Robin Hood, el proscrito (16 page)

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Authors: Angus Donald

Tags: #Aventuras, #Histórico

BOOK: Robin Hood, el proscrito
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Irrumpieron a caballo al amanecer y empezaron matar a diestro y siniestro; los jinetes enfundados en sus mallas de acero gris atravesaban con sus armas a hombres mujeres y niños sin distinción; ataron sogas a las chozas tiraron de ellas hasta derribarlas; y prendieron fuego todo lo que no pudieron tirar al suelo. Los hombres lucharon con rastrillos y palas contra espadas y mazas, y murieron. Muchos corrieron al bosque a esconderse. Me vino a la memoria la imagen de Thornings Cross, asaltada por los Peverils. ¿Qué diferencia había en realidad, me pregunté, entre los soldados del sheriff y un clan de bandoleros?

Apreté la empuñadura de mi puñal español.

—Tengo que ir allí —dije, con la cara muy pálida. Pero Tuck detuvo mi brazo.

—El pueblo ha desaparecido, Alan. Allí no queda nada, sólo cenizas y dolor. Tu madre está con Dios, ahora.

La enterré yo mismo y pronuncié las palabras santas sobre su cuerpo. Descansa con los ángeles.

—Si yo hubiera estado allí…

Tuck pasó un brazo fornido sobre mis hombros.

—Si hubieras estado allí, estarías muerto. No, Alan. Dios tiene otros planes para ti. Tu lugar se encuentra junto a nosotros.

Traía más noticias, pero las escuché envuelto en una neblina de dolor, como si soñara despierto y entendiera sólo a ratos sus palabras. Robin había causado estragos en Barnsdale, explicó Tuck, y se había llevado gran cantidad de ganado vacuno y ovejas de los terratenientes del Yorkshire. Sir Roger de Doncaster le había perseguido, y había estado a punto de acorralarlo en dos ocasiones. Al final, Robin consiguió reunirse con sus hombres, y volviéndose contra su perseguidor lo derrotó en una batalla. Little John había resultado herido, pero no de gravedad. Sir Roger a duras penas había podido escapar con vida. El relato de Tuck me animó un poco, a pesar del agudo dolor que sentía por la muerte de mi madre.

—¿Qué noticias hay de Marian? —le pregunté con timidez.

Tuck me dirigió una mirada extraña.

—La prometida de Robin, la condesa de Locksley —dijo en tono solemne—, se encuentra en Winchester junto a la reina Leonor, y es muy poco probable que se mueva de allí durante bastante tiempo.

Acto seguido, cambió de tema.

La reina, según pude averiguar, estaba prácticamente prisionera en Winchester, unas ciento cincuenta millas al sur. Enrique, su marido y rey nuestro por la gracia de Dios, no se fiaba de ella porque había apoyado al hijo de ambos, el duque Ricardo, en sus guerras en Francia contra el rey; y a pesar de que mantenía su séquito real, que incluía a damas de compañía como la encantadora Marian, y todas las prerrogativas anejas a su rango, ella y sus damas se encontraban bajo la rigurosa vigilancia del condestable de Winchester, un bastardo del rey Esteban llamado sir Ralph FitzStephen.

Las posibilidades de que viera de nuevo alguna vez a Marian eran muy remotas. Reprimí el agudo sentimiento de decepción que me invadió y procuré prestar atención a las noticias que traía Tuck del norte.

—Casi ha reunido ya a todos los hombres necesarios —proseguía el fraile—. Están alojados en el interior o en las cercanías de una serie de grandes cuevas hacia el norte de Sherwood; un lugar perfectamente oculto y con espacio suficiente para albergar a un pequeño ejército. Es posible que dentro de seis meses ese pequeño ejército sea una realidad…

No obstante, me fue imposible concentrarme en las noticias de Robin; el rostro de mi madre, marcado por las arrugas de toda una vida de trabajo brutal y de duelos privados, me vino a la mente e hizo que las lágrimas corrieran por mis mejillas.

♦ ♦ ♦

Tuck no se quedó mucho tiempo en la granja de Thangbrand. Dejó allí a los andrajosos reclutas para su instrucción y se llevó el cofre que guardaba la cuota de Robin, más pesado después de un verano de desplumar a los viajeros que cruzaban Sherwood. Luego partió, acompañado por una docena de los hombres de armas más competentes, unos montados y otros a pie cargados con varas de tejo para arcos. Le di las gracias por haberme traído la noticia de la muerte de mi madre, y le dije que ahora tenía una doble razón para desear vengarme de sir Ralph Murdac: las muertes, tanto de mi madre como de mi padre.

—La venganza sólo es para los locos. Cristo nos enseña el perdón. —Debí de poner cara de sorpresa, porque Tuck añadió—: Recuerda siempre que Dios tiene un plan, hijo mío. Nosotros los pecadores no podemos saber cuál es, pero El sí lo sabe.

Entonces me dio un gran abrazo, y cuando enterré mi cara en su áspero hábito de fraile, con su olor terrenal a sudor y humo de leña, recordé que sir Richard había empleado las mismas palabras. Luego Tuck me bendijo y se fue con su plata y sus soldados a las profundidades de Sherwood.

Con su marcha, la escuela de caballería de la casa de Thangbrand quedó muy mermada de reclutas y Guy, que ya había demostrado su pericia con el estafermo, fue incluido en sus filas. Yo seguí entrenándome como infante con Thangbrand pero ahora, gracias a la ayuda de sir Richard, exhibía ante los nuevos reclutas los movimientos con la espada que él me había enseñado. Bernard estaba impresionado por mis progresos con la música; tenía un buen oído natural, destacó, y ahora componía cada vez con mayor confianza: lo cierto es que unas estrofas que compuse entonces sobre la trilla del maíz y la paja aventada, aún se siguen cantando hoy en día. El otro día oí que las cantaban los campesinos del pueblo, mientras trabajaban; la letra ha cambiado ligeramente, pero la sencilla melodía que compuse sigue siendo la misma. Cuando pregunté a uno de ellos por la canción, me dijo que era tradicional.

Eso me hizo sonreír, porque recordé el irónico comentario de Bernard: «No sé por qué desperdicias tu tiempo e cabiendo canciones para campesinos mugrientos. La vida es amor, muchacho, y el amor es el único tema digno de un
trouvere
».

Pero yo no sabía nada del amor, excepto un vago anhelo de volver a ver a Marian. El deseo, en cambio, era algo que empezaba a experimentar con fuerza; lo sentía cada día que pasaba como una presión creciente en la ingle. Tuck me había advertido contra el pecado del onanismo; me volvería ciego si caía en él, amonestó. Los demás chicos de la casa de Thangbrand, Guy en particular, se burlaban de esa afirmación, pero yo quería y respetaba a Tuck, y en su honor me esforcé a conciencia en abstenerme.

Había una docena más o menos de mujeres en la casa de Thangbrand: la gorda Freya, cómo no, y las esposas e hijas de los soldados. También la pequeña rubia Godifa, si se la podía incluir entre las mujeres. Por supuesto, estaba Cat, la espléndida Cat, con sus diecisiete años, su piel cremosa, sus pechos generosos, su cabello rojo y sus centelleantes ojos verdes. Además, era accesible. Cualquiera podía tenerla a cambio de un penique de plata. Había ocupado esporádicamente mis pensamientos desde la primera vez que la vi aparearse apoyada contra la pared con uno de los proscritos, la primera noche que pasé con la banda de Robin. Sabía que a veces se había acercado al patio de ejercicios para verme practicar la esgrima con sir Richard, pero nunca había reunido el valor suficiente para hablar con ella. Sin embargo, la deseaba, la deseaba casi continuamente, día y noche. Sobre todo de noche. Cuando no podía controlarme más tiempo, bajo las mantas y en medio de los ronquidos de mis compañeros de la sala, era ella quien se me aparecía en mis sueños, desnuda y tentadora. El problema, desde mi punto de vista, era que no tenía ni siquiera un penique, ni nada de valor que pudiera darle a cambio de sus favores. Sin embargo, sí que sabía dónde podía conseguirlo.

En la misma medida que los encantos lúbricos de Cat, también el gran rubí que había visto en el dormitorio de Thangbrand y Freya había ocupado parte de mis pensamientos. Aunque la ferocidad de Thangbrand me había aterrorizado, con el paso del tiempo mi curiosidad por el contenido de la caja de metal enterrada debajo del suelo fue creciendo. ¿Qué había allí, además de la gran joya? Decidí averiguarlo.

Mi oportunidad se presentó muy pronto. El invierno llamaba ya a la puerta de Thangbrand, y con él, el día de la matanza. En ese día se mataba a todos los cerdos de la granja —había más o menos media docena— engordados en el bosque a lo largo del otoño, y se troceaba y salaba la carne para conservarla durante el invierno. No disponíamos de alimento suficiente para mantenerlos durante los meses fríos, de modo que si los dejábamos con vida perderían peso hasta quedarse en la piel y los huesos, o incluso morirían antes de la llegada de la primavera. Así pues, los matábamos.

El día de la matanza era una especie de fiesta en la casa de Thangbrand. Había mucho trabajo por repartir: sacarlos de las pocilgas, matarlos, escaldar la piel para eliminar las cerdas, trocear los cuerpos, salar la carne y guardarla en barriles. Pero era también una fiesta porque buena parte de la carne no se podía salar y se comía en distintas formas. Se fabricaban salchichas embutiéndolas en la piel de los intestinos, después de limpiarla concienzudamente; las cabezas se hervían en grandes tinas para hacer gelatina; el aire se perfumaba con el aroma delicioso del cerdo asado cuando las sobras y las partes del cuerpo que no valía la pena poner en salazón se guisaban y se consumían de inmediato. Más o menos todo el mundo participaba en aquel trabajo, bajo la supervisión de Frey Thangbrand. Así que yo me escabullí en el momento de mayor trajín, con la excusa de que tenía que hacer un encargo para Bernard, que por supuesto no tenía el meno interés en degollar o desmembrar un puerco en compañía de todos nosotros, cuando podía contar con su propio barril de vino y su amada viola sin moverse de casa. Bernar aseguraba que los chillidos de los puercos herían sus oídos sensibles a la música.

Con todo el mundo repartido entre las pocilgas, el patio de la matanza y las cocinas, instaladas en un edificio separado por el peligro de incendio, me deslicé sin se visto en el interior de la casa y me dirigí de puntillas a la habitación de Freya y Thangbrand. Mi corazón temblaba como un pájaro atrapado, aunque sabía que las probabilidades de que alguien me sorprendiera eran mínimas, y mi boca estaba seca. Esa era una sensación que conocía bien de mis tiempos de ladrón en Nottingham; y me gustaba Tenía una excusa preparada: Bernard había prestado un peine a Freya, diría, y me había pedido que se lo devolviera.

La puerta del dormitorio crujió de una forma horrorosa al abrirla. Llamé a Freya diciéndole que sólo era yo, aunque sabía muy bien que estaba metida hasta los codos en sangre de cerdo en el patio de la matanza, y entré. Aun que en el exterior era pleno día, apenas podía ver nada en la penumbra del dormitorio. No había ventanas, y la única iluminación procedía de los rayos de luz que se filtraban a través de las estrechas rendijas de la pared de troncos y argamasa y por debajo del alero del techo. Apenas había muebles en la habitación: una enorme cama doble con dosel, un baúl ropero, una mesa y dos sillas. Fui directamente al rincón en el que había visto a Freya arrodillada pocas semanas antes, y palpé con las manos el suelo de tierra en el que calculaba que estaba enterrado el cofre. No encontré nada más que tierra suelta bajo mis dedos, probé a un lado y a otro con las puntas de los dedos, cubriendo un área cada vez mayor: nada. No conseguía entenderlo; ¿habían cambiado el escondite de sitio? Era muy posible, porque Thangbrand sabía que yo lo había visto. Entonces oí acercarse a alguien, unos pasos al otro lado de la puerta y un crujido…, y cegado por el pánico, olvidando mi historia del peine, me escurrí debajo de la cama y me acurruqué en el extremo situado junto a la pared. Me vinieron a la mente la visión de Ralph, el violador que había sido azotado y castrado, la del delator al que cortaron la lengua delante de la iglesia y la de sir John Peveril. Si me sorprendían robando…, no quise pensar en lo que podía ocurrirme.

Desde debajo de la cama pude ver las botas de dos hombres. La puerta crujió al cerrarse. Luego un hombre se arrodilló a los pies de la cama. Yo dejé de respirar. Pensé que mis pulmones iban a estallar de terror. Era Hugh; pude reconocer su figura alargada y flaca, y, Dios misericordioso, vi que estaba de espaldas a mí, tirando de algo que había en el suelo. A través del puro terror que me atenazaba y de mis temblores, se filtró claramente un pensamiento:
¡no
habían cambiado el escondite de sitio! Hugh sacó algo de debajo del suelo: parecía una bolsa pequeña. Hubo un tintineo metálico cuando la pasó al otro hombre.

—Entonces, estamos de acuerdo —dijo Hugh—. Dile tu amo que tenga cuidado. Dile que no hable con nadie de esto. Dile…

El otro hombre le interrumpió impaciente:

—Conoce el asunto mejor que tú…

Hubo un silencio embarazoso que duró unos instantes, y luego las botas se movieron, la puerta crujió y se marcharon.

Solté el aliento reprimido en un largo resoplido tembloroso, pero seguí acurrucado debajo de la cama todavía un rato, asimilando lo que había oído. Hugh había esta do pagando a uno de sus espías: eso estaba claro. Aquello hombres sombríos se presentaban en la casa de Thangbrand a cualquier hora del día o de la noche; sólo hablaban con Hugh; comían, descansaban unas horas y desaparecían de nuevo. Pero había algo en el diálogo que había escuchado que me sorprendió un poco. ¿Quién era el amo del espía, si no era Hugh? No pude imaginarlo, y mientras aguardaba a que se calmaran los latidos de mi corazón disparado, aparté la cuestión de mi mente. Luego salí de debajo de la cama y me arrodillé junto a la parcela de suelo de tierra de la que había sacado Hugh su bolsa del dinero. En la penumbra del dormitorio, apenas era posible ver nada parecido a un escondite. Mi pánico empezaba desbordarse, y quería con desesperación verme fuera de aquella habitación. Pasé frenéticamente mis dedos por la superficie del suelo, sin notar otra cosa que la tierra dura. De pronto sentí un estallido reprimido de júbilo, cuando mis dedos rozaron una forma fría y dura, circular, entrada bajo la arena suelta. Era un círculo metálico empotrado en el suelo; pasé las puntas de los dedos por debajo del borde, y tiré hacia arriba.

Era una trampilla que daba acceso a una pequeña cueva del tesoro. En el interior del escondite había una caja metálica. La saqué y la arrastré hasta un lugar mejor iluminado por una rendija en la argamasa. Me quedé boquiabierto. Contenía cosas que nunca antes había visto: grandes bolsas llenas de monedas, pequeños broches con joyas, copas de plata finamente labradas, crucifijos de oro con piedras preciosas incrustadas, un collar de grandes perlas luminosas y muchas, muchas piedras preciosas, desde esmeraldas del tamaño de un guisante hasta el espléndido rubí que yo había visto en las manos de Freya, una gota de sangre cristalizada del tamaño de un huevo de gorrión. La mandíbula casi se me desencajó. Había más riquezas de las que yo había creído que existían en el mundo, lo suficiente para comprar un condado entero. Sin poder contenerme deslicé el rubí en mi bolsa, además de un montón de peniques de plata que estaban sueltos en el fondo del cofre. Era una locura, pura locura suicida. Había visto a Freya relamerse delante de aquel rubí; era sencillamente imposible que no lo echara de menos inmediatamente. En el momento mismo en que descubriera el robo, todos seríamos registrados, el rubí aparecería y yo sería castigado de forma brutal, probablemente con la muerte.

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