Authors: James Clavell
Forsty veía los grupos apiñados de hombres que le contemplaban desde los barracones, ventanas, umbrales y sombras. Todos guardaban silencio.
Veía también la carretera bordeada de barracones y la zona de las letrinas. Las aletas de su nariz se impregnaron del hedor que aumentaba el calor, la humedad y la orina. Hombres que parecían «zombies», se movían por todas partes, vestidos con harapos, taparrabos o
sarongs.
Todos mostraban su osamenta descarnada.
—¿Se siente bien? —preguntó Rey solícito—. No parece usted muy animado.
—Me siento bien. ¿Quiénes son esos pobres hombres?
—Simplemente, alguno de los muchachos —contestó—. Son oficiales.
—¿Qué?
—¿Hay algo de malo en ellos?
—¿Quiere usted decir que aquéllos son oficiales?
—Sí. Esos barracones pertenecen a los oficiales. En aquella hilera de
bungalows
viven el comandante de campo, los coroneles y demás jefes. Hay cerca de un millar entre australianos e ingleses en los barracones. Dentro de la cárcel habrá unos siete u ocho mil soldados ingleses y australianos.
—¿Están todos como ésos?
—¿Cómo dice?
—¿Tienen todos esa misma apariencia? ¿Todos visten de esa forma?
—Desde luego —Rey sonrió—. Desde luego, parecen un racimo de podredumbre. Seguro que no me fijé en eso hasta ahora.
Entonces advirtió que Forsty le estudiaba críticamente.
—¿Qué pasa? —preguntó desvaneciéndose su sonrisa.
Detrás y alrededor de ellos había hombres que les observaban; también estaba Marlowe. Pero todos permanecían a discreta distancia, preguntándose si, realmente, sus ojos veían a un ser con auténtica apariencia de hombre, y con un revólver en el cinto, que hablaba con Rey.
—¿Por qué es usted tan diferente a todos ellos? —preguntó Forsty.
—¡Señor!
—¿Por qué viste usted bien, mientras ellos van con harapos?
La sonrisa de Rey apareció nuevamente.
—He cuidado mis ropas. Supongo que ellos no.
—Tiene usted buen aspecto.
—No tanto como yo quisiera, pero imagino que puedo pasar. ¿Quiere que le enseñe los alrededores? Pensé que necesitaría ayuda. Puedo llamar a algunos de los muchachos, reunirlos. No hay nada en el campo que valga la pena mencionar. Si bien tenemos un camión en el garaje. Podríamos ir a Singapur y liberar...
—¿Por qué parece ser usted el único aquí? —interrumpió Forsty con palabras como balas.
—¿Qué?
Forsty señaló con gesto enérgico de su dedo cuanto le rodeaba.
—Veo de doscientos a trescientos hombres, y usted es el único que va vestido. Todos aparecen tan delgados como un bambú, pero usted —se volvió con ojos fríos a Rey—, usted se conserva muy bien.
—Soy lo mismo que ellos. He estado en el baile. Pero con suerte.
—No existe la suerte en un agujero infernal semejante.
—Sí que existe —replicó Rey—. Y no hay nada de malo en cuidar la ropa, ni en mantenerse lo mejor posible. Un hombre debe de buscar ser el número uno. ¡No hay daño en eso!
—En absoluto —<üjo Forsty— con tal que no sea a costa de otros. —Luego preguntó—: ¿Dónde están las dependencias del comandante de campo?
—Allá —Rey señaló la primera hilera de
bungalóws
—. No comprendo qué le pasa. Pensé que podría serle útil, que necesitaba a uno que le pusiera en antecedentes...
—No necesito «su» ayuda, cabo. ¿Cómo se llama?
Rey lamentó haber perdido el tiempo intentando ayudar. «Hijo de perra —pensó furioso—, eso es lo que se gana cuando se intenta ser útil.»
—Rey, señor.
—No le necesito, cabo. Tampoco le olvidaré. Seguro que veré al capitán Brough a la primera oportunidad.
—¿Qué demonios significa eso?
—Significa que considero a usted sospechoso —dijo enojado Forsty—. Quiero saber por qué usted se conserva bien cuando los demás no lo están. Para conservarse en un lugar como éste, se necesita dinero, y son escasos los medios de conseguirlo. No obstante, hay alguno como informar, vender medicamentos o comida...
—¡No estoy dispuesto a consentir este rapapolvo!
—¡Retírese, cabo! ¡No olvide que haré cuestión de honor el vigilarle!
Rey hizo un esfuerzo supremo para no aplastar su puño contra el rostro del capitán.
—¡Retírese! —repitió Forsty, y añadió maligno—: ¡Fuera de mi vista!
Rey saludó militarmente y se marchó con los ojos inyectados de sangre.
—Hola —dijo Peter Marlowe interceptándole—. Me gustaría tener sus tripas.
Los ojos de Rey se aclararon.
—Sí, señor —saludó, y empezó a caminar.
—Por Dios, raja, ¿qué demonios pasa?
—Nada. Sólo que... no tengo ganas de hablar.
—¿Por qué? ¿Hice algo que le ofendiera? O, simplemente, ¿está enfadado conmigo? Por favor, dígamelo.
—Nada tiene que ver con usted.
Rey forzó una sonrisa, si bien lloraba por dentro. «Señor —se dijo mentalmente—, ¿qué he hecho mal? Alimenté y ayudé a esos bastardos, y ahora me miran como si fuera un desconocido.»
Giró la cabeza y vio a Forsty que caminaba entre dos barracones, luego, desapareció. «Y él piensa que soy un maldito espía.»
—¿Qué dijo? —preguntó Marlowe.
—Nada... Él... fui a... a hacer algo por él.
—Soy su amigo. Deje que le ayude.
Rey sólo quería ocultarse. Forsty y los otros habían destruido su personalidad y sentíase perdido. Sin el escudo de su poder no era nadie.
—Hasta luego —murmuró y se fue presuroso.
«Señor —lloraba por dentro— devuélveme mi personalidad. Por favor, haz que sea otra vez el mismo.»
Al día siguiente un avión sobrevoló el campo. Su vientre vertió suministros. Algunos cayeron en el campo, pero otros no. Los últimos no fueron recogidos. Nadie quiso abandonar la seguridad de Changi. Podría ser una trampa.
Las moscas, como siempre, lo inundaban todo, y otros cuantos hombres murieron aquel día. El nuevo amanecer trajo aviones que aterrizaron en el campo de aviación. Un coronel llegó a Changi acompañado de médicos y subalternos. Traían medicamentos. Otros aviones siguieron a los primeros.
De repente se vieron
jeeps
que corrían por el campo, llenos de hombres fornidos que fumaban y cuatro médicos. Todos eran norteamericanos. No tardaron mucho en acribillar a sus compatriotas con inyecciones, y atiborrarles de botes de zumo de naranja fresca, comida y cigarrillos. Finalmente, abrazaron a sus muchachos, a sus héroes, y les ayudaron a subir a los
jeeps
, que condujeron a la puerta de Changi, donde aguardaba un camión.
Marlowe les miraba lleno de asombro. «No son héroes —pensó aturdido—. Ni nosotros. En realidad perdimos nuestra guerra. ¿Acaso no?
Luego no somos héroes. ¡No, no lo somos!»
Vio a Rey a través de la niebla de su mente. Era su amigo. Había esperado tener una oportunidad para hablar con él, pero cuando lo encontraba, le despedía con un «Más tarde», «Ahora estoy ocupado». Y ahora se marchaba sin que la oportunidad buscada se presentase.
Peter Marlowe, como muchos de los habitantes de Changi, se encontraba junto a la puerta, observando la marcha de los norteamericanos. Esperaba decir adiós a su amigo y darle las gracias por lo del brazo y por las muchas veces que habían reído juntos. Grey también se encontraba allí.
Forsty, cansado, permanecía en pie junto al camión. Entregó la lista.
—Guarde usted el original, señor —dijo al comandante norteamericano—. Sus hombres están relacionados por rango, cuerpo a que pertenecen y número de identificación.
—Gracias —dijo aquél. Firmó las listas y devolvió cinco copias—. ¿Cuándo llegarán los suyos?
—Dentro de un par de días.
El oficial miró a su alrededor y acusó un estremecimiento.
—Creo que necesita usted ayuda.
—¿Le sobran medicamentos, por casualidad? —preguntó Forsty.
—Desde luego; le mandaré todos los que tengo en el avión. Tan pronto haya puesto en camino a nuestros muchachos, volveré a traérselos en nuestros
jeeps.
Le dejaré un médico y dos practicantes hasta que salga usted de aquí.
—Gracias —el capitán intentó borrar la fatiga de su rostro—. Los necesito. Firmaré un recibo por los medicamentos. El ejército inglés pagará su importe.
—Nada de papeles. Si quiere las medicinas, cuente con ellas. Para eso son. —Se volvió—. Conforme, sargento, súbalo al camión. —Se fue junto al médico—. ¿Qué opina, doctor?
—Está sujeto a causa criminal. —El médico levantó la vista de la figura inconsciente, muy bien colocada en la camilla—; es inevitable. Afortunadamente para él, se ha vuelto loco.
—Hijo de perra —dijo molesto el comandante, e hizo una señal de confrontación junto al nombre de Max en la lista—. Parece poco noble. —Su voz se suavizó—. Y los demás, ¿cómo están?
—No muy bien. Síntomas de resistencia a lo exterior y ansiedad por el futuro. Sólo hay uno cuyo estado sea aceptable.
—Maldito si entiendo cómo han podido subsistir. ¿Ha visitado la cárcel?
—Sí. Sólo una vuelta rápida. Fue bastante.
Marlowe observaba ansiosamente. Su infelicidad no era causada sólo por la marcha de su amigo. En realidad le afectaba la de todos los norteamericanos. De algún modo sentíase uno más entre ellos, cosa censurable, pues eran extranjeros. No obstante, nunca experimentó la Sensación de encontrarse entre extraños cuando estuvo con ellos. «¿Es envidia? —se preguntó—. ¿Celos? No, no lo creo. No sé qué es. Pero siento como si ellos se fueran a "nuestra" patria y yo me quedara atrás.»
Se acercó algo más al camión tan pronto empezaron a oírse órdenes para que los hombres se subieran a él. Brough, Tex, Dino, Byron Jones III..., todos resplandecían en sus uniformes nuevos y amildonados; eran irreales. Gritaban y reían mientras caminaban. Pero no Rey, algo apartado de los demás.
Marlowe se alegraba de que su amigo regresara con los suyos. Rezó una oración en súplica de que todo le fuera bien durante el camino.
—Suban al camión, muchachos.
—Vamos, suban al camión —repitió otro.
Grey no advirtió que estaba junto a Marlowe.
—Dicen que hay un avión dispuesto para llevarlos a Norteamérica. Un avión especial. ¿Es posible? Y sólo por un puñado de hombres y unos cuantos oficiales jóvenes —dijo mirando el camión.
Marlowe tampoco había advertido su presencia. Le observó despreciativo.
—Es usted un maldito envidioso, Grey.
La cabeza de éste giró rápidamente.
—¡Ah! Es usted.
—Sí —Marlowe señaló el camión—. Consideran que un hombre es tan bueno como otro cualquiera. Por eso han fletado un avión para ellos solos. Es una gran lección, a poco que se piense.
—No me diga que las clases superiores se han dado cuenta al fin...
—¡Calle! —Marlowe se apartó de él, irritado.
Junto al camión había un sargento fornido con muchas tiras en la manga y un cigarrillo apagado en la boca.
—Vamos. Suban al camión —repetía pacientemente.
Sólo Rey quedaba ya en el suelo.
—¡Pardiez! ¡Suba al camión! —gritó el sargento. Rey no se movió. Luego, impaciente, el sargento tiró el cigarrillo y, blandiendo un dedo, gritó:
—¡Usted, cabo! ¡Meta su maldito trasero en el camión!
Rey pareció despertar de su aislamiento.
—Sí, sargento. Lo siento, sargento.
Humildemente subió a la parte posterior del vehículo y se quedó de pie donde todos estaban sentados. Alrededor suyo habían hombres excitados que se hablaban entre sí, pero no a él. Ninguno parecía advertirle. Rey era una figura solitaria mientras el camión rugía a la vida y echaba al aire el polvo de Changi.
Marlowe corrió hacia delante y levantó la mano para saludar a su amigo. Éste no miró atrás.
De repente, se sintió muy solo, allí, junto a la puerta de Changi.
—Ha valido la pena verlo —dijo Grey recreándose.
Marlowe se volvió.
—Vayase antes de que me líe con usted.
—Fue agradable verle tratado de ese modo. «Usted, cabo. ¡Meta su maldito trasero en el camión!» —Los ojos de Grey destellaban malignamente—. Lo trató como a la basura que es.
Marlowe lo recordaba de modo distinto. Él había contestado humildemente: «Sí, sargento.» No era Rey. En todo caso no era el hombre nacido del vientre de Changi, el hombre que Changi había nutrido tanto tiempo.
—Como el ladrón que era —continuó Grey deliberadamente.
Marlowe cerró su puño izquierdo.
—Le di antes una última oportunidad.
Luego descargó su puño en el rostro de Grey, haciéndole retroceder. Pero se sostuvo en pie y se abalanzó contra Marlowe. Los dos se golpeaban mutuamente cuando, de repente, apareció Forsty junto a ellos.
—¡Deténganse! —ordenó—. ¿Por qué diablos se pelean ustedes?
—Por nada —dijo Marlowe.
—¡Quite su mano! —exigió Grey, que pegó un tirón y se soltó de Forsty—. ¡Quítese de en medio!
—Provoquen otro altercado y les confino en sus dependencias. —Descorazonado, Forsty advirtió que uno era capitán y el otro teniente aviador—. Debería darles vergüenza, bravuconear como vulgares soldados. Vayanse de aquí. La guerra ha terminado, caramba.
—¿Sí? —Grey miró a Marlowe, luego se fue.
—¿Qué hay entre ustedes dos? —preguntó Forsty.
Marlowe miró hacia el horizonte. El camión ya no se veía por parte alguna.
—No comprendería —dijo, y se volvió.
Forsty le contempló hasta que hubo desaparecido. «Puedes decir eso millones de veces —pensó exhausto—. No comprendo a ninguno de vosotros.»
Después regresó a la puerta de Changi. Como siempre, había grupos de hombres mirando en silencio. La puerta seguía vigilada, si bien eran oficiales y no japoneses o coreanos. El día de su llegada ordenó que se marcharan y nombró un oficial de guardia que se encargó de la seguridad del campo y de que los hombres no salieran. No obstante, la vigilancia fue innecesaria, pues nadie intentó salir. «No lo comprendo —se dijo Forsty—. No tiene sentido. Nada tiene sentido aquí.»
Entonces recordó que no había informado del norteamericano sospechoso, el cabo. Eran tantas sus preocupaciones que le olvidó totalmente. «Ahora es demasiado tarde —se dijo—. No importa, el comandante ha de regresar. Se lo diré. El puede hacerse cargo del asunto.»
Dos días más tarde llegaron más norteamericanos. Entre ellos vino un general. Parecía ser un auténtico rey, rodeado de un enjambre de fotógrafos, periodistas y ayudantes. Fue conducido al
bungalow
del comandante de campo, donde se hallaban Marlowe, Mac y Larkin, que habían recibido orden de estar allí. El general cogió el auricular de la radio y simuló escuchar.