El echó una mirada de incredulidad a los cuerpos inmóviles de los dos soldados, cerró la puerta de madera a mi espalda y me preguntó:
—¿Puedes caminar?
Y ayudado por él, bajé por el estrecho sendero que descendía del castillo hacia las estrechas callejuelas oscuras de la ciudad de Winchester.
♦ ♦ ♦
Durante dos días estuve oculto en una habitación trasera de La Cabeza del Sarraceno, curando mis heridas con un cocimiento de grasa de oca y hierbas, y esperando el regreso del hombre tuerto. Thomas había recogido mi puñal y mi espada del castillo y me los devolvió antes de desaparecer en busca de información de sus contactos. Yo tenía mis armas al alcance de la mano noche y día, incluso mientras dormía. Algo había cambiado en mí después de aquella noche terrible de fuego y de dolor. Era más duro; el fuego había hecho desaparecer los residuos de mi niñez. Pero también me conocía mejor a mí mismo. Sabía que les habría dicho cualquier cosa de no haber intervenido Robert de Thurnham en el momento en que lo hizo. De modo que me juré que no volverían a cogerme vivo para someterme de nuevo a aquel tratamiento. Antes moriría. A la mañana del tercer día, apareció Thomas con noticias.
Nos sentamos a la tosca mesa de la sala común de la taberna, y comimos pan y queso. El guardó silencio durante unos instantes, y luego suspiró y dijo:
—Lo primero es lo primero: el rey ha muerto. Dios conceda la paz a su alma. Murió hace diez días en Chinon y sus restos están siendo transportados hacia su reposo final en la abadía de Fontevraud. El duque Ricardo ocupará ahora el trono, cuando decida regresar a Inglaterra. Pero hasta entonces pueden pasar meses.
Me sentí trastornado. Sabía que el rey estaba enfermo, pero durante toda mi vida Enrique, el gobernante ungido por Dios, había sido una de las columnas que sustentaban mi mundo. Me costaba entender que no iba a estar ahí nunca más.
—El castillo es como un hormiguero desbaratado —dijo Thomas—, no paran de ir y venir mensajeros. Leonor ha sido formalmente liberada por FitzStephen, pero va a seguir en Winchester todavía algunos días. —Hizo una pausa, suspiró y continuó—: Pero hay noticias peores que la muerte del rey. —Exhaló otro gran suspiro—. Lady Marian ha sido raptada. Sir Ralph Murdac y sus hombres se la llevaron cuando estaba cazando con halcón acompañada por sus damas, ayer por la mañana. Creemos que esa sucia comadreja de pelo negro galopa, mientras hablamos, hacia Nottingham con la dama de nuestro señor. Y cuando llegue allí, se casará con ella.
—Pero ella nunca dará su consentimiento —dije. Thomas rió, pero su carcajada no expresaba la menor alegría.
—¿Consentimiento? No le darán ninguna opción. Murdac tiene en el bolsillo suficientes curas para que los casen con o sin consentimiento. Quiere las tierras de Locksley, y con el rey muerto, no hay ningún poder capaz de detenerlo. Si cuando Ricardo sea coronado ya están casados, no los separará. Murdac será un hombre poderoso y Ricardo necesitará su apoyo. Si ella insiste en rechazar el matrimonio, él la forzará, puede que incluso sus hombres la violen también. Entonces su honor quedará por los suelos y nadie la querrá. Incluso Robin podría cambiar de idea de saber que no sólo sir Ralph, sino media docena de sus rijosos camaradas de armas han pasado por su cama, lo quisiera ella o no.
—Mataré a ese bastardo. —Sentí que las cicatrices de mis costillas se abrían de nuevo—. Le cortaré su jodida cabeza. —Jadeaba pesadamente, inclinado hacia Thomas, y había empuñado mi espada—. ¡Tengo que ir a ver a Robin ahora mismo, y habremos de cabalgar a Nottingham de inmediato!
Thomas estaba tranquilo hasta un punto desesperante:
—Sí, tenemos que ir a ver a Robin. Pero primero hemos de pensar un poco. Murdac preferirá tener una esposa complaciente a una forzada. De modo que probablemente disponemos de un poco de tiempo. Siéntate, o recaerás de tus heridas. Hemos de pensar en tu traidor. Mis amigos están preparando caballos y provisiones para el viaje, pero hasta que lleguen, tranquilízate y dime quién crees que puede ser. ¡Piensa! ¿Quién es, Alan? Empieza por el principio.
Me obligué a mí mismo a sentarme y respirar hondo durante unos instantes; podía sentir circular por mis flancos torrentes de sangre caliente. Empecé a pensar.
—Después de la matanza de la granja de Thangbrand, pensamos que el traidor tenía que ser Guy. Pero la carta de Murdac a la reina en la que presume de contar con un informador está fechada en febrero, de modo que no puede ser él. Guy se fue de Thangbrand en diciembre.
«Además, creo que la matanza fue pensada y ejecutada con la intención de matar o capturar a Robin, que se suponía que iba a pasar allí la Navidad, pero cuya llegada se retrasó a última hora, y por tanto el informador tiene que ser una persona que creía que Robin estaría allí por Navidad. ¿Quién estaba tan enterado de los movimientos de Robin?».
—Alguien muy próximo a él —dijo Thomas.
—Creo que ha de ser una de las siguientes cuatro personas, sus lugartenientes, el círculo de los más íntimos —dije—: Little John, Hugh, Will Scarlet o… Tuck. Pero ¿quién de ellos querría destruir a Robin? Little John… bueno, fue culpa de Robin que se convirtiera en un proscrito. Tenía una colocación cómoda en Edwinstowe como maestro de armas, y Robin la echó a perder cuando mató al cura.
—No lo veo claro —me interrumpió Thomas—. John moriría por Robin. Lo quiere como a un hermano.
—Lo mismo cabe decir de Hugh. No creo que haya traicionado a su propio hermano. Robin lo rescató de una vida ignominiosa de caballero segundón sin un penique. Ahora posee poder y dinero, y además adora a Robin. Basta con verlos a los dos juntos. De modo que tampoco creo que sea él.
—¿Will Scarlet, entonces? —dijo Thomas. Pensé por unos momentos.
—Era un buen amigo de Guy, y además primo suyo —dije—. Guy podría haber seguido en contacto con él después de unirse a Murdac. También podía haber pasado mensajes, a cambio de dinero o por la esperanza de un perdón. Pero no puedo creerlo. Will no es…, bueno, lo bastante astuto para ser un agente del enemigo, para ganarse la confianza de Robin y traicionarla.
—Sólo nos queda Tuck —dijo Thomas, en tono enteramente desapasionado. Yo hice una mueca.
—No quiero que sea Tuck —dije—. Quiero a ese hombre; ha sido muy bueno conmigo. Pero para ser del todo honesto, se me ocurre una razón por la que podría desear el mal a Robin.
No supe muy bien cómo expresarlo, de modo que le pregunté a Thomas:
—¿Eres un buen cristiano?
En aquella fea carota apareció una sonrisa.
—Cristiano sí, pero no muy bueno. Ah, ya veo adónde quieres ir a parar. Robin y sus travesuras nocturnas en el bosque: «¡Alzad a Cernunnos!» y todas esas chorradas paganas. Sé que Robin ha estado haciendo experimentos con la vieja religión. Algunos lo llaman brujería. He oído que incluso sacrificaron a un pobre diablo, que le rebanaron el gaznate. Pero no me parece que él crea de verdad en todas esas memeces. Lo hace sólo para reforzar su mística entre la gente del pueblo. ¿Crees que es motivo suficiente para que Tuck le traicione?
—Les oí discutir sobre el asunto. Por poco no llegó la sangre al río —contesté.
Los dos nos quedamos silenciosos un rato, hasta que nuestras meditaciones fueron interrumpidas por un fuerte golpe en la puerta. Me levanté sobresaltado y eché la mano a la empuñadura de mi espada.
—Tranquilo, Josué, sólo es Simón con los caballos —me dijo Thomas.
♦ ♦ ♦
Simón venía con cuatro caballos para mí y para Thomas, cargados con grano para los animales y provisiones y agua para nosotros. Nuestro plan era cabalgar sin parar hasta las cuevas de Robin, pero tuvimos un tiempo tan malo, con lluvia y vendavales continuos, y el avance por los caminos embarrados era tan lento, que nos vimos obligados a detenernos a mitad de camino en una abadía vecina a Lichfield, al borde del agotamiento total. Aquel día, el viaje se había convertido para mí en una pesadilla. Las llagas de los costados y la quemadura en la nalga me daban cada vez más problemas, y me tambaleaba a lomos de mi caballo intentando seguir el ritmo incansable marcado por Thomas. Al final, a pesar de mi deseo de ver a Robin lo antes posible, sentí un inmenso alivio cuando hicimos nuestra entrada al trote por las puertas de la abadía, doloridos, hambrientos y empapados. Los monjes no nos hicieron preguntas. Comimos un cuenco de potaje de alubias, nuestros caballos fueron almohazados, y después del breve y apenas atendido rezo de las Completas en la penumbra de la iglesia de la abadía, me sumí en un sueño exhausto en un jergón estrecho, en el dormitorio de los viajeros. A la mañana siguiente, todavía mojados pero mucho más descansados a pesar de que mis costillas me dolían más que nunca, montamos nuestros caballos frescos decididos a reunimos con Robin aquella misma tarde. Y atardecía ya cuando, con nuestras monturas a punto de reventar por el agotamiento, tropezamos con una de las patrullas de Robin a unas diez millas al sur de las cuevas, y fuimos llevados de inmediato a su presencia.
Robin, con un aspecto casi tan ojeroso como el de Thomas o el mío, estaba sentado a una mesa con un hombre muy flaco vestido de negro, un judío, y al reconocerlo la impresión que sentí fue como si me hubieran arrojado un jarro de agua helada por la cabeza. Era el mismo hombre que había visto en La Peregrinación a Jerusalén, el hombre que nos señaló a David el armero para que Robin y yo le robáramos la llave. Los pocos judíos de Nottingham eran despreciados por todos. Les llamábamos asesinos de Cristo y les acusábamos de secuestrar niños en secreto y sacrificarlos en ceremonias horrendas. Durante un segundo, me pregunté si Robin estaba tratando algún negocio satánico con aquel hombre: le creía capaz de cualquier cosa después de haber sido testigo del sangriento rito pagano de la Pascua. Pero luego me di cuenta de que su entrevista era de una naturaleza mucho más mercantil. Al acercarnos a la mesa, Robin empujó dos pesadas bolsas de dinero hacia el judío flaco y anotó algo en un rollo de pergamino. Todo quedó aclarado. Era una parte de las actividades de Robin que nunca antes había presenciado: la usura. Prestaba dinero, las ganancias ilícitas de sus robos, a los judíos de Nottingham, y ellos lo daban a su vez en préstamo a cristianos, con un interés muy alto. Robin proporcionaba los fondos iniciales para aquel negocio pero, por lo que me contaron, también ofrecía a los judíos cierta protección. Si un hombre no pagaba, Robin enviaba a algunos de sus hombres más robustos a visitarle con el fin de aclararle, si hacía falta por la fuerza, que una deuda debía pagarse siempre, incluso a un judío.
Robin levantó la vista y nos vio por primera vez. Sonrió con desánimo. Parecía no haber dormido en varios días.
—Thomas, Alan —dijo—. Bienvenidos. Ya conocéis a Reuben, ¿verdad?
Los dos nos inclinamos rígidamente ante el judío, que nos sonrió a su vez. Su cara era oscura, angulosa, apergaminada, pero irradiaba simpatía; tenía el pelo negro y una barba corta, cuidadosamente recortada. Sus ojos castaños, muy vivos, reflejaban bondad, y Dios sabrá por qué, pero desde el primer momento confié en él.
—¿Estoy en lo cierto al suponer que sois Alan Dale, el famoso
trouvere
? —preguntó Reuben, al tiempo que se ponía en pie y hacía una reverencia en respuesta a las nuestras. Enrojecí; sabía que se estaba burlando de mí, pero lo hacía de tan buen humor que no me importó.
—Famoso no lo soy aún —contesté—, pero espero algún día ser, por lo menos, competente.
—Tanta modestia —dijo Reuben con otra sonrisa— es una cualidad rara y valiosa en nuestros días entre la juventud. —Hizo una reverencia a Thomas, que gruñó algo ininteligible—. Por desgracia, amigos míos, he de despedirme ya —dijo Reuben, y levantó las pesadas bolsas que había encima de la mesa con tanta facilidad como si estuvieran llenas de aire. Hizo una profunda reverencia a Robin, que se puso en pie y se la devolvió como si fuera una persona de su mismo rango, y luego salió de la cueva, guardó las bolsas en las alforjas de su silla de montar, y desapareció al trote en la noche lluviosa.
Robin nos invitó a sentarnos a la mesa. Miró nuestras caras agotadas y salpicadas de barro, y dijo:
—Habéis venido a contarme lo de Marian. —La voz era tensa, y todo su cuerpo parecía retorcerse de dolor. Asentimos—. Ya lo sé —dijo—, Reuben me lo ha contado. Iremos a Nottingham en cuanto amanezca. Pero…, hay algo más, ¿no es así?
Yo asentí y, titubeando, expuse mi teoría de que había un traidor en el campamento. Robin escuchaba en silencio. Cuando por fin acabé mi explicación, dio un largo suspiro que estremeció todo su cuerpo.
—Ya veo —dijo—. Bien, gracias por decírmelo, Alan. Es algo que sospechaba desde hacía algún tiempo, desde la matanza de la granja de Thangbrand, en realidad. Y creo saber quién es nuestro hombre. —Suspiró de nuevo—. Tengo que pediros a los dos, por vuestro honor, que no habléis a nadie de esto. —Miró con fijeza a Thomas y luego a mí, y sus ojos de plata parecieron taladrar mi cabeza—. No digáis nada de esto a nadie —repitió, y los dos asentimos. Luego continuó—: Pero primero hemos de recuperar a Marian; de modo que comed algo, dormid un rato y estad preparados cuando amanezca. Me alegro de tenerte de regreso, Alan.
Me sonrió, y sus ojos de plata brillaron a la luz de las velas. Fue un breve atisbo de la sonrisa dorada, despreocupada, de otros tiempos, y destelló como la luz de un faro en medio de su desesperación. De nuevo sentí la familiar oleada de afecto hacia él.
—Me alegro de estar de regreso —dije, y sonreí a mi vez.
Luego Robin me observó con más atención.
—Estás herido —dijo, y había un gran pesar en su voz.
Le miré. ¿Cómo lo había sabido? Creí haber disimulado a la perfección la agonía de aquellas heridas que me torturaban.
—Mandaré a alguien a buscar a Brigid —dijo—. Y no te preocupes demasiado por ese asunto del traidor, Alan. Todo saldrá bien.
♦ ♦ ♦
Más o menos una hora más tarde, Brigid me llevó a una cueva pequeña apartada del campamento principal y, a la luz de una única vela, me hizo desnudarme para poder examinar mis heridas. Después de untarlas con un ungüento oscuro que olía a rancio, y de cubrir la peor herida en el costillar derecho con un emplasto frío de musgo, me hizo tenderme boca abajo para examinar la quemadura de la parte interna de mi nalga. Yo no quería, pero me dijo que no fuera niño y, a regañadientes, la obedecí. Al inclinarme hacia adelante con las manos en las rodillas, me vino a la memoria la imagen de su cuerpo desnudo y pintado en la ceremonia del sacrificio pagano. Oh Dios, como si mi humillación no fuera ya suficiente, sentí una erección incontrolable cuando sus largos dedos esparcían con suavidad una sustancia fresca en la pequeña herida entre mis nalgas.