Mary Ann Nichols tenía unos cuarenta y dos años y le faltaban cinco dientes.
Medía un metro sesenta o sesenta y uno y era rolliza, con la cara regordeta y vulgar, de ojos marrones y cabello castaño veteado de gris. Durante su matrimonio con un operario de imprenta llamado William Nichols, había dado a luz a cinco hijos, el mayor y el menor de los cuales tenían, respectivamente, veintiún y ocho o nueve años en el momento de su muerte.
William la había abandonado hacía siete años por culpa de su afición a la bebida y su carácter agresivo. Según explicó a la policía, dejó de pasarle una pensión de cinco chelines semanales al descubrir que era prostituta. Mary Ann lo había perdido todo, incluidos sus hijos. Le habían retirado la custodia de éstos años antes, cuando su ex marido había informado a los tribunales de que vivía en pecado con un herrero llamado Drew, que también la abandonó poco después. La última vez que William la vio viva fue en junio de 1886, durante el entierro de uno de sus hijos, que murió abrasado tras la explosión de una lámpara de parafina.
En sus peores épocas Mary Ann se había alojado en diversos asilos para pobres, enormes y tétricos barracones donde se hacinaban hasta un millar de hombres y mujeres que no tenían otro sitio adonde ir. Aunque los pobres detestaban estos asilos, en las mañanas frías hacían cola ante sus puertas con la esperanza de que los admitieran en los llamados «pabellones temporales». Si la residencia no estaba llena y el portero franqueaba la entrada a alguien, se sometía a la persona en cuestión a un interrogatorio y un registro exhaustos para comprobar que no llevase dinero. Bastaba con que encontrasen en su bolsillo un solo penique para que la devolviesen a la calle. El tabaco se confiscaba, y las ceril as y los cuchil os estaban prohibidos. Todos los internos debían desnudarse, lavarse en Ja misma tina de agua y secarse con toallas de uso común. Después de entregarles las prendas reglamentarias del asilo, los enviaban a los dormitorios infestados de ratas y llenos de camastros de lona semejantes a hamacas.
El desayuno se servía a las seis de la mañana, y consistía en pan y una sopa aguada hecha con avena o carne rancia". Luego el interno debía realizar las mismas tareas crueles con que se había castigado a os criminales durante siglos: picar piedra, fregar, abrir estopa (destrenzar sogas viejas para reutilizar el cáñamo), lavar las salas de la ente, mena u ocuparse de los muertos en el depósito de cadáveres. Se rumoreaba que a los enfermos terminales se los «despachaba» con veneno En la cena, a las ocho de la tarde, los internos recibían lo que quedaba de la comida de los pacientes. Sucios dedos atacaban los montículos de sobras y llenaban las voraces bocas. A veces había sopa de sebo.
Los huéspedes de los pabellones temporales estaban obligados a permanecer allí un mínimo de dos noches y un día, y el que se negaba a trabajar debía volver a la calle. Es posible encontrar informes mas halagüeños de estos lugares vergonzosos en publicaciones pretenciosas que se limitan a hacer mención de los «albergues» para pobres donde se ofrecía una cama incómoda pero limpia, pan , «una buena sopa de carne». En el East End sólo se veía esta clase de caridad civilizada en los centros de acogida del Ejército de Salvación, que los escépticos habitantes de las calles preferían evitar. Las damas del Ejército de Salvación solían visitar los albergues nocturnos para predicar sobre la generosidad d i v i n a ante unos infelices difíciles de engañar. La esperanza no estaba al alcance de una perdida como Mary Ann Nichols. La Biblia no podía salvarla.
Había entrado y salido muchas veces del asilo de Lambeth entre abril de 1888 y la Navidad del año anterior. En mayo juró cambiar de vida y consiguió un codiciado empleo de criada en una casa respetable. Pero no cumplió su promesa, y en julio se marchó en vergonzosas circunstancias después de robar ropa valorada en tres libras y diez chelines. Mary Ann se hundió aún más en el alcoholismo y regresó a su vida de «desdichada». Ella y otra prostituta llamada Nelly Holland compartieron habitación durante una temporada en un albergue situado en el laberinto de edificios ruinosos de Thrawl Street, una callejuela de varias manzanas que discurría de oeste a este entre Commercial Street y Brick Lañe, en Whitechapel.
Al cabo de un tiempo, Mary Ann se mudó a White House, en la cercana Flower and Dean Street, y permaneció allí hasta el 29 de agosto, cuando se quedó sin dinero y la desalojaron. Durante la noche siguiente deambuló por las calles con todas sus pertenencias encima: un holgado abrigo marrón con grandes botones metálicos grabados con las figuras de un hombre y un caballo; un vestido de lienzo marrón; dos enaguas de lana gris con el distintivo del asilo de Lambeth; dos corpiños marrones (rígidos corsés reforzados con ballenas); ropa interior de franela; medias negras de canalé; botas de goma de hombre, a las que había practicado cortes en la caña, las punteras y los talones para que le sentasen mejor, y un sombrero de paja negro con ribete de terciopelo. En un bolsillo llevaba un pañuelo blanco, un peine y un trozo de espejo.
Se la vio varias veces —siempre sola— entre las once de la noche y las dos y media de la madrugada del día siguiente, primero en Whitechapel Road y luego en el pub Frying Pan. A eso de la una y cuarenta, estuvo en la cocina de su antiguo albergue, en el 18 de Thrawl Street, donde comentó que no tenía dinero y pidió que le reservasen una cama, prometiendo que volvería pronto para pagar. Según los testigos, estaba borracha, y mientras se dirigía a la puerta se jactó de su «espléndido» sombrero que, al parecer, era nuevo.
La última vez que la vieron con vida fue a las dos y media de la madrugada, cuando su amiga Nelly Holland se cruzó con ella en la esquina de Osborn Street y Whitechapel Road, enfrente de la parroquia. Mary Ann estaba ebria y caminaba sujetándose a la pared. Contó a Nelly que esa noche había ganado el triple de lo que necesitaba para pagar el albergue, pero que se lo había gastado todo. A pesar de los ruegos de su amiga para que la acompañase y se acostara, Mary Ann insistió en que quería hacer una última intentona para ganar unos peniques. Cuando el reloj de la iglesia dio las dos y media, Mary Ann se alejó haciendo eses por la oscura Whitechapel Road y desapareció entre las sombras.
Más o menos una hora y cuarto después, y a setecientos metros de allí, en una calle llamada Buck's Row que rodeaba el cementerio judío de Whitechapel, Charles Cross, un cochero que se dirigía al trabajo, vio un bulto oscuro junto a una verja, cerca de unas caballerizas. Al principio pensó que se trataba de una lona, pero luego se dio cuenta de que era una mujer que yacía inmóvil con la cabeza hacia el este, el sombrero en el suelo a su derecha y la mano izquierda contra ¡a verja cerrada. Mientras trataba de descubrir lo que le pasaba a la mujer, Cross oyó pasos, se volvió y vio a otro cochero llamado Robert Paul.
—Mira—exclamó Cross tocando la mano de la mujer—. Creo que está muerta.
Robert Paul se acuclilló y puso una mano en el pecho de la mujer. Creyó percibir un ligero movimiento y dijo:
—Me parece que todavía está viva.
La mujer tenía la ropa en desorden y la falda levantada por encima de las caderas, de manera que los hombres supusieron que la habían ultrajado», o violado. La cubrieron con recato, pero no vieron sangre, ya que estaba demasiado oscuro. Paul y Cross corrieron a buscar a un policía y encontraron a G. Mizen, agente número 55 de la División «H», que estaba haciendo su ronda en el cercano cruce de las calles Hanbury y Oíd Montague, del lado oeste del cementerio judío. Los hombres le informaron que había una mujer tendida en la calle, o bien muerta o «por completo borracha».
Cuando Mizen y los cocheros llegaron a las caballerizas de Buck's Row, el agente John Neil ya había encontrado el cuerpo y estaba alertando a los demás policías de la zona dando voces y haciendo destellar su pequeña linterna de ojo de buey. La mujer tenía un profundo corte en el cuello, de manera que los agentes fueron a despertar al doctor Llewellyn, que vivía en el número 152 de la cercana Whitechapel Road, y lo condujeron de inmediato al lugar de los hechos. En esos momentos se ignoraba la identidad de Mary Ann Nichois, que según el doctor Llewellyn estaba «totalmente muerta». Tenía las muñecas frías, pero el cuerpo y las extremidades aún estaban calientes. El doctor declaró que, con seguridad, había muerto menos de media hora antes y que las heridas no eran «auto-infligidas». También observó que había poca sangre alrededor del cuello y en el suelo.
Ordenó que trasladasen el cadáver al depósito del asilo de Whitechapel, una «casa mortuoria» para residentes que no contaba con los medios necesarios para practicar una autopsia. Llewellyn prometió que iría pronto para examinar mejor a la mujer, y el agente Mizen mandó a un hombre a buscar una ambulancia de la comisaría de Bethnal Green. Los hospitales Victorianos no disponían de ambulancias, y en aquel entonces no había nada semejante a las brigadas de rescate.
Cuando era preciso trasladar a un enfermo grave o a un herido al hospital, lo habitual era que sus amigos o algún buen samaritano que pasase por allí lo transportasen sujetándolo de las manos y los pies. A veces se oía el grito de «¡Buscad un postigo!», y la persona en cuestión viajaba sobre un postigo que hacía las veces de camilla. Era la policía quien usaba las ambulancias, y en la mayoría de las comisarías había una de estas carretillas pesadas y difíciles de manejar, con laterales de madera, una resistente base de cuero negro y gruesas correas de piel. También disponían de una capota plegable de cuero curtido, aunque ésta sólo protegía parcialmente al ocupante tanto de las miradas curiosas como del mal tiempo.
En la mayoría de los casos la ambulancia se usaba para retirar a los borrachos de los bares, pero de vez en cuando la carga era un cadáver. A los agentes de policía debía de costarles lo suyo empujar la carretilla por las noches a través de aquellas callejuelas oscuras, estrechas y llenas de baches. Estas ambulancias eran pesadas en extremo, incluso sin carga, y difíciles de maniobrar. La que encontré en un almacén de la policía metropolitana pesa más de cien kilos, y debía de ser casi imposible subir con ella por la cuesta más leve, a menos que el agente que la empujaba fuese muy fuerte y pudiera sujetarla bien.
Este morboso medio de transporte es el que habría visto Walter Sickert si hubiera permanecido al amparo de las sombras para descubrir cómo se llevaban a sus víctimas. Debía de ser emocionante espiar los jadeos y resoplidos de un policía y el bamboleo de la cabeza de Mary Ann Nichols, casi separada del cuello, mientras su sangre salpicaba la calle y las grandes ruedas daban tumbos.
Se sabe que Sickert sólo dibujaba, grababa o pintaba lo que veía. Lo hizo sin excepciones. Pintó una carretilla casi idéntica a la que vi en el depósito de la policía. El cuadro no tiene firma ni fecha y se titula La carretilla, Rué St Jean, Dieppe. En algunos catálogos figura con el nombre de La cestería, y la vista que aparece en él se observa desde detrás de una carretilla que parece tener una capota plegada de cuero curtido. Al otro lado de una estrecha callejuela desierta, hay una pila de cestos grandes y largos, semejantes a los que usaban los franceses como andas para muertos. Una figura apenas visible, quizás un hombre con un sombrero, camina por la acera y trata de ver el contenido de la carretilla. A sus pies hay un inexplicable cuadrado negro que podría ser una maleta, pero también una parte de la acera, como la tapa de una alcantarilla levantada. Tras el asesinato de Mary Ann Nichols, los diarios informaron de que la policía no creía que hubieran abierto el «escotillón» de la calle, sugiriendo que el asesino no había escapado por las laberínticas alcantarillas de ladrillo que pasaban por debajo de la Gran Metrópolis.
Un escotillón es también una abertura en el suelo del escenario que permite que los actores salgan a escena sin dificultad y con rapidez, casi siempre para sorpresa y deleite de los inadvertidos espectadores. En la mayoría de las representaciones del Hamlet de Shakespeare, el espectro entra y sale por el escotillón. Sin duda Sickert sabía mucho más de escotillones de teatro que de tapas de alcantarilla. En 1881 interpretó el papel de espectro en el Hamlet dirigido por Henry Irving en el Lyceum. En el cuadro de Sickert, el bulto oscuro a los pies de la figura podría ser un escotillón de teatro. O un detalle creado para provocar a los espectadores.
El cadáver de Mary Ann Nichols se colocó en una caja de madera que se sujetó a la ambulancia con las correas. Dos agentes lo llevaron al depósito de cadáveres, donde lo dejaron en el patio, dentro de la ambulancia. Ya eran las cuatro y media de la mañana, y mientras los agentes esperaban la llegada del inspector John Spratling, un niño que vivía en George Yard Buildings ayudó a la policía a limpiar el escenario del crimen. Arrojaron cubos de agua al suelo que arrastraron la sangre hacia la alcantarilla, dejando sólo trazas entre las piedras.
Más tarde, el agente John Phail declaró que mientras observaba las tareas de limpieza se había fijado en una «masa de sangre coagulada» de unos quince centímetros de diámetro, que había estado debajo del cuerpo. Observó que había mucha sangre, contrariamente a lo que había indicado el doctor Llewellyn, y que en su opinión ésta había descendido por el cuello de la mujer hacia su espalda, llegando hasta la cintura. El doctor Llewellyn habría visto lo mismo si hubiese dado la vuelta al cadáver.
El inspector Spratling llegó al depósito y aguardó impaciente en la oscuridad a que apareciese el guarda con las llaves. Debían de ser más de las cinco cuando, por fin, entraron el cadáver de Mary Ann Nichols, que llevaba al menos dos horas muerta. Todavía en la caja, el cuerpo se colocó sobre un banco de madera característico de los depósitos de cadáveres de la época. Estos bancos o mesas solían comprarse usados a los carniceros de los mataderos locales. El inspector Spratling levantó el vestido de Mary Ann, para examinarla a la débil luz de una lámpara de gas, y descubrió que le habían cortado el abdomen y que los intestinos estaban a la vista. Al día siguiente, durante la mañana del 1 de septiembre, el doctor Llewellyn practicó la autopsia y Wynne Edwin Baxter, el juez de instrucción de la División Sudeste de Middlesex, abrió una investigación para esclarecer la muerte de Mary Ann Nichols.
A diferencia de los procedimientos del gran jurado en Estados Unidos, en los que sólo se permite el acceso de los testigos citados, los procesos para esclarecer homicidios en Gran Bretaña están abiertos al público. En un tratado de 1854 sobre el oficio y las obligaciones del juez de instrucción, se señalaba que, aunque era ilegal dar a conocer pruebas que pudieran ser importantes en un futuro juicio, esto solía hacerse y era beneficioso para los ciudadanos. Ciertos detalles podían servir como elementos disuasorios, y al informarse de los hechos —sobre todo cuando no había sospechosos— el público pasaba a formar parte del equipo de investigación. Cabía la posibilidad de que alguien leyera sobre el caso y cayese en la cuenta de que podía aportar algún dato útil.