Authors: James Clavell
—¿No va bien? —preguntó el paciente.
—Oh, sí querido. Hablaba de otra cosa. Ahora veamos la temperatura. —Retiró el termómetro y sonrió a Marlowe leyendo la temperatura—. Normal. Sólo tiene una décima de más, pero eso no importa. Tiene suerte, mucha suerte. —Levantó el frasco vacío de antitoxina—. Acabo de darle la última.
Le tomó el pulso.
—Muy bien —miró a Mac—. ¿Tiene una toalla?
Éste se la dio. Steven la mojó con agua fría y puso una compresa en la cabeza de Marlowe.
—Encontré éstas —dijo dándole dos aspirinas—. Ayudarán algo, querido. Ahora descanse un rato. —Se volvió a Mac, se puso en pie y después de suspirar se alisó el
sarong
a la altura de las caderas—. Ya nada más puedo hacer. Está muy débil. Tendrán que darle caldo, y todos los huevos que consigan. Cuídenle. —Se volvió y miró la delgadez de Marlowe—. Habrá perdido seis quilos ochocientos gramos en dos días y esto es peligroso, ¡pobre chico! Seguro que no pesa más de ocho
stones
, y eso es poco para su estatura.
—Le estamos muy agradecidos, Steven —dijo Larkin—. Nosotros reconocemos el mérito de su trabajo.
—Siempre me gusta ayudar —contestó vivamente, arreglándose un mechón de pelo que se le rizaba en la frente.
Mac miró a Larkin.
—Si hay algo... que podamos hacer, nos lo dice.
—Eso es agradable. Los dos son muy... amables —dijo con suavidad, mientras miraba al coronel, que sentía crecer su inquietud al mismo tiempo que jugaba con la medalla de san Cristóbal que llevaba alrededor del cuello—. Si mañana hicieran mi trabajo de hoyos, bueno, haría por ustedes cualquier cosa. Desde luego, cualquier cosa. No puedo soportar aquellas pestilentes cucarachas. Desagradable —se estremeció—. ¿Quieren?
—Conforme, Steven —contestó Larkin, lleno de asco.
—Hasta el amanecer, pues —gruñó Mac, y retrocedió algo para evitar el roce del enfermero.
Larkin no fue tan ligero, y Steven cogió su muñeca y se la golpeó afectuoso.
—Buenas noches, queridos. Los dos son, de verdad, muy amables conmigo.
Cuando se hubo marchado, Larkin miró a Mac.
—Si dice usted algo, le sujeto las orejas por detrás.
Mac se rió. Luego se inclinó sobre Marlowe, que seguía mirándoles.
—Hola, Peter.
—Creo que están los dos a punto para una conquista —dijo sonriendo desmayadamente—. Está bien pagado con el ofrecimiento de ambos. Es una tentación. Si bien no sé qué puede ver en ustedes dos, viejos. Maldito si lo sé.
Mac rió a Larkin.
—El muchachito está mejor. Ahora, para cambiar, debe aumentar de peso.
—¿Cuándo me pusieron la primera inyección?
—Hace dos días.
—¿Dos días? —«Más bien parecen dos años —pensó Marlowe—. Pero mañana estaré fuerte y podré buscar el dinero.»
Aquella noche, el padre Donovan fue a jugar una partida de bridge con ellos. Marlowe les habló de la pesadilla que tuvo sobre la pelea y rieron todos.
—Bien, muchacho —dijo Mac—. Su mente le juega extrañas tretas cuando tiene fiebre.
—Sí —añadió el padre Donovan, que sonrió a Peter—. Celebro que su brazo esté curado.
Este le devolvió la sonrisa.
—No es mucho lo que uno sabe de estas cosas, ¿verdad?
—Yo diría que Él sabe mucho de estas cosas. —Donovan se expresó con seguridad y muy tranquilo—. Estamos en buenas manos. —Luego rió entre dientes y añadió—: Incluso ustedes tres.
—Bueno, ya es algo —contestó Mac—, si bien creo que el coronel está por encima de las pequeñeces.
Después del juego y de marcharse Donovan, Mac dijo a Larkin:
—Montemos la vigilancia y oiremos las noticias antes de acostarnos.
Larkin vigiló la carretera y Marlowe, sentado en el pórtico intentó mantener sus ojos alerta. Dos días de tratamiento fueron suficiente para curar su brazo, si bien transcurrieron como una pesadilla, pero ahora todo iba bien.
Las noticias fueron muy buenas, y no tardaron en acostarse en sus literas. Marlowe durmió sin pesadillas y muy sosegado.
Tan pronto amaneció, Mac visitó los gallineros y encontró tres huevos. Hizo una tortilla con un poco de arroz que había ahorrado del día anterior, y la sazonó con una pizca de ajo.
La llevó al barracón de Marlowe, le despertó y esperó allí hasta que el convaleciente se la comió toda.
Spence penetró en el barracón.
—¡Eh, chicos! —gritó—. ¡Ha llegado algo de correo al campo!
El estómago de Mac se volvió del revés. «¡Oh, Dios! ¡Qué haya una para mí!
Pero no hubo carta para él.
Eran sólo cuarenta y tres cartas para diez mil hombres. Los japoneses habían entregado correo al campo dos veces en tres años. Muy pocas. Y en tres ocasiones permitieron que los prisioneros escribieran una postal de veinticinco palabras. Pero si estas tarjetas habían sido entregadas, lo ignoraban.
Larkin sí tuvo carta. Era la primera que recibía. Su carta estaba fechada el 21 de abril de 1945. Había tardado cuatro meses. Las otras variaban desde tres semanas a más de dos años.
Larkin la leyó y releyó solo. Luego lo hizo para Mac, Marlowe y Rey, sentados en el pórtico de su
bungalow.
«Amor mío: Ésta es la número 205. Jeannie y yo nos encontramos bien y mamá vive con nosotras, en el mismo lugar de siempre. La última carta tuya que recibimos fue la del día 1.° de febrero de 1942, echada en Singapur. Pero aun así sabemos que estás bien. Rezamos para que regreses felizmente.
«Todas mis cartas llevan el mismo encabezamiento. Realmente es difícil, no sabiendo si las recibes. Te quiero. Te necesito. Y te hecho de menos, a veces, más de lo que puedo soportar.
»Hoy me siento triste. No se por qué, pero lo estoy. Quiero librarme de esta depresión, y decirte toda clase de cosas agradables.
«Quizás esté triste debido a la señora Gurble. Ella recibió ayer una tarjeta y yo no. Soy más egoísta de lo que imagino. Pero soy así. De todos modos, dile a Vic Gurble, que su esposa, Sara, recibió su postal del 6 de enero de 1943. Está bien y su hijo es robusto. Todas las chicas del regimiento se encuentran bien. La madre de Timsen sigue estupendamente. No te olvides de darle recuerdos a Tom Masters. Vi a su esposa anoche. Ella también está bien y gana mucho dinero para él. Ha emprendido otro negocio. He visto a Elizabeth Ford, Mary Vickers...»
Larkin levantó los ojos de la carta.
—Menciona el nombre de una docena de esposas. Pero los hombres están muertos. Todos. El único que vive es Timsen.
—Siga leyendo, amigo —indicó Mac, a quien hacía sufrir la agonía que reflejaban los ojos de Larkin.
«Hoy hace calor y estoy sentada en el pórtico. Jeannie juega en el jardín y creo que esta semana iré a la cabaña.
»Te escribiría las últimas noticias, pero no está permitido.
«¡Oh, Señor! ¿Escribo a un vacío? ¿Cómo puedo saberlo? ¿Dónde estás, mi amor? Por caridad, ¿dónde estás? No puedo escribir más. Acabaré la carta aquí y no la mandaré... Mi amor, ruego por ti. Ruega tú por mí. Ruega por mí, ruega por mí...»
Después de una pausa, Larkin dijo:
—No hay firma y... la dirección va escrita por mi madre. Bueno, ¿qué piensan de eso?
—Ya sabe cómo son las mujeres —respondió Mac—. Probablemente la puso en el cajón y su madre la encontró y la echó al correo, sin leerla y sin consultar. Ya sabe cómo son las madres. Es probable que Betty se repusiera al día siguiente y escribiera otra, sintiéndose mejor.
—¿Qué quiere decir con «ruega por mí»? —preguntó Larkin—. Ella sabe que lo hago todos los días. ¿Qué sucede? ¡Dios mío! ¿Estará enferma?
—No se preocupe, coronel —dijo Peter Marlowe.
—¿Qué demonios sabe usted de estas cosas? —preguntó bruscamente Larkin—. ¿Cómo diablos puedo dejar de preocuparme?
—Por lo menos sabe que ella y su hija están bien —le replicó Mac enojado, por su propia añoranza—. Bendiga su suerte hasta ahí. Nosotros no hemos recibido carta, ¡ninguno! Usted tiene suerte.
Y, furioso, salió fuera,
—Lo siento, Mac. —Larkin corrió tras él, empujándole para que regresara.
—Lo siento, es simplemente así, después de tanto tiempo...
—Perdone, amigo. No se debe a lo que usted dijo. Soy yo quien ha de excusarse. Me siento enfermo de celos. Creo que odio estas cartas.
—Puede repetirlo sin miedo —dijo Rey— Es algo que vuelve a uno loco. Los que las reciben se vuelven locos, los que no las reciben, también. Sólo traen jaleo.
Era anochecido, después de la cena. Todo el personal del barracón norteamericano aparecía reunido.
Kurt escupió al suelo, y dejó la bandeja.
—Aquí está lo mío. Me quedé una a cuenta de mi diez por ciento. —Volvió a escupir, y se fue.
Todos miraron la bandeja.
—Creo que enfermaré de nuevo-dijo Marlowe.
—Lo comprendo —le disculpó Rey.
—No entiendo de eso —Max se aclaró la garganta—. Parecen piernas de conejo. Pequeñas, desde luego, pero aun así, parecen piernas de conejo.
—¿Quiere probar una? —preguntó Rey.
—¡Infiernos, no! Dije sólo que lo parecían. Puedo dar una opinión, ¿no?
—Os juro que nunca creí que, realmente, pudiéramos vender alguna —exclamó Timsen.
—Si no lo supiera... —Tex se detuvo—. Tengo mucha hambre y no he visto carne desde que nos comimos aquel perro.
—¿Qué perro? —preguntó Max.
—Eso fue... hace unos años —respondió Tex—. Hacia el cuarenta y tres.
—Ah.
—¡Maldita sea! —exclamó Rey fascinado aún por la bandeja—. Su aspecto es bueno. —Se inclinó y olió la carne, si bien no acercó demasiado la nariz—. Huele bien...
—Pero interrumpió ávidamente Byron Jones III—, es carne de rata.
Rey apartó la cabeza.
—¿Para qué demonios dice usted eso, hijo de perra? —exclamó riendo Marlowe, que cogió una pierna y la colocó sobre una hoja de banano—. Ésta me la llevo.
Regresó a su barracón y susurró a Ewart.
—Quizá hoy podamos cenar bien.
—¿Qué?
—No se preocupe. Algo especial.
Marlowe sabía que Drinkwater les oía. Colocó la hoja de banano en su estante y dijo a Ewart.
—Regreso dentro de un momento.
Media hora después la hoja de banano había desaparecido, lo mismo que Drinkwater.
—¿Salió usted? —preguntó Marlowe a Ewart.
—Sólo un momento. Drinkwater me pidió que fuera a buscar agua. Dijo que se encontraba mal.
Marlowe sufrió un acceso de risa histérica y todos los del barracón creyeron que había perdido la razón. Mike le sacudió y dejó de reír.
—Lo siento. Es un chiste secreto.
Cuando Drinkwater regresó, Marlowe simuló estar mortalmente preocupado con la pérdida de la comida. El otro se preocupó también y dijo pasándose la lengua por los labios:
—Vaya juego sucio.
La risa volvió a sacudir a Marlowe, que, finalmente, se fue a su litera y se tendió agotado. Este cansancio acentuó su extenuación de días anteriores. Se durmió y en sueños vio a Drinkwater comer montañas de pequeños muslos. Él le contemplaba mientras tanto, a la vez que el otro decía: «¿Qué pasa, qué pasa? Son deliciosos, deliciosos...»
Ewart le despertó.
—Hay un norteamericano fuera, Peter. Quiere hablar con usted.
Marlowe se sentía débil y mareado, pero se levantó de la cama.
—¿Dónde está Drinkwater?
—No lo sé. Se fue después que le dio a usted el ataque.
—Oh —volvió a reír—. Temí que hubiera sido un sueño.
—¿El qué? —Ewart le estudiaba,
—Nada.
—No sé qué le pasa, Peter. Ültimamente se comporta de un modo muy raro.
Tex esperaba fuera del barracón.
—Peter —susurró—. Rey me manda. Hace usted tarde.
—¡Qué calamidad! Lo siento, me quedé dormido.
—Sí, eso imaginó. «Mejor que se decida», me dijo —Tex frunció el ceño—. ¿Se encuentra bien?
—Sí. Algo débil. Pero estoy bien.
Tex asintió y se marchó de prisa. Marlowe se frotó el rostro y luego descendió los peldaños hacia la carretera de alfalto y se colocó debajo de la ducha. Su cuerpo absorbió la fortaleza de la frialdad. Llenó su cantimplora y se fue a las letrinas. Eligió el hoyo más cercano a la alambrada.
Había sólo un hilo de luna. Esperó hasta que la zona estuvo momentáneamente desierta, luego se arrastró por el suelo, cruzó la alambrada y llegó a la jungla. Se mantuvo agachado hasta burlar al centinela que había junto al sendero entre la jungla y la alambrada. Necesitó una hora para hallar el escondite. Se sentó, cogió los billetes, los ató alrededor de sus muslos, y dobló el
sarong
alrededor de su cintura. Éste, en vez de llegar al suelo, quedaba a la altura de las rodillas.
Tuvo que aguardar otra hora frente a las letrinas antes de poder deslizarse a través de la alambrada. Se acuclilló en un hoyo y esperó hasta que su corazón estuvo más tranquilo. Al fin recogió su cantimplora y abandonó la zona de las letrinas.
—Hola amigo —dijo Timsen con una mueca, saliendo de las sombras—. Maravillosa noche, ¿eh?
—Sí —contestó Marlowe.
—Bella noche para un paseo, ¿verdad?
—Desde luego.
—¿Le importa que camine con usted?
—No, Tim. Celebro que venga conmigo. Así no habrán condenados rateros, ¿verdad?
—Conforme, amigo. Es usted un hueso.
—Usted tampoco es malo —Marlowe le golpeó la espalda—. Nunca le di las gracias.
—Ni pensar en ello, amigo. Se lo juro —rió Timsen—. Casi me engañó. Creí que sólo había ido a evacuar.
Rey puso mala cara cuando vio a Timsen, pero inmediatamente dejó de ponerla al ver el dinero. Lo contó y lo guardó en la caja negra.
—Ahora todo lo que necesitamos es el trozo de hielo.
—Sí, amigo —exclamó Timsen, aclarándose la garganta—. Si cogemos al ladrón antes de que venga aquí, o después, entonces obtengo el precio que acordamos, ¿conforme? Si le compra la sortija y no le cogemos... entonces usted gana. ¿Bastante limpio?
—Seguro —dijo Rey—. Es un trato.
—Bueno. Que Dios le ayude si lo pillamos. —Timsen saludó y Marlowe salió.
—Peter, acuéstese —invitó Rey, sentándose sobre la caja negra—. Su aspecto es de agotamiento.
—Será mejor que regrese.
—Quédese aquí. Quizá más adelante necesite a alguien en quien confiar.
Rey sudaba, y el calor del dinero en la caja negra parecía quemarle a través de la madera.
Marlowe se tendió en la cama, aun doliéndole el corazón por el esfuerzo. Se durmió. No obstante, su mente estaba alerta.