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Ovacionamos a los arqueros del bosque hasta enronquecer; no habíamos perdido ni un solo hombre, y en el primer asalto el enemigo había quedado diezmado. Los arqueros respondieron con exageradas reverencias, quitándose sombreros y gorras y doblándose hasta la altura de la cintura, de modo que sus largos cabellos barrían el suelo. A gritos, nos echaron en cara con rudas bromas la poca cantidad de caballeros que habíamos matado, hasta que finalmente Thomas pudo controlarlos y hacerlos retroceder hasta la seguridad del bosque. Justo a tiempo. Fuera del alcance de los arcos, un grupo de sargentos montados se reorganizaba con la intención de lanzar una carga más veloz y letal contra nuestros arqueros, en un intento de vengar a sus camaradas caídos.
Pero había novedades peores que un puñado de jinetes furiosos. Junto a aquellos caballos que caracoleaban apareció, detrás de un pliegue del terreno situado detrás del campamento de Murdac, un nutrido cuerpo de hombres de a pie, que empezaron a formar a la izquierda de nuestro frente. Iban vestidos con sobrevestes verdes y rojas sin mangas, con un dibujo ajedrezado de cuadros grandes, y debajo llevaban sobretodos acolchados. Cada hombre llevaba casco y una espada corta ceñida al costado. Además, todos llevaban un gran instrumento de madera negra en forma de cruz.
—Por el culo pringoso de Dios —susurró John incrédulo, y parecía preocupado de verdad—, son los flamencos. Los condenados ballesteros.
Robin observaba aquel nuevo cuerpo de hombres, unos doscientos, ladeando la cabeza y con una expresión extraña en el rostro.
—Esto va a hacer que las cosas se pongan mucho más interesantes —dijo con voz tranquila, meditativa. Pero cuando mi mirada se cruzó con la suya, vi un relámpago de ira helada, un atisbo de una furia tan terrible que me dio un escalofrío de miedo.
Cuando los ballesteros estuvieron formados, para mi sorpresa en lugar de marchar contra nosotros, hacia el erizo, dieron la vuelta y empezaron a avanzar en dirección al murallón del bosque. Cada hombre hizo una pausa de medio minuto en la linde del bosque. Antes de adentrarse en aquella extensión verde, cada hombre sujetó la cuerda de su ballesta a un gancho que llevaba al cinto y, colocando el pie en un estribo practicado en el extremo del arma, estiró la pierna y tensó la cuerda de su poderosa máquina hasta afianzarla en un trinquete y dejarla montada. Luego cargó un proyectil de madera de un pie de largo, un virote, en la acanaladura de la parte frontal del arma, y se adentró en el bosque dispuesto para la lucha. Al cabo de un cuarto de hora, toda la compañía había desaparecido entre el follaje y se había perdido de vista por completo. Yo sabía lo que estaban haciendo: perseguir a nuestros arqueros. Flechas contra virotes, iban a luchar cuerpo a cuerpo en el interior del bosque; y eran por lo menos doscientos mercenarios bien entrenados contra nuestros sesenta hombres.
—Alan —dijo Robin con voz urgente—, ve al bosque, busca a Thomas y dile que retroceda, que se retire luchando, pero que lo haga despacio. Necesito a esos flamencos entretenidos el mayor tiempo posible. Debe retirarse hacia el norte, hacia nosotros, y cuando no pueda resistir más, que ordene a todos correr para refugiarse en la casa. Dale el mensaje y vuelve aquí a toda prisa. Voy a necesitarte. ¿Entendido?
Sentí una punzada de miedo en la garganta, pero conseguí decir en tono bastante tranquilo:
—Retirada, pero despacio. Luego, correr a la casa. Yo vuelvo aquí.
—Buen chico, ¡en marcha!
Crucé en mi caballo gris las filas del erizo y galopé a rienda suelta hacia los árboles, siguiendo una línea oblicua hacia el norte que me aproximaba a la mansión, para apartarme del punto por el que habían entrado en el bosque los ballesteros. En cuanto estuve bajo la protección de los árboles, me apeé y dejé al caballo gris atado a un arbusto. Después de recuperar el aliento miré a mi alrededor, pero no vi a nadie. No había otro ruido que el de los latidos de mi corazón. Me pareció estar solo en el mundo, lejos de la ruda compañía de los lanceros y de la tranquilizadora presencia de Robin y John. Me di cuenta de que tenía miedo. Me santigüé, desenvainé la espada y empecé a abrirme paso entre el frondoso sotobosque, hacia el lugar donde había visto por última vez a nuestros arqueros. No se oía el menor ruido, salvo el del roce de las hojas al avanzar y el susurro de las ramas agitadas encima de mi cabeza por una brisa ligera. Tuve la extraña sensación de moverme bajo el agua, en aquel mundo verde y casi silencioso. ¿Dónde estaban nuestros hombres? ¿Dónde estaba el enemigo? Me detuve un instante a escuchar. Nada. El bosque era tan cerrado a mi alrededor que no veía nada a una distancia de diez metros a la redonda. Aquello me recordó días más felices, cuando cazaba ciervos rojos con Robin, y sin darme cuenta empecé a imitar las técnicas de acecho que había aprendido a su lado. Colocaba cada pie delante del otro con todo cuidado y deliberación, para no romper ninguna rama ni hacer el menor ruido. Un paso, otro, otro más, pararme con una inmovilidad absoluta y escuchar. Luego un paso, otro, otro más, pararme y escuchar de nuevo. No había nadie allí, estaba seguro. ¿Dónde estaba todo el mundo? Me sentí como un alma errante en un más allá encantado, lejos de la sangre y el dolor del campo de batalla, situado por lo que sabía apenas a una docena de metros a mi derecha. Los viejos troncos, tan apretados que sus ramas se entrecruzaban, se alzaban por encima de mí como el techo de una gigantesca jaula de madera, pero el sotobosque era ligero, tan sólo helechos y algunos arbustos ramosos. Aparté a un lado una fronda colgante de hiedra y seguí adentrándome en la penumbra. Un paso, otro, otro más, parar y escuchar.
Entonces casi di un salto: sonó un grito ahogado por un borbotón de sangre, un aullido de agonía increíblemente profundo, y apenas a una docena de metros delante de mí apareció de pronto un hombre de detrás de un árbol, tambaleándose, con un grueso palo negro asomando obscenamente de su cuello; y aquel silencioso mundo verde estalló de pronto en una ruidosa agitación. Desde detrás de mí y a mi izquierda llegó un silbido que conocía bien, el
uiss, uiss, uiss
de las flechas que zumbaban al pasar cerca, y luego otro aullido de dolor, al frente. Pude ver siluetas oscuras que se deslizaban de un árbol a otro delante de mí, que se acercaban más y más, y luego el zumbido y el golpe del impacto de virotes en la madera, cerca de donde yo estaba. A mi derecha sonó un gemido ahogado y el cuerpo de un arquero cayó de las ramas de una venerable haya, como una ciruela madura, y fue a dar en el suelo del bosque con un golpe sordo. Entonces me vi empujado a tierra por una fuerza terrible, casi clavado en el lecho de hojas por un gran peso, porque alguien había saltado sobre mi espalda; me retorcí aterrorizado, busqué la espada perdida y solté los puños presa de un pánico ciego, pero el hombre me sujetó los brazos y forcejeó hasta inmovilizarme, y así me encontré tendido sobre la espalda y mirando el único ojo bueno de mi amigo Thomas.
—Silencio —susurró, y yo me esforcé por controlar mi respiración jadeante. Luego me arrastró detrás de un gran roble y los dos descansamos un momento nuestras espaldas en la confortante solidez del árbol. El bosque había vuelto a un silencio absoluto después del anterior frenesí de violencia. Thomas se llevó un dedo a los labios.
Cuando mi aliento se hizo más acompasado, me incliné y le susurré al oído el mensaje de Robin. El arrimó la cara a mi oído y musitó:
—¿Retirarnos? Como si tuviéramos otra opción. Aquí nos están matando como a puercos.
Asomé la cabeza con prudencia desde el tronco redondo del árbol y atisbé en la penumbra del bosque. No pude ver nada. A pocos pasos, medio enterrada en el lecho de hojas en el lugar en el que habíamos forcejeado Thomas y yo, estaba mi espada. Me agaché tanto como pude y di un paso con la intención de recogerla, pero Thomas me hizo retroceder de un tirón detrás del árbol. Justo a tiempo. Dos virotes fueron a clavarse en la corteza del árbol, en el lugar exacto donde había estado mi cabeza un segundo antes.
—Ten cuidado, Josué —susurró Thomas, riendo a medias del susto que expresaba mi cara—. Ahora no estás en el castillo de Winchester. Hay uno de esos bastardos detrás de aquel olmo. Cuando vuelva a asomar la cabeza lo ensartaré, tú podrás ir a recoger tu espada y nos iremos una pizca más atrás. Tú lo vigilas por mí y me haces una seña. ¿De acuerdo?
Thomas se puso en pie, empuñó su arco y extrajo una flecha de su bolsa de tela. Tensó a medias la cuerda y recostó sus anchos hombros en la corteza del árbol, a cubierto pero mirando en dirección contraria al enemigo. Desde la altura de sus pies, yo atisbé por un lado del tronco a través de las ramas verdes de un helecho, de modo que mi cara quedara lo más oculta posible. No había nada que ver. El bosque estaba fantasmalmente desierto y silencioso, pero forzando al máximo mi oído, de vez en cuando podía oír el roce ligero, como el de un ratón en un granero, de un hombre que se movía con rapidez por el sotobosque. Sentí que se me erizaban los pelos de la nuca, pero seguí inmóvil como una roca y miré con mayor atención el gran olmo que me había indicado Thomas. Ahora vi moverse una sombra pegada a la silueta del árbol. Fue sólo una vislumbre, pero de inmediato atrajo mi mirada. Esperé un poco más. Luego, de pronto, más lejana y oculta a la vista, una voz ronca gritó algo en una lengua parecida al inglés, pero que no pude entender. Era claramente una orden del capitán flamenco a sus hombres para que avanzaran, porque mientras miraba, de algunos de los árboles que tenía enfrente se destacaron figuras humanas. Los hombres se apartaron de la cubierta del bosque y empezaron a avanzar con cautela. Miré a Thomas y le hice una seña. Con un solo movimiento rápido, tensó la cuerda hasta llevarla junto a la oreja, se dio media vuelta hacia el lado del árbol y lanzó una flecha que fue impactar en el cuerpo del flamenco que estaba a una docena de metros. El proyectil lo atravesó de parte a parte, le salió por la espalda y fue a perderse entre el sotobosque. El hombre dio un leve gemido y dobló las rodillas, pero antes de que se derrumbara de bruces en el suelo yo ya había saltado hacia delante, recogido mi espada y buscado refugio detrás del tronco caído de una haya. Los demás arqueros también lanzaron sus flechas. Y media docena de ballesteros aullaron de dolor, se tambalearon o cayeron al suelo. Aun así, las siluetas oscuras siguieron avanzando; pude ver figuras borrosas dando cortas carreras de un árbol a otro. Asomé un poco más la nariz para ver si había cerca alguno de nuestros hombres, pero una docena de letales virotes negros pasaron silbando sobre mi cabeza y resonaron al chocar contra el ramaje. Ellos eran más, y nosotros perdíamos. Había llegado el momento de largarse.
Desde la seguridad de mi haya caída, hice un gesto de retirada con la mano a Thomas, y él me dedicó una sonrisa y un saludo alegre. Luego, sujetando su arco y su bolsa de flechas, dio una repentina carrera de pocos pasos, alejándose del viejo roble y de los flamencos que se aproximaban, hasta el refugio de otro árbol. Le vi hablar con otro hombre vestido de verde, que a su vez retrocedió corriendo agachado hasta otro árbol y otro arquero, para pasar la consigna. Yo también empecé a retroceder, reptando. Como no me atrevía a levantar la cabeza ni a correr de pie, me abrí paso entre el sotobosque ayudándome con los codos y los pies, en busca de mi caballo. En parte me sentí culpable por abandonar a los arqueros empeñados en aquella lucha desigual, pero me dije a mí mismo que mi deber estaba al lado de Robin. Tampoco pude reprimir una sensación de alivio al escapar de aquella matanza silenciosa en la traicionera penumbra del bosque.
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Algo en la terrible atmósfera de aquel bosque mortal había afectado a mi caballo. Temblaba de miedo, y relinchó de contento a mi regreso. Aquel ruido amistoso por poco fue la causa de mi muerte.
Había empuñado las riendas del caballo gris después de envainar la espada, y le acariciaba el cuello con la mano libre, cuando instintivamente, como por una advertencia de Dios, volví la cabeza y en ese momento por entre las ramas bajas apareció una figura alta con la librea a cuadros verdes y rojos de los ballesteros flamencos. Era un hombre robusto de unos treinta años, de cabeza redonda y cabello grasiento de un color castaño claro. Apuntaba su arma directamente contra mí, con la culata arrimada al hombro derecho, la cuerda tensa y el virote descansando inocentemente en la acanaladura del frontal del arma. Yo estaba mirando mi propia muerte, y el hombre sonreía mostrando unos podridos dientes amarillos, con una fea mueca de triunfo.
L
a instrucción es algo maravilloso. Incluso unas nociones elementales dan mucho de sí, cuando uno se encuentra en un apuro. Las horas polvorientas y sudorosas que pasé con sir Richard en el patio de la granja de Thangbrand y en el castillo de Winchester me salvaron la vida más de una vez, aquel día. Con la espada en la mano, la mayor parte del tiempo no tenía ni que pensar; un golpe surgía naturalmente del anterior, y los músculos recordaban los movimientos adecuados como si mi brazo tuviera una mente propia.
Me quedé mirando al ballestero y, durante un instante, la sorpresa me dejó helado. Luego me moví. Solté las riendas, agarré la empuñadura de mi espada con una mano y el tahalí abollado con la otra. Un rápido tirón, y la espada quedó libre. El hombre alto, todavía con una sonrisa triunfal, tiró de la palanca que estaba en la parte inferior de su ballesta, la cuerda vibró, el virote salió despedido hacia mí con un relámpago gris, y… erró el blanco. Oí un relincho de dolor a mi espalda cuando el proyectil impactó en mi pobre caballo gris, apenas a una pulgada de mi hombro izquierdo, y al instante me abalancé sobre el flamenco con un grito inarticulado de rabia en mi garganta. Finté hacia su cabeza con la espada, y él se cubrió a la desesperada con la ballesta. La madera crujió al chocar con el acero, pero detuvo mi golpe a no más de seis pulgadas de su cara, y entonces hice oscilar el peso del cuerpo de un pie al otro y tiré una estocada a fondo, una táctica que sir Richard me había hecho practicar no menos de trescientas o cuatrocientas veces. La punta de mi espada se proyectó hacia delante acompañada por todo el peso de mi hombro, fue a chocar con los dientes amarillos de mi enemigo y penetró en el interior de la boca; luego atravesó el cerebro en el área mortal en que se une a la espina dorsal, y la punta asomó seis pulgadas por la nuca. La sangre brotó caliente de la boca destrozada, salpicando la mano y el brazo de la espada, y de pronto sentí el peso muerto de su cuerpo en el extremo de mi acero, tirando de él hacia abajo; y cuando el hombre se derrumbó en el suelo como una piedra, tiré de mi arma para liberarla de su cabeza deformada, y la hoja desgarró lateralmente la mejilla y quedó en mi mano goteando sangre fresca. No habían pasado más de una docena de segundos desde su aparición hasta su muerte. Y cuando miré el cadáver a mis pies, la boca rota como un agujero rojo de sangre y fragmentos de dientes, y me arrodillé para limpiar mi espada en su sobreveste, no sentí ni remordimiento ni piedad, sino sólo un estallido de alegría y de orgullo. Había matado a un enemigo en combate singular. El intentó matarme, y yo lo hice mejor que él. Había alardeado delante de Robin, durante todos aquellos meses, de que algún día me convertiría en un guerrero. Ahora sabía que, por fin, lo era de verdad.