Después dispararía contra Teasle. O contra el hombre de verde si aparecía antes que Teasle. Al ver la forma en que el hombre manejaba los perros, Rambo tenía la certeza de que era muy ducho en materia de persecuciones, y una vez muertos él y Teasle, los otros no sabrían qué hacer y volverían a sus casas.
Era evidente que no estaban preparados para esta clase de lucha. Hizo una mueca de disgusto al verlos de pie y sentados al borde del risco a vista de todo el mundo. Al parecer ni siquiera habían considerado la posibilidad de que él estuviera aún por los alrededores.
El hombre de verde estaba atareado tratando de tranquilizar a los perros; estaban todos amontonados, enredados, entorpeciéndose mutuamente el paso. El hombre separó la rienda principal y entregó tres perros a un agente.
Desde su fresco escondite a la sombra de un arbusto, Rambo apuntó hacia los tres que sujetaba el hombre de verde y disparó, matando a dos de ellos, sin mosquear. Le hubiera acertado al tercero con su próximo disparo, pero el hombre de verde dio un tirón de la correa retirándolo del borde del precipicio. Los policías gritaron y se echaron cuerpo a tierra. El otro grupo de perros se agitaba desesperado y aullaba tratando de soltarse del agente que los sujetaba. Rambo mató rápidamente a uno. Otro pegó un salto y resbaló por el borde; el agente que lo sujetaba en lugar de soltarlo, trató de izarlo tirando de la correa, perdió entonces el equilibrio y cayó por el precipicio arrastrando detrás de él, al último perro que quedaba. Lanzó un grito justo antes de golpearse contra las rocas de abajo.
Se quedaron paralizados durante un instante, inmóviles bajo el ardiente reflejo del sol, un momento durante el cual ni siquiera el viento se movió, un instante que pareció que nunca iba a terminar.
Teasle apuntó súbitamente con su rifle hacia el bosque y comenzó a disparar a lo largo del linde. Había hecho ya cuatro disparos cuando se le unió uno de sus hombres primero, y luego otro más y al cabo de un momento, con excepción de Teasle y Orval, todos descargaron sus armas en un fuego nutrido, sucediéndose uno tras otro los disparos, dando la sensación de que habían arrojado a una fogata una caja de municiones y los cartuchos recalentados comenzaban a explotar produciendo un ininterrumpido redoble.
—Basta, ya —ordenó Teasle.
Pero nadie obedeció. Estaban tirados cuerpo a tierra refugiados detrás de las piedras y montículos de tierra junto al borde del acantilado, disparando lo más rápido que sus rifles se lo permitían. Crac, crac, crac, accionando constantemente el gatillo, tirando los proyectiles usados, colocando otros nuevos, sin apuntar realmente al disparar, sacudiéndose por el retroceso de las armas. Crac, crac, crac. Teasle tirado detrás de una roca estriada, les gritaba.
—¡Les dije que ya basta! ¡Paren les digo!
Pero prosiguieron ametrallando la hilera de árboles y arbustos, disparando contra las hojas perforadas por disparos anteriores y que al moverse daban la sensación de que alguien se ocultaba detrás de ellas. Unos pocos estaban cargando las armas, dispuestos a disparar otra vez. La mayoría ya lo había hecho. Armas de distintas clases: Winchester, Springfield, Rémington, Marlin, Savage. Diferentes calibres: 270, 300, 30-06, 30-30, gatillos, percutores y cargadores de distintos tamaños, algunos con capacidad para seis disparos, otros siete, otros nueve, cápsulas vacías desparramadas por todos lados y nuevas remesas que afluían constantemente.
Orval sujetaba firmemente el último perro que le quedaba y al mismo tiempo gritaba:
—¡Basta!
Teasle se levantó de su escondite, agazapado como si estuviera a punto de saltar, con las venas de su cuello hinchadas mientras gritaba:
—¡Paren, maldición! ¡El primer hombre que apriete otra vez el gatillo pierde dos días de sueldo!
Eso los impresionó. Algunos no habían cargado todavía por segunda vez. El resto se contuvo, de una u otra forma, y se quedaron tensos, a la expectativa, con el rifle apoyado contra el hombro, ansiosos por continuar. Una nube oscureció entonces el sol y todos se tranquilizaron. Inspiraron profundamente, tragaron, y bajaron los rifles lentamente.
Sopló una suave brisa que levantó las hojas secas del bosque detrás de ellos.
—Dios —dijo Shingleton. Tenía las mejillas pálidas y estiradas como el parche de un tambor.
Ward apoyó los codos contra su estómago y se pasó la lengua por las comisuras de la boca.
—Dios es justo —dijo.
—Nunca he tenido tanto miedo —murmuraba alguien sin cesar.
Teasle miró a su alrededor para ver quién era y descubrió al joven agente.
—¿Qué es ese olor? —preguntó Léster.
—Nunca he tenido tanto miedo.
—Es él. Él es el que huele así.
—Mis pantalones. Yo
—Déjenlo en paz —dijo Teasle.
La nube que ocultaba el sol pasó de largo, y el reflejo brillante lo iluminó nuevamente; Teasle se asomó hacia donde el sol despuntaba en el valle y vio que se acercaba otra nube, más grande que la anterior, y detrás de ésta, no muy lejos, el cielo estaba cubierto de nubes negras y redondas. Se despegó la camiseta empapada por el sudor de su pecho, pero sin éxito, porque nuevamente volvió a pegársele a la piel, y mientras hacía esto rogaba para sus adentros que lloviera. Por lo menos así se enfriarían un poco los ánimos.
Al lado de él, Léster comentaba lo que le había pasado al joven agente.
—Ya sé que no pudo evitarlo, pero Dios mío, qué olor.
—Nunca he tenido tanto miedo.
—Déjalo en paz —dijo Teasle sin apartar su vista de las nubes.
—¿Creen que habremos herido al muchacho esta vez? —dijo Mitch.
—¿Algún herido? ¿Están todos bien? —inquirió Ward.
—Sí, seguro —dijo Léster—. Todos estamos bien.
Teasle le lanzó una aguda mirada.
—No estés tan seguro. Quedamos solamente nueve. Jeremy se cayó por el precipicio.
—Junto con tres de mis perros. Y otros dos están muertos —dijo Orval. El tono de su voz no cambió mientras hablaba, parecía una máquina y sonó en una forma tan extraña que todos se volvieron para mirarle—. Cinco. Cinco perdidos.
Su cara tenía el mismo tono gris que el cemento.
—Lo siento mucho, Orval —dijo Teasle.
—Y con mucha razón, supongo. A ti se te ocurrió esta maldita idea en primer lugar. No podías esperar hasta que la policía estatal se hiciera cargo del asunto.
El último perro gimoteaba y sus flancos temblaban.
—Vamos, vamos —le decía Orval acariciándole suavemente el lomo mientras miraba por encima de sus anteojos a los dos perros muertos junto al borde del acantilado—. Nos vengaremos, no te preocupes. Si está todavía vivo allí abajo, nos vengaremos. —Desvió su mirada hacia Teasle y elevó el tono de su voz—. ¿No podías esperar hasta que llegara la maldita policía del estado, verdad?
Los hombres miraron a Teasle esperando oír su contestación. Este movió los labios pero no se oyó ningún sonido.
—¿Qué dices? —inquirió Orval—. ¡Por Dios! Si tienes algo que decir, entonces dilo claramente como un hombre.
—Digo que nadie te obligó a venir. Bien te divertiste haciendo demostración de tus fuerzas, corriendo más deprisa que cualquiera a pesar de tus años, trepando por esa grieta antes que nadie y apartando la roca para demostrar lo listo que eres. Tú tienes la culpa de que hayan muerto los perros. Tú que sabes tanto, debiste haberlos mantenido lejos del borde.
Orval se estremeció de furia y Teasle se arrepintió inmediatamente de haber dicho esas palabras de reproche. Se quedó mirando el suelo. No había estado bien resaltar el afán de Orval por superar a todos. Qué satisfacción había sentido cuando Orval descubrió la forma de sacar la roca, trepando encima para atar una soga alrededor, diciéndoles a los demás que tiraran del otro extremo de la soga mientras él hacía palanca con una rama gruesa. La piedra rodó con gran estruendo arrastrando otras a su paso y ellos tuvieron el tiempo justo para esquivarla.
—Está bien, Orval, escúchame un poco —dijo recuperando la calma—. Lo siento. Eran unos perros excelentes. Te aseguro que lo siento.
Algo se movió repentinamente al lado de él. Shingleton apuntaba con su rifle y disparaba en dirección a unos arbustos,
—¡Shingleton! ¡Te dije que no dispararas más!
—Vi algo que se movía.
—Esto te costará la paga de dos días, Shingleton. Tu mujer se va a poner furiosa.
—Pero le digo que vi algo que se movía.
—No me digas qué es lo que te pareció ver. Estás disparando presa de gran agitación, como cuando estabas en la comisaría y el muchacho se escapó. Escúchame. Y esto va para todos. Escuchen. Sus disparos ni siquiera rozaron a ese muchacho. Tuvo tiempo de hacer sus necesidades y enterrarlas y escaparse nuevamente antes de que ustedes contestaran a sus disparos.
—Vamos, Will, ¿dos días de sueldo? —dijo Shingleton—. No puede decirlo en serio.
—Todavía no he terminado. Miren todos, la cantidad de municiones que han desperdiciado. La mitad de sus reservas.
Se sorprendieron al descubrir la cantidad de cartuchos desparramados alrededor de ellos.
—¿Qué piensan hacer cuando se encuentren nuevamente con él? ¿Utilizar las balas que les quedan y comenzar a tirarle piedras?
—La policía del estado puede enviarnos por aire más provisiones —dijo Léster.
—Supongo que te sentirás muy satisfecho cuando lleguen aquí muertos de risa al ver las municiones desperdiciadas.
Señaló nuevamente los cartuchos vacíos y advirtió, por primera vez, que un grupo de ellos era totalmente distinto al resto. Los hombres se vieron obligados a mirar confundidos hacia el piso, al advertir lo que había descubierto.
—Estas ni siquiera fueron disparadas. Hay un idiota entre ustedes que vació todas sus balas sin siquiera apretar el gatillo.
Se dio cuenta inmediatamente de lo que había sucedido. El entusiasmo por la cacería. Se ha dado el caso de que la nerviosidad que siente un cazador al ver su primer blanco el día que se inaugura la temporada de caza, le hace disparar estúpidamente todos sus proyectiles sin oprimir el gatillo, quedándose absorto al no poder comprender cómo sus disparos no dieron en el blanco. Teasle no podía dejar pasar esto, tenía que usarlo como pretexto.
—Vamos, ¿quién fue? ¿Quién es el listo? Entrégame tu arma y te daré otra que dispara corchos.
Las cápsulas eran de calibre 300. Estaba por verificar quién tenía un rifle de ese calibre cuando vio qué Orval señalaba hacia el borde del acantilado y oyó un gemido. Por lo visto no habían muerto todos los perros por los disparos del muchacho. Uno había perdido el conocimiento por la fuerza del proyectil y en esos momentos estaba volviendo en sí, moviendo las patas y gimiendo.
—Destripado —dijo Orval disgustado. Escupió, acarició el perro que estaba sujetando y le entregó la correa a Léster, que estaba junto a él—. Sujétala fuerte —le dijo—. Fíjate cómo tiembla. Está oliendo la sangre del otro perro y eso puede enfurecerlo.
Escupió nuevamente y se quedó allí parado con sus ropas verdes cubiertas por una mezcla de tierra y sudor.
—Un momento —dijo Léster—. ¿Quiere decir que este animal puede volverse rabioso?
—Tal vez. Aunque lo dudo. Posiblemente trate de soltarse y escapar. Sujétala fuerte.
—Esto no me gusta nada.
—Nadie te preguntó si te gustaba.
Dejó a Léster sujetando la correa y caminó hacia donde estaba el perro herido. Estaba tirado de costado, agitando las patas tratando de rodar hacia un lado para levantarse, pero volvía a caer siempre hacia un lado, gimiendo lastimosamente.
—Por supuesto —dijo Orval—. Destripada. El maldito la destripó de un tiro,
Se frotó el revés de la manga contra la boca y dirigió una mirada de soslayo al perro que había resultado indemne. Tiraba de la correa para soltarse de Léster.
—Sujétala bien fuerte ahora —le dijo Orval—. Tengo que hacer algo que la va a hacer saltar.
Se inclinó para observar la herida en el vientre del perro y se incorporó luego meneando la cabeza con disgusto, al ver los intestinos relucientes, y sin hacer pausa alguna, le descerrajó un tiro al perro detrás de la oreja—. Una verdadera lástima —musitó mientras miraba el cuerpo que se retorcía espasmódicamente hasta quedar por fin inerte. Su cara había cambiado de color, había pasado del gris al rojo y parecía más arrugada que nunca.
—¿Y ahora qué estamos esperando? —le preguntó con calma a Teasle—. Vamos a matar de una vez a ese muchacho.
Dio un paso hacia adelante y perdió súbitamente el equilibrio, dejó caer el rifle, se agarró curiosamente la espalda y cayó de bruces contra el suelo al mismo tiempo que resonaba el eco del estampido del disparo del rifle en el bosque allá abajo. La fuerza del golpe le partió en dos las gafas. Y esta vez nadie contestó al disparo.
—¡Abajo! —gritó Teasle—. ¡Todos, cuerpo a tierra!. —Se tiraron todos al suelo. El último perro consiguió zafarse de Léster y se precipitó hacia donde yacía Orval y cayó también muerto por un disparo.
Teasle apretaba con fuerza los puños, agachado en el surco detrás de la roca, jurando perseguir sin tregua al muchacho hasta atraparlo y mutilarlo. Nunca se daría por vencido. Ya no pensaba en Galt, se decía que no podía dejar escapar a alguien que había matado a uno de sus hombres.
Era un asunto personal. Consigo mismo. Padre, padrastro. Ambos muertos de un tiro. Resurgió nuevamente la furia insana que sintió cuando mataron a su padre, tenía ganas de estrangular al muchacho hasta sentir crujir su garganta y ver cómo se le salían los ojos de las órbitas. Maldito. Maldito hijo de puta. Y entonces se dio cuenta del grave error que había cometido cuando se puso a pensar en la forma de bajar de ese peñasco y atrapar al muchacho. Él no había estado persiguiendo al muchacho. Había sido a la inversa. Había dejado que el muchacho les tendiera una emboscada.
Y qué emboscada, cielo santo. Considerando que había que recorrer más de cincuenta kilómetros por un terreno áspero hasta llegar a la ciudad más cercana, que el helicóptero se había estrellado, y los perros estaban muertos, el muchacho podía liquidarlos a todos en cuanto le diera la gana. Porque el terreno que se extendía detrás de ellos no era llano. Porque el terreno tenía una pendiente que subía a tres metros de distancia del borde. Y porque para poder retroceder se verían obligados a trepar la cuesta, ofreciendo un blanco perfectamente visible para el muchacho, que los acribillaría a balazos desde el bosque de abajo, y de dónde diablos consiguió ese rifle y cómo demonios había aprendido a tenderles semejante emboscada.