Rambo. Acorralado (12 page)

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Authors: David Morrell

Tags: #Otros

BOOK: Rambo. Acorralado
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Había sido boxeador mientras estuvo en la infantería de Marina, y allí le enseñaron a correr para entrenarse. No obstante, estaba totalmente desentrenado y tenía que aprender nuevamente a adoptar un paso suave, rápido y cómodo, inclinándose ligeramente hacia adelante, dejando que el peso de su cuerpo obligara a sus piernas a impulsarlo para no caer. Estaba consiguiéndolo gradualmente, corriendo cada vez más ligero, más fácilmente, a la par que su dolor disminuía y sentía un gran placer en su interior al comprobar el éxito de su esfuerzo.

La última vez que se había sentido así había sido cinco años antes, cuando llegó a Madison desde Louisville, en calidad de nuevo jefe de la policía. La ciudad no había cambiado mucho, sin embargo todo le pareció diferente. El recuerdo de la vieja casa de ladrillos en la que se había criado, del árbol en el patio de atrás de la casa en el que su padre había colgado una hamaca, de las tumbas de sus padres, parecía haberse nublado y haber perdido color como las fotografías viejas con el correr de los años.

Pero ahora tenían altura y profundidad, y eran verdes, marrones y coloradas y las tumbas de un mármol purpúreo. No imaginó que se deprimiría tanto al volver a ver las tumbas cuando regresó. La niña, un feto en realidad, envuelta en una bolsa de plástico colocada a los pies de la caja donde yacía su madre. Ambos cuerpos convertidos en polvo desde hacía tiempo. Todo porque ella era católica. El feto había estado envenenándola, la iglesia no le había permitido abortar, ella obedeció, por supuesto, y murió junto con la niña. Eso sucedió cuando él tenía diez años y no comprendió entonces por qué su padre dejó de ir a la iglesia después.

Su padre, tratando de hacer a la vez el papel de madre, enseñándole a manejar escopetas y a pescar, a zurcir los calcetines y a cocinar, a limpiar una casa y a lavar la ropa; enseñándole a ser independiente, como si hubiera previsto que moriría de un tiro tres años después.

Orval se ocupó luego de educarlo, después fue a Corea, a Louisville y a los treinta y cinco años volvió nuevamente a su hogar.

Pero ya no era su hogar, era solamente el lugar donde había crecido, y el primer día de su regreso, cuando salió a recorrer los lugares que antes había frecuentado asiduamente, se dio cuenta de que ya había vivido prácticamente la mitad de su vida. Lamentó haber vuelto y casi telefoneó a Louisville para preguntar si podría volver a trabajar allí. Finalmente fue a una oficina de venta de propiedades justo antes de qué cerrara y esa noche salió con uno de los agentes para buscar alguna propiedad que se vendiera o alquilara. Pero todas las casas y apartamentos que visitó estaban todavía habitados y no podía imaginarse viviendo solo en ninguno de ellos. El agente le dio una carpeta con fotografías de otros inmuebles para que los estudiara esa noche, y encontró lo que buscaba mientras revisaba la lista en el pequeño cuarto del hotel: una casa veraniega situada en las colinas próximas a la ciudad, con un arroyo en el frente, un puente de madera y una pendiente cubierta de árboles en la parte de atrás. Las ventanas estaban rotas, el techo agujereado y el porche del frente se había derrumbado; la pintura estaba saltada y descascarándose en partes; las persianas partidas y arrancadas.

A la mañana siguiente ya era suya, y durante los próximos días, noches y semanas no descansó ni un instante. De ocho a cinco se dedicó a organizar el cuerpo de la policía, entrevistando a los hombres que ya formaban parte de él, despidiendo a los que no querían ir por la noche a hacer prácticas de tiro o a la escuela nocturna de la policía estatal, contratando hombres a los que no les importaba hacer trabajos extras, desechando equipos obsoletos y reemplazándolos por otros nuevos, organizando la destartalada estructura que le había dejado su predecesor al morir de un ataque al corazón en los escalones de la entrada principal.

De las cinco en adelante trabajaba en su casa, arreglando el techo, poniendo cristales nuevos en las ventanas, construyendo un nuevo porche, pintando todo color herrumbre para que combinara con el verde de los árboles. Las maderas viejas del techo y del porche las utilizaba para encender el fuego por las noches y sentarse junto a él mientras cocinaba, comía chile con carne, bistec y patatas hervidas o hamburguesas. Nunca le había parecido tan sabrosa la comida ni había dormido antes tan profundamente ni se había sentido tan bien, orgulloso de los callos que le salieron en las manos y la dureza que sintió en un principio en sus piernas y brazos convirtiéndose luego en fuerza y agilidad.

Ese trajín duró tres meses, hasta terminar las reparaciones de la casa, y luego durante un tiempo siguió encontrando pequeñas cosas que arreglar, pero después llegaron noches en las que no tenía nada que hacer y entonces salía a tomar una cerveza o se quedaba hasta un poco más tarde en el stand de tiro o volvía a su casa y se sentaba a mirar la televisión y a beber cerveza.

Después se casó, pero ahora eso ya había terminado y mientras avanzaba entre los árboles y atravesaba los pastizales jadeando, con la ropa pegada por el sudor, se sentía tan bien que no pudo dejar de preguntarse por qué demonios había dejado de ocuparse de su persona.

Los perros ladraban más adelante y las piernas largas de Orval se estiraban para poder mantener el paso. Los agentes trataban de mantenerse junto a Teasle y éste luchaba por mantenerse junto a Orval, y hubo un momento mientras cruzaba el pastizal bajo el sol ardiente, sus brazos y piernas moviéndose acompasadamente, en que sintió que podía seguir así eternamente. Orval se adelantó súbitamente y Teasle no pudo ya competir con su velocidad. Sus piernas se volvieron pesadas. La sensación de bienestar desapareció.

—¡Un poco más despacio, Orval!

Pero Orval prosiguió su rápida marcha detrás de los perros.

VI

Tuvo que aflojar el paso al llegar a la línea de árboles y rocas, pisando cuidadosamente para no resbalar en las piedras y romperse una pierna. Cuando estuvo al pie del peñasco aceleró su marcha, buscando una subida fácil; encontró una fisura en las piedras que tenía un metro de profundidad y llegaba hasta la cima y comenzó a trepar por ella. Las piedras sobresalientes que utilizaba como apoyos se separaban considerablemente cerca de la cúspide, y se vio obligado a aferrarse a ellas e izarse trabajosamente, pero luego la ascensión se hizo nuevamente más fácil y al poco tiempo consiguió salir de la grieta y pisar terreno llano.

El eco de los ladridos de los perros se oía con regular intensidad allí arriba. Se agazapó tratando de ver si el helicóptero andaba cerca. Ni siquiera se oía y no parecía haber nadie espiándole desde alguna otra elevación en las cercanías o desde abajo. Se introdujo entre los árboles y arbustos hasta llegar al borde del acantilado y trepó un poco hacia su derecha hasta alcanzar una pequeña cresta desde donde se dominaba la quebrada; se echó al suelo y se quedó observando las franjas alternadas de pasto y bosques. Una milla más abajo en la quebrada, un grupo de hombres salió de entre los árboles y atravesó un gran claro dirigiéndose hacia otros árboles. A esa distancia los hombres parecían pequeños y resultaba difícil reconocerles; creyó contar diez. No pudo ver los perros, pero a juzgar por los ladridos debían ser unos cuantos. Sin embargo, lo que le preocupaba no era su número. Lo grave era que habían encontrado su rastro y estaban localizándole rápidamente. Dentro de quince minutos llegarían adonde él estaba en esos momentos. Teasle no hubiera podido rastrearle tan rápidamente. Hubiera tardado horas. Debía haber alguien, quizás el mismo Teasle, quizás uno de sus hombres, que conocía bien el terreno y era capaz de cortar camino para adelantársele.

Corrió nuevamente hasta el hueco que formaban las piedras sobre el acantilado: Teasle no podría trepar tan fácilmente como él lo había hecho. Apoyó su rifle sobre un montón de pasto, cuidando de que no le entrara tierra, y se dispuso a empujar una roca próxima al acantilado. La roca era grande y pesada, pero en cuanto consiguió hacerla rodar un poco, su mismo peso le ayudó a empujarla. Al poco rato consiguió colocarla donde quería, bloqueando completamente la grieta, sobresaliendo por encima del borde del acantilado. La persona que trepara por la grieta no podría pasar por encima de la piedra ni contornearla. Tendría que empujarla para poder subir, pero le resultaría imposible poder hacer palanca desde abajo para moverla. Necesitaría la ayuda de muchos hombres, pero la grieta era demasiado angosta para que entraran en ella varios hombres al mismo tiempo. Teasle se demoraría un rato tratando de encontrar el modo de quitar la roca de ese lugar y para entonces él ya habría desaparecido.

Así lo esperaba. Dirigió una mirada a la quebrada y se sorprendió al ver que mientras él movía la piedra, el grupo había avanzado con tal rapidez que ya estaban junto al charco y los arbustos entre los cuales se había escondido antes.

Las minúsculas siluetas de los hombres dejaron de mirar los arbustos y se concentraron en los perros que olfateaban el suelo, ladraban y se movían en círculos. Algo debía haberse mezclado con su rastro. El ciervo herido, recordó. La sangre del ciervo debió mancharle la ropa cuando se tiró debajo de los arbustos y los perros estaban ahora indecisos, no sabiendo si seguir su rastro o el del ciervo. Pero se decidieron con gran rapidez. En cuanto los vio seguir su rastro hacia el acantilado, dio media vuelta, cogió el rifle y corrió entre arbustos y árboles, internándose en la espesura.

Cuando la maleza era muy tupida, daba media vuelta y avanzaba de espaldas, corría luego hacía adelante hasta que se veía obligado a avanzar de espaldas otra vez. Al empujar la roca hacia la grieta su cara y su pecho se cubrieron de sudor, que hacía arder sus heridas de la víspera, y ahora sudaba copiosamente al atravesar una pared de ortigas que le arañaron los nudillos, dejándolos en carne viva, cubiertos de sangre.

Pero en un segundo estuvo libre. Salió corriendo del bosque umbrío, llegó a una asoleada ladera de rocas y pizarras y se detuvo un momento para recobrar el aliento antes de deslizarse cuidadosamente hasta el borde.

Un ancho bosque de hojas coloradas, anaranjadas y marrones se extendía debajo del acantilado. Este era demasiado escarpado para poder bajar por él.

De modo que tenía un acantilado delante y otro, detrás suyo, lo que le dejaba solamente dos caminos disponibles. Si se dirigía hacia el este, se encontraría nuevamente con la parte ancha de la quebrada. Pero, posiblemente Teasle habría dejado algunos grupos para registrar los montes a ambos lados de la quebrada por si retrocedía. Eso le dejaba un solo rumbo, hacia el oeste, en dirección a donde había desaparecido el helicóptero, y corrió hacia allí hasta llegar a otro barranco, descubriendo que se había encerrado él mismo.

Dios. Los perros ladraban más fuerte. Agarró firmemente el rifle maldiciéndose a sí mismo por haber olvidado una de las reglas básicas que había aprendido. Siempre se debe elegir un camino que tenga una salida. Nunca se debe correr hacia donde uno puede quedar encerrado.

Dios. ¿Se le habría enfermado la mente junto con su cuerpo por haber pasado tanto tiempo en esas camas de los hospitales? Nunca debió haber trepado ese acantilado de atrás. Merecía que lo atraparan. Merecía todo lo que le haría Teasle si se dejaba atrapar.

Los perros ladraban cada vez más cerca. El sudor chorreaba por su cara, levantó una mano para secarse, tropezó con los ásperos pelos de su barba, bajó la mano pegoteada con la sangre de los rasguños producidos por los arbustos y las ortigas. Al ver la sangre se enfureció consigo mismo. Había supuesto que sería relativamente fácil poder escaparse de Teasle, que era simple rutina y que después de lo que había pasado en la guerra podía controlar cualquier situación. Y ahora estaba repitiéndose a sí mismo que debía pensar un poco más. Debió haberlo supuesto al temblar en la forma en que lo hizo al ver el helicóptero, eso ya lo sabía, pero había estado tan seguro de poder burlarse de Teasle que se había encerrado él mismo y tendría mucha suerte si lograba escapar de esto sin perder más sangre que la que manchaba ahora su cuerpo y sus brazos. Todavía le quedaba una cosa por hacer. Corrió a lo largo del acantilado, mirando hacia abajo para verificar la altura, deteniéndose donde parecía menor. Sesenta metros.

Está bien, se dijo a sí mismo. Es culpa tuya, debes pagar por ello.

Veremos ahora lo duro que en realidad es tu trasero.

Colocó el rifle entre su cinturón y los pantalones, girándolo hacia un lado de modo que quedara pegado a su costado, la culata cerca de su axila y el caño por la rodilla. Lo aseguró bien para que no se fuera a soltar y destrozarse contra las rocas de abajo, se echó boca abajo, se dejó caer por el borde sujetándose con las manos y con los pies colgando. Un agujero para apoyar los pies, no encontraba ningún hueco donde apoyarlos.

Los perros comenzaron a ladrar histéricamente como si hubieran llegado al agujero tapado con la roca en el otro acantilado.

VII

Teasle debía haberlo llamado por la radio casi inmediatamente, para poder sacar la piedra con su polea y su montacargas, para revisar el risco por si él seguía allí o para cualquier otra cosa.

Rambo había bajado casi veinte metros por el acantilado cuando nuevamente oyó rugir al helicóptero a lo lejos, y sintió que aumentaba cada vez más el volumen del rugido. Se había demorado aproximadamente un minuto por cada metro y medio que bajaba, buscando trabajosamente cada fisura saliente para sujetarse, probando concienzudamente la resistencia de los rebordes sobre los que apoyaba sus pies, descansando su peso sobre ellos, respirando aliviado cuando resultaban ser firmes. Varias veces se quedó colgando como lo había hecho en lo alto del acantilado, tanteando la superficie rocosa con sus pies en busca de un sostén. Sus puntos de apoyo estaban tan apartados uno del otro que tratar de subir nuevamente para evitar ser visto por el helicóptero, le resultaría igualmente difícil que continuar con su descenso. Aún así, posiblemente, no conseguiría llegar a la cima antes de que el helicóptero pasara encima suyo, por lo cual era mejor seguir bajando, confiando en que el helicóptero no lo viera.

Las rocas de abajo adquirieron unas inmensas y distorsionadas proporciones, atrayéndole hacia ellas, como sí se acercara más y más a la imagen de ellas a través de un vidrio de aumento y trató entonces de imaginar que esto era semejante a las prácticas de salto que realizaba durante su entrenamiento. Pero no era así, y al escuchar los ladridos de los perros y el helicóptero que se acercaba, aceleró su descenso, dejándose colgar hasta donde podía alcanzar, poniendo menos cuidado en probar los puntos de apoyo, mientras el sudor corría por sus mejillas produciéndole un ligero ardor, acumulándose trémulamente sobre sus labios y su mentón. Cuando corría antes por el pastizal, buscando refugiarse en el pino caído al oír el zumbido del helicóptero, el ruido que hacía al acercarse había sido como una fuerza violenta que lo empujara. Pero ahora, limitado a ese preciso lugar, lento a pesar de su prisa, sentía el rugido que se aproximaba cada vez más, produciéndole la sensación de una cosa resbaladiza que trepaba por su espalda y que se hacía más pesada a medida que subía. Cuando la cosa llegó a la base del cráneo, hacia el cielo, por encima de su hombro, se quedó colgando inmóvil, mientras el helicóptero aumentaba rápidamente de tamaño sobre los árboles, dirigiéndose hacia el acantilado. Su camisa de lana colorada resaltaba contra el gris de la piedra; rezó para que el policía no lo viera por algún motivo.

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