Robin Hood, el proscrito (31 page)

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Authors: Angus Donald

Tags: #Aventuras, #Histórico

BOOK: Robin Hood, el proscrito
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—Permitidme que os presente a Godifa —continuó Marian, en francés—, una huérfana de una buena familia del Nottinghamshire, que está bajo mi protección, y a Alan Dale, un inglés honrado y el juglar personal de Bernard de Sezanne.

Aquello era nuevo para mí. Nunca en mil años habría soñado con que me llamaran honrado, pero me sentí orgulloso de que me calificaran de juglar, que era un actor profesional, un hombre que solía combinar el canto de composiciones de otras personas con el baile, los juegos malabares e incluso el relato de historias divertidas. Su rango era menor que el de un
trouvere
, porque éste creaba, componía su propia música. Pero ser el juglar personal de Bernard sonaba mucho mejor que el chico de los recados y el proveedor de botellas de vino que en realidad era. Me erguí un poco más y luego me incliné en una reverencia profunda delante de Leonor, que me miraba con una ligera sonrisa.

—Ahora ven aquí, niña —dijo la reina a Marian—, y cuéntame tus aventuras en esa selva feroz. Dentro de un rato Monsieur de Sezanne nos recreará con su renombrada música.

Sonrió a Bernard y él se inclinó otra vez. Luego ella tomó de nuevo asiento, y Marian arrimó un taburete al sitial. Muy pronto las dos mujeres se enredaron en una animada conversación y, al parecer, se olvidaron de nosotros.

♦ ♦ ♦

Recorrí con la mirada aquella reunión de damas y caballeros elegantes, que charlaban y flirteaban alegremente entre ellos, y nos ignoraban. Bernard tomó de mis manos la viola, murmurando algo acerca de afinar las cuerdas. Se alejó a un rincón y se puso a manipular las llaves colocadas en el mango del instrumento. Goody, completamente olvidada de sí misma, se sentó en el suelo junto a las rodillas de Marian, para escuchar la conversación entre la reina y su protegida. Yo me quedé solo, sin la menor idea de lo que debía hacer. Pasó un criado con una bandeja de hidromiel caliente y yo tomé una copa y escondí el rostro detrás de aquel líquido rojo y especiado, tomando pequeños sorbos mientras observaba a los allí reunidos.

Los hombres vestían una desconcertante variedad de estilos de ropa, desde los hábitos oscuros de los clérigos hasta las sedas brillantes de los cortesanos, pasando por la cota de malla de algún que otro caballero. A pesar de mi elegante túnica verde nueva, me sentí fuera de lugar. Sentía un pánico irreprimible al pensar que alguna de aquellas damas tan finas o de aquellos caballeros elegantes pudieran verme como lo que realmente era, un ratero palurdo de Nottingham, y que todos me señalaran entre risas hasta que alguien se me llevara de aquel lugar y me ahorcaran por impostor.

Uno de los guerreros del grupo de invitados, un hombre robusto con una barba negra y poblada, llevaba un atuendo especialmente severo; iba enfundado en malla de acero de la cabeza a los pies y revestido con una sobreveste blanca en cuyo pecho lucía una gran cruz roja. Hablaba con otros dos hombres, ambos vestidos con idénticas lujosas sobrevestes escarlata y oro. Cuando miré al caballero de blanco, debió de notar mi mirada porque se apartó de los dos hombres y se dirigió hacia mí. Para mi sorpresa, su frondosa barba negra se despejó en una gran sonrisa.

—¡Alan! ¡Por la Cruz de Cristo, es el mismísimo Alan Dale! —exclamó y abrió los brazos para darme un abrazo de bienvenida.

Era sir Richard at Lea, al que había visto por última vez en la casa de Thangbrand, y al encontrarlo entre aquellos elegantes desconocidos me sentí tan encantado como sorprendido.

—¿De dónde sales? —me preguntó, mientras me abrazaba—. ¡No me digas que te han perdonado!

Enrojecí.

—Acompaño a la condesa de Locksley —dije en tono esquivo, y sir Richard miró hacia Marian, que seguía enfrascada en una animada conversación con la reina.

—Ya veo —asintió con un gesto—. Todavía estás con Robin, ¿verdad?

Se lo confirmé con un tartamudeo, y él me sonrió y me dijo:

—Deja que te eche una mirada. Me parece que nunca te había visto con ropa limpia. —Me palmeó los hombros y los brazos, y añadió—: Has ganado musculatura; ¿todavía practicas con la espada? —Yo asentí de nuevo—. Bien hecho, tienes talento en ese campo. Déjame presentarte a unos amigos, buenos luchadores también. —Entonces me llevó frente a los dos hombres vestidos de escarlata y oro—. Este es sir Robert de Thurnham, y su hermano sir Stephen; estoy intentando convencerles de que tomen la cruz y acompañen al rey en la gran peregrinación del año que viene. Necesitaremos a muchos y buenos guerreros cristianos para reconquistar Jerusalén a los infieles, como lo ordena Su Santidad el Papa. ¿Tal vez pueda convencerte a ti también? ¿Ofrecerte la salvación segura de tu alma inmortal?

Me miró a la cara, y la sinceridad resplandecía en sus brillantes ojos castaños. No obstante, negué con la cabeza.

—He jurado lealtad a Robin —aclaré.

También me sentí un poco avergonzado. Sería algo maravilloso luchar por Cristo, limpiar mi alma de sus muchos pecados guerreando contra los diablos musulmanes. Sir Richard se volvió a los otros dos hombres, que parecían un tanto sorprendidos al oír la oferta que me hacía.

—El joven Alan aquí presente es un espadachín muy decente: sería un magnífico camarada para nosotros. Lo sé porque… yo mismo lo entrené.

Los hermanos parecieron impresionados; estaba claro que conocían la excepcional destreza de sir Richard en el campo de batalla. Mi amigo de la gran barba vio entonces el puñal que colgaba de mi cintura.

—¿Has aprendido a usarlo ya? —preguntó, señalando el arma.

—En realidad no, pero ya me ha salvado la vida dos veces —contesté, sin mencionar que en las dos ocasiones quien había asestado el puñal era una niña pequeña.

—¡Ya te lo dije! —asintió sir Richard—. ¿Qué te parece un poco de práctica? Te enseñaré algunos movimientos. Puede que incluso te convenza para que te vengas a Oriente. ¿Mañana al amanecer en el patio?

—Será un honor —le sonreí—, aunque dudo que me mantenga en pie mucho rato.

Sir Richard se limitó a resoplar.

—Tonterías. Probablemente me harás rodar por el polvo; en fin, si te acuerdas de cómo has de mover los pies.

Y allí estábamos los dos sonrientes como idiotas, cuando sir Robert de Thurnham soltó una tosecita y dijo:

—Si me disculpáis el atrevimiento, señor, ¿a quién habéis dicho que servís?

Me vi en un apuro. Nunca había sido declarado oficialmente proscrito; no se había puesto precio a mi cabeza, según las noticias que tenía de las autoridades que podían haberlo hecho. Sin embargo, no había duda de que Robin estaba fuera de la ley, y por asociación también lo estaban quienes le servían. Pero ¿qué pasaría en esta parte del sur del país? Me encontraba bajo la protección de la condesa de Locksley, pupila de la reina Leonor; y por consiguiente, a salvo. De modo que alcé la barbilla y miré a los ojos a Thurnham.

—Sirvo a Robert Odo de Edwinstowe —solté.

Su hermano Stephen tragó saliva.

—¿Os referís a Robin Hood, el famoso proscrito? —exclamó sorprendido.

Sir Richard se echó a reír.

—Guárdate esa noticia debajo del casco, Stephen, si no te importa. Y tú, joven Alan, será mejor que te la guardes también para ti solo. —Sonrió a los dos hermanos—: Alan es un buen amigo mío. Nos conocimos cuando Robin me capturó el año pasado; ese sapo escurridizo de Murdac se negó a pagar mi rescate, pero Robin se comportó como un caballero en todo el asunto. ¿Cómo está ese viejo barbián de Thangbrand? —dijo, volviendo a mí su mirada sonriente.

—Ha muerto, señor —dije. Sir Richard frunció el entrecejo, y yo bajé la mirada al suelo, abrumado de pronto por las imágenes de la granja en llamas y la nieve empapada de sangre.

Robert de Thurnham dio un paso hacia mí.

—No son pocos los caballeros que han pasado algún tiempo al margen de la ley, y son sin embargo hombres honrados de corazón —dijo—. Pero decidme, se cuenta que Robin Hood está poniendo en pie un ejército, allá arriba en Sherwood; ¿en cuánto estimáis su fuerza de combate efectiva?

Yo me alegré de que la conversación se desviara de Thangbrand, y me halagó que aquel caballero me pidiera mi opinión sobre un tema militar, pero me sentí incómodo al tener que discutir los asuntos de Robin con un extraño. No obstante, sir Richard respondió por mí.

—Es condenadamente buena, si hemos de juzgar por la escaramuza a la que asistí: Robin sabe cómo utilizar a los arqueros en combinación con la caballería. Pocos generales saben hacerlo. He de decir que se trataba de una fuerza muy eficiente, compuesta por siervos y proscritos desde luego, pero condenadamente buena.

Stephen dio un respingo.

—Seguramente unos simples bandidos… —empezó a decir, cuando fue interrumpido por el toque de clarín de un heraldo.

Todos nos volvimos y vi a Bernard adelantarse hasta el centro de la sala, empuñando su viola con una mano.

Nunca he oído a Bernard interpretar tan bien como lo hizo aquella noche delante de la reina. La simplicidad de las notas y la pureza de su voz me hicieron recordar su actuación la primera vez que le vi en la granja de Thangbrand. Empezó con una
cansó
, una canción de amor en lengua de oc, de la que por supuesto no comprendí nada en absoluto. Pero a pesar de todo me pareció hermosa: el manejo de la viola fue de una precisión absoluta, y el fraseo de la voz, exquisito. Sentí un nudo en la garganta y me juré allí y entonces aprender aquella espléndida lengua líquida para poder algún día crear una música de tal esplendor. La reina Leonor, doy fe, tenía lágrimas en los ojos.

Interpretó varias canciones más, algunas en francés que arrancaron aplausos de las filas de damas y caballeros allí reunidos, e incluso una en inglés, acogida con más frialdad porque todavía se la consideraba una lengua inculta, inadecuada para una sociedad refinada. Sir Richard aplaudió a rabiar, pero es que él era inglés hasta la médula. Cuando Bernard acabó, la reina le tendió una bolsa de oro, calificó su música de sublime y le invitó a reunirse con ella y sus damas al día siguiente en los jardines.

Mi maestro de música caminaba por las nubes. Más tarde, con una sonrisa de oreja a oreja en su cara resplandeciente, me dijo:

—He triunfado, Alan…, no más cavernas míseras, no más proscritos zafios. —Dio unos pasos de baile por el dormitorio que compartíamos—. La reina, así viva mil años, ama mi música, y yo he triunfado. Nunca volveré a las selvas húmedas y llevaré una vida de príncipe, de
trouvere
de la realeza.

Siguió y siguió hablando en el mismo estilo. Lo más raro era que, aunque había bebido una o dos copas de vino, no estaba borracho. Se sentó muy tieso en la gran cama que compartíamos —era, dicho sea de paso, la mejor cama, con diferencia, en la que haya dormido nunca, con un cabezal de plumas, sábanas finas de hilo y almohadas rellenas de plumón—, y resplandecía de felicidad. Yo estaba agotado y, mientras él repetía en voz alta cada una de las notas de las canciones y me señalaba los momentos de mayor brillo de su genio musical, me hundí en un delicioso y profundo sueño sin pesadillas.

♦ ♦ ♦

Estuvimos confortablemente instalados en el castillo las semanas siguientes. Mientras la primavera daba paso a un verano temprano, yo practicaba con espada y daga junto a sir Richard en el patio del castillo todos los días al amanecer, y así llegué a ser, si no el guerrero más temible de la cristiandad, sí al menos bastante experto en el uso de ambas armas. En una memorable ocasión, conseguí incluso hacer rodar por el polvo a sir Richard, trabándole las piernas por detrás cuando estábamos pecho con pecho, y con espadas y puñales bloqueados. Para mi mayor alegría, y suplico a Dios que me perdone si peco de orgullo, Robert de Thurnham nos estaba observando cuando conseguí aquella proeza. Me felicitó y me dijo que si en alguna ocasión quería empleo como mesnadero, estaría encantado de tenerme a su servicio.

Me gustaba sir Robert, pero llegó a hartarme un poco; aunque procedía de Kent, nuestras conversaciones iban a parar demasiado a menudo al tema del ejército de Robin en el Nottinghamshire: ¿con cuántos hombres contaba? ¿Cuál era la proporción de caballería? ¿Cuántos arqueros? Y así sucesivamente. Yo esquivaba sus preguntas lo mejor que podía, alegando ignorancia, y he de decir en su favor que después de algún tiempo pareció darse cuenta de lo incómodo que me hacían sentir sus preguntas.

—Alan, no deseo que traiciones la confianza de nadie —me dijo un día—; créeme si te digo que no tengo mala voluntad a tu señor. Puede que sepas que he tomado la cruz y que una buena compañía de arqueros como la que manda Robert Odo puede ser indispensable en Tierra Santa frente a los feroces arqueros montados de Saladino. No obstante, le ruego que me digas que me ocupe de mis asuntos si te incomoda hablar de esos temas.

Bernard era feliz como nunca le había visto. Veía a la reina casi diariamente, e interpretaba música en el jardín perfumado situado en la parte trasera del castillo para sus damas, incluida Marian. Allí, además de oír música, el séquito de Leonor jugaba a juegos infantiles, como la gallina ciega, en el que alguien con los ojos tapados por un pañuelo intentaba atrapar a los jóvenes caballeros y las damiselas guiándose por el sonido de sus voces. Bernard pronto tuvo varios enredos amorosos con damas de la reina, y con frecuencia yo despertaba en mitad de la noche y veía que había desertado de nuestra cama compartida. Al día siguiente él aparecía cansado pero satisfecho de sí mismo. También asistí a aquellos juegos de jardín en varias ocasiones, invitado por Bernard, y a veces lo acompañé tocando mi flauta de marfil dorado, con grandes aplausos por parte de las mujeres. Sin embargo, encontré un tanto aburrida la compañía diaria de aquellas damas perfumadas y a menudo me escapé para hablar de temas más viriles, militares sobre todo, con los guardias gascones, que también me enseñaron a hablar la lengua de oc. Años más tarde, cuando canté canciones mías en aquella hermosa y sonora lengua sureña, adquirí fama por el lenguaje atrevido, terrenal, de mis canciones de amor; y es que sin darme cuenta utilizaba expresiones malsonantes aprendidas de los gascones. Cosa extraña, la cruda jerga de la soldadesca que yo reproducía sin advertirlo fue aplaudida como un lenguaje nuevo y original que venía a renovar un estilo de música manido, trufado de convenciones y de clichés.

Marian se había lanzado a la empresa de «domar», como ella decía, a Goody, con una determinación absoluta. A mi pequeña amiga la estaban enseñando a hilar la lana, una tarea inacabable que parecía ocupar todo su tiempo cuando no tenía las manos ocupadas en otra cosa a bordar, a cantar (aunque Bernard ya le había enseñado de forma bastante completa los rudimentos de ese arte en la granja de Thangbrand); a comportarse con recato a caminar con gracia; a servir el vino de forma elegante y a otras mil menudencias necesarias para que una muchacha de clase elevada consiguiera un marido noble. En ocasiones se rebelaba, se escapaba a escondidas del castillo vagabundeaba por la ciudad con una cuadrilla de chiquillos andrajosos de Winchester, haciendo travesuras, peleándose con otros golfos, y regresaba con un rasgón en la falda y la cara sucia y arañada, a recibir la reprimenda de sus amas. La vi poco durante aquella época, pero veía que era feliz; y me di cuenta de que también yo lo era.

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