Entre el 4 y el 11 de junio de 1996, John Royster segó la vida de cuatro mujeres, abalanzándose sobre ellas por detrás y golpeándoles la cabeza repetidas veces contra la calzada de cemento o adoquines hasta que las dio por muertas. Era lo bastante frío y calculador para dejar su mochila en el suelo y quitarse el abrigo antes de cada ataque. Mientras sus víctimas se desangraban, completamente desfiguradas por los golpes, las violaba si tenía ocasión. Luego, recogía sus cosas sin inmutarse y se marchaba. Destrozar la cabeza de una mujer excitaba su apetito sexual, y admitió ante la policía que no sentía remordimientos.
A finales de la década de 1880, esta clase de conducta antisocial —una definición insulsa— se diagnosticaba como «demencia moral», una expresión que, por paradójico que resulte, se utilizó como atenuante en un juicio reciente. En un manual de criminología que escribió en 1893, Arthur MacDonald definió a quien hoy llamaríamos psicópata como un «asesino puro». Añadió que estas personas eran «sinceras», ya que no eran ladrones «por naturaleza» y muchos poseían un «carácter casto». Pero indicó que todas carecían de cualquier sentimiento de «repulsión» ante sus actos violentos. Precisó que, por regla general, los asesinos puros comenzaban a mostrar «indicios de sus tendencias asesinas» en la infancia.
Los psicópatas pueden ser hombres o mujeres, niños o adultos. No siempre son violentos, pero de forma invariable son peligrosos porque no sienten el menor respeto por las normas ni por la vida, con excepción de la suya propia. Los psicópatas poseen un factor X poco conocido, si no del todo incomprensible para la mayoría de nosotros, y aún no está claro si dicho factor es genético, patológico (debido a una lesión cerebral, por ejemplo) o fruto de una depravación moral que escapa a nuestro entendimiento.
Investigaciones recientes sobre el cerebro criminal sugieren que la materia gris de un psicópata no tiene por qué ser normal. Se ha demostrado que más del ochenta por ciento de los asesinos convictos fueron víctimas de malos tratos en la infancia, y que un cincuenta por ciento de ellos sufre anomalías en el lóbulo frontal.
El lóbulo frontal es el centro de la conducta humana civilizada y, como su nombre indica, está localizado en la parte frontal del cerebro. Una lesión en esta zona, sea un tumor, sea un traumatismo craneal, puede convertir a una persona juiciosa en un extraño incapaz de controlarse y con tendencias agresivas o violentas. A mediados del siglo xx, la conducta antisocial severa se corregía con la célebre lobotomía prefrontal, un procedimiento que se realizaba por intervención quirúrgica o mediante la inserción de un punzón en la parte superior de la órbita del ojo con el fin de seccionar las fibras nerviosas que conectan el lóbulo frontal con el resto del cerebro. Sin embargo, las lesiones cerebrales o una infancia traumática no son las únicas razones que explican el cerebro de un psicópata. Estudios realizados mediante tomografías por emisión de positrones (TEP o PET), que muestran imágenes del cerebro vivo en funcionamiento, han revelado que el lóbulo frontal de un psicópata presenta menos actividad neurológica que el de una persona «normal». Esto sugiere que las inhibiciones y represiones que evitan que la mayoría de nosotros cometamos actos violentos o sucumbamos a impulsos asesinos no se registran en el lóbulo frontal del cerebro de un psicópata, como tampoco los pensamientos y situaciones que a la mayoría de nosotros nos causarían angustia o miedo e inhibirían nuestros impulsos crueles, violentos o ilícitos. Para el psicópata no cuenta que esté mal robar, violar, agredir, mentir o incurrir en cualquier otra acción que degrade, engañe o deshumanice a otros.
Nada más y nada menos que el veinticinco por ciento de los criminales, y el cuatro por ciento de la población general, sufre una psicopatía. La Organización Mundial de la Salud (OMS) considera que el «trastorno de la personalidad disocial» —o trastorno de la personalidad antisocial, o sociopatía— es una enfermedad. Como quiera que lo llamemos, está claro que los psicópatas no experimentan los sentimientos humanos normales y que constituyen un pequeño porcentaje de las personas responsables de buena parte de los crímenes. Estos individuos son astutos en grado sumo y suelen llevar una doble vida. Por lo general, sus allegados ignoran que detrás de la encantadora máscara que utilizan se oculta un monstruo que no se deja ver hasta el momento en que comete sus agresiones, como ocurrió con el Destripador.
Los psicópatas son incapaces de amar. Cuando muestran lo que parece arrepentimiento, tristeza o pena, estas expresiones no son
más que intentos de manipulación y obedecen a sus propias necesidades, no al respeto por otros seres humanos. A menudo son atractivos, carismáticos y con una inteligencia superior a la media. A pesar de su impulsividad, son metódicos a la hora de planear y ejecutar sus crímenes. No tienen cura. Es imposible rehabilitarlos o «preservarlos del infortunio criminal», como escribió en 1883 Francis Galton, el padre de la clasificación de las huellas dactilares. El psicópata suele acechar a su víctima antes de establecer contacto con ella, y durante ese período alimenta sus fantasías violentas. A veces realiza simulacros con objeto de poner a prueba su modus operandi y planea con sumo cuidado sus actos para asegurarse el éxito y la impunidad. Los ensayos pueden prolongarse durante años antes del violento debut, pero ni la práctica ni las estrategias garantizan una actuación perfecta. Los errores ocurren, sobre todo en el estreno, y el que cometió Jack el Destripador en su primer asesinato fue propio de un aficionado.
Cuando Martha Tabran condujo a su asesino al rellano del primer piso del número 37 de George Yard Buildings, él le cedió el mando a ella, arriesgándose sin saberlo a que su plan se torciera.
Quizás el territorio de Martha no fuese el escenario que él tenía en mente. Acaso sucediera algo más que él no había previsto, como un insulto o una provocación. Las prostitutas, sobre todo las veteranas alcohólicas, no eran precisamente sensibles, y lo único que necesitaba Martha para enfurecerlo era meterle la mano entre las piernas y preguntar: «¿Dónde la tienes, cielo?» En una carta, Sickert utilizó la expresión «furia impotente». Más de un siglo después de los hechos, no puedo reconstruir lo que sucedió en aquel rellano oscuro y maloliente, pero está claro que el asesino montó en cólera. Perdió el control.
Apuñalar a alguien treinta y nueve veces revela encono, y el ensañamiento frenético suele ser fruto de un hecho o una palabra que hace estallar al asesino de manera imprevista. Con esto no sugiero que el asesino no actuase con premeditación, que no tuviese intención de matar, ya fuese a Martha Tabran o a cualquier otra que se hubiera cruzado con él esa noche o esa madrugada. Cuando la acompañó al rellano, lo hizo pensando en apuñalarla. Llevaba una daga o un cuchillo afilados, y se marchó con él. Cabe la posibilidad de que fuera disfrazado de soldado. Sabía cómo pasar inadvertido y se guardó de dejar indicios evidentes: un botón, una gorra, un lápiz. Las dos formas más personales de asesinato son el apuñalamiento y la estrangulación. Ambas obligan al agresor a establecer contacto físico con la víctima. Disparar a alguien es menos personal. Y también lo es aplastarle la cabeza, sobre todo por la espalda.
Asestar docenas de puñaladas no lo es, en cambio. En casos como éste, la policía y el forense dan por sentado que la víctima y el agresor se conocían. Es poco probable que Martha hubiera visto antes a su asesino, pero desató en él una reacción muy personal cuando hizo o dijo algo que no se ajustaba al guión. Quizá se resistiera. Martha era célebre por sus rabietas cuando se emborrachaba, y poco antes había bebido ron y cerveza con Pearly Poll. Los residentes de George Yard Buildings declararon que no oyeron «nada» a la temprana hora de la muerte de Martha, pero este testimonio no es muy fiable si se considera el habitual estado de agotamiento y embriaguez de aquellos infelices, que estaban acostumbrados a las borracheras, las trifulcas y las peleas domésticas. Además, era conveniente permanecer al margen. Uno podía resultar herido o buscarse problemas con la policía.
A las tres y media de la madrugada, una hora y media después de que el agente Barrett viese al soldado junto a George Yard Buildings, un residente de la zona llamado Alfred Crow volvió a casa del trabajo. Era cochero, y los días de fiesta solía trabajar mucho y acostarse tarde. Debía de estar cansado. Hasta es probable que se relajase tomando unas cervezas después de dejar a su último cliente. Al pasar por el rellano del primer piso, notó «algo» que podría haber sido un cuerpo, pero no le dio importancia y se fue a la cama.
Según la economista y reformista victoriana Beatrice Webb (Potter, de soltera), el credo del East End era no «inmiscuirse» en los asuntos ajenos. Cuando prestó testimonio durante la encuesta, Crow explicó que era frecuente toparse con borrachos inconscientes en el East End. Sin duda los veía a menudo.
Al parecer, pues, nadie se dio cuenta de que ese «algo» del rellano era un cadáver hasta las cinco menos diez de la mañana, cuando John S. Reeves, un estibador que salía del edificio, vio a una mujer tendida sobre un charco de sangre. Su ropa estaba en desorden, como si hubiera tomado parte en una pelea, recordó Reeves, pero él no vio pisadas en la escalera, ni un cuchillo o cualquier otra arma. No tocó el cadáver y de inmediato localizó al agente Barnett, quien mandó a buscar al doctor T. R. Killeen. Aunque nadie refirió a qué hora llegó el médico, no debía de haber mucha luz cuando examinó el cadáver.
El doctor Killeen dedujo que la víctima, cuya identidad no se haría pública hasta varios días después, llevaba muerta alrededor de tres horas. Tenía «treinta y seis años», adivinó el médico, y estaba «muy bien nutrida», o sea, obesa. Este detalle es significativo, ya que todas las víctimas del Destripador, incluyendo otras mujeres que la policía no contó entre sus víctimas, eran bien muy delgadas, bien gruesas. Con escasas excepciones, todas tenían entre treinta y cinco y cuarenta y pocos años.
Walter Sickert prefería que posasen para él mujeres obesas o escuálidas, y si eran pobres y feas, tanto mejor. Esto se infiere de sus frecuentes referencias a las mujeres como «esqueletos» o «la más flaca entre las flacas, como una pequeña anguila», y de las matronas de anchas caderas y pechos grotescamente caídos que aparecen en sus cuadros. Que otros se quedasen con las «coristas», escribió una vez, y le dejasen las «brujas» a él.
Las jóvenes de cuerpo atractivo no despertaban su interés artístico. A menudo señalaba que una mujer que no fuera demasiado gorda o demasiado delgada era aburrida, y en una carta que escribió a sus amigas americanas Ethel Sands y Nan Hudson, confesó estar encantado con sus últimas modelos y «fascinado» por su «suntuosa pobreza». Amaba su «ropa sucia, vieja y andrajosa». En otra carta añadía que, si hubiera tenido veinte años, «no habría mirado a ninguna mujer de menos de cuarenta».
Martha Tabran era baja, gorda, fea y de mediana edad. Cuando la mataron vestía falda verde, enaguas marrones, larga chaqueta negra, sombrero negro y botas de goma; «todo viejo», según la policía. Martha se habría ajustado al gusto de Sickert, pero la victimologia es una guía, no una ciencia. Aunque las víctimas de los asesinos en serie a menudo comparten ciertos rasgos que son significativos para el asesino, un psicópata violento no siempre se muestra inflexible en la elección de su objetivo. Es imposible determinar por qué Jack el Destripador se fijó en Martha Tabran y no en otra prostituta parecida, a menos que la explicación sea tan sencilla como que ésta le sirvió la oportunidad en bandeja.
Fuera cual fuese su móvil, debió de aprender una valiosa lección de su brutal ataque a Martha Tabran: perder el control y asestar treinta y nueve puñaladas a una persona era una guarrada. Aunque no dejase huellas de sangre en el rellano ni en ninguna otra parte —suponiendo que los testigos ofrecieran una descripción fidedigna del escenario del crimen—, debió de mancharse las manos, la ropa y la puntera de las botas o de los zapatos, lo que dificultaría su huida. Y un hombre educado como Sickert, que sabía que la causa de las enfermedades no eran los miasmas sino los gérmenes, sin duda sentiría repugnancia al verse empapado con la sangre de una prostituta.
Es muy probable que Martha Tabran muriera desangrada debido a sus numerosas heridas. En el East End no había un depósito de cadáveres adecuado, de manera que el doctor Killeen practicó la autopsia en una casa mortuoria cercana. Calificó la única herida en el corazón como «suficiente para causar la muerte». Desde luego, una puñalada en ese órgano puede provocar la muerte aunque no corte o seccione una arteria. Pero muchas personas sobreviven después de que les hayan atravesado el corazón con un cuchillo, un punzón para hielo u otro instrumento afilado. Lo que hace que el corazón deje de latir no es la herida, sino la sangre que llena el pericardio, el saco membranoso que recubre el corazón.
Saber si el pericardio de Martha estaba lleno de sangre no serviría sólo para satisfacer una curiosidad médica; también proporcionaría una pista de cuánto tiempo sobrevivió mientras se desangraba a causa del resto de las heridas. Hasta el más mínimo detalle ayuda a hablar a los muertos, y la descripción del doctor Killeen aporta tan poco que ni siquiera sabemos si el arma tenía uno o dos filos. Ignoramos cuál fue el ángulo de la trayectoria, un dato que nos permitiría precisar dónde estaba situado el asesino en relación con Martha en el momento de producir cada lesión. ¿Ella se encontraba de pie o estaba acostada? ¿Había alguna herida grande o irregular que pudiera indicar que el cuchillo giró mientras salía del cuerpo porque la víctima continuaba moviéndose? ¿E1 arma tenía empuñadura, o lo que a menudo se confunde con guarnición? (Las espadas tienen guarnición.) La empuñadura de un cuchillo deja contusiones —hematomas— o abrasiones en la piel.
La reconstrucción del crimen y la determinación de la clase de arma utilizada ayudan a componer un retrato del asesino. Los detalles proporcionan indicios sobre sus intenciones, emociones, actividades, fantasías, obsesiones e, incluso, su profesión. También es posible calcular la altura del asesino. Martha medía un metro sesenta y dos. Si el asesino era más alto que ella y los dos estaban de pie cuando empezó a apuñalarla, las primeras heridas deberían estar en la parte superior del cuerpo y tener una trayectoria descendente. Si ambos estaban de pie, a él le habría resultado difícil herirla en el abdomen y los genitales, a menos que fuera muy bajo. Con toda probabilidad, dichas heridas se infligieron cuando ella estaba en el suelo.