Retorno a Brideshead (34 page)

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Authors: Evelyn Waugh

Tags: #Clásico, Religión, Otros

BOOK: Retorno a Brideshead
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—…Un hombrecillo pelirrojo extraordinario. El capitán Foulenough en persona.

—Pero había pensado, lady Celia, que usted no le conocía.

—Quiero decir que se
parecía
al capitán Foulenough.

—Empiezo a entender. Se hacía pasar por ese amigo suyo para poder ir a su fiesta.

—No, no… El capitán Foulenough es simplemente un personaje cómico.

—No parecía haber nada cómico en ese hombre. Ese amigo suyo ¿es comediante?

—No, no. El capitán Foulenough es un personaje que sale en un periódico inglés, como su «Popeye» ¿sabe usted?

El senador dejó el tenedor y el cuchillo.

—Recapitulemos: un impostor asistió a su fiesta y usted le admitió a causa de un supuesto parecido con un personaje ficticio que sale en una historieta cómica.

—Sí, supongo que así ha sido.

El senador miró a su mujer con una expresión que parecía decir: «Gente importante, ¡vaya!».

Oí cómo, al otro lado de la mesa, Julia se esforzaba en precisarle al diplomático el parentesco por matrimonio entre sus primos húngaros e italianos. Los diamantes de su cabello y sus dedos destellaban, pero sus manos amasaban nerviosamente pequeñas bolitas de miga, y su cabeza estrellada se inclinaba con desesperación.

El obispo me explicó la misión de buena voluntad que le llevaba a Barcelona.

—…Se ha realizado una tarea de rehabilitación, muy, muy valiosa, señor Ryder. Ahora ha llegado el momento de reconstruir sobre cimientos más sólidos. Me he hecho el propósito de reconciliar a los llamados anarquistas y a los llamados comunistas y, con ese objetivo en mente, mi comisión y yo hemos recopilado toda la documentación disponible sobre el tema. Nuestra conclusión, señor Ryder, es unánime: no existe
ninguna
disparidad fundamental entre las dos ideologías. Es cuestión de personalidades, señor Ryder, y lo que unas personalidades han separado, otras personalidades pueden unir…

Por el otro lado oía:

—¿Y puedo atreverme a preguntar qué instituciones patrocinaron la expedición de su marido?

La esposa del diplomático sostenía valientemente una conversación con el obispo, pese a la gran distancia que les separaba.

—¿Y en qué idioma hablará cuando llegue a Barcelona?

—En el idioma de la Razón y la Hermandad, señora —y añadió, volviéndose hacia mí—: El idioma del futuro consiste en pensamientos y no en palabras. ¿No está usted de acuerdo, señor Ryder?

—Sí, sí.

—¿Qué son las palabras? —dijo el obispo. —Es cierto, ¿qué son?

—Simples símbolos convencionales, señor Ryder, y vivimos una era que desconfía con toda razón de los símbolos convencionales.

Mi mente daba vueltas. Después del cotorreo febril de la fiesta de mi mujer, tras las emociones todavía no sedimentadas de aquella tarde, después del esfuerzo que exigían las diversiones de mi mujer en Nueva York, de los meses de soledad y las verdes y humeantes sombras de la selva, aquello era demasiado. Me sentía como el rey Lear en el páramo. Como la duquesa de Malfi acosada por los locos. Evoqué inundaciones y huracanes, y, como por arte de magia, llegó inmediatamente una respuesta a mi llamada de socorro.

Desde hacía un rato, aunque entonces no sabía si era algo más que un simple efecto nervioso, notaba un movimiento repetido que iba aumentando gradualmente: un desplazamiento y un temblor del gran comedor, como el del pechó de un hombre profundamente dormido. Mi mujer se volvió hacia mí en aquel momento y dijo:

—O estoy un poco borracha o esto se está poniendo feo.

Mientras me hablaba, empezamos a inclinarnos hacia un lado. Se oyó un estallido, el tintineó de los cubiertos caídos al suelo desde el aparador, y todos los vasos de vino de nuestra mesa se volcaron y empezaron a rodar a la vez. Cada uno aseguraba su plató y su tenedor y miraba a los demás con expresiones que variaban entre el horror en la cara de la mujer del diplomático, y el alivió en la de Julia.

Sin que en nuestro mundo cerrado y aislado la oyéramos, viéramos ó sintiéramos, hacía una hora que la tormenta se estaba gestando sobre nuestras cabezas y en ese momento, tras desviarse, descargó de llenó sobre la proa del barco.

El silenció siguió al estallido; hubo luego un parloteo agudo y risas nerviosas. Los camareros cubrieron los charcos de vino vertido. Intentamos reanudar las conversaciones, pero todos estaban esperando el siguiente golpe, lo mismo que el hombrecillo pelirrojo miraba cómo se inflaba y caía la gota del picó del cisne. Y el golpe se descargó con más fuerza que el anterior.

—Ahora sí que les voy a dar las buenas noches a todos —se despidió la esposa del diplomático levantándose.

Su maridó la acompañó al camarote. El comedor se vació rápidamente, y no tardamos en quedarnos en la mesa Julia, mi mujer y yo. Telepáticamente, Julia dijo:

—Como el rey Lear.

—Sólo que cada uno de nosotros es los tres a la vez.

—Y eso ¿qué quiere decir? —preguntó mi mujer.

—Lear, Kent, Bufón.

—Vaya, es como una repetición de esa charla tan penosa sobre Foulenough. No intentes explicármelo.

—Dudo de que pudiera —reconocí.

Otra subida y otra inmensa caída… Los camareros estaban muy ocupados en asegurar las cosas, guardando en lugar seguro adornos poco estables.

—Bueno, hemos acabado de cenar y hemos dado un magnífico ejemplo de flema británica —dijo mi mujer—. Vamos a ver qué pasa

De regreso al salón, tuvimos que agarrarnos a una columna. Al llegar encontramos la estancia prácticamente vacía. La orquesta tocaba, pero nadie bailaba; las mesas estaban preparadas para el bingo, pero nadie compraba un cartón; y el oficial de a bordo, especializado en cantar los números en la jerga de la cubierta de tercera clase, estaba ocioso charlando con sus colegas. Una veintena de lectores de novelas se repartía el salón, se estaban jugando algunas partidas de bridge y tampoco faltaban bebedores de coñac en el salón de fumadores, pero todos nuestros invitados de dos horas antes habían desaparecido.

Nos sentamos un rato cerca de la pista de baile vacía. Mi mujer estaba trazando mil planes para trasladarnos a otra mesa del comedor sin incurrir en descortesía.

—Es una locura ir al restaurante —dijo— y pagar un precio extra por la misma cena. Sólo la gente del cine come allí y, además, no veo por qué tenemos que irnos nosotros. —Tras una pausa, añadió—: Esto me ha provocado dolor de cabeza, y estoy cansada. Me voy a la cama.

Julia se fue con ella. Di la vuelta al barco por una de las cubiertas protegidas, donde aullaba el viento y la espuma daba grandes saltos en la oscuridad para ir a aplastarse, blanca y marrón, contra las superficies acristaladas. Algunos marineros se encargaban de impedir que los pasajeros subieran a las cubiertas expuestas a la intemperie. Luego bajé a mi vez al camarote.

En mi vestidor todo lo rompible se había guardado; la puerta de la cabina se mantenía abierta con un gancho, y mi mujer llamó con voz quejumbrosa desde el dormitorio.

—Me siento fatal. No sabía que un barco de este tamaño pudiera cabecear así.

Sus ojos expresaban preocupación y resentimiento, como los de una mujer que, al llegar el momento de dar a luz, por fin se da cuenta de que no importa lo lujosa que sea la clínica ni lo mucho que le pague a su médico, porque los dolores son inevitables. Las subidas y caídas del barco llegaban con la misma regularidad que los dolores del parto.

Yo dormí en la habitación de al lado o, mejor dicho, me quedé tumbado y me sumí en un estado de duermevela. Es posible descansar en una litera estrecha, sobre un colchón duro, pero aquellas camas eran anchas y elásticas. Cogí unos cojines para intentar incrustarme con más fuerza, pero a lo largo de la noche di la vuelta con cada balanceo y giro del barco que, por añadidura, se bamboleaba. La cabeza me vibraba a cada crujido y golpe.

Una vez, una hora antes del alba, mi mujer apareció como un fantasma en el vano de la puerta, agarrándose con ambas manos a las jambas.

—¿Estás despierto? —me preguntó—. ¿No puedes hacer nada? ¿No podrías pedirle algo al médico?

Llamé al camarero de guardia, que tenía una poción ya preparada. La reconfortó un poco.

Y toda la noche, en mi duermevela, pensé en Julia, que en mis sueños adquiría cientos de formas fantásticas, terribles y obscenas, pero en mis pensamientos de vigilia volvía con su triste cabeza estrellada, exactamente como la había visto durante la cena.

>Al amanecer, yo también dormí durante un par de horas, al cabo de las cuales me desperté con la cabeza despejada y una alegre sensación de expectativa.

El viento se había calmado un poco, me dijo el camarero, pero seguía soplando con fuerza y la marejada era muy fuerte.

—…Y no hay nada peor que una fuerte marejada para estropear el placer de la travesía a los pasajeros. Muchas no han querido el desayuno esta mañana.

Comprobé cómo estaba mi mujer, la encontré dormida y cerré la puerta que nos separaba. Desayuné
kedgeree
de salmón y jamón frío de Bradenham, y por teléfono pedí un barbero para afeitarme.

—En la sala hay muchas cosas para la señora —dijo el camarero—. ¿Las dejo ahí de momento?

Fui a ver de qué se trataba. Había llegado una segunda entrega de paquetes envueltos en celofán, procedentes de las tiendas de a bordo; algunos, encargados a través de la radio por amigos de Nueva York cuyas secretarias no les avisaron a tiempo de nuestra marcha; otros, de invitados que los habían comprado después de la fiesta. No era un día como para jarrones con flores. Pedí al camarero que los dejara en el suelo, y entonces se me ocurrió de repente una idea: quité la tarjeta de las rosas del señor Kramm y se las mandé a Julia de mi parte con saludos afectuosos.

Llamó mientras me estaban afeitando.

—Pero Charles, ¡mira que hacer una cosa tan deplorable! ¿Cómo se te ha ocurrido?

—¿No te gustan?

—¿Qué voy a hacer con unas rosas un día así? —Huélelas.

Hubo una pausa y se oyó el crujido al retirar el celofán. —No huelen absolutamente a nada.

—¿Qué has desayunado?

—Uvas moscatel y melón.

—¿Cuándo voy a verte?

—Antes del almuerzo. Estaré ocupada con la masajista hasta entonces.

—¿Una masajista?

—Sí. ¿Verdad que es raro? Nunca me había hecho un masaje; sólo una vez en que me caí del caballo y me lastimé el hombro. ¿Qué tendrá este barco para que todo el mundo se comporte como una estrella de cine?

—Yo no.

—¿Y qué me dices de estas rosas tan molestas?

El barbero realizó su trabajo con una destreza y hasta con una agilidad extraordinarias, ya que se movía como un espadachín en un ballet, ora sobre la punta de un pie, ora sobre la otra, quitando el jabón de la navaja con un suave golpecito y abalanzándose de nuevo sobre mi barbilla al enderezarse el barco. Yo ni siquiera me habría atrevido a emplear una máquina de afeitar.

Volvió a sonar el teléfono. Era mi mujer.

—¿Cómo estás, Charles?

—Cansado.

—¿No vienes a verme?

—Ya he ido una vez. Ahora volveré.

Le llevé las flores de la sala de estar, que completaron la atmósfera de sala de maternidad que ella había conseguido crear en el camarote. La camarera del buque tenía el aspecto de una comadrona, de pie al lado de la cama, como una columna de ropa almidonada y serena. Mi mujer giró la cabeza sobre la almohada y sonrió débilmente; alargó un brazo desnudo y acarició con la punta de los dedos el celofán y las cintas de seda del ramo más grande.

—Qué buena es la gente —comentó con voz muy débil, como si la tormenta fuera una desgracia personal de la cual el mundo, tan bueno, la estuviera consolando.

—Me figuro que no te vas a levantar.

—Oh, no; la señora Clark me está cuidando muy bien —siempre aprendía en seguida el nombre de la servidumbre—. No te preocupes. Ven a verme alguna vez para contarme qué ocurre.

—Vamos, vamos, querida —dijo la señora Clark—. Hoy más, vale que reciba las menos visitas posibles.

Mi mujer parecía convertir un simple mareo en un sagrado rito femenino.

Sabía que el camarote de Julia estaba situado en algún lugar debajo del nuestro. La esperé cerca del ascensor que daba a la cubierta principal. Cuando llegó dimos la vuelta a la
promenade
; yo me cogía a la barandilla, y ella a mi brazo. Era laborioso caminar. A través de los cristales chorreantes vimos un mundo distorsionado de cielo gris y agua negra. Cuando el barco se balanceaba muy bruscamente, yo daba la vuelta para que Julia pudiera agarrar la barandilla con la mano libre. El aullido del viento se había calmado, pero el barco entero crujía, tenso. Hicimos una vez el recorrido y luego Julia dijo:

—Es inútil. Esa mujer me ha hecho polvo, y de todas formas me siento agotada. Vamos a sentarnos.

Las grandes puertas de bronce del salón se habían desprendido de los ganchos que las mantenían abiertas y oscilaban libre y regularmente, al compás del barco. Aquel movimiento parecía irresistible: primero una y luego la otra se abrían y se cerraban; permanecían inmóviles durante un momento, al completar cada semicírculo, reanudaban lentamente el giro y lo acababan al punto con un resonante encontronazo. No existía un riesgo real en franquearlas, a menos que uno resbalara y quedara expuesto a ese rápido golpe final, daba tiempo de sobra para atravesarlas sin prisa. No obstante, había algo amenazador en aquella gran masa de metal incontrolada y oscilante, capaz de inducir a un hombre tímido a vacilar o a franquearla de un salto demasiado rápido. Me alegró sentir la mano de Julia perfectamente firme sobre mi brazo y saber, mientras caminaba a su lado, que avanzaba intrépida.

—Bravo —dijo un hombre que estaba sentado cerca de la entrada—. Confieso que yo he retrocedido. Hay algo en estas puertas que no me gusta nada. Llevan toda la mañana intentando arreglarlas.

Había pocas personas en el salón aquel día, y esas pocas parecían unidas por una camaradería que era fruto de su mutua admiración. No hacían nada; estaban sentadas en sus butacas con expresión algo sombría, bebiendo de vez en cuando e intercambiando felicitaciones por no haberse mareado.

—Es usted la primera señora que he visto hoy —dijo el mismo hombre de antes.

—Tengo mucha suerte.

—Somos
nosotros
quienes tenemos mucha suerte —repuso, con un gesto que empezó como una reverencia y acabó en tambaleo hacia delante, sobre las rodillas, al tiempo que el suelo de papel secante se inclinaba bruscamente entre él y nosotros.

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