Eran Murdac en persona, con su cabeza negra descubierta, y sus consejeros más próximos; todos ellos aún frescos y sin el desgaste y las bajas de la batalla.
El enemigo no estaba vencido. Muy al contrario. Después de pasar frente a los ballesteros, Murdac y su élite de caballeros se detuvieron delante de otro cuadro negro, otro batallón de reserva de lanceros, que acababa de aparecer viniendo del fondo del valle, armas al hombro, con las puntas de las lanzas destellando al sol. Sir Ralph palmeó el cuello de su caballo, giró en redondo frente a los hombres que desfilaban, les dio un grito de ánimo y se dirigió luego al lugar donde los flamencos reorganizaban sus filas.
Robin, de pie al frente de su baqueteada formación, rodeado por cadáveres y heridos de ambos bandos tendidos sobre un barrizal de sangre y polvo pisoteado, observaba al enemigo con tanta atención como yo mismo. Sus hombros estaban abatidos, su cara gris de fatiga. Tenía un corte en el pómulo pero por lo demás, para alivio mío, parecía ileso. Se irguió durante un instante, como si acabara de llegar a una decisión, y le vi bajar al cinto una mano ensangrentada, tirar de una cuerda de cuero crudo, y soltar el cuerno. Se irguió entonces más aún, aspiró una gran bocanada de aire, y sopló. Tres largos toques, y después tres más. Los ecos resonaron en el campo empapado de sangre. Era el toque de retirada, la señal de volver a la mansión.
—Ayuda a los heridos, Alan —se limitó a decirme. Luego, después de una última mirada a las líneas enemigas, se volvió, ayudó a levantarse a un hombre bañado en sangre y los dos juntos empezaron a recorrer cojeando el penoso camino de vuelta a Linden Lea.
Retrocedimos hacia la casa cientos de nosotros, mientras las sombras se alargaban y el sol rozaba la cumbre de las colinas del oeste: los fatigados jinetes de Hugh, en número muy escaso; los ensangrentados lanceros supervivientes del erizo; arqueros que cojeaban y utilizaban como muleta su robusto arco de tejo al caminar; paganos salpicados de sangre, que se detenían con frecuencia para registrar las ropas de los muertos. Y eran muchos los muertos, el campo estaba sembrado de ellos, y de heridos que pedían agua y ayuda. Muchos volvíamos a la mansión ilesos, y quienes no estábamos heridos ayudábamos a los lisiados; pero unos pocos cayeron alcanzados por los jinetes merodeadores de Murdac; los hombres que no se dieron prisa a atender la llamada de Robin, cayeron bajo sus hachas o sus espadas. Yo cargué a mi espalda, todo el camino de vuelta, a un lancero con una gran herida abierta en un costado. Pero cuando entré en el patio y lo deposité tan cuidadosamente como pude en un jergón de paja, vi que ya había muerto. Cuando los últimos hombres acabaron de cruzar medio arrastrándose la puerta, casi incapaces ya de caminar por la fatiga, cerramos el portón, lo atrancamos con un gran tronco de roble y nos dedicamos a atender nuestras heridas.
♦ ♦ ♦
Marian y los hombres que permanecieron con ella en la casa habían estado muy ocupados. Había comida preparada, de nuevo en las grandes mesas de caballete en el patio soleado, y a los heridos les daban grandes jarras de cerveza floja para calmar su sed. Los heridos más graves fueron llevados a la sala, y atendidos allí por Marian, Tuck, Brigid y los criados. Eran varias decenas, ensangrentados y exhaustos, perforados por las lanzas o tajados por las espadas; unos pocos estaban alegres, orgullosos de lo que habían hecho, y otros, pálidos y silenciosos, se limitaban a esperar la muerte. Los más graves eran confortados en el tránsito hacia el descanso eterno por los hombres de Robin. El mismo recorría la sala consolando a los que se encontraban peor con alabanzas al valor que habían mostrado. Un hombre, un rufián alegre con un enorme agujero en el hombro, se sacó de dentro del jubón desgarrado y manchado de sangre una paloma blanca con una tira de tela verde atada a la pata. Robin la recibió en actitud solemne y rebuscó en su bolsa hasta encontrar un penique de plata con el que recompensar al hombre. La mayor parte de los heridos, sin embargo, no aceptaban tan bien su suerte; bebían ansiosamente a morro el vino de las frascas que circulaban por la sala, y los gritos de dolor crecieron cuando finalmente se puso el sol detrás de las colinas. Todos sabían que Robin había hecho su tirada a los dados, y perdido. Las tropas de Murdac tenían rodeada la mansión, y por la mañana entrarían en ella al asalto y todos moriríamos.
La caída de la noche había puesto fin a las hostilidades, y Robin envió emisarios a Murdac para concertar una tregua destinada a recoger a nuestros heridos del campo. Murdac estuvo de acuerdo, y durante toda la noche patrullas de hombres entraron y salieron de la casa cargados con parihuelas. Muy pronto la sala y todas las dependencias quedaron abarrotadas de heridos y moribundos; y también el patio. La noche templada se llenó de los gemidos de los heridos y de los gritos agudos de quienes recibían atención médica. Tuck se acercaba a los agonizantes, les ofrecía los ritos finales y acompañaba en sus rezos a quienes in extremis recurrían a Nuestro Señor Jesucristo para salvar sus almas. Brigid hacía otro tanto con los paganos heridos. Marian iba de uno a otro, ojerosa por el cansancio: procuraba cuidar de todos los hombres heridos, cientos de ellos, pero sólo contaba con la ayuda de los pocos criados de la mansión. John organizaba la recogida de heridos del campo; a los muertos se les dejaba donde habían caído.
En medio de aquel infierno humano de muerte y de sangre, de aquel matadero sanguinolento en el que resonaban los ecos de los ayes terribles de almas sufrientes, apareció de improviso Bernard de Sezanne. Iba vestido con una finísima túnica de seda amarilla, inmaculada y bordada con imágenes de violas, flautas, arpas y otros instrumentos musicales. Sus mejillas estaban recién rasuradas y sus cabellos habían sido recortados hacía poco. Se llevó a la nariz un pañuelo perfumado y vino directamente hacia mí, evitando con delicadeza pasar sobre los muertos y los agonizantes del suelo del patio sin prestarles la menor atención; y cuando me quedé mirándolo como un estúpido con la boca abierta, me dijo:
—Déjame ver tus dedos, Alan, ahora mismo.
Yo estaba asombrado; no podía creer que aquella aparición limpia y perfumada fuera real. Tenía que ser un fantasma de mi cerebro trastornado por la batalla, pero el fantasma insistió en que extendiera las manos con las palmas hacia arriba, como un escolar muestra a su madre que se las ha lavado antes de sentarse a comer. Y así lo hice. Limpias no estaban, sino recubiertas de una costra de sangre seca, tierra y liquen de los árboles, pero Bernard contó solemnemente los dedos y respiró aliviado.
—Están los diez, ya es bastante consuelo —dijo—. Puede que no seas el mejor violinista del reino, pero aún serías mucho peor si uno de esos villanos sedientos de sangre te hubiera rebanado uno o dos dedos.
Luego me abrazó y me dijo que tenía que ver a Robin de inmediato.
Se me atropellaban en los labios las preguntas: ¿De dónde venía? ¿Qué estaba haciendo en medio de aquella batalla feroz? Pero él me apremió para que le llevara a ver a Robin, que estaba ayudando a un herido a beber un sorbo de vino de una copa.
—Traigo un mensaje que he de comunicarte en privado —dijo Bernard a Robin. Y mi señor, sin decir una palabra, le condujo a una habitación situada al fondo de la sala y me cerró la puerta en las narices.
Estuvieron dentro una hora o más, y al cabo de un rato me encargaron que les llevara vino y fruta, pero no me dejaron unirme a su conversación. Por fin salieron Robin y Bernard, y Robin me dijo que buscara una jarra de vino para Bernard y un rincón donde pudiera dormir, mientras él volvía a cuidarse de los heridos. Bernard no quiso decirme nada, sino que durmiera tranquilo porque todo iba a acabar bien. Pero el sueño no vino. Compartimos la jarra de vino, o mejor dicho conseguí beber un par de sorbos de ella mientras Bernard, como de costumbre, parecía tener la sed de diez hombres. Luego me tendí en la paja al lado de mi mentor musical y le oí roncar, e intenté adivinar el significado de su venida. Finalmente me hundí en un sueño agitado, sólo para ser despertado al alba, de nuevo, por el viejo y feo Thomas que me sacudía por el hombro.
Me incorporé con todo el cuerpo rígido por los esfuerzos desacostumbrados de la batalla del día anterior, y sólo estaba despierto a medias cuando Thomas me dijo:
—Robin quiere verte.
De modo que dejé a Bernard con sus ronquidos y seguí al hombre tuerto a través del patio hasta un rincón de la sala.
Robin parecía fresco, aunque yo sabía que no había dormido. Me tendió una paloma de un plumaje perfectamente blanco, y al mirar aquel espléndido pájaro, y sentir entre mis dedos su leve palpitar, me di cuenta de que tenía una larga cinta roja atada a su rosada pata izquierda.
—Ve a la empalizada y suéltala —me ordenó.
—¿Sólo una? —pregunté sorprendido—. ¿Qué significa?
Robin me miró durante un instante, y vi una chispa de tristeza en sus ojos de plata.
—Significa, sencillamente, que acepto.
Luego, dio media vuelta para volver a atender a los heridos.
Fui hasta la empalizada, subí la escala hasta el camino de ronda y, con una silenciosa oración a Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo para rogar a los tres que bajaran del cielo con toda su Gloria y vinieran a salvarnos, solté la paloma en el aire. Agitó sus alas blancas perfectas, dio una vuelta por encima de la mansión y voló hacia el oeste, para desaparecer sobre las colinas llevando a la cola su mensaje rojo de aceptación.
Mientras miraba volar el pájaro hacia la libertad, salió el sol en toda su cegadora majestad por encima de los árboles situados a mi izquierda, y comenzó lo que se anunciaba como otro hermoso día. Durante la noche, las tropas de Murdac habían cercado por completo la mansión de Linden Lea; un delgado círculo negro de hombres, caballos y carros se extendía a nuestro alrededor, ardían ya los fuegos de campamento y columnas de humo gris empezaban á alzarse, movidas por una brisa ligera. Vi moverse a ballesteros, lanceros y
conrois
de caballería en varios puntos de las filas de tiendas de campaña, y las armas ordenadamente apiladas. Pero también ellos habían sufrido en la batalla del día anterior. Todavía nos superaban en número, pero ya no eran la invencible hueste negra que había marchado ayer sobre nosotros. Casi directamente delante de mí, frente a la puerta principal, tal vez a cuatrocientos metros de distancia, vi el estandarte de sir Ralph Murdac, la bandera negra con los cheurones rojos, ondeando a la brisa matinal sobre un gran pabellón. Y allí estaba el mismo sir Ralph, cabalgando a lo largo de la línea del frente, con su rostro claramente visible bajo un casco sencillo con una pieza triangular para proteger la nariz. Me pareció ver relucir algo de color rojo en su cuello, pero me dije a mí mismo que sería un efecto luminoso. Se dirigía hacia la gran estructura de madera del mangonel, que había hecho trasladar mucho más cerca de la mansión durante la noche.
Murdac llegó delante de la máquina, conferenció con los oficiales presentes allí, y a una señal suya a los hombres apostados en grupos alrededor del arma, el mangonel disparó. La gran cuchara se levantó y golpeó contra el travesaño; un peñasco del tamaño de una ternera vino silbando directamente hacia nosotros y, con un estruendo ensordecedor, abrió un agujero de dos metros de largo en la empalizada a pocos pies de donde estaba yo situado. Media docena de heridos que habían buscado refugio junto a la valla de troncos quedaron convertidos en un instante en pulpa sanguinolenta. La roca rodó aún unos metros y se quedó inmóvil casi en el centro del patio de armas.
Me di cuenta, con un desagradable temblor de mis tripas, de que aquella casa no nos ofrecía ninguna protección contra Murdac. Aquella máquina infernal podía derribar nuestra débil defensa de troncos en un santiamén, y Murdac y su caballería saltarían fácilmente el foso, pasarían por encima de las ruinas de la empalizada y nos harían picadillo a todos. Para el mediodía, calculé con un encogimiento de mi corazón, casi con toda seguridad estaríamos muertos.
E
n muchos años de escaramuzas encarnizadas, batallas cruentas y situaciones comprometidas, nunca me he sentido tan próximo a la desesperación como en el momento en que la gran roca atravesó la empalizada de troncos de Linden Lea. Excepto una vez. Esta primavera, cuando mi nieto Alan estaba enfermo con fiebre y a punto de morir, sentí que con él iba a morir todo mi mundo. Ahora está bien, bendito sea Dios, y su recuperación fue asombrosamente rápida, o tal vez sólo asombrosa para un viejo como yo, al que en estos días tanto cuesta curar el más pequeño corte o quemadura. Di de beber a Alan la poción oscura preparada por Brigid mientras Marie, su madre, dormía, agotada por la preocupación, en la habitación vecina. El brebaje olía muy mal, y tan pronto como le obligué a tragarlo, el estómago de Alan no lo soportó y lo devolvió todo encima de mí. Pero lo limpié, lo intenté de nuevo, y finalmente conseguí que una parte de aquel líquido nauseabundo se quedara dentro de su cuerpo. Luego volvió a dormir.
Al día siguiente repetí la dosis, como me había explicado Brigid, diluyendo el brebaje en mucha agua hervida a la luz de la luna y dejada enfriar después. Al tercer día, Alan amaneció despierto y pidiendo gachas. Marie está fuera de sí de felicidad y ha prometido encender una vela a la Virgen María cada domingo durante el resto de su vida, en acción de gracias por su curación. Yo envié a Brigid un jamón entero, tres gallinas, doce hogazas de pan y una bolsa de dinero.
A cada día que pasaba, el joven Alan estaba más fuerte. Ahora, mientras escribo esta historia de muerte y destrucción en Linden Lea, mi nieto juega a proscritos y sheriffs en los bosques que rodean la casa, con otros chicos de la vecindad. Su recuperada salud ha hecho crecer mi melancolía. Los días parecen transcurrir felices de nuevo; yo hago mi trabajo con fuerzas renovadas; incluso bromeo con Marie por las noches junto al hogar, cuando han acabado las tareas diarias. Nunca diré a Marie que pedí ayuda a Brigid para salvar a Alan, pero en mi mente no hay sombra de duda; fue la bruja quien lo curó, como me curó a mí también. Puede que Robin tuviera razón, hace ya tantos años: Dios está a nuestro alrededor, en todas las cosas y en todas las personas, incluso en una bruja. Porque la salvación de mi chico no puede haber sido obra del diablo, diga lo que diga el padre Gilbert, nuestro párroco, sobre las habilidades de Brigid. Yo rezaré por su alma y la tendré por una buena amiga en todos los días que me queden de vida.