El brasero ardía alegremente ahora, y Guy puso en contacto con la llama tres gruesos hurgones de hierro. Me miró y sonrió con una mueca desagradable.
—¿Estás asustado, Alan? Yo creo que sí. ¡Siempre fuiste un cobarde! —se burló. Luego se puso un par de gruesos guantes de piel. Yo aparté la mirada de los hierros al rojo y volví a bajar la mirada a la paja esparcida en el suelo. Sabía lo que iba a ocurrir, sabía que sería peor que cualquier cosa que pudiera imaginar, y me di cuenta de que temblaba de miedo. Me mordí la lengua y decidí que resistiría el dolor, me transportaría a un lugar mejor con el pensamiento y me negaría a decir nada a Murdac. Nada, y sobre todo nada acerca de mis sospechas de la presencia de un traidor en el campamento. Eso era algo que había de enterrar profundamente en mi cerebro; tan profundamente como para olvidarlo por completo. Entonces habló Murdac, y su sibilante acento francés resultó ofensivo incluso en aquel antro repugnante.
—Te recuerdo. Sí, de verdad. —Parecía complacido y excitado por haberme hecho un lugar en su memoria—. Eres el ladrón insolente del mercado de Nottingham. Estornudaste encima de mí, sucia criatura. Y escapaste, ¿verdad? Creo recordar que alguien me lo contó. Corriste al bosque para unirte a Robert Odo y toda esa basura. Bien, bien, y ahora te tengo aquí de nuevo. ¡Qué placer, qué inmenso placer!
Soltó una breve carcajada seca, y Guy se sumó de inmediato a su regocijo con una especie de cloqueo demasiado alto. Murdac le dirigió una mirada severa y gritó:
—¡Cierra el pico!
Y a Guy se le atragantó su cloqueo. Las articulaciones de mis hombros ardían, pero apreté los dientes y no dije nada.
—De modo que has pasado este último año con los proscritos de Robert Odo, ¿no? —dijo Murdac, como si estuviéramos de conversación. Yo no dije nada. Murdac hizo una seña a Guy, que vino hacia mí y me dio un puñetazo con toda su fuerza, asestando su puño contra mi estómago desnudo y desprotegido. El golpe me hizo doblarme, pero peor aún, mi vejiga no pudo resistir más y un chorro de orina bajó por la cara interna de mis muslos. El líquido salpicó y formó un charco a mis pies. Guy rió y volvió a golpearme con toda su fuerza, adelantando el hombro, pero enseguida se echó atrás con una maldición contrariada al darse cuenta de que había pisado el charco de mi orina.
—
Vas
a contestar a mis preguntas, carroña —dijo Murdac en el mismo tono desapasionado, como si se limitara a constatar un hecho. Yo guardé silencio, pero mi mente era un torbellino. El bastardo tenía razón. A su tiempo hablaría, lo sabía; cuando los hierros al rojo hicieran insoportable el dolor yo hablaría. Pero tenía que poner orden a mis pensamientos, para dar primero la información menos importante. Puede que se cansaran de interrogarme, y si era capaz de resistir lo suficiente, tal vez el condestable o la reina intervendrían. Podía suceder cualquier cosa, yo sólo tenía que resistir y guardar silencio.
Guy se apartó de mi cuerpo desnudo y doblado y se acercó al brasero. Mis ojos lo siguieron. Ahora las puntas de los hurgones de hierro brillaban con una intensa luz anaranjada. Empujó uno de ellos para meterlo más en el fuego y sacó el otro, trazando pequeños círculos en el aire con la punta encendida.
Murdac repitió despacio:
—¿Te uniste a la banda de asesinos de Robert Odo?
De nuevo guardé silencio, y Guy se adelantó con el hierro al rojo en la mano.
—Esto hará que cantes, mi pequeño
trouvere
—dijo burlón, y aplicó el metal ardiente a la piel desnuda de mi costillar izquierdo. Un latigazo blanco de dolor atravesó todo mi ser. Retorcí el cuerpo para apartarlo de Guy y grité: un largo aullido de agonía y de miedo, cuyos ecos resonaron en aquella mazmorra de piedra mucho después de que yo consiguiera controlarme y cerrar herméticamente la boca.
—¿Te uniste a la banda de Robert Odo? —volvió a hablar Murdac—. Es una pregunta muy sencilla.
Yo sacudí la cabeza con los dientes clavados en los labios para impedirme a mí mismo hablar. Guy volvió a tocarme las costillas con el hierro, y se produjo un nuevo brote de dolor indescriptible, y de nuevo grité hasta que los nervios de mis mandíbulas crujieron.
Guy devolvió el primer hurgón a las llamas y sacó otro del brasero crepitante. La punta tenía el color de una cereza madura. Se colocó a mi lado, de modo que sentí en el pecho el calor que desprendía el metal, y susurró a mí oído:
—Sigue callado, Alan. Podemos seguir así toda la noche, si no hablas. Si es por mí, prefiero que no hables.
Soltó una risita. Luego volvió a hablar Murdac, y su voz ceceante se abrió paso por entre el dolor que brotaba de mis costillas.
—¿Te uniste a la banda de Robert Odo?
No dije nada, pero tensé el cuerpo y traté de apartarme de Guy, que seguía a mi lado empuñando en su mano enguantada el hurgón de hierro al rojo. Hizo una pausa de algunos segundos y yo retuve el aliento, y entonces, con toda deliberación, pasó el hierro por mi costado derecho, arriba y abajo, rozando la piel como un hombre que un de mantequilla una rebanada de pan. Aullé como un loe mientras en la piel quemada empezaban a formarse pequeñas ampollas, y mi nariz se vio asaltada por una bocanada de vapor y el olor acre de la carne chamuscada. Apretó con más fuerza el hierro contra mi cuerpo rígido y yo aullé:
—¡Que os jodan! ¡Que os jodan a los dos…!
Guy dio un paso atrás, y volvió a poner el hierro fuego. Miró a Murdac como pidiendo permiso para algo y éste le hizo una seña de asentimiento. Guy agarró un puñado de mi pelo, me echó atrás la cabeza y acercó tanto la suya que nuestras narices quedaron a tan sólo unas pulgadas de distancia.
—No, no, no, Alan —dijo, malicioso—. No es a nosotros, es a ti a quien van a joder.
E hizo un gesto de mando a los soldados.
Los dos hombres me cogieron cada uno de un lado y me separaron las piernas, y las sujetaron a unos grillete de acero. Guy sacó otro hurgón candente del brasero y se colocó detrás de mí. Murdac dijo:
—Por última vez, Alan, ¿te uniste a la banda de Robe Odo? Responde a mis preguntas y se acabará ese dolor, te lo prometo. Depende únicamente de ti. Sólo tienes que contestar mi pregunta; ¿qué daño le puede hacer a nadie que charlemos un poco? Yo conozco ya las respuestas. Responde a mis preguntas y el dolor cesará.
Me mordí el labio y sacudí la cabeza. Entonces los soldados abrieron brutalmente mis nalgas y pude sentir el calor inmenso del hierro junto a mi escroto encogido y la zona de piel sensible situada entre aquél y el ano; no hubo contacto con el hurgón al rojo, a Dios gracias, pero éste irradiaba un calor ardiente hacia mis partes más íntimas con una intensidad malévola. Luego la punta derretida del hurgón rozó apenas la piel fina de la cara interna de mi muslo junto a la nalga derecha, y aunque el dolor fue menor que el de las quemaduras de mis costillas, di un grito tan largo y tan agudo como para despertar a los muertos:
—Sí, sí, por Dios, me uní a su banda. Sí, me uní. —Balbuceaba, temblaba de terror y de dolor, perdido de repente todo mi autocontrol—. Parad, por favor, parad. No lo hagáis. No me queméis ahí, os lo suplico.
Murdac sonrió, Guy soltó una alegre carcajada, y yo sentí un enorme alivio, feliz, cuando el calor del hurgón se alejó de mis partes privadas. Mis nalgas se liberaron de la terrible presa y las apreté con todas mis fuerzas, como si aquello pudiera protegerme. De pronto se abatió sobre mí una ola negra de vergüenza, una tristeza deprimente y fría por mi falta de valor. Quise morir, que la tierra me tragara. Con aquel tratamiento obsceno me habían despojado con toda facilidad de mis últimos restos de dignidad. En verdad era un cobarde; era el traidor del campamento de Robin, de existir uno. Entonces, tan deprisa como había aparecido, expulsé de mí aquel pensamiento. Era un secreto que nunca entregaría, aunque sufriera esta noche todos los tormentos de la condenación. Murdac hizo una nueva pregunta:
—¿Dónde está ahora Robert Odo?
No dije nada. Apreté los dientes. El hombrecillo suspiró: parecía genuinamente decepcionado. Hizo una seña a Guy, que sacó un hurgón del brasero y vino hacia mí. Cuando los soldados volvieron a agarrarme por la espalda y a separar mis nalgas, me oí a mí mismo balbucear:
—Está en las cuevas, en las cuevas, Dios del cielo ten piedad…
Me detuve sorprendido porque la puerta del calabozo se abrió con estruendo, y a través de mis lágrimas de humillación vi a una figura imperiosa en el umbral. Era Robert de Thurnham, revestido de malla gris y con la espada al cinto.
—Caballeros —dijo en voz alta—, os ruego que excuséis mi intrusión. Pero los gritos de este individuo no dejan descansar a la reina. Ordena que cese al instante el interrogatorio y que se reanude mañana a una hora más adecuada.
Se adelantó, desenvainó la espada y cortó la soga que sujetaba mis manos a la espalda. Yo me derrumbé sobre la paja sucia esparcida en el suelo de la mazmorra, y sentí que mis pobres costillas chamuscadas y la quemadura de la nalga entonaban una melodía llena de angustia. Pero por el momento, todo había acabado. Miré de reojo a sir Ralph y vi en sus ojos pálidos una rabia monstruosa que intentaba reprimir. Guy tan sólo parecía irritado por el curso que habían tomado los acontecimientos. Murdac me miró, acurrucado en posición fetal en el suelo, y dijo:
—Hasta mañana, entonces.
Sir Robert le hizo salir de la celda, y también a Guy y a los dos soldados.
—No te pongas demasiado cómodo, Alan, volveremos pronto —dijo Guy con retintín al salir. El caballero se detuvo en el umbral para dirigirme una última ojeada, y a la luz temblorosa del brasero, mientras yo temblaba en aquel suelo inmundo, hundido en el desprecio por mí mismo, me dirigió una palabra claramente enunciada con los labios, pero en silencio: «¡Animo!».
♦ ♦ ♦
Debí de desmayarme, o tal vez mi mente quiso aislarse en la oscuridad del horror vivido aquella noche, porque cuando recuperé el sentido, Marian estaba a mi lado. Al principio creí que soñaba. Había lágrimas en sus mejillas y, mientras cortaba las ataduras de mis muñecas con un pequeño cuchillo, murmuraba:
—Oh Alan, Alan, ¿qué te han hecho?
Había traído un hábito de monje raído para cubrir mi desnudez, y me vistió y empezó a frotar mis muñecas hinchadas antes de que yo recuperara del todo la conciencia. Mis manos habían perdido la sensibilidad, y las punzadas de dolor cuando las masajeó para devolverlas a la vida fueron casi tan malas como los hurgones. Casi.
Cuando vio que había recuperado hasta cierto punto la sensibilidad en manos y brazos, me dijo:
—Vamos, Alan, tenemos que darnos prisa. Antes de que vuelvan los guardias. Les he sobornado para que me dejen unos minutos a solas con el prisionero. Me temo que han pensado que sentía alguna
tendresse
por ti. —Marian se ruborizó al decirlo—. Ven, por aquí —añadió, y me tomó del brazo y los dos salimos juntos, tambaleantes, de aquella mazmorra apestosa a la penumbra del pasillo exterior.
Me llevó a una parte del castillo cuya existencia yo desconocía. Recorrimos pasillos, subimos escaleras y atravesamos un laberinto de caminos tortuosos, hasta detenernos finalmente en un pequeño rellano frente a un pasadizo que descendía. Me asomé a mirar y vi que al final del pasadizo había un portillo de madera practicado en el muro del castillo.
—Thomas espera fuera, al otro lado de esa puerta —susurró Marian. Esa era la buena noticia, pero vi que del lado de acá me aguardaba un problema grave. Dos problemas, para ser exactos.
Sentados en sendos taburetes y jugando a los dados a la luz de una vela que goteaba cera, había dos fornidos centinelas armados con espadas. Reconocí a uno de ellos como el hombre que había llevado el brasero a la mazmorra donde me torturaron, y separado mis nalgas arruinando al mismo tiempo mi dignidad. Al otro no lo conocía, pero era muy probable que después del revuelo organizado el día anterior, él sí me conociera a mí. Marian susurró:
—Tal vez, si consigo distraerlos…
Negué con la cabeza. Sentía una marea de roja ira que ascendía de mis tripas hacia el pecho. Había sido atado, desnudado, quemado y humillado; torturado y forzado a hablar contra mi voluntad. Pero ahora tenía las manos libres. La cabeza empezó a darme vueltas cuando supe lo que iba a hacer, pero al mismo tiempo el júbilo inundó mi pecho.
—Gracias, Marian —susurré—. Gracias de todo corazón por lo que has hecho, pero ahora me corresponde a mí solo hacer lo que falta.
Me bajé sobre los ojos la capucha de mi hábito de monje y me adentré en el pasadizo, caminando con pasos confiados hacia los soldados, con las manos juntas sobre el pecho en actitud de orar.
Mis pasos eran ligeros, pero sentía el corazón pesado en mi pecho y era consciente de cada pulgada de mi cuerpo, desde mis pobres costillas chamuscadas y la punzada ardiente de la quemadura en la nalga, hasta el sudor de la punta de mis dedos. Me sentía como si en mi interior zumbara un enjambre de abejas, con una furia oscura y jubilosa.
Al acercarme a los dos soldados, los dos se levantaron de sus asientos; uno de ellos agarró los dados y los guardó apresuradamente en su bolsa, para que un hombre de Dios, que es lo que suponían que yo era, no se diera cuenta de que habían estado jugando.
—¿Podemos ayudarte en algo, hermano? —preguntó el hombre que estaba a la izquierda, el más alto de los dos, el que había estado en la celda de la tortura. Yo fui directamente hacia él, eché atrás la cabeza como para verle mejor la cara con mi capucha bajada, y luego, rápido como una serpiente, me impulsé con los pies, lancé la cabeza hacia adelante describiendo un arco y le golpeé en el puente de la nariz.
Fue un golpe colosal, en el que puse toda la rabia de mi reciente humillación, y al venir de quien parecía ser un monje, resultó por completo inesperado. Pude sentir el crujido del hueso y el cartílago cuando mi frente impactó en su rostro, y cayó a mis pies como una piedra. Entonces me volví con la sangre rugiendo en mis venas, y me abalancé sobre el segundo hombre, sujetándolo por los hombros e intentando un segundo cabezazo tan eficaz como el primero. El tenía la boca abierta de par en par por la sorpresa, pero ladeó la cabeza a tiempo de evitar mi golpe, y todo lo que conseguí fue alcanzarle de refilón en el pómulo. Entonces nos encontramos los dos enzarzados en el suelo, forcejeando como dos energúmenos. Mi rabia había encontrado una vía de escape y me di cuenta de que daba gritos incoherentes mientras le golpeaba una y otra vez en la cabeza con los dos puños. Pero era más fuerte que yo, y estaba tan habituado como yo mismo a la lucha callejera. Mientras rodábamos por el duro suelo me agarró por los antebrazos, los apretó entre sus fuertes manos, y acabó así con la lluvia de golpes que le habían dejado la cara magullada y cubierta de sangre. De modo que levanté la rodilla hacia la horcajadura de sus piernas, mi rótula impactó en su hueso pélvico, y aprovechando la sorpresa le machaqué las pelotas con aquella improvisada mano de mortero. Gritó de dolor, doblado en dos, e intentó protegerse su intimidad herida con las manos, soltando al hacerlo mis brazos. De modo que aferré un mechón de su cabello largo y grasiento y golpeé su cabeza contra el suelo de piedra con toda la fuerza que pude reunir. Quedó sólo ligeramente atontado pero fue suficiente; agarré su cabeza por las orejas con las dos manos, y la golpeé dos veces más contra las losas. Sus ojos rodaron en las órbitas y de pronto me encontré avanzando a gatas, jadeante, con mis costillas quemadas sangrando, mirando a los dos hombres tendidos e inconscientes. Ninguno de los dos había tenido tiempo de desenvainar la espada. Me puse en pie tambaleante, agité una mano para despedirme de Marian, que me miraba espantada con su bonita boca abierta de par en par, descorrí el cerrojo, abrí la puerta y salí a la noche fría para caer de inmediato en los brazos de Thomas.