Rey de las ratas (48 page)

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Authors: James Clavell

BOOK: Rey de las ratas
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Rey se puso de pie delante de Max, con el rostro moteado de furor. —¡Salga de aquí antes de que ponga mi bota en su rostro! —Usted puede hacer eso. Hágalo. Pero no olvide que soy un sargento mayor. ¡Le formaré consejo de guerral.

Max empezó a reír histéricamente, luego la risa se transformó de repente en lágrimas, temblorosas lágrimas, y huyó del barracón, dejando un horrorizado silencio en su estela.

—¡Loco hijo de perra! —murmuró Rey—. Busque agua, Tex. ¿Quiere, Tex? —Después se sentó en su rincón.

Tex se hallaba en la puerta siguiendo con la vista a Max. Miró lentamente a su alrededor.

—Estoy ocupado —dijo con agónica indecisión. El estómago de Rey pareció volverse al revés. Contuvo su náusea y serenó su rostro.

—Sí —dijo con una risita—. Ya lo veo.

Podía captar el latir del profundo silencio. Sacó su cartera y cogió un billete.

—Aquí hay diez. Deje de tener tanto trabajo y vaya por agua, ¿quiere?

Sintió dolor en sus intestinos y contempló a Tex. Pero éste no respondió. Sólo acusó un estremecimiento nervioso y miró a otro lado.

—Aún necesita comer... hasta que todo haya terminado de verdad —recordó desdeñosamente Rey. Luego miró a su alrededor—. ¿Quién desea tomar café?

—Yo —repuso Dino sin disculparse. Trajo el pote, lo llenó de agua y lo colocó en el hornillo.

Rey dejó caer el billete de diez dólares sobre la mesa. Dino lo miró. —No, gracias —dijo roncamente, sacudiendo la cabeza—. Sólo el café.

Después recorrió con pasos inseguros el barracón. Conscientes de sí mismos, los hombres se volvieron contra el refinado desprecio de Rey.

—Para suerte vuestra, hijos de perra, espero que sea verdad que ha acabado la guerra —les dijo.

Marlowe salió de las dependencias del comandante de campo y corrió hacia el barracón norteamericano. Contestó automáticamente los saludos de bienvenida y sintió los ojos fijos e incrédulos que le observaban. «Sí —pensó—. Yo tampoco lo creo. Pronto volveré a casa. Pronto volveré otra vez, pronto estaré con mi viejo, beberé con él, reiré con él y con toda la familia. Señor, resulta raro. ¡Estoy vivo! ¡Estoy vivo! Lo conseguí.»

—¡Hola muchachos! —Destellaba de alegría cuando penetró en el barracón.

—Hola Peter —saludó Tex, mientras se ponía en pie para estrecharle calurosamente la mano—. Muchachos, nos hemos alegrado al saber que retiraron al centinela, ¡viejo camarada!

—Es buena cosa la comprensión —dijo Peter Marlowe, y se rió. Mientras le rodeaban se meció en el calor de las felicitaciones.

—¿Qué pasó con el jefazo? —preguntó Dino.

Marlowe les contó lo acaecido y todos se sintieron aún más aprensivos. Todos, excepto Tex.

—¡Demonios! No hay necesidad de prepararse para lo peor. ¡Se acabó ya! —dijo confiado.

—Seguro que ha terminado —contestó malhumorado Max mientras penetraba en el barracón.

—Hola Max. Yo... —Marlowe no continuó. Le sorprendió su mirada terrorífica—. ¿Se encuentra bien? —preguntó confuso.

—¡Claro que estoy bien! —contestó irritado. Siguió hacia su litera y se dejó caer en ella—. ¿Qué demonios mira? ¿Es que si un hombre pierde los estribos alguna vez, han de mirarle todos los bastardos?

—Tómelo con calma —le aconsejó Tex.

—Gracias a Dios pronto saldré de este piojoso lugar. —El rostro de Max tenía un color gris-pardo y su boca se hallaba algo torcida—. Eso va por vosotros ¡piojosos bastardos!

—Calle Max.

—¡Vayase al infierno!

Max se limpió la barbilla, sacó un fajo de billetes de diez dólares de su bolsillo y, salvajemente, los partió y los esparció igual que
confetti.

—Pero, ¿qué le pasa, Max? —preguntó Tex.

—Nada, hijo de perra. Los billetes ya no valen para nada.

—¿Cómo?

—Acabo de estar en el almacén. Creí que podría comprar un coco. Pero el maldito chino no quiso mi pasta. No la quiso. Me dijo que había vendido todas sus existencias al comandante de campo. Me enseñó una nota que decía: «El Gobierno inglés promete pagar su valor con dólares.» Podéis limpiaros el asqueroso trasero con los dólares japoneses... Es para lo único que valen.

—¡Oh! —exclamó Tex—. Es una confirmación. Si el chino no acepta la pasta, realmente lo conseguimos, ¿verdad, Peter?

—Desde luego.

Marlowe gozaba de la cálida sensación de amistad. Incluso la malévola mirada de Max era incapaz de destruir su felicidad.

—Nunca agradeceré bastante la ayuda de ustedes, muchachos.

—¡Demonios! —exclamó Dino—. Es uno de nosotros. —Le golpeó amistoso—. No es malo aunque sea un condenado inglés.

—Será mejor que venga a Estados Unidos cuando salga. Podríamos incluso, convertirle en norteamericano —dijo Byron Jones III.

—Tiene que visitar Texas, Peter. Si alguna vez va a Estados Unidos, visite «el» Estado número uno.

—No hay muchas posibilidades de ello —le contestó—. Pero si alguna vez lo hago, cuente con ello. —Miró hacia el rincón de Rey—. ¿Dónde está nuestro temerario jefe?

—¡Está muerto! —tronó Max, con risa obscena.

—¿Qué? —exclamó Marlowe, asustado pese a sí mismo.

—Vive —replicó Tex—. Pero es lo mismo que si estuviese muerto.

Marlowe miró inquisitivamente a Tex. Vio las expresiones de todos los rostros, y, de repente, se sintió muy triste.

—¿No creen que ha sido algo brusco?

—Nada de brusco —escupió Max—. Está muerto. Nosotros perdimos el honor por ese hijo de perra y ahora lo hemos matado.

Marlowe le respondió con desprecio:

—Pero cuando las cosas iban mal, él les daba comida, dinero e incluso...

—¡Trabajamos para eso! —chilló Max, con los tendones de su cuello tensos—. ¡Ya tomé bastante quina de aquel bastardo! —Sus ojos vieron la insignia del rango de Marlowe en su brazo—. Y usted, bastardo inglés, ¿por qué no besa mi trasero como besó el suyo?

—Calle, Max —dijo Tex a modo de aviso.

—¡Muérase, pimpollo de la estrella solitaria!

Luego le escupió, y el salivazo retumbó en el piso de madera.

Tex se sonrojó. Después se precipitó contra él y lo aplastó contra la pared y le pegó un puñetazo en la cara. Max cayó de su litera pero dio la vuelta y se puso en pie. Agarró un cuchillo de su estante y se abalanzó contra Marlowe. Tex tuvo tiempo de desviar el brazo armado, y el cuchillo rozó el estómago del inglés. Dino sujetó a Max por la garganta y lo arrastró de nuevo a la litera.

—Ha perdido la cabeza —jadeó Dino.

Max miró fijamente a Marlowe. Los músculos de su rostro temblaban. De repente, empezó a chillar, se precipitó fuera de la litera y luchó locamente con los brazos como aspas de molino, mostrando los labios separados de los dientes y sus uñas como zarpas. Marlowe le sujetó un brazo, y los demás cayeron sobre él y volvieron a tenderlo en su litera. Necesitó tres hombres para ser inmovilizado, si bien chillaba y peleaba con dientes y piernas.

—¡Se ha vuelto loco! —gritó Tex.

—¡Una cuerda! —pidió frenéticamente Marlowe que sujetaba a Max con su antebrazo debajo de la barbilla.

Dino descargó su puño sobre la mandíbula, dejándole inconsciente.

—¡Jesús! —dijo a Marlowe al mismo tiempo que se levantaba—. Casi le mata.

—De prisa —aconsejó Marlowe—. Introduzcan algo entre sus dientes, o se morderá la lengua.

Dino encontró un pedazo de madera y se la puso entre los dientes. Luego le ataron las manos.

Una vez bien sujeto, Marlowe se relajó.

—Gracias, Tex. Si no llega a desviar el cuchillo, me lo clava.

—Olvídelo. Fue un acto reflejo. ¿Qué haremos con él?

—Conseguir un médico. Es un simple ataque. No mencionen lo del cuchillo. —Marlowe se frotó el rasguño que hizo el arma en su estómago y observó a Max que se agitaba espasmódicamente—. ¡Pobre muchacho!

—Gracias a Dios que Tex pudo desviarlo —exclamó Dino— Me hace sudar el pensarlo.

Marlowe miró al rincón de Rey. Aparecía solitario. Inconscientemente flexionó su mano y brazo para desentumecerlo después del esfuerzo.

—¿Cómo se encuentra, Peter? —preguntó Tex.

Necesitó largo rato para encontrar las palabras adecuadas.

—Vivo, Tex. Vivo.

Dio media vuelta y salió del barracón al sol.

Cuando encontró a Rey ya había oscurecido. Se hallaba sentado en el tocón de un cocotero que había en el huerto norte, medio oculto entre los viñedos. Miraba sin expresión al campo y no demostró oírle.

—Hola, viejo —saludó alegremente Marlowe, pero su alegría murió en cuanto vio los ojos de Rey.

—¿Qué desea usted, señor? —preguntó Rey, con tono hiriente.

—Verle. Sólo verle.

«Dios mío», pensó compadecido al ver el estado de su amigo.

—Bien, ya me ha visto. Y ahora, ¿qué? —contestó volviéndole la espalda—. ¡Piérdase!

—Soy su amigo, ¿recuerda?

—No tengo amigos. ¡Piérdase!

Marlowe se acuclilló al lado del tocón y sacó dos cigarrillos de los que le diera Shagata.

—Fumemos. Me los dio Shagata.

—Fúmeselos usted, señor.

Durante un momento, Marlowe deseó no haber hallado a su amigo. Pero no se fue. Cuidadosamente encendió los dos cigarrillos y le ofreció uno. Rey no hizo movimiento alguno para cogerlo.

—Vamos. Por favor.

Rey aplastó el cigarrillo después de arrancárselo de las manos.

—¡Al diablo usted y su maldito cigarro! ¿Quiere estarse aquí? Muy bien. —Se levantó y empezó a caminar con pasos largos.

Marlowe le cogió del brazo.

—Espere. Éste es el mayor día de nuestras vidas. No lo estropee sólo porque sus compañeros de barracón se volvieron algo estúpidos.

—Aparte su mano —dijo Rey a través de sus dientes—. O la quito yo.

—No se preocupe por ellos —insistió Marlowe—. La guerra ha terminado, eso es lo que importa. Ha terminado y subsistimos. Recuerde las palabras que usó un día para animarme: Procure ser el número uno. Tenía usted razón. ¿Qué importa lo que ellos digan?

—Yo no doy un comino por ellos. Ni por usted en este momento.

Rey apartó violentamente su brazo y Marlowe le miró anonadado.

—Soy su amigo. ¡Maldita sea! ¡Deje que le ayude!

—No necesito su ayuda.

—Lo sé. Pero me gustaría que fuéramos amigos. Vea —continuó con dificultad—, pronto regresará a su hogar y...

—¡Al demonio regresaré! —exclamó casi con un rugido—. ¡No tengo hogar!

El viento hacía crujir las hojas. Los grillos lanzaban su monótono chirrido. Los mosquitos formaban nubes alrededor de ellos. Las luces de los barracones empezaban a proyectar sombras y la luna se alzaba en un cielo aterciopelado.

—No se preocupe, viejo —respondió compasivo—. Todo irá bien.

—¿Sí?

—Sí. —Peter Marlowe vaciló—. Lamenta que todo haya terminado, ¿verdad?

—Déjeme solo, ¡maldita sea! ¡Déjeme solo! —gritó Rey, que volvió a sentarse en el cocotero.

—Todo irá bien. Y recuerde que soy su amigo. No lo olvide nunca.

Estiró su mano derecha y tocó el hombro de Rey. Percibió cómo se estremecía bajo su contacto.

—Buenas noches, viejo —dijo quedamente—. Hasta mañana.

Sentíase desgraciado al marcharse. «Mañana —se dijo—, mañana podré ayudarle.»

Rey quedó sentado sobre el tocón de cocotero, satisfecho de estar solo, y aterrado por su soledad.

El coronel Smedly-Taylor, Jones y Sellars rebañaban sus platos.

—Magnífico —exclamó Sellars, lamiéndose los dedos. Smedly-Taylor chupaba un hueso, aunque estaba ya totalmente limpio.

—Jones, muchacho. Se lo daré a usted. —Eructó—. ¡Qué soberbio modo de acabar el día! Delicioso. Igual que conejo. Algo correoso y duro, pero delicioso.

—No he gozado tanto una comida desde hace muchos años —coreó Sellars—. La carne es algo grasosa, pero, ¡canastos!, maravillosa. —Miró a Jones—. ¿No puede conseguir más? Una pierna no es mucho.

—Quizá.

Jones cogió delicadamente el último grano de arroz. Su plato aparecía seco y vacío, pero él se sentía muy lleno.

—Fue algo de suerte, ¿eh?

—¿Dónde las consiguió?

—Blakely me habló de ello. Las vendía un australiano. Se las compré todas. —Miró a Smedly-Taylor—. Gracias a usted que guardaba el dinero.

—Sí —contestó el aludido.

Abrió la cartera y puso trescientos sesenta dólares sobre la mesa.

—Hay bastante para otras seis. No es preciso racionarse. ¿No les parece, caballeros?

Sellars miró los billetes.

—Si tenía usted ese dinero oculto, ¿por qué no lo empleó unos meses atrás?

—¿Por qué? —Se levantó y se desperezó—. Porque lo ahorraba para hoy. Recuerden que es el último. —Sus ojos de granito miraron a Sellars—. Está bien, hombre, sólo quiero que nos diga algo sobre él. No comprendo cómo se las arregló para obtenerlo. Eso es todo.

Jones sonrió.

—Puede haber sido un trabajo particular. Oí que a Rey casi le dio un ataque al corazón.

—¿Qué tiene que ver Rey con mis dólares? —preguntó Smedly-Taylor.

—Nada.

Jones contó el dinero. Desde luego, habían trescientos sesenta, y era suficiente para comprar doce ancas de
rusa tikus.
Valía treinta dólares cada una y rio sesenta, según la creencia de Smedly-Taylor. Jones se sonrió pensando que el coronel bien podía pagar doble. Ignoraba cómo logró realizar el robo, pero consideraba inteligente mantener el secreto. También él sabía callar, como en el caso de las otras tres
rusa tikus
, que, en unión de Blakely, había preparado y comido en secreto aquella tarde. Blakely se comió una, y él las otras dos, que añadidas a la de aquel momento, era la causa de que estuviera ahito.

—Dios mío —dijo frotándose el estómago—. No creo que pudiera comer tanto todos los días.

—Ya se acostumbrará —respondió Sellars—. Yo sigo hambriento. Vea de conseguir más, muchacho.

Smedly-Taylor, dijo:

—¿Qué les parece si jugamos una o dos partidas?

—Admirable —exclamó Sellars—. ¿Quién será el cuarto?

—¿Samson?

Jones rió.

—Creo que se disgustaría mucho si supiera lo de la carne.

—¿Cuánto tiempo cree usted que necesitarán nuestras tropas para llegar a Singapur? —preguntó Sellars, intentando ocultar su angustia.

Smedly-Taylor miró a Jones.

—Unos cuantos días. Todo lo más una semana, siempre que los japoneses de aquí realmente cedan.

—Si nos han dejado la radio, es porque piensan rendirse.

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