Authors: James Clavell
—Lo espero. Desde luego, confío en ello.
Se miraron mutuamente, olvidados de la buena comida, y perdido su pensamiento en el futuro.
—No hay motivo para preocuparse. Todo..., todo irá bien —opinó Smedly-Taylor.
No obtante, sentía un tremendo pánico; pensaba en Maisie y en sus hijos, preguntándose si estarían vivos.
Poco antes del amanecer un cuatrimotor rugió encima del campo. Nadie sabía si era aliado o japonés, pues al primer sonido de los motores el pánico hizo presa en todos, esperando oír el silbido de las bombas. Éstas no cayeron y el avión desapareció. Entonces sintieron un nuevo temor: posiblemente se habían olvidado de ellos y nunca vendrían.
Ewart penetró en el barracón y sacudió a Peter Marlowe hasta despertarlo.
—Se dice que el avión sobrevoló el campo de aterrizaje... y que un hombre se ha tirado en paracaídas.
—¿Lo vio usted?
—No.
—¿Habló con alguien que lo viera?
—No. Es sólo un rumor —Ewart intentó ocultar su miedo—. Temo que tan pronto llegue la flota japonesa se vuelvan locos.
—No lo creo.
—Fui hasta la dependencia del comandante de campo. Hay allí muchos hombres reunidos leyendo los boletines de noticias. El último dice... —durante un momento Ewart fue incapaz de hablar, luego continuó—: que las víctimas de Hirosima y Nagasaki sobrepasan los trescientos mil, y que aún mueren la gente como moscas. Parece ser que esta bomba infernal contamina el aire y sigue matando. Dios mío, si esto sucediera en Londres, y yo estuviera encargado de un campo como éste... yo... yo los mataría a todos. Lo haría, lo haría.
Marlowe procuró calmarle. Salió a la puerta del barracón en busca de la luz del nuevo amanecer. También era presa del miedo. Ewart no carecía de razón. Semejante bomba infernal era demasiado. Pero ello trajo un gran beneficio para él, y bendijo in mente a los cerebros que la inventaron. Fueron aquellas bombas las que salvaron a Changi del olvido. «Desde luego —se dijo—, pese a las consecuencias de las bombas, bendeciré siempre las dos primeras y a los hombres que las hicieron. Han salvado mi vida cuando realmente no había esperanza.»
Las dos primeras causaron la muerte a una gran multitud, pero también habían salvado las vidas de incontables cientos de miles más.
Sin advertirlo, llegó junto a la puerta principal. Los guardianes seguían allí, como siempre. Pero sus espaldas miraban hacia el campo, si bien conservaban aún sus fusiles. Marlowe los observó curioso. Seguro que darían sus vidas en defensa de unos hombres que hasta el día anterior eran sus despreciables enemigos.
«¡Dios mío! —pensó—. ¡Qué incomprensibles son Tus designios!»
Luego, de pronto, en la creciente luz del amanecer, fue testigo de una extraña aparición. Era un verdadero hombre, un blanco con aspecto de «hombre». Vestía un extraño uniforme, verde, sus botas de paracaidista aparecían pulimentadas y su gorro brillaba como el fuego; un revólver colgaba de su amplio cinto, y llevaba una mochila limpia sobre su espalda.
El raro ejemplar humano caminó hasta el centro de la carretera. Sus tacones resonaban en el suelo. Finalmente se paró frente al cuartel general de ios guardianes.
Peter Marlowe advirtió que ostentaba el rango de capitán. Éste observó a los centinelas y dijo:
—¡Saluden, condenados bastardos!
Ellos le contemplaron estúpidamente. El capitán se acercó al más inmediato, le quitó el fusil que tenía puesta la bayoneta, y lo clavó en el suelo. Dijo otra vez:
—¡Saluden, condenados bastardos!
Nerviosos, le miraron. El capitán empuñó su revólver y disparó una sola vez junto a los pies de uno de los guardianes, y volvió a repetir:
—¡Saluden, condenados bastardos!
Awata, el sargento japonés, Awata
el Temerario
, sudoroso y manifiestamente presa de sus nervios, dio un paso adelante y se inclinó. Los demás le imitaron.
—Eso ya está mejor, ¡condenados bastardos! —dijo el capitán. A medida que los desarmaba fue tirando sus fusiles al suelo—. Métanse en el cuartel.
Awata comprendió el movimiento de su mano. Ordenó a los demás que formaran y, a una nueva orden suya, volvieron a inclinarse.
El capitán, que les observaba, devolvió el saludo.
—¡Saluden condenados bastardos! —exigió de nuevo.
Obedecieron.
—Bien —dijo el capitán—. La próxima vez que yo diga saluden, háganlo.
Awata y sus hombres saludaron. El capitán se volvió y caminó hacia la barricada.
Marlowe sintió los ojos del capitán sobre él y los hombres más próximos. Temeroso, retrocedió.
Primero advirtió repulsión en aquellos ojos, y, luego, compasión.
El capitán gritó a los guardianes:
—¡Abran esa maldita puerta, cerdos!
Awata comprendió la orden de su mano, y, rápidamente, corrió seguido de tres guardianes, que franquearon el camino.
El capitán cruzó la barricada y, cuando la cerraban otra vez, gritó:
—¡Déjenla como está!
Después de obedecer se inclinaron.
Marlowe intentó comprender. Aquel modo de comportarse del capitán no le parecía bien. De repente, advirtió que estaba frente a él.
—Hola —saludó—. Soy el capitán Forsty. ¿Quién es el que manda aquí?
Sus palabras fueron blandas y muy suaves. Pero Marlowe sólo veía sus ojos que le observaban de pies a cabeza.
«¿Qué es lo que me pasa? ¿Qué me ocurre?» Se preguntó desesperadamente. Asustado, retrocedió otro paso.
—No es necesario que me tenga miedo. —La voz del capitán resonaba profunda y condoliente—. La guerra ha terminado. Me han mandado aquí para vigilar que cuiden de ustedes.
El capitán adelantó otro paso. Marlowe retrocedió y el recién llegado se detuvo. Lentamente sacó un paquete de «Players». «Players» ingleses auténticos.
—¿Quiere un cigarrillo?
El capitán adelantó otro paso, y Marlowe huyó aterrado.
—¡Espere un momento! —le gritó Forsty.
Luego se acercó a otro, pero ocurrió lo mismo. Todos huyeron de él.
El segundo gran temor invadía Changi.
Temor de sí mismo. ¿Estoy bien? ¿Lo estoy después de todo este tiempo? Que era tanto como preguntarse: ¿Estoy bien de la cabeza? Habían transcurrido tres años y medio. ¡Dios santo! Ellos recordaban las palabras de Vander Velt sobre la impotencia. «¿Trabajaré? ¿Podré hacer el amor? ¿Estaré bien?», se repetían. Vieron el horror en los ojos del capitán cuando les miró. ¿Por qué?
Rey yacía en su cama cuando se enteró de la llegada del oficial. Aún conservaba el lugar de preferencia debajo de la ventana, pero sólo el mismo espacio que los otros hombres: un metro ochenta por un metro veinte centímetros. Lo advirtió al regresar del jardín norte. Entonces vio que habían movido su cama y sillas, y que otras ocupaban el espacio que era suyo por derecho. No dijo nada, y ellos tampoco, pero al mirarlos, evitaron sus ojos.
Tampoco habían recogido y guardado su cena. Sencillamente, se la habían comido.
—Bueno —dijo Tex—, Parece que nos olvidamos de usted. Mejor será que esté aquí la próxima vez. Cada hombre es responsable de su propio «chino».
Rey optó por freírse una de sus gallinas. Se comió la mitad y reservó la otra para el desayuno. Sólo le quedaban ya dos aves. Las otras sacrificadas en los últimos días, las compartió con los hombres que realizaron el trabajo.
También intentó comprar en el almacén del campo, pero el montón de billetes ganado con el diamante carecía de valor. En su cartera guardaba once dólares americanos; aquella moneda sí era válida. Ahora bien, con once dólares y dos gallinas no podía subsistir siempre.
Aquella noche durmió como la anterior. Pero en la penumbra del amanecer se encaró consigo mismo y se acusó de debilidad y necedad, impropias de él. Cierto que antes le saludaban todos cuando lo veían pasear por el campo, pero carecía de importancia que Brant, Prouty, Samson y otros muchos, le negaran ahora el saludo. No obstante se le hacía insufrible que hombres como Tinker Bell, Timsen, los agentes de la Policía Militar, sus informadores y aquellos que trabajaban sólo para él, hombres a quienes había ayudado, vendido o regalado comida, cigarrillos o dinero, le miraran como un desconocido. Allí donde siempre hubo ojos observándole, aunque fuera con odio, ahora no advertía nada.
Un frío extraño heló su cuerpo al caminar por el campo, volver a su morada y yacer en su lecho como un fantasma.
Aquello era la nada.
En aquel momento oía a Tex que explicaba la increíble noticia de la llegada del Capitán, y percibió el nuevo temor que agarrotaba a todos.
—¿Qué pasa? —preguntó—. ¿Por qué diablos se quedan tan silenciosos? Ha llegado un tipo de fuera. Eso es todo.
Ninguno dijo nada.
Rey se levantó, crecido por el silencio. Se puso su mejor camisa y sus pantalones nuevos, y limpió el polvo de sus brillantes zapatos. Se colocó el gorro algo ladeado, y se quedó un momento en el umbral.
—Me apetece hoy algo cocinado aquí —dijo sin dirigirse a nadie en particular.
Miró a su alrededor y observó el hambre en los rostros de sus compañeros y la escasa esperanza que había en sus ojos. Se sintió poderoso otra vez y normal como antes.
—¿Tiene trabajo hoy, Dino? —preguntó al fin.
—No, no —repuso éste.
—Mi cama necesita arreglo, y hay algo que lavar.
—¿Desea..., desea que lo haga? —preguntó vencido, si bien a disgusto.
—¿Quiere?
Dino juró entre dientes, pero el recuerdo de la fragancia del pollo de la noche anterior terminó con sus escrúpulos.
—Desde luego.
—Gracias, compañero.
Rey lo despreció al mismo tiempo que le divertía la lucha soterrada de su yo. Se volvió hacia los peldaños.
—Bueno..., ¿qué gallina querrá? —preguntó Dino detrás de él.
Rey no se detuvo.
—Ya lo pensaré. De momento arregle la cama y lave la ropa.
Dino apoyado contra el umbral le observó mientras caminaba por el sol junto al muro de la cárcel, hasta que se perdió detrás de la esquina.
—¡Hijo de perra!
—¡Vayase al lavadero! —exclamó Tex.
—¡Maldita sea! ¡Tengo hambre!
—¡Le convenció sin prometerle ningún maldito pollo!
—Hoy se comerá uno —aseguró esperanzado—. Me invitará. Nunca ha comido sin dar a quien le ayuda.
—¿Qué hizo la noche pasada?
—Estaba disgustado porque le quitamos su espacio.
Dino pensaba a la vez en el capitán inglés, en su hogar y su novia. ¿Le esperaría? ¿Se habría casado? «Seguro que estará casada —se dijo sombríamente—. Tampoco habrá nadie en casa. ¿Cómo diablos encontraré trabajo?»
—Eso era antes —decía Byron Jones III—. Te apuesto algo a que el hijo de perra se lo come delante de nosotros.
Pero su mente se hallaba muy lejos, en su hogar. «Maldito si volveré allí. Tendré un apartamento para mí solo. Sí. Pero, ¿de dónde sacaré la pasta?»
—¿Y qué, si lo hace? —preguntó Tex—. Seguro que sólo nos quedan dos o tres días nada más.
Texas llenó su cerebro. «¿Recuperaré mi trabajo? ¿Dónde viviré? ¿Cómo obtendré dinero? ¿Servaré para cortar el heno?»
—¿Y qué me dice del oficial inglés, Tex? ¿No sería mejor que habláramos con él?
—Sí. Deberíamos hacerlo. Pero diablos, quizá luego, o mañana. Debemos acostumbrarnos antes a la idea —Tex reprimió un estremecimiento—. Cuando me miró, fue como si mirara a un..., bicho raro. ¡Vaca sagrada! ¿Qué diablos hay de malo en mí? Mi aspecto es normal, ¿no les parece?
Todos estudiaron a Tex, intentando descubrir lo que el oficial había visto. Pero ellos sólo vieron a Tex, el Tex que conocían desde hacía tres años y medio.
—Me parece normal —opinó finalmente Dino—. El bicho raro lo será él. Maldito si yo hubiera bajado en paracaídas solo en Singapur, estando los piojosos nipones alrededor. El verdadero bicho raro es él.
Rey caminaba siguiendo el muro de la prisión. «Eres un estúpido hijo de perra —se dijo—. ¿Por qué estás tan abatido? Todo es normal en el mundo. Seguro. Tú eres aún el amo. Eres todavía el único que sabe cómo tratar las situaciones.»
Ladeó un poco más su gorro y se rió entre clientes al recordar a Dino. «Aquel bastardo estará maldeciéndome, y se preguntará si realmente va a conseguir su parte de pollo, después de haber aceptado el trabajo. ¡Al demonio con él, que sude!», pensó jovialmente.
Pasó junto a dos barracones, donde un grupo de hombres se entretenía en mirar hacia la puerta del lado norte. Todos se hallaban silenciosos, inmóviles.
Rodeó otro barracón y entonces descubrió al oficial que, de pie en un claro, miraba aturdido a uno y otro lado. Luego vio cómo se encaminaba hacia algunos hombres, y rió sardónicamente al verlos retroceder.
«¡Idiotas! —se dijo—. Estáis totalmente locos. ¿Qué ocurre para que os asustéis así? Se trata de un capitán. Seguro que necesita ayuda. Pero, ¿qué infiernos le sorprende tanto?»
Apresuró el paso, si bien no hizo ruido.
—Buenos días, señor —le saludó.
El capitán Forsty se volvió sobresaltado.
—Hola —correspondió con alivio—. Gracias a Dios que encuentro a uno con aspecto normal. —Advirtió el significado de sus palabras y trató de disculparse—. ¡Oh! Lo siento. No quise decir...
—No se preocupe —interrumpió Rey, amablemente—. Esa escoria descompone a cualquiera. Muchacho, celebramos verle. Bien venido a Changi.
Forsty sonrió. Aunque mucho más bajo que Rey, su constitución era tan fuerte como un tanque.
—Gracias. Soy el capitán Forsty. He sido mandado para inspeccionar el campo mientras llega la flota.
—¿Cuánto falta?
—Seis días.
—¿No puede ser más pronto?
—Supongo que estas cosas necesitan tiempo —Forsty señaló con la cabeza los barracones—. ¿Qué les ocurre a los demás? Parece como si yo fuera un leproso.
Rey se encogió de hombros.
—Se encuentran en un estado de conmoción. No creen aún lo que ven sus ojos. Ya sabe cómo son algunos tipos. Y llevamos mucho tiempo aquí.
—Sí, es verdad —respondió lentamente.
—Es de necios asustarse de usted —volvió a encogerse de hombros—. Pero así es la vida.
—¿Es usted norteamericano?
—Sí, somos veinticinco entre oficiales y soldados. El capitán Brough es nuestro oficial de mayor categoría. Fue derribado en 1943. Quizá desee conocerle.
—Desde luego.
Forsty sentíase totalmente agotado. Le habían encomendado aquella misión en Burma cuatro días antes. La espera, el vuelo y el salto; el paseo hasta el campo de prisioneros, la preocupación por lo que encontraría y por la reacción de los japoneses, y el medio de que se valdría para cumplir las órdenes, llenaron de terror sus sueños. «Bueno, viejo; pediste una misión y la conseguiste. Ya estás aquí. Por lo menos pasaste la primera prueba en la puerta principal. Pobre loco —se dijo—, estabas tan aturdido que sólo sabías decir: Saluden, condenados bastardos.»