Rey de las ratas (47 page)

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Authors: James Clavell

BOOK: Rey de las ratas
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En esta hora temprana se efectuó el relevo del centinela. Los tres amigos continuaron sentados.

Fuera del barracón, hombres nerviosos caminaban por el sendero, pero miraban hacia él cuando llegaban a su altura.

Mediada la mañana, los tres levantaron sus ojos para ver a Grey, que se acercó al centinela y saludó. Sus manos sostenían dos marmitas con rancho.

—¿Puedo darles eso,
tnakan?

Destapó los recipientes y mostró la comida.

El guardián se encogió de hombros y asintió.

Grey cruzó la puerta. Sus ojos aparecían con un círculo rojo y eran escrutadores.

—Lamento que esté fría.

—¿Viene a regocijarse, viejo? —preguntó Marlowe, con una sonrisa de desprecio.

—No me causa satisfacción que «ellos» se los lleven. Me hubiera gustado sorprenderles infringiendo órdenes... pero no verles cazados por arriesgar sus vidas en beneficio de todos nosotros. Envidio la suerte que les lleva a una nube de gloria.

—Peter —susurró Mac—. Distraiga al centinela.

Marlowe se levantó y se acercó al umbral. Saludó al guardián y le pidió permiso para ir a la letrina. El otro señaló el suelo junto al barracón. Peter Marlowe se agachó allí mismo, no muy contento del lugar. No obstante agradeció que no le obligara a hacerlo en la pequeña estancia. Mientras el vigilante contemplaba a Marlowe, Mac susurró las noticias a Grey, que palideció. Luego se levantó, saludó a Marlowe, que le correspondió, e hizo lo mismo con el guardián. Éste señaló la deposición llena de moscas y le indicó que volviera con un balde y lo limpiara.

Grey pasó las noticias a Smedly-Taylor, quien lo susurró a los otros, y todo Changi, mucho antes de que Grey hubiera hallado el balde y colocado otro cubo en el suelo para que lo usaran, se enteró de los sucesos.

Por primera vez un gran temor invadió el campo: miedo a las represalias.

Declinaba el sol cuando volvieron a efectuar el relevo del centinela. Le tocó a Shagata. Marlowe intentó hablarle, pero aquél le obligó a retirarse al interior amenazándole con la bayoneta.

—No puedo hablar contigo. Tú has sido cogido con una radio, y está prohibido. Dispararé contra ti si alguno intenta escapar. Yo no quiero disparar contra ti.

Luego se volvió a la puerta.

—Desearía que terminaran de una vez con nosotros —exclamó Larkin.

Mac miró a Shagata.

—Señor —le dijo indicando su cama—. Te pido un favor. ¿Puedo descansar? He dormido poco esta noche.

—Bueno. Descansa mientras tengas tiempo.

—Te doy las gracias. La paz sea contigo.

—Y contigo.

Mac volvió a su cama y se tendió. Dejó que su cabeza descansara sobre la almohada.

—Sigue funcionando —dijo quedamente—. Transmiten un recital de música. Lo oigo muy bien.

Larkin vio el auricular cerca de la cabeza de Mac y, repentinamente se puso a reír. Los otros dos le imitaron. Shagata les apuntó con el fusil.

—¡Basta! —gritó asustado por la risa.

—Te pedimos perdón —dijo Marlowe—, No ocurre nada. Sólo que cuando se está tan cerca de la eternidad se encuentran divertidas las cosas pequeñas.

—Seguro que tú estás cerca de la muerte. También eres un loco por dejar que te cogieran. Espero tener tu coraje y reír cuando llegue mi hora. —Tiró un paquete de cigarrillos dentro del barracón—. Toma. Lo lamento.

—No más que yo.

Marlowe dividió los cigarrillos y preguntó a Mac:

—¿De quién es el recital?

—Bach, muchacho —contestó Mac, aguantando con dificultad su risa histérica. Luego, acercó su cabeza al auricular—. Cállense, quiero gozar la música.

—Podemos turnarnos —sugirió Larkin—. Si bien cualquiera que sea capaz de gozar a Bach demuestra ser un loco.

Marlowe fumó su cigarrillo y dijo agradecido a Shagata.

—Te damos las gracias por el tabaco.

Las moscas oscurecían el cubo y su burda tapa. La acostumbrada lluvia de la tarde cayó al fin y se llevó el hedor. A continuación salió el sol y empezó a secar la humedad de Changi.

Rey llegó siguiendo la línea de barracones, consciente de los miles de ojos fijos en él. La prudencia le invitó a detenerse cerca del barracón de los condenados.


Tabe
, Shagata-san. Día
ichi-bon
, ¿no? ¿Puedo hablar con mi amigo
ichi-bon?

Shagata le miró sin comprender.

—Te pide permiso para hablar conmigo —explicó Marlowe.

Shagata pensó un momento; luego asintió.

—Por el dinero que gané con la venta, te dejaré hablar. —Se volvió a Marlowe—. «Si» me das tu palabra de que no intentarás escapar.

—Tú tienes nuestras palabras.

—Sed rápidos. Vigilaré.

Shagata se situó de modo que podía dominar la carretera.

—Hay rumores de que los guardianes van a ser retirados a su cuartel —dijo nervioso Rey—. Maldito si duermo esta noche. Estos bastardos son capaces de hacerlo esta noche.

Sus labios aparecían secos, después de todo un día pendiente de la alambrada a la espera de una señal de los guerrilleros que provocara la huida concertada. Pero no se produjo señal alguna.

—Escuchen. —Bajó la voz y les habló del plan—. Cuando empiece la matanza, huyan del guardián hacia nuestro barracón. Intentaré cubrirles, pero no confíen mucho.

Después saludó a Shagata y se marchó. Una vez en su barracón, reunió consejo de guerra. Les habló del proyecto de fuga, si bien no les dijo que sólo podrían ir diez. Todos discutieron el plan y decidieron esperar.

—No podemos hacer otra cosa —dijo Brough, interpretando el temor general—. Si lo intentamos ahora, seríamos acribillados.

Sólo los muy enfermos durmieron aquella noche. O los pocos que sabían encomendarse pacíficamente a Dios, o al destino. Dave Daven dormía.

—Han traído a Dave de Outram Road esta tarde —dijo Grey a los presos cuando les entregaba la comida del mediodía.

—¿Cómo está? —preguntó Marlowe.

—Sólo pesa treinta y dos kilos.

Daven durmió aquella noche. Al día siguiente murió en su cama mientras Mac escuchaba la radio:

«La segunda bomba atómica ha destruido Nagasaki. El presidente Truman ha dirigido su última invitación a los japoneses, que dice: "Ríndanse incondicionalmente o se enfrentarán con la destrucción total."»

El sol alumbró un nuevo día y las partidas de trabajo salieron como siempre, pero, increíblemente, regresaron pronto. Los suministros de víveres llegaron al campo sin novedad, y Samson pesó las raciones en público.

Quedaban reservas en el almacén para dos días. Las moscas seguían formando nubes por doquier, y todo era igual que antes: las chinches y mosquitos picaban; las ratas amamantaban a sus pequeñuelos; algunos hombres murieron y la Sala Seis tuvo tres nuevos pacientes.

Dos días después Mac oyó las santas palabras: «Aquí Calcuta. "Radio Tokio" acaba de anunciar que el Gobierno japonés se ha rendido incondicionalmente. Han transcurrido tres años y doscientos cincuenta días desde que los japoneses atacaron Pearl Harbor. La guerra ha terminado. Dios salve al rey.»

La noticia corrió como la pólvora por todo el campo. Las palabras rebotaban en el cielo, en la Tierra, y en los muros y celdas de Changi.

Aún transcurrieron dos días más sin novedad alguna. Al tercero el comandante jefe del campo caminó por la línea de barracones acompañado de Awata, el sargento japonés.

Marlowe, Mac y Larkin, vieron cómo se acercaban a ellos, y murieron mil veces a cada paso que adelantaban. Temieron que era llegado su último instante.

XXVI

—¡Lástima! —dijo Mac.

—Sí —replicó Larkin.

Marlowe miraba fríamente a Awata.

El rostro del comandante del campo aparecía angulado por la fatiga, pero, aun así, sus hombros eran cuadrados y caminaban con firmeza. Vestía pulcramente, como siempre. La manga izquierda de su camisa estaba sujeta debajo de su cinturón. Llevaba zapatillas de madera y su gorra de pico, de color verde gris por los años de sudor tropical. Ascendió los peldaños del pórtico, y vaciló en el umbral.

—Buenos días —dijo con voz ronca, cuando ellos se levantaron.

Awata se dirigió brutalmente al centinela. Este se inclinó y se colocó a su lado. Otra orden seca y los dos se pusieron los fusiles al hombro y se marcharon.

—Se acabó —dijo el comandante del campo—. Cojan la radio y síganme.

Aturdidos, hicieron lo que se les ordenaba y salieron del barracón al sol, que, como el aire, lo encontraron agradable. Siguieron al comandante jefe por la ascendente carretera observados por los miles de ojos pasmados de Changi. Los seis coroneles principales esperaban en las dependencias del comandante de campo. Brough estaba allí también. Todos saludaron.

—Pónganse cómodos, por favor —invitó el comandante jefe de campo, devolviendo el saludo. Luego se dirigió a los tres—: Siéntense. Tenemos contraída con ustedes una deuda de gratitud.

Larkin, incrédulo, preguntó:

—Pero, ¿ha terminado realmente?

—Sí. Acabo de hablar con el general. —El comandante de campo miró los rostros silenciosos—. Al menos, eso creo. Yoshima estaba con el general. Le dije... «La guerra ha terminado.» El general me miró cuando Yoshima tradujo. Yo esperé, pero en vista de que no decía nada insistí: «La guerra ha terminado. Yo... exijo que se rindan.» —El comandante de campo se frotó su calva cabeza—. No me respondió. Durante largo rato el general sólo me miró. Yoshima permaneció callado. Finalmente el general habló y Yoshima tradujo: «Sí. La guerra ha terminado. Volverá usted a su puesto en el campo. He ordenado a mis hombres que se vuelvan de espaldas y les protejan contra cualquiera que intente entrar en el campo con ánimo de perjudicarles. Ellos son «sus» protectores hasta que reciban nuevas órdenes. Pero ustedes siguen siendo responsables de la disciplina en el campo.»

»No supe qué decir. Ahora bien, le pedí que doblara las raciones y que nos dieran medicinas. Me contestó: «Mañana serán dobladas las raciones y recibirán medicamentos. Desgraciadamente no disponemos de mucho. Pero usted es responsable de la disciplina. Mis hombres les protejerán de aquellos que quieran matarles.»

»¿Quiénes son?, pregunté. El general se encogió de hombros y dijo: «Sus enemigos. Bien, la entrevista ha terminado.»

—¡Maldita sea! —exclamó Brough—. Quizá deseen que salgamos y así tener una excusa para matarnos.

—No podemos permitir que salgan los hombres —intervino Smedty-Taylor anonadado—. Se amotinarían. Pero debemos hacer algo. Quizá podríamos incautar las armas...

El comandante de campo alzó su mano.

—Lo único que podemos hacer es esperar. Yo supongo que vendrá alguien. Y, hasta ese momento, creo que es mejor comportarse como de costumbre. Me olvidaba decirles que nos permiten mandar un grupo al mar. Irán cinco por barracón cada vez y por turno riguroso. Espero que ninguno se engalle. No hay garantías de que los japoneses de aquí se rindan. Podría darse el caso de que decidan seguir la lucha. Bien, esperemos lo mejor y preparémonos para lo peor.

Se detuvo y miró a Larkin.

—La radio se quedará aquí. —Miró a Smedly-Taylor—. Usted se cuidará de que haya vigilancia permanente.

—Sí, señor.

—Naturalmente —dijo el comandante jefe de campo a Larkin, Peter Marlowe y Mac—, aún tendrán que hacerla funcionar ustedes.

—Si no le importa, señor —dijo Mac—. Permita que otro lo haga. Yo la repararé si algo va mal. Supongo que la tendrá conectada las veinticuatro horas del día. Nosotros no podríamos atenderla tantas horas, y, bueno, ya no hay peligro. Los demás querrán oír las noticias.

—Cuídese de ella, coronel —ordenó el comandante de campo.

—Sí, señor —repuso Smedly-Taylor.

—Ahora será mejor que discutamos las medidas a tomar.

Fuera de la sede del comandante de campo un grupo de curiosos, incluido Max, empezó a reunirse, impaciente por saber lo que se decía dentro y por qué habían retirado el guardián.

Max no pudo aguantar más el esfuerzo y regresó corriendo al barracón norteamericano.

—¡Muchachos! —consiguió gritar.

—¿Llegan los japoneses?

Rey se dispuso a saltar por la ventana y encaminarse a la alambrada.

—¡No! ¡Pardiez! —exclamó sin aliento Max, incapaz de continuar.

—Bueno, pues, ¿qué demonios pasa? —preguntó Rey.

—¡Han retirado el centinela de Pete y la radio! —Max recobró el aliento—. El comandante de campo se llevó a Pete, Larkin y el escocés, y la radio a su dependencia. Un gran zafarrancho se cuece allí dentro ahora. Todos los coroneles mayores están allí, incluso Brough.

—¿Seguro? —inquirió Rey.

—Le digo que lo vi con mis ojos, pero tampoco lo creo.

Se hizo un violento silencio, Rey sacó un cigarrillo y Tex exclamó:

—Ya se acabó pues. Realmente se acabó. Ha de ser eso para que retiren la vigilancia de la radio. —Tex miró a su alrededor—. ¿No les parece?

Max se hundió pesadamente en su litera y se secó el sudor de su rostro.

—Es lo que imagino. Se han llevado el guardián y eso significa que van a ceder..., que no pelearán. —Miró interrogativo a Tex—: ¿No?

Rey chupó su cigarrillo.

—Lo creeré cuando lo vea.

Luego, en el silencio que siguió, el miedo le invadió de repente.

Dino espantaba moscas. Byron Jones III, abstraído, movió un alfil. Miller lo cogió y dejó su reina al descubierto. Max miraba sus pies. Tex se desperezaba.

—Bueno, sigo con las mismas necesidades de siempre —exclamó Dino, y se levantó.

—No sé si reír o llorar-dijo Max—. Me siento como si estuviera acabado.

—No tiene sentido. —Tex hablaba para sí mismo sin saber lo que decía—. Simplemente no tiene sentido.

—Max —pidió Rey—. ¿Quiere hacer café?

Automáticamente Max puso agua en un pote. Enchufó el infiernillo y colocó encima el recipiente. Se dirigía a su litera cuando se detuvo, y, volviéndose, miró a Rey.

—¿Qué pasa, Max? —preguntó intranquilo Rey.

Max sólo le miraba, si bien movía sus labios sin producir sonido.

—¿Qué demonios mira?

De repente, Max agarró el pote, y lo tiró por la ventana.

—¿Es que ha perdido su maldita razón? —explotó Rey—, Me ha mojado.

—Es demasiado —gritó Max, con los ojos desorbitados.

—¡Merece que le saque las entrañas! ¿Se ha vuelto loco?

—La guerra ha terminado. Hágase usted su maldito café —chilló Max, llena de espuma la comisura de los labios.

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