche, extendiéndose por aquellas tierras fértiles como la mancha de un tintero volcado. Instalaron su campamento a una milla de la mansión, y las hogueras en las que prepararon su cena eran docenas de puntos luminosos que guiñaban en la oscuridad como miríadas de ojos de un enorme animal que acechara para devorarnos.

Estaba claro que Robin se había equivocado, o le habían engañado, al estimar su fuerza: su número debía de ser por lo menos tres o cuatro veces superior al de los nuestros. Cuando se lo dije a Little John, que al anochecer vino a colocarse a mi lado en la empalizada para vigilar a la hueste enemiga, se limitó a encogerse de hombros y dijo:

—En ese caso tendremos que matar a unos cuantos más de esos bastardos.

Parecía no estar preocupado en absoluto, y aquello hizo que me sintiera mucho mejor. Al ver a aquel gigante en pie con las piernas separadas, jugueteando con su hacha de guerra de doble hoja en las manos grandes como jamones, con el antiguo casco cornudo encasquetado en la cabeza de pelo pajizo, no pude imaginarle derrotado por un enemigo, no importa cuál fuera su número. Parecía un dios sajón invencible, y verle me dio ánimos.

Cuando la oscuridad fue total, Robin nos convocó de nuevo a todos. Habló delante de un patio de armas abarrotado, pero sus palabras no tuvieron la retórica flameante del discurso anterior. Se limitó a decir:

—El plan sigue en pie. Es un buen plan. Sí, son algunos más de los que pensábamos, pero no os desaniméis, morirán todos con la misma facilidad. Limitaos a obedecer las órdenes, haced vuestro trabajo tan bien como soléis, y mañana a esta hora estaremos celebrando la victoria.

»Una cosa más —añadió—. Si la batalla se tuerce, y la verdad es que no creo que eso suceda, daré tres toques largos con mi cuerno. —Su mano bajó hasta tocar el cuerno de caza que colgaba de su cintura—. Si oís tocar por tres veces este cuerno, debéis retiraros todos de inmediato. Dejad de luchar enseguida, y poned vuestros harapientos culos proscritos a salvo, volviendo aquí —hubo alguna breve carcajada suelta— por el camino más corto y con toda la rapidez posible. La verdad es que no creo que vayamos a necesitar retirarnos. Creo que los derrotaremos ahí fuera. Pero si oís el cuerno, corred de vuelta al castillo. Una vez estemos aquí, si es necesario podemos resistir durante semanas.

Luego ordenó a los arqueros, sesenta hombres mandados por el feo y viejo Thomas, formar en silencio, para ir a ocupar su posición en el bosque. Cada hombre llevaba dos bolsas repletas de flechas a la espalda, cada una de ellas con treinta proyectiles con puntas aguzadas como el filo de una navaja, capaces de perforar una malla de acero. Salieron por un portillo lateral de la empalizada, cruzaron el foso por un puente de tablones, formaron en grupos de diez al otro lado, visibles apenas en la oscuridad, y cubrieron a la carrera el centenar de metros que les separaba de la cubierta protectora del bosque. No hubo ningún signo de movimiento en el enemigo mientras el pequeño grupo de arqueros se desvanecía en la negrura y entre los árboles. Confiado en su superioridad numérica, el campamento de Murdac parecía feliz y despreocupado de nosotros. Tal vez pensaran que huíamos.

Luego llegó el turno de la caballería de Hugh: cincuenta y dos hombres duros y disciplinados, vestidos con cotas de malla y armados con lanzas de doce pies, con caballos entrenados para piafar, patear y matar, salieron al trote por la puerta principal y se dirigieron a las colinas por la parte posterior de la mansión. Antes de marcharse, Will Scarlet vino a buscarme y me dio un apretón de manos:

—Si alguna vez te he hecho mal, Alan, te pido perdón ahora. Quiero que nos separemos como amigos para que, si la mala suerte hace que uno de los dos caiga mañana, no muramos con un sentimiento de rencor entre nosotros.

Me sentí conmovido, y con una lágrima temblando en el borde del ojo, lo abracé.

—Entre nosotros no hay más que amistad —dije, y él me sonrió otra vez antes de hacer girar a su caballo y desaparecer por la puerta. Sólo después de que se marchara pensé sobre lo que me había dicho. ¿Me había hecho daño? ¿A qué clase de mal se refería? ¿Era él el traidor? Aquella idea amargó los buenos sentimientos de nuestra despedida, como un chorro de vinagre en un cuenco de leche dulce.

Una vez se hubieron ido los arqueros y la caballería, la mansión quedó convertida en un lugar semidesierto. Consumimos una cena ligera en la sala y yo extendí mis mantas cerca de los leños apilados junto al hogar e intenté dormir. Pero hacía calor, y no conseguí descansar. Los hombres hablaban en voz baja, formando corrillos de amigos; algunos bebían en silencio, otros rezaban o paseaban sin cesar por la sala. Y siempre, como música de fondo de aquel grupo cabizbajo de humanidad en tensión, sonaba el constante roce de las hojas de acero con la piedra de amolar —
chis, chas, chis
—, mientras los hombres afilaban obsesivamente sus espadas y las puntas de sus lanzas, para precaverse de los espantos de la imaginación. Pensé en Bernard y en Goody, a salvo en Winchester, con buena comida y vino abundante y la protección de la casa real, y para mi vergüenza les envidié. Cuando cerré los ojos, vi la gran hueste amenazadora de sir Ralph Murdac; e imaginé a aquel noble malvado encima de mí montado en su caballo, dirigiendo contra mí su espada reluciente y hendiendo con ella mi cuerpo.

Me dormí por fin, pero me despertaron antes del amanecer hombres que tosían, escupían, bostezaban y pasaban junto a mí de un lado para otro. Me levanté y busqué una jarra de agua y una palangana para asearme de forma apresurada. Palpé mis costillas chamuscadas y me pareció que se curaban bien: había líneas rosadas de cicatrices y restos de las quemaduras, de un color marrón oscuro. Por alguna razón, aquello me hizo sentir optimista. Cuando me hube lavado la cara y el cuerpo, salí a ver el comienzo de un hermoso día. Desde el camino de ronda de la empalizada, Robin y Little John observaban al enemigo, y cuando subí a reunirme con ellos vi que la hueste seguía allí —me pareció incluso más numerosa que la noche antes—, con los caballos atados en filas ordenadas y los hombres marchando como hormigas, en todas direcciones.

Robin señaló una gran construcción colocada en el centro de su campamento, y que era el foco de una intensa actividad; un armazón cuadrado hecho con gruesas vigas de madera, con un brazo vertical diseñado como una cuchara gigantesca que apuntaba al cielo y descansaba sobre un travesaño de aspecto sólido, forrado con lo que parecían dos grandes balas de lana. John estaba diciendo:

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