Robin Hood, el proscrito (17 page)

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Authors: Angus Donald

Tags: #Aventuras, #Histórico

BOOK: Robin Hood, el proscrito
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Saqué el rubí de mi bolsa y lo sostuve en la mano. En aquella habitación casi a oscuras no era más que un bulto duro y frío al tacto. Pero lo levanté hacia uno de los finos rayos de luz que taladraban la oscuridad, y adquirió vida propia: su corazón carmesí se incendió, y la piedra empezó a brillar con una belleza malévola. Juro que la joya empezó a calentar mi mano como si el delgado rayo luminoso le hubiera infundido vida. Supe que no podría volverlo a dejar en el cofre de Freya. Pero algo empezó a agitarse en mi mente, el germen de una idea, el esbozo de un plan y volví a echar la joya en mi bolsa, cerré la tapa del cofre y lo coloqué de nuevo en su escondite, bajé la tapadera, esparcí la tierra por encima y salí de la habitación con pasos sigilosos hacia la cruda luz del sol invernal y los chillido de agonía de los puercos condenados.

♦ ♦ ♦

Entregué a Cat mi virginidad aquella tarde en uno de los graneros, además de un penique de plata, por supuesto. No fue lo que yo esperaba. Cat se arrodilló delante de mí, me levantó la túnica y desató los nudos que sujetaban mis calzas a la cintura. También soltó la cuerda de mis bragas de tela, y mi ropa interior cayó de golpe a la altura de mis tobillos. Mi verga estaba dura como el acero, en su punta brillaba una gota de rocío, y ella agarró aquello y empezó a lamer con suavidad la bolsa colgante del escroto y, arriba y abajo, toda la tensa y desafiante extensión de mi parte más íntima. Sentí una burbuja de calor que fue extendiéndose por mis lomos, encima de las nalgas, y supe que explotaría muy pronto si no detenía de algún modo sus deliciosas caricias. Pero, dulce Jesús, aquella era una sensación celestial. Oleadas de placer corrían arriba y abajo por mi pene. Podía sentir la tensión interna de los músculos, como cuerdas de un arco, y le rogué entre jadeos que por favor, parara un instante. Ella me dirigió una sonrisa cómplice, cargada de lujuria y plenamente consciente de su poder sobre mi persona, y entonces se levantó la camisa y me mostró el cuerpo desnudo que ocultaba. Era soberbia: una piel blanca cremosa, extrañamente pálida en contraste con la tez morena de su rostro, y con el cuello y las manos; los pechos se movían como frutos maduros de un color rosado, con unos pezones tentadores, grandes, oscuros, de puntas endurecidas por el aire frío. La cintura era tan estrecha que yo podía abarcarla con mis dos manos, pero se ensanchaba en unas caderas llenas y rotundas, con una pequeña mata triangular de vello en su centro. Se tendió sobre la paja y abrió las piernas. Yo caí hacia adelante a cuatro patas, apenas capaz de respirar, y monté encima de su cuerpo, con mi pene rígido al frente, como el hocico de un perro que husmea el rastro de la presa. Después de unos momentos de glorioso forcejeo, con la ayuda de ella conseguí introducir mi virilidad en su ranura…, y casi de inmediato, después de apenas tres latidos, empecé a eyacular chorros calientes de esperma. Fue magnífico durante un instante, pero sólo durante un instante. Cat se puso furiosa.

—Dentro de mí no, bobo —dijo, y me sacó a empujones del interior de su cuerpo. Los escasos momentos de placer inefable quedaron borrados, como lo escrito en una pizarra al pasar una esponja húmeda. Me sentí avergonzado por mi torpeza, por la rapidez de mi eyaculación. Cat me llamaba estúpido mientras se volvía a poner camisa y capa.

—Si me quedo preñada y tengo que ir a ver a Brigida para librarme del pequeño, serás tú quien corra con los gastos —me gritó.

Le contesté que sí, atontado, deseando que se fuera pronto. Me sentí vacío, pueril, un niño que había intentado jugar a ser hombre y había quedado en evidencia. ¿Qué diría Tuck si se enteraba de que había tenido tratos con una prostituta? Cat escupió una última retahíla de insultos y salió del granero. Se acabó el acto amoroso, pensé mientras me limpiaba con un pedazo de tela, me colocaba las bragas, me ataba de nuevo las calzas y me colocaba bien la túnica. ¿Es esto lo que ensalza tanto Bernard con sus hermosas canciones sobre el amor ilícito? Me parecí absurdo.

♦ ♦ ♦

No se lo conté a nadie más que a Bernard, que quedó encantado e insistió en proponer un brindis por mi masculinidad. Dijo que un día escribiría una canción en la que presentaría una solicitud de
posse comitatus
para recuperar mi virginidad perdida. Cat, al parecer, le contó a todo el mundo mi torpe primer intento de hacer el amor. Durante la cena, Guy provocó una tempestad de risas al beber un buche de cerveza y escupirlo enseguida sobre la mesa, mientras bromeaba a voces y durante largo tiempo sobre la velocidad de mi eyaculación. Will literalmente se meó de risa…, y por supuesto Guy explicó a todo el mundo que no había hecho más que seguir mi ejemplo de emisión involuntaria. Normalmente sus bufonadas me habrían puesto muy furioso. En verdad, me irrité hasta cierto punto, pero a ese sentimiento se sobrepuso una especie de desinteresada compasión por él: como si yo fuera Dios y contemplara a un desdichado mortal desde lo alto de mi nube. Yo sabía exactamente cómo iba a corresponder muy pronto a sus burlas. El, no.

♦ ♦ ♦

Pasaron varios días antes de que se descubriera el robo del rubí. Lo primero que oí fue un chillido agudo y repetitivo, casi un toque de clarín, que venía del interior de la casa.

Yo estaba en el patio de ejercicios con Will, practicando las evoluciones habituales con espada y escudo. Los dos corridos de inmediato a la casa principal, en busca del origen de aquel horrible grito. Era Freya, desde luego; estaba en su habitación, arrodillada en el suelo, con el contenido de la caja metálica esparcido a su alrededor. Se había arañado la cara fofa con las uñas y la sangre corría por sus mejillas; ahora se daba tirones a sus cabellos grises, y se arrancaba mechones de pelo grasiento. No cesaba de emitir aquel chillido estremecedor, que tan sólo interrumpía para aspirar grandes bocanadas de aire:
Eeeeeeeeeee, ah, eeeeeeeeee, ah, eeeeeeeeee

Hicimos todos corro, abarrotando la habitación, alrededor de aquel montón fofo de feminidad de rodillas en el suelo de tierra frente al botín acumulado a lo largo de toda una vida. Era un espectáculo aterrador, una loca cubierta de sangre que aullaba e inmovilizaba a todos con el horror espectral de aquel ruido espantoso.

Entonces Thangbrand se abrió paso entre el corro de mirones y propinó a su esposa una tremenda bofetada en la cara. Freya salió proyectada de lado, chocó contra la pared y a Dios gracias dejó de chillar. Se acurrucó como una enorme bola en posición fetal, y se quedó así, temblorosa y suspirando, mientras Thangbrand nos empujaba fuera de la habitación, hacia la sala. Su mirada lívida se cruzó con la mía cuando salía de la habitación, y proyectó una ferocidad animal tan intensa hacia mí, que involuntariamente retrocedí un paso.

Hugh convocó a todo el mundo en la sala, a mediodía. Su silueta alta y flaca, enfundada en su túnica negra y sus calzas, parecía más que nunca la de un maestro de escuela. Carraspeó.

—Al parecer tenemos a un ladrón entre nosotros —anunció.

Alguien soltó una risita: más o menos a la mitad de los presentes nos perseguía la ley por la rapidez y la falta de escrúpulos con la que nos apropiábamos de la propiedad del prójimo.

—Silencio —gritó, y sus ojos recorrieron la sala y reprimieron con su negra severidad cualquier intento de broma—. Hay una persona aquí que roba a sus camarada Lo descubriremos ahora mismo y será castigado. Todo el mundo a formar en hilera, ahora, ahora mismo. Poneos en fila con la mano izquierda en el hombro del hombre la mujer que tengáis delante.

Los proscritos, atónitos, formaron una larga hile que serpenteaba de un lado a otro de la sala. Entonces a una orden de Hugh, todos metimos la mano en las bolsas y bolsillos de la persona que teníamos delante.

—Estáis buscando una joya, una joya grande y de mucho valor —dijo Hugh. Yo me sentía enteramente tranquilo. El hombre colocado a mi espalda palpó con sus mano mi cuerpo y rebuscó en la bolsa que llevaba al cinto. No encontró nada, por supuesto. Podía haber estado loco robar el rubí, pero no era lo bastante estúpido para guardarlo sobre mi persona. No se encontró nada.

Los proscritos, a pesar de las severas miradas de Hugh, se negaban a tomar aquella situación en serio.

—Me parece que tendría que buscar un poco más fondo —dijo un rufián de hombros fornidos a Cat—. Ha muchos sitios en los que podrías haber escondido la joya y aún no los he explorado bien. Voy a echar otra mirada.

Cat meneó el trasero y soltó una carcajada.

—¡No te cobraré el trabajito extra, guapo! —contestó

Thangbrand, con el puño apretado sobre la espada, recorría la sala de lado a lado. Era la personificación de la furia apenas contenida. De vez en cuando me atravesaba con la mirada.

—Buscad en los baúles; y empezad por el de éste —dijo con voz baja y temblorosa por la rabia, antes de señalarme con el dedo.

En mi baúl no había nada, por supuesto, salvo ropa sucia, como pronto pudo comprobarse. Pero Thangbrand siguió mirándome furioso mientras se desarrollaba el registro. Los proscritos empezaron a arrastrar los baúles de sus amigos desde el lugar en que se guardaban, alineados contra la pared de la sala, y a revolver entre las baratijas, los recuerdos, las calzas viejas y malolientes y las gavetas que rechinaban al abrirse. No se encontró ningún rubí. En cambio, flotaba en el aire la hilaridad reprimida de los hombres y mujeres allí reunidos, cuando los proscritos se probaban las ropas de otros y se contoneaban por la sala entre cuchufletas. De pronto Will Scarlet dio un gran aullido triunfal y todo el mundo se volvió a mirarle. Sobre su cabeza, brillante como una gota de sangre, sostenía en la mano el gran rubí.

—¿Dónde lo has encontrado, chico? —preguntó Hugh. Los ojos de Will se abrieron de par en par: demasiado tarde comprendió lo que significaba su hallazgo. No dijo nada, pero miró directamente a Guy, que estaba cerca de la puerta de entrada.

—¿Dónde lo has encontrado, chico? —repitió Hugh, con un deje metálico en su voz—. ¿En qué baúl lo has encontrado?

Will seguía mirando a Guy, y luego alzó un dedo tembloroso y lo señaló. La cara de Guy se puso blanca.

—No, no… —balbució. La conmoción inmovilizó a toda la sala. ¿El hijo Thangbrand? ¿Cómo podía Guy robar a su padre? La furia que sentía daba a la cara de Thangbrand un tinte purpúreo. En el silencio que sobrevino, se oyó con toda claridad el roce de su espada al ser desenvainada. Luego, con ella en la mano Thangbrand dio un paso hacia su hijo, lívido. Guy estaba aterrorizado: levantó las dos manos con las palmas al frente, como para rechazar la acusación silenciosa; para insistir en su inocencia. Pero Thangbrand siguió avanzando, empuñando el arma desnuda. Entonces, de pronto, los nervios de Guy estallaron; se dio la vuelta, veloz como una rata, y salió disparado por la puerta de la casa hacia el patio iluminado por el sol.

Capítulo VIII

D
espués de una larga vida en la que he cometido muchos pecados, recuerdo aquel momento en la sala de Thangbrand con sentimientos encontrados pero poderosos. Hice una cosa terrible al esconder el rubí en el baúl de Guy; y me propuse a conciencia causar el daño que en efecto provocó mi acción: romper para siempre el lazo de cariño que unía a Guy con su padre Thangbrand. Porque Thangbrand, a su manera ruda, quería a Guy. Lo quiso incluso después de que se descubriera el rubí en su baúl. De no haber echado a correr Guy, de haber conservado la serenidad y negado el robo y aguantado a pie firme, habría sido castigado, pero Thangbrand nunca habría matado a su propio hijo.

He pedido perdón a Dios por lo que hice a Thangbrand y Freya, que habían sido amables conmigo a su manera. Pero no he pedido perdón por lo que le hice a Guy, y nunca lo haré. Era un matón impenitente y un patán, y ese día demostró también ser un cobarde. Me amargó la vida en una época en que yo era débil y vulnerable, y le odié por ello. Fue mi enemigo desde el primer día en la casa de Thangbrand, cuando me pegó y me amenazó. Luego hubo más insultos y golpes más graves, y nunca le podré perdonar sus burlas cuando Bernard cantaba; pero fue después de aquella primera paliza, a poco de llegar a la granja de Thangbrand, cuando empecé a dar vueltas a idea de cómo podría hacerle caer en desgracia. Mi amable esposa, que ahora está con Dios y los ángeles, solía decirme que yo era despiadado, que no tenía compasión; Tuck me dijo una vez que yo era un hombre «frío», pero ninguna de las dos afirmaciones es del todo cierta. Soy capaz de sentir compasión y he perdonado. Pero Guy era mi enemigo, un adversario odiado que me había hecho daño…, y era más fuerte que yo. Lo derroté con una treta, ¿y qué? Lo derroté, es lo que cuenta. El hermano Tuck no estaría de acuerdo, pero Robin lo habría entendido: él lo llamaría venganza, y lo consideraría un deber.

♦ ♦ ♦

Cuando todos los de la sala nos recuperamos de la conmoción producida por el descubrimiento del «ladrón» y salimos vacilantes de la sala a la pálida luz del sol invernal, ya hacía mucho que Guy había desaparecido en el bosque. Hugh organizó una especie de persecución, pero sin gran empeño: un puñado de hombres a caballo se internaron en el bosque y volvieron al cabo de una hora más o menos diciendo que no habían visto nada. La verdad es que nadie quería atraparlo. Por lo que todo el mundo sabía, no había hecho daño a nadie más que a su padre. Incluso la furia de Thangbrand se desvaneció hasta cierto punto; el rubí había sido recuperado, Freya estaba acostada acompañada por una jarra de vino caliente, y la perspectiva de hacer un escarmiento en la persona de su propio hijo no seducía al viejo guerrero sajón. De modo que Guy se largó. Buen viaje, dijeron muchos de sus camaradas. Yo mantuve la boca cerrada.

La vida volvió a la normalidad en la casa de Thangbrand. Llegaron los fríos, y los primeros copos de nieve fueron a posarse en las ramas desnudas de los árboles, y llegó a cuajar en el suelo del patio de ejercicios, pero Thangbrand decidió de todas formas suspender el entrenamiento con armas durante el invierno. Parecía haber perdido ánimos con la marcha de Guy y se hizo más apático y perezoso; varias veces se encerró en su habitación durante días enteros, y sólo salía para atender a las urgencias de la naturaleza y para ordenar a gritos que le sirvieran comida en su habitación. También Freya parecía alelada y ausente. Se sentaba en silencio junto al fuego todo el día, hilando la lana sin hablar y casi sin moverse, atenta únicamente al huso.

Yo, por mi parte, me sentía bastante satisfecho. Se acercaban las Navidades, época de festines y de relatos, de beber y cantar y reír. Llegaron rumores de que Robin saldría de su escondite en la gran cueva para venir al sur y pasar las fiestas con nosotros en la casa de Thangbrand. Yo tenía ganas de ver de nuevo a mi señor —parecía que habían pasado siglos desde nuestra aventura en La Peregrinación a Jerusalén—, y tal vez de impresionarle con mis composiciones musicales.

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