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Authors: James Clavell

Rey de las ratas (43 page)

BOOK: Rey de las ratas
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—Esperen no pueden ustedes hacer nada.

—¡Maldita sea! Debe de haber algo que podamos hacer —Larkin estaba en el umbral de la puerta—. Pobre muchacho... y yo pensé... pobre muchacho...

—Nada excepto esperar, tener fe, rezar. Quizá Rey pueda ayudarle —el padre Donovan añadió cansado—: Es el único que puede hacerlo.

Peter Marlowe entró vacilante en el barracón norteamericano.

—Iré en busca del dinero ahora —susurró a Rey.

—¿Está loco? Hay demasiada gente alrededor.

—¡Al diablo la gente! ¿Quiere el dinero o no?

—Siéntese.

Rey le obligó a sentarse, le dio un cigarrillo y le hizo beber café. Luego pensó: «Cuánto trabajo me va a dar este pequeño botín.»

Pacientemente le invitó a no perder la serenidad, pues todo iba muy bien, y los medicamentos que necesitaba llegarían pronto. Una hora después Marlowe se mostró más tranquilo y, por lo menos, coherente. No obstante Rey advirtió que apenas le escuchaba. Aunque asentía de vez en cuando, era perceptible que su mente se hallaba presionada por otros pensamientos.

—Ya es hora —dijo Marlowe casi cegado por el dolor, sabiendo que si no iba entonces no iría nunca.

Rey comprendió que pese a ser demasiado pronto para ir sobre seguro, no podía mantenerle por más tiempo en el barracón. Ordenó un despliegue de vigilancia y toda la zona quedó cubierta. Max se cuidó de Grey que estaba en su litera. Byron Jones III de Timsen que se hallaba en la parte norte, junto a la puerta, a la espera de las drogas. Los muchachos de Timsen, otra fuente de peligro, seguían buscando con ahínco al ladrón.

Rey y Tex observaron a Marlowe, que caminaba como si fuera un pertubado por el sendero en dirección al torrente. Vaciló al cruzarlo y una vez en el otro extremo empezó a hacer eses mientras se dirigía a la alambrada.

—¡Jesús! —dijo Tex—. No puedo mirarle.

—Yo tampoco —contestó Rey.

Marlowe, pese al dolor y el delirio, intentó fijar sus ojos en la alambrada. Pedía mentalmente que le llegara una bala. Su agonía era insufrible. Pero no llegó ninguna y continuó su camino, grotestamente erguido, hasta que se tambaleó frente al espino. Se cogió a él para mantenerse firme. Luego se inclinó dispuesto a cruzar. Emitió un débil gemido, y creyó caer en el fondo del infierno.

Rey y Tex corrieron hacia él, y lo arrastraron fuera de la valla.

—¿Qué le pasa? —preguntó alguien desde la oscuridad.

—Supongo que se habrá vuelto loco —contestó Rey—. Vamos, Tex. Llevémosle al barracón.

Una vez allí lo tendieron en la cama de Rey. Tex se apresuró a retirar la vigilancia y el barracón volvió a la normalidad. Sólo quedó uno de guardia en el exterior.

Marlowe gemía y murmuraba incoherencias en su delirio. No obstante, pasado un rato, se repuso.

—¡Cristo! —gimió mientras intentaba ponerse en pie, inútilmente.

—Tome —Rey le dio cuatro aspirinas—. Tómelas con calma, se encontrará mejor.

La mano de Rey temblaba mientras le ayudaba a beber agua.

«¡Hijo de perra! —pensó amargamente—, si Timsen no trae pronto los medicamentos, no podrás recoger el dinero esta noche. Y si no lo haces, ¿cómo demonios voy a conseguir el diamante?»

Cuando Timsen llegó Rey parecía deshecho.

—Hola, compañero.

Timsen se mostraba igualmente nervioso. Había tenido que proteger a su mejor hombre mientras cruzaba ia alambrada hacia las dependencias del doctor japonés, que estaba a cincuenta metros de distancia y no demasiado lejos del aposento de Yoshima, y excesivamente cerca del cuartel de los guardianes para los nervios de cualquier hombre. Pero el australiano se había deslizado en ambos sentidos, demostrando a Timsen que no hay mejor experto en el mundo que un zapador para esa clase de trabajo.

—¿Dónde le colocaremos? —preguntó.

—Aquí mismo.

—Conforme. Ordene la vigilancia.

—¿Dónde está el enfermero?

—Yo haré la primera cura —explicó Timsen algo mareado—. Steven no puede venir ahora. Él continuará luego.

—¿Está seguro de que sabrá hacerlo?

—Encienda una luz —ordenó Timsen—. Claro que sé. ¿Ha puesto agua a hervir?

—No.

—Pues venga. ¿O es que sus yanquis no saben hacer nada?

—¡Manténgase dentro de su camisa!

Rey hizo seña a Tex, que puso agua a hervir. Timsen deshizo el envoltorio quirúrgico y lo ordenó sobre una toalla pequeña.

—¿Es posible? —exclamó Tex—. No he visto nunca una cosa tan limpia. ¡Casi es azul de tan blanco!

Timsen escupió primero y luego se lavó las manos cuidadosamente con una pastilla de jabón y empezó a hervir la jeringuilla y las pinzas. Después se inclinó sobre Marlowe y le golpeó ligeramente la mejilla.

—¡Eh, amigo!

—Hola —le contestó débilmente.

—Voy a limpiarte la herida, ¿conforme?

Marlowe trató de concentrarse.

—¿Qué?

—Le voy a dar antitoxina.

—Tengo que irme al hospital. Es hora de..., cortarlo. —Su espíritu le abandonó una vez más. —Mejor —dijo Timsen.

Una vez esterilizada la jeringa, Timsen le puso una inyección de morfina.

—¡Ayude! —dijo bruscamente a Rey—. ¡Quíteme el maldito sudor de los ojos!

Obediente, Rey cogió una toalla.

Timsen esperó a que la inyección surtiera efecto, y luego deshizo la vieja venda y dejó la herida al descubierto.

—¡Jesús! —La herida aparecía tumefacta, de color púrpura y verde—. Creo que es demasiado tarde.

—¡Dios mío! —exclamó Rey—. No es de extrañar que el pobre hijo de perra estuviera loco.

Timsen apretó los dientes, cortó cuidadosamente lo peor de la carne podrida, y lavó la herida tanto como pudo. Luego la espolvoreó con sulfamida y le puso una venda limpia. Una vez concluida la cura, suspiró. —¡Caray! —Miró la apariencia perfecta del vendaje, y se volvió. —¿Tiene una camisa?

Rey descolgó una que pendía de la pared y se la dio. Timsen deshizo una manga, y envolvió con ella el vendaje verdadero. —¿Para qué diablos es eso?

—Camuflaje. No puede circular por el campo con la venda nueva expuesto a que algún curioso agente de la Policía Militar le pregunte de dónde la sacó. —Comprendido. —¡Ya es algo!

Rey no hizo caso de la ironía. Se hallaba demasiado afectado por la visión del brazo, y por el olor y la sangre que empapaba el vendaje lleno de mucosa, tirado en el suelo. —Tex, recoja esa porquería. —¿Quién? ¿Yo? —¡Tírela!

Aunque a disgusto, Tex llevó el vendaje al exterior. Hizo un agujero en la tierra blanda, y después de enterrarlo se sintió enfermo. Cuando regresó, dijo:

—Gracias a Dios no he de hacerlo todos los días. Timsen, tembloroso, llenó la jeringuilla y se inclinó sobre el brazo de Marlowe.

—¡Mire aquí, diantre! —gruñó al ver que Rey se volvía de espaldas—. Si Steven no viene, quizá tenga que hacerlo usted. La inyección debe ser intravenosa, ¿entendido? Ha de buscar la vena, clavar la aguja y aspirar un poco hasta que vea que entra sangre en la jeringa. Entonces sabrá que la aguja está en la vena. Cuando la tenga, le inyecta la antitoxina; pero no de prisa. Invierta tres minutos por centímetro cúbico.

Rey, trastornado, observó el proceso hasta que Timsen presionó el algodón sobre el pinchazo, después de sacar la aguja.

—¡Diablos! Yo no sabré hacer eso.

—¿Quiere dejarle morir? Conforme. —Timsen, que sudaba, sentía los efectos del mareo—. ¡Y mi viejo deseaba que yo fuese médico! —Apartó a Rey de en medio y sacó la cabeza por la ventana para vomitar—. Hágame café, ¡pardiez!

Marlowe se movió medio despierto.

—Pronto estará totalmente bien, amigo. ¿Me entiende? —Timsen, amable, se inclinó sobre él.

Marlowe asintió semiinconsciente y levantó el brazo enfermo. Durante un momento lo miró incrédulo, luego murmuró:

—¿Qué sucedió? ¡Está... está aún... está aún!

—Claro que está —aseguró Rey orgulloso—. Simplemente le curamos y le pusimos antitoxina, Timsen y yo.

Marlowe sólo venía a Rey, moviendo la boca, pero no oía sus palabras. Finalmente, repitió en un susurro:

—¡Está... aún!

Con la mano derecha se tocó el brazo que suponía amputado, y una vez seguro de que no soñaba, volvió a caer en un pozo de sudor, cerró los ojos y empezó a llorar. Minutos más tarde, dormía.

—Pobre muchacho —exclamó Timsen—. Debió de creer que estaba sobre la mesa de operaciones.

—¿Cuánto rato estará así?

—Otro par de horas. Escuche. Tiene que serle puesta una inyección cada seis horas hasta que la toxina desaparezca. Esto durará unas cuarenta y ocho horas. Hay que cambiarle el vendaje cada día y espolvorear la herida con sulfamida. No se sorprenda si vomita continuamente. Es probable que haya reacción, y mala. La primera dosis ha sido muy fuerte.

—¿Se pondrá bien?

—Ya se lo diré pasados diez días. —Timsen lo recogió todo e hizo un pequeño envoltorio con la toalla—. Ahora liquidemos, ¿conforme?

Rey sacó el paquete de «Kooas» que Shagata le había dado.

—¿Quiere fumar?

—Claro.

Una vez encendidos los cigarrillos, Rey dijo de modo casual.

—Podemos liquidar cuando se realice la operación del diamante.

—Oh, no amigo. Yo entrego y cobro. Aquello no tiene nada que ver con esto —contestó bruscamente Timsen. —No hay daño en esperar un día o dos.

—Usted consiguió bastante dinero y logrará un buen beneficio. —Se detuvo repentinamente al intuir lo que sucedía—. ¡Oh! —dijo con amplia sonrisa, señalando con el pulgar a Marlowe—. No hay dinero hasta que su compañero lo traiga, ¿eh?

Rey se quitó el reloj de pulsera.

—¿Quiere esto como garantía?

—Oh, no amigo. Confío en usted —miró a Marlowe—. Vaya, parece ser que un montón de cosas dependen de usted, hijo. —Se volvió a Rey con los ojos centelleantes de alegría—. Eso también me da tiempo, ¿no es así?

—¿Cómo? —preguntó Rey con aparente inocencia.

—Vamos, amigo. Usted ya sabe que la sortija ha sido robada, y aguarda al primero que se la traiga. Si yo la tuviera, ¿cree que le permitiría inmiscuirse en el negocio? —Timsen mostraba un aire seráfico—. Bien, eso me da tiempo a encontrar al ladrón, ¿conforme? Si llega antes a usted, no tendrá dinero para pagar, ¿no es así? Y sin dinero no hay trato, ¿eh? —Timsen esperó y luego dijo benignamente—. Claro que me avisará cuando llegue el bastardo y se lo ofrezca, ¿verdad? Después de todo, es de mi propiedad, ¿entendido?

—Entendido —contestó Rey.

—Usted no lo hará —suspiró—. ¡Vaya atajo de ladrones!

Se inclinó sobre Marlowe, y comprobó su pulso.

—Hum... el pulso aumenta.

—Gracias por su ayuda, Tim.

—Ni pensarlo, amigo. Tuve interés por el bastardo, ¿conforme? Y voy a vigilarle como a un cangrejo colorado. ¿Entendido?

Volvió a reír y se marchó.

Rey se sentía exhausto. Después que hubo tomado café se encontró mejor.

Volvió a sentarse en la silla y se entregó al sueño.

Se despertó sobresaltado y miró a Marlowe, que le observaba.

—Hola —saludó débilmente el enfermo.

—¿Cómo se encuentra? —Rey se desperezó antes de ponerse en pie.

—Como en el infierno. ¿Sabe? No hay nada... nada que yo pueda decir...

Rey encendió el último de los «Kooas» y lo puso en labios de Marlowe.

—Se lo ganó, compañero.

Mientras el enfermo recuperaba fuerzas, Rey le habló del tratamiento y de lo que debía hacerse.

—El único lugar donde pueden curarme es en el barracón del coronel. Mac me despertará y me ayudará a salir cuando lo precise. Puedo yacer en mi litera la mayor parte del tiempo.

Rey aguantó una de las marmitas de rancho mientras vomitaba.

—Lo siento. ¡Dios mío! —exclamó aterrado—. ¡El dinero! ¿Lo traje?

—No. No llegó a pasar la alambrada.

—Oh, Dios. No creo que pueda hacerlo esta noche.

—No se preocupe, Peter. Cuando se encuentre mejor. No hay por qué arriesgarse.

—¿No estropeará el negocio?

—No, no se preocupe.

Marlowe experimentó una recaída y después de recobrarse ofrecía un aspecto terrible.

—He tenido una pesarilla horrorosa. Soñé que me peleaba con Mac, el coronel y el padre Donovan. Dios mío, me alegro de que sólo fuera un sueño. —Se apoyó sobre el brazo bueno, pero volvió a caer.

—¿Quiere ayudarme?

—Tómese tiempo. Sólo acaban de apagar las luces.

—Compañero —dijo alguien desde el exterior.

Rey se asomó a la ventana y miró la oscuridad. Vio la difusa sombra de hombrecillo que se pegaba a la pared.

—De prisa —susurró éste—. Tengo aquí la piedra.

—Habrá de aguardar. No puedo darle el dinero antes de dos días.

—¡Podrido bastardo!

—¡Escuche, hijo de perra! Si quiere esperar dos días, estupendo. Si no, ¡váyase al infierno!

—Conforme, dos días. —El hombre blasfemó obscenamente y desapareció.

Rey oyó las pisadas que se alejaban, y al rato otros pies cautelosos que lo perseguían. Luego, se hizo el silencio, roto únicamente por el zumbido de los grillos.

—¿Qué pasa?

—Nada —replicó Rey preguntándose si el hombrecillo habría escapado.

Ahora bien, estaba seguro de que, cualquier cosa que pasara, él conseguiría el diamante, siempre que volviera a tener el dinero.

XXII

Durante dos días, Marlowe batalló con la muerte. Pero tenía voluntad de vivir. Y vivió.

—Peter —Mac le despertó suavemente.

—Hola, Mac.

—Es hora.

Le ayudó a salir de la litera y juntos se las arreglaron para bajar los peldaños, la juventud apoyada en la vejez, y se encaminaron en la oscuridad al barracón de Larkin.

Steven ya estaba allí esperando. Marlowe se acostó en la litera de Larkin y volvió a someterse al pinchazo. Tuvo que morder fuerte para no gritar; Steven era amable, pero la aguja no.

—Veamos —dijo el enfermero—. Ahora le tomaré la temperatura. —Le colocó el termómetro en la boca, quitó los vendajes, y examinó la herida. La hinchazón era escasa, y el verde y púrpura había desaparecido; no obstante puso más sulfamida sobre la herida.

—Muy bien.

Steven parecía satisfecho con el resultado del tratamiento, pero aquel día su humor no era muy bueno. «El sucio sargento Flaherty —pensó con desagrado— sabe que odio hacer aquello pero siempre me escoge.»

—¡Podrido! —exclamó en voz alta.

—¿Qué?

Mac, Larkin y Marlowe se alarmaron.

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