Rey de las ratas (51 page)

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Authors: James Clavell

BOOK: Rey de las ratas
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—Sosténgalo, general.

—Sólo otra vez, general.

Marlowe se vio empujado hacia delante y le pidieron que se inclinara sobre la radio como si diera explicaciones al general.

—Así no, que veamos su cara. Deje que se vean sus huesos, Sam. Así está mejor.

Aquella noche el último y mayor de los temores se abatió sobre Changi: temor al mañana.

Todos sabían en Changi que la guerra «había» terminado, y que debían enfrentarse con el futuro. Un futuro que estaba fuera de Changi.

Los hombres de Changi se refugieron en sí mismos. No había otro lugar donde ir. Ningún otro lugar donde ocultarse. Ningún otro lugar fuera de ellos mismos, donde reinaba el terror.

Al fin llegó la flota aliada a Singapur. Más forasteros convirgieron en Changi. Fue entonces cuando empezaron las preguntas.

—¿Nombre, rango, número de identidad, unidad?

—¿Dónde combatió usted?

—¿Quién murió a su lado?

—¿Qué atrocidades presenció?

—¿Cuántas veces han sido golpeados?

—¿A quién vio que mataran a golpes de bayoneta?

—¿Ninguno? ¡Imposible! Piense, hombre. Use su cabeza. Recuerde.

—¿Cuántos murieron en el barco? ¿Tres, cuatro, cinco? ¿Quién estaba allí?

—¿Cuántos murieron de su unidad?

—¿Diez? Bueno, esto ya está mejor. Ahora explique cómo murieron. Sí, relate los detalles.

—¡Ah! ¿Los vio usted morir a golpes de bayoneta?

—¿Cuánta comida conseguían? ¿Y anestésicos? Lo siento, naturalmente. Lo olvidé.

—¿Hubo cólera?

—Sí, ya sé cuántos murieron en el campo número tres. ¿Qué saben del número catorce? El de la frontera Burma-Siam. Allí murieron miles, ¿verdad?

Con las preguntas, los forasteros trajeron sus propias opiniones. Los habitantes de Changi los oían susurrarse al oído:

—¿Vio a aquel hombre? Es intolerable. Camina desnudo en público.

—¡Mire allí! Aquél evacúa delante de todos. ¡No usa papel! Sólo agua y sus manos. ¡Dios mío! ¡Lo hacen todos!

—Mire esa cama tan asquerosa. Está plagada de chinches.

—¡A qué degradación han llegado estos pobres cerdos! ¡Peor que animales!

—Esto parece un manicomio. Desde luego, es culpa de los japoneses. No importa, valdría más recluirlos a todos. Parecen desconocer lo que está bien y lo que está mal.

—Mire cómo recogen aquella asquerosidad. Les dan pan y patatas y prefieren arroz.

—Tengo que regresar al barco. No puedo esperar a que vengan los otros. Lo siento. Es una oportunidad única en la vida; nunca más volveré a verlo.

—Aquellas enfermeras se arriesgan demasiado caminando por ahí.

—No corren ningún peligro. Son muchas las que vienen sólo a dar un vistazo. ¡Cuernos, aquélla es fantástica!

—Sí, pero observe cómo las miran los prisioneros.

Con las preguntas y opiniones, también trajeron respuestas.

—¿Teniente aviador Marlowe? Sí, hemos tenido una respuesta cablegráfica del Almirantazgo. El capitán de navío Marlowe... bueno... su padre murió en la ruta de Murmansk, el 10 de setiembre de 1943. Lo siento. Otro.

—¿Capitán Spence? Sí. Tenemos un montón de correspondencia para usted. Puede recogerla en la guardería. Ah, sí. Su... esposa e hijo murieron en Londres a consecuencia de un bombardeo aéreo. Ocurrió en enero de este año. Fue una «V2». ¡Terrible! Otro.

—¿Teniente coronel Jones? Sí, señor, Se irá en el primer convoy de mañana. Todos los oficiales mayores se van. Buen viaje. Otro.

—¿Comandante McCoy? Usted preguntaba por su esposa e hijo. Veamos, iban a bordo del
Empress of Shrospshire
, ¿no? El buque que partió de Singapur el 9 de febrero de 1942. Lo siento. No se tienen noticias, excepto que se hundió en alguna parte al otro lado de Borneo. Hay rumores de que hubieron supervivientes, pero nadie lo sabe con certeza. Tendrá que ser paciente. Sabemos que hay campos por todas partes..., las Célebes, Borneo. Tendrá que ser paciente. Otro.

—¿Coronel Smedly-Taylor? Lo siento. Malas noticias, señor. Su esposa murió en un raid aéreo. De eso hace dos años. Su hijo más joven fue jefe de Escuadrón. Se le dio por desaparecido sobre Alemania en 1944. Su hijo John se encuentra actualmente en Berlín con las fuerzas de ocupación. Aquí tiene su dirección. Es teniente coronel. Otro.

—¿Coronel Larkin? Los australianos reciben noticias en otro lugar. Otro.

—¿Capitán Grey? Lo suyo es algo difícil. Vea. Se le dio por desaparecido en 1942. Temo que su esposa ha vuelto a casarse. Ella... bueno... aquí está su dirección actual. No lo sé, señor. Tendrá que preguntar en la oficina general de abogados. Temo que las leyes no son mi fuerte.

—Capitán Ewart. ¿Del regimiento malayo, verdad? Me complace anunciarle que su esposa y sus tres hijos viven y están bien en el campo Cha Song, en Singapur. Sí, tenemos transporte para usted esta tarde. ¿Cómo dice? No lo sé. La nota dice tres, y no dos hijos. Quizá se trate de un error. Otro.

Por entonces permitían que fueran más hombres a la playa. No obstante, en el exterior reinaba aún el temor y ellos preferían volver al campo. Sean fue un día a nadar. Caminó junto a los otros, llevando en su mano un paquete. Una vez en la playa quiso ocultarse, pero se rieron de él porque no sabía quitarse la ropa como los demás y le gritaron:

—Lirio.

—Sodomita.

—Bruja podrida.

Sean se alejó de ellos y de los improperios, hasta que encontró un lugar reservado. Se quitó sus pantalones cortos y la camisa, y se vistió su ropa interior de mujer. También se puso las medias, se peinó y se maquilló. Lo hizo con mucho cuidado. Cuando se levantó era «una» joven confiada y feliz. Se calzó los zapatos de tacón alto y se encaminó al mar.

Éste le dio la bienvenida y devoró sus vestidos y su cuerpo.

Un comandante apareció en el barracón de Marlowe. Su uniforme se veía plagado de pasadores, pese a su juventud. Entró en la estancia deseoso de contemplar las obscenidades que yacían en sus literas o se cambiaban dispuestos a tomar una ducha. Sus ojos se fijaron en Marlowe.

—¿Qué demonios mira usted? —chilló Peter.

—¡No me hable así! Soy comandante y...

—¡Maldito lo que me importa que usted sea Alejandro Magno! ¡Fuera de aquí!

—¡Firmes! ¡Le voy a formar consejo de guerra! —gritó el comandante, con los ojos saliéndosele de las órbitas y sudoroso—. Tendría que darle vergüenza, estar de pie ahí con faldas...

—Es un
sarong.

—Son faldas. Está medio desnudo. Ustedes, los prisioneros, creen que pueden hacer lo que les dé la gana. Gracias a Dios no es así. Ahora aprenderán a respetar a...

Marlowe cogió su machete por el mango, se precipitó a la puerta y lo blandió delante del rostro del comandante.

—Vayase de aquí, o, por Júpiter, que le corto el cuello.

El comandante se evaporó.

—Tómeselo con calma —murmuró Phil—. Nos pondrá a todos en un compromiso.

—¿Por qué nos contemplan? ¿Por qué? ¡Maldita sea! ¿Por qué? —gritó Marlowe.

No hubo respuesta.

Un médico penetró en el barracón. Lucía una cruz roja en su brazo y entró presuroso, si bien quiso aparentar normalidad. Sonrió a Marlowe.

—No le haga caso —señaló al comandante que caminaba por el campo.

—¿Por qué demonios nos mira toda la gente?

—Fume un cigarrillo y cálmese.

El médico, aunque agradable y tranquilo, era un forastero..., consecuentemente, no era de fiar.

—Fume un cigarrillo y cálmese. Eso es cuanto ustedes, bastardos, saben decir —gritó Peter Marlowe—. Yo le he preguntado por qué nos miran todos.

El médico encendió un cigarrillo, se sentó en una de las camas y se arrepintió de haberlo hecho; sabía que todas estaban infectadas. Pero deseaba ayudar a Marlowe.

—Intentaré explicárselo —dijo suavemente—. Ustedes, todos ustedes, han sufrido lo insufrible, y han soportado lo insoportable. Caminan como si fueran esqueletos. Sus rostro sólo tienen ojos, y en ellos hay una mirada... —Se detuvo un momento, intentando encontrar la palabra precisa, para no herir a quienes necesitaban ayuda, cuidado y cariño—. No sé cómo describirla. Quizá sea furtiva. Pero no, ésa no es la palabra exacta. Tampoco es temor. No obstante, todos miran igual. Están vivos, y según todas las reglas debieran estar muertos. Ellos no comprenden cómo no están muertos o cómo «han» subsistido... Nosotros, los del exterior, les miramos porque resultan fascinantes.

—Igual que monstruos en una maldita función, supongo.

—Sí —dijo el médico con calma—. Eso sería un modo de decirlo, pero...

—Juro que mataré al próximo sodomita que me mire como si yo fuera un mono.

—Tenga —dijo el médico intentando tranquilizarle—. Tómese estas pastillas. Le calmarán.

Marlowe dio un manotazo a las pastillas y gritó:

—¡No las quiero! Deseo únicamente que me dejen solo. —Y se marchó.

El barracón norteamericano estaba desierto. Marlowe se tumbó en el lecho de Rey y lloró.

—Adiós, Peter —dijo Larkin.

—Adiós, coronel.


Adiós, Mac.

—Buena suerte muchacho.

—Nos escribiremos.

Larkin estrechó sus manos. Luego se fue a la puerta de Changi, donde esperaban camiones dispuestos para llevarse a los últimos australianos a los barcos. A la patria.

—¿Cuándo se va, Peter? —preguntó Mac, después que Larkin hubo desaparecido.

—Mañana. ¿Y usted?

—Ahora mismo. Pero me quedo en Singapur. No me embarcaré hasta que decida mi destino.

—¿Aún no ha recibido noticias?

—No. Puede que estén en algún lugar de las Indias. Si ella y Angus hubiesen muerto, lo sabría. —Mac levantó su saco y comprobó inconsciente que la célebre lata de sardinas seguía allí—. He oído decir que hay algunas mujeres en uno de los campos de Singapur que estuvieron en el
Shorpshire.
Quizás alguna sepa algo, o pueda darme una pista, si la encuentro. —Aunque envejecido y flaco parecía muy fuerte. Le tendió su mano—.
Salamat.


Salamat.

—Puki'mahlu.


Senderis
—contestó Peter Marlowe consciente de sus lágrimas pero no avergonzado de ellas. Tampoco Mac se avergonzaba de las suyas.

—Puede escribirme al apartado del Banco de Singapur, muchacho.

—Lo haré. Buena suerte, Mac.


Salamat.

Peter Marlowe se quedó en la carretera, contemplando a Mac que ascendía la colina. Ya en la cumbre, se detuvo y volvió a saludar. Marlowe levantó a su vez la mano. Mac se perdió entre la multitud, y él se quedó totalmente solo.

Por fin llegó el último amanecer en Changi, que también conoció la muerte de otro prisionero. Algunos oficiales del barracón dieciséis se habían marchado. Eran los más enfermos. Marlowe yacía medio dormido en su cama, debajo de la mosquitera. A su alrededor se levantaban los hombres, caminaban, o simplemente iban a las letrinas. Barstairs se sostenía sobre su cabeza, como cada mañana en sus prácticas del yoga. Phil Mint se hurgaba la nariz con una mano y espantaba las moscas con la otra. La primera partida de bridge ya había empezado. Myner hacía práctica en su teclado de madera. Y Thomas maldecía el retraso del desayuno.

—¿Qué opina usted, Peter? —preguntó Mike.

Marlowe abrió sus ojos y le observó.

—Que su aspecto es diferente.

Mike se frotó el labio superior con el dorso de la mano.

—Me siento desnudo. —Se volvió a mirar en el espejo. Luego se encogió de hombros—. Bueno, ya está fuera el bigote.

—¡Eh! El rancho está en marcha —gritó Spence.

—¿Qué es?

—Tostadas, mermelada, huevos revueltos, tocino, té.

Algunos hombres se quejaron de lo reducido de las raciones otros de la abundancia.

Marlowe tuvo suficiente con los huevos revueltos y el té. Mezcló los huevos con algo de arroz del día anterior, y se lo comió con gran fruición.

Miró a Drinkwater, que entraba en aquel momento.

—Hola Drinkwater. —Le detuvo—. ¿Dispone de un momento?

—¿Por qué? Claro.

Drinkwater se sorprendió de la repentina afabilidad de Marlowe. Pero mantuvo sus pálidos ojos azules bajos, temía que su odio hacia él se manifestara. «Aguántate, Theo —se dijo—. Lo has soportado durante meses. No lo dejes salir ahora. Sólo unas horas más y podrás olvidarte de él y de otros hombres desagradables. Lyles y Blodger no tenían derecho a tentarte. Ninguno. Bueno, consiguieron lo que merecían.»

—¿Recuerda usted la pata de conejo que robó?

Los ojos de Drinkwater relampaguearon.

—¿Qué..., qué está usted diciendo?

Al otro lado del pasillo, Phil dejó de rascarse.

—Vamos Drinkwater —dijo Marlowe—. Ya no me preocupa. ¿Por qué ha de preocuparme? La guerra ha terminado y hemos salido de ella. Pero usted recuerdo la pata de conejo, ¿verdad?

—No —dijo ceñudo—. No la recuerdo. —Si bien estuvo tentado de decir: «deliciosa, deliciosa».

—No era conejo, ¿sabe?

—Lo siento, Marlowe. No fui yo. Ni sé quien la cogió.

—Le diré lo que era —añadió Marlowe gozándose del momento—. Era carne de rata. Carne de rata.

Drinkwater rió.

—Es usted muy divertido —contestó sarcásticamente.

—¡Oh! Pero era rata. ¡Que si lo era! La cacé yo. Era grande y peluda y estaba llena de roña. Creo que padecía una enfermedad.

La barbilla de Drinkwater se estremeció, temblándole las mandíbulas.

Phil guiñó a Marlowe, y asintió alegremente.

—Eso es cierto, reverendo. Estaba llena de costras. Vi la piel de la pierna que Peter...

Drinkwater vomitó cuanto había en su estómago sobre su pulcro uniforme, se precipitó fuera y aún arrojó algo más. Marlowe se puso a reír, y el barracón entero tardó poco en retumbar por la risa de todos.

—¡Canastos! —dijo Phil débilmente—. Quise ayudarle, Peter. Qué idea tan brillante simular que era rata. Eso le está bien empleado.

—Pero es que realmente era una rata —aclaró—. La dejé allí expresamente para que la robara.

—¡Oh, sí, claro! —contestó Phil, sarcástico, mientras usaba el espantamoscas—. No es preciso que ponga monterilla a semejante y maravillosa historia. ¡Maravillosa!

Peter Marlowe comprendió que no le creerían, por ello no insistió. Nadie le creería a menos que descubriera la granja... ¡La granja! Su estómago acusó una contracción de náusea.

Luego se vistió su uniforme nuevo. Las hombreras lucían el distintivo de su rango, y en el lado izquierdo del pecho las alas. Durante un momento observó sus pertenencias: cama, mosquitera, colchón, manta,
sarong
, camisa despedazada, los deshilacliados pantalones cortos, dos pares de zuecos, cuchillo, cuchara y tres platos de aluminio. Lo recogió todo encima de su cama, lo llevó al exterior y le prendió fuego.

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