—Ya he acabado —dijo Brigid con brusquedad, y se puso en pie. Yo me enderecé y a toda prisa empecé a colocarme bragas y calzas, con la esperanza de ocultar mi miembro erecto. Hoy me sentiría contento, eufórico incluso, si enarbolara un órgano de aquel tamaño; pero en los tiempos de mi juventud, me parecía tener la mitad del tiempo un bulto enorme en mi bajo vientre, y me daba vergüenza. Brigid se echó a reír y, mirando directamente mi órgano ufano mientras yo intentaba desesperadamente taparlo, dijo:
—Tendrías que haberte quedado un poco más esta primavera en la ceremonia de la Diosa, en lugar de marcharte a hurtadillas como un ladrón en la noche. En lugar de malgastar tu savia soñando con Marian, habrías hecho muy feliz a alguna joven bonita.
Me quedé mudo por la sorpresa. Pensaba que nadie sabía que había estado en aquel cruento festival pagano, porque en todo momento llevé la capucha bajada y había evitado acercarme a la luz de la hoguera. Me sentí humillado; por dos veces en pocos días me había visto desnudo y desprovisto de mi tierna dignidad como un conejo muerto de su piel, de modo que reaccioné diciéndole:
—Estaba harto de ver morir inocentes y no tenía intención de oír más blasfemias teñidas de sangre.
—Morir inocentes, dices —respondió Brigid con toda tranquilidad—. Blasfemias, además. —Me miró, y sus ojos amables parecían ahora duros como el roble—. Ese hombre que fue sacrificado…
—Se llamaba Piers —la interrumpí en tono brusco.
—El sacrificado —siguió, poniendo énfasis en la palabra para indicar que se negaba a reconocer su humanidad dándole un nombre— había sido condenado a muerte por tu señor. Robert de Sherwood le habría matado por su deslealtad. En lugar de hacerlo, me lo entregó a mí. Y ahora está con la Madre Tierra, cuidado por ella con el mismo cariño con que cuida de todas sus criaturas, vivas o muertas.
—Robin nunca habría tomado parte en esa brujería infame, en esa adoración diabólica, de no ser por ti. —Yo casi gritaba ahora—. Habría dado a ese hombre una muerte limpia y un entierro cristiano.
Mientras hablaba, era consciente de que sólo en parte estaba diciendo la verdad.
—El Señor del Bosque no es un seguidor de tu Dios de los clavos, Alan. No es cristiano —dijo Brigid—. Lleva en su interior el espíritu de Cernunnos, tanto si lo cree como si no.
Me chocaron sus palabras al escucharlas así, en voz alta. Pero lo que decía era cierto: Robin no era cristiano.
—Tampoco es un pagano maldito de Dios —aullé. Brigid se mostraba tan fría como una madrugada de enero, mientras que yo sabía que me estaba comportando como un niño furioso e impotente. Aparté los ojos de su mirada recta y aspiré una gran bocanada de aire.
Ella posó una mano sobre mi brazo desnudo, y cuando volví a mirarla, me sonrió. Sentí que mi ira empezaba a desvanecerse.
—Creo que ninguno de nosotros puede saber de verdad lo que piensa otra persona —dijo—. Además, Robin es más complicado aún que la mayoría, en ese aspecto. Yo diría que busca constantemente lo divino, que busca a Dios en cualquier forma que él…, o ella… —Me sonrió de nuevo, y yo le devolví la sonrisa, pesaroso—, adopte. En fin, espero que algún día tenga éxito en su búsqueda y encuentre la verdadera felicidad.
—Amén —dije.
♦ ♦ ♦
Dormí mal, y soñé que Marian era violada por una larga hilera de soldados burlones. La cola daba la vuelta a las murallas de Nottingham, como una larga serpiente. Luego se convirtió realmente en una serpiente, un enorme reptil rojo y negro que ceñía con sus anillos los muros del castillo y apretaba y apretaba hasta que la fortaleza de piedra se erguía como un pene cargado de lujuria, y eyaculaba hacia el cielo un chorro de hombres y mujeres mezclados en un ardiente espasmo…
Thomas me despertó una hora antes del amanecer. Abrí los ojos, me encontré delante su fea carota tuerta y no pude reprimir un escalofrío de miedo. El dolor de mis costillas casi había desaparecido, sólo una tirantez sorda me recordaba mi humillación.
—Será mejor que te prepares —dijo Thomas—. Nos espera un largo camino.
Yo empecé a tantear en la semioscuridad, mordisqueando un mendrugo de pan mientras desempolvaba mi sobretodo. Sabía que el forro acolchado me daría demasiado calor a medida que avanzara aquel día de julio, pero estimé aceptable la incomodidad de un calor excesivo a cambio de la mayor protección que me concedía. Sobre el gabán me ceñí la espada y la daga. Me cubrí la cabeza con la capucha y encima me coloqué un casco de acero semiesférico, que me abroché bajo la barbilla. Luego fui a buscar los caballos.
Las tormentas de los días pasados habían dejado un cielo limpio de nubes y el sol empezaba a asomar sobre las copas de los árboles cuando partimos a caballo de las cuevas de Robin y nos dirigimos hacia el sur, a Nottingham. Éramos unos cincuenta jinetes, con buenas monturas la mayoría, aunque yo no, y armados con lanzas de doce pies de alto de madera de fresno con la divisa de Robin, la cabeza del lobo, ondeando justo debajo de la afilada punta de acero. Robin cabalgaba al frente, con Hugh situado detrás de él. A retaguardia de la columna se había colocado Little John, con un casco abollado provisto de un par de cuernos sobre el cabello pajizo y con la gran hacha de batalla colgada a la espalda, llevando de las riendas a una reata de mulas cargadas con el equipaje: provisiones, barriles de cerveza, armas de repuesto, y también varios cestos con palomas mensajeras. Vi a Will Scarlet, que cabalgaba en el centro del pelotón de jinetes. Me dirigió una sonrisa nerviosa. ¿Era la culpa de la traición lo que vi en sus ojos? ¿O fueron sólo imaginaciones mías? ¿Acaso quería que fuese él el traidor? Tuck llevaba muchas semanas sin aparecer; desde su discusión con Robin, por la Pascua. Recé porque el fraile gordo no fuera el culpable de traición. No, no podía ser Tuck. Mientras avanzábamos a través del bosque, con el cálido sol amarillo ascendiendo a nuestra izquierda, volví a preguntarme si el traidor cabalgaba con nosotros, y si no nos estábamos metiendo a ciegas en una trampa.
G
racias a Dios, no cargamos directamente contra el cubil de sir Ralph Murdac. En lugar de eso, Robin nos condujo más al sur, a la mansión fortificada de Linden Lea, a corta distancia de Nottingham. La mansión estaba situada en el fondo de un largo valle, boscoso hacia el este y cerrado al oeste por las empinadas laderas de una línea de colinas. Al norte de la casa había un gran campo de maíz ya casi maduro. Al sur se extendía una amplia pradera, con un arroyo bastante caudaloso que fluía a lo largo del valle, en paralelo al camino que conducía a Nottingham. Aquel arroyo alimentaba el foso que rodeaba la mansión y media docena de dependencias anexas. Mientras nuestra cabalgata cruzaba con estruendo el puente levadizo de madera a la luz dorada de un atardecer perfecto de verano, el dueño de la mansión, el propio sir Richard at Lea, nos esperaba a pie firme en el umbral de la sala.
Sir Richard nos ofreció un recibimiento regio, especialmente preparado sin duda para nuestra llegada: grandes cantidades de carne asada y de pan, vino y cerveza estaban dispuestas sobre unas mesas de caballete, en el patio. Pero antes de tener siquiera la oportunidad de remojar el polvo de mi garganta o de dar un bocado a las viandas, Robin me llamó aparte para conversar en privado. Quería encargarme algunas cosas aprovechando que todavía había luz, me dijo; pequeñas tareas, diríamos. Tenía que ocuparme de esos encargos en secreto, y no hablar de ellos a nadie, ni siquiera a mis compañeros más íntimos. No había de hacerle preguntas; sólo hacer lo que me diría. Desde luego, obedecí y me puse de inmediato a la tarea; pero hasta el anochecer no pude acercarme a buscar algo que comer y beber.
Cuando todo el mundo hubo comido y bebido, Robin nos convocó a los cincuenta, más sir Richard y sus sirvientes, a la sala de la mansión para celebrar un consejo de guerra. Yo le había visto hablar con uno de los sombríos mensajeros de Hugh antes de la reunión, y supuse que tenía noticias recientes de Marian. Cuando estuvo en la sala todo el mundo, incluso los centinelas que normalmente patrullaban por el camino de ronda detrás de la empalizada de troncos, yo me escurrí por una puerta trasera para cumplir con el último de los encargos que Robin me había pedido que hiciera. Cuando volví a entrar en la sala, Robin estaba diciendo:
Y al parecer Murdac ha alquilado una compañía de mercenarios flamencos, unos doscientos ballesteros y más o menos el mismo número de caballería, creemos, para ayudarle a erradicar la apestosa lacra de los bandidos del bosque de Sherwood. —Hubo en ese momento gritos y aplausos irónicos de la asamblea de proscritos—. Por fortuna, todavía no han llegado a Nottingham. Nuestros informadores dicen que viajan desde Dover y que no se espera su llegada hasta dentro de una semana o diez días. Para cuando lleguen ya estaremos lejos, a salvo y bien ocultos en el bosque. No tendremos el placer de su compañía porque… iremos a Nottingham mañana por la noche. —Sus ojos relucieron con un brillo salvaje a la luz de una docena de gruesas velas de cera de abeja—. Iremos a rescatar a mi dama y traerla de nuevo aquí; y mataremos a cualquiera que se interponga en nuestro camino. A cualquiera. ¿Habéis comprendido? —Hubo un rugido de aprobación—. Muy bien —continuó Robin—, todo el mundo a descansar hasta que llegue el momento. Se os ha asignado un lugar a todos vosotros. Id a dormir, y vigilad vuestras armas. Partiremos mañana cuando salga la luna. Hugh, John, sir Richard, todavía os molestaré un momento para ultimar los detalles. Tú también, Alan —dijo, y me hizo una seña desde el fondo de la sala.
Nos reunimos alrededor de Robin y él extendió un plano toscamente trazado del castillo sobre un viejo cofre de roble.
—Ella está guardada en esta torre, que forma parte de la muralla defensiva; en la esquina noroeste del castillo. No queda lejos de esta puerta… —Puso un dedo sobre el pergamino—. Al parecer, Murdac quiere guardar en secreto a su prisionera y por esa razón no la ha alojado en el cuerpo de guardia, sino que se la mantiene discretamente aparte, en una torre de la muralla y vigilada únicamente por sus hombres de máxima confianza. Para nosotros, es una buena noticia. Mañana por la noche cabalgaremos hasta la puerta vestidos con los colores de Murdac…, ¿has conseguido suficientes sobrevestes, Hugh? —Hugh asintió—. De modo que llevaremos sus colores y diremos que somos hombres de Murdac que llevamos años en Francia al servicio del rey Enrique, y que ahora, al haber muerto el rey, volvemos con nuestro señor. ¿Entendido?
Sir Richard, Hugh y John hicieron gestos afirmativos, pero me di cuenta de que John no estaba del todo conforme.
—De modo que nos dejan pasar…, y luego ¿qué? —preguntó el hombrón, con el entrecejo fruncido.
Robin le dirigió una mirada dura.
—Matamos a todo hijo de su madre que encontremos en la puerta, tan deprisa y tan silenciosamente como podamos. Luego nos llevamos a Marian, y estamos fuera antes de que nadie se dé cuenta. Si se da la alarma, podemos resistir en esa puerta contra todo el que venga durante varias horas, y lo más que necesitaremos para encontrar a Marian y llevárnosla sana y salva será un cuarto de hora. Luego, en cuanto estemos fuera, nos dispersamos en todas direcciones y huimos al galope. Nos encontraremos de nuevo en las cuevas.
—¡Ese es tu plan! —exclamó John, en un tono cargado de desdén—. ¿Llamas a eso un plan? Por los callos de las manos de Cristo, es la peor idea que he oído este año. Para empezar…
—Calma, John, calma —dijo Robin—. Funcionará, te lo prometo. Sólo tienes que confiar en mí.
John no pareció convencido, sacudió la cabeza y dijo en tono más tranquilo:
—Pero es una completa locura…
—Confía en mí, ¿lo harás? —dijo Robin, con sólo un ligerísimo toque de dureza en la voz—. Tú confías en mí, ¿no es verdad, John?
El gigante se encogió de hombros, pero no dijo nada más.
—Bien —dijo sir Richard—, puesto que no voy a unirme a vosotros en esa… escapada…, no creo tener derecho a hacer ningún comentario, excepto decir que os deseo suerte y, de momento, buenas noches a todos.
Luego, con una sonrisa insegura, salió en dirección a sus aposentos privados.
—Te dejo a ti encargado de todos los detalles, Hugh: armas, caballos y esa clase de cosas —dijo Robin—. Y ahora creo que todos deberíamos ir a descansar.
John se fue sacudiendo su cabezota pajiza y Hugh se dirigió a los establos para hablar con uno de sus correos, dejándonos a Robin y a mí solos delante del plano del castillo. Robin se volvió a mí:
—¿Quieres saber lo que
de verdad
vamos a hacer? —Lo dijo en voz muy baja, pero con una sonrisa traviesa—. Tú y yo, Alan, vamos a traer aquí a nuestra amada, los dos solos. Vamos a ir esta noche, en cuanto salga la luna. ¿Están listos los caballos?
—Están ocultos en el bosque, como me has pedido. —No pude evitar sonreírle, yo también. Recordé la última vez que Robin y yo fuimos juntos a Nottingham, nuestra divertida excursión para robar la llave del armero.
—¿Y las palomas? —preguntó Robin, y sus ojos de plata relampaguearon.
—Todo está hecho —contesté, feliz—. Todo en orden.
♦ ♦ ♦
Más o menos a medianoche, cuando todo el mundo dormía ya, conduje a Robin hasta la puerta trasera de la mansión, y de allí en dirección sudeste hasta el bosque espeso en el que había escondido a los caballos por la tarde. Íbamos vestidos para viajar deprisa; sin armadura, sólo con espadas, dagas y un manto para resguardarnos del frío de la noche. También llevamos con nosotros un tercer caballo ensillado; en caso de que consiguiéramos volver, no lo haríamos solos. A pesar del peligro, yo estaba henchido de orgullo y de excitación por cabalgar junto a Robin en aquella misión: éramos dos caballeros andantes, como los de las historias del rey Arturo, que cabalgábamos en la noche para socorrer a una damisela en apuros.
Dos horas más tarde estábamos agachados en el fondo de una zanja húmeda, hundidos en desechos resbaladizos hasta los tobillos, mirando la mole imponente del castillo de Nottingham y procurando respirar lo menos posible. Aparte de que no queríamos hacer ruido, el hedor de cien años de excrementos humanos y basura en general arrojados a aquella zanja, era sofocante. Más de treinta metros por encima de nosotros, apenas alcanzaba a ver en la oscuridad las almenas del muro. Robin emitió un silbido apagado. No ocurrió nada. Esperamos durante algunos segundos. Robin silbó de nuevo, y de pronto vi aparecer en las almenas una cabeza recortada contra el cielo iluminado por la luna. Hubo un ruido de roce ligero y apareció una cuerda que colgaba del borde de la muralla, con nudos a intervalos de un palmo más o menos. Robin me dijo: «Sube», y trepé como un mono hasta lo alto del muro. La tensión en mis brazos era muy fuerte, y las costillas heridas, aunque ya cicatrizadas, me dolían una barbaridad, pero de ningún modo quise confesar mi debilidad a Robin. Al final, llegué arriba. Me di un último impulso y quedé de bruces sobre el muro, con una pierna colgando aún; y me dejé caer del otro lado, en el ancho camino de ronda de piedra, jadeante por el esfuerzo. Oí una voz que gritaba «¡eh!», y vi horrorizado a un hombre con la librea roja y negra de Murdac que venía corriendo hacia mí, espada en mano. Me esforcé por ponerme en pie y tanteé en busca de la empuñadura de mi espada, pero antes de que pudiera desenvainarla, una sombra oscura se separó del muro, al abrigo de una almena, y una mano firme cerró desde atrás la boca del soldado. Hubo un destello acerado cuando la figura encapuchada hundió una delgada hoja en la base del cráneo del infeliz centinela. Éste se estremeció una vez en los brazos del hombre oscuro y luego cayó sin un sonido. El hombre se echó atrás la capucha y dijo: