Pero sabía que el policía no podía dejar de verlo.
Sus dedos sangrantes se aferraban a un saliente en la roca. Las puntas de sus zapatos se apoyaban con fuerza contra un saliente que medía escasos centímetros de ancho; su garganta se estremeció involuntariamente, al sentir que uno de los pies perdía su punto de apoyo. El estampido de la bala al clavarse en el acantilado a la derecha de su hombro lo aturdió, sorprendiéndose de tal manera, que estuvo a punto de soltar las manos; comenzó a sacudir la cabeza para despejarla y emprendió nuevamente un frenético descenso.
Consiguió tres nuevos puntos de apoyo para los pies, pero ni uno más. ¡Ca-rang! La segunda bala rebotó contra la roca, pero el impacto fue más alto que el anterior, más cerca de su cabeza, asustándolo tanto como el primero y considerándose ya hombre muerto.
El movimiento del helicóptero era lo único que había impedido que lo hirieran hasta ahora: estorbaba la puntería del policía; el piloto imprimió mayor velocidad a su máquina, con lo cual aumentaba su trepidación. Sus brazos y piernas temblaban por el esfuerzo, buscó otro lugar donde aferrarse, luego otro y dejó entonces caer sus pies, arriesgándose, quedando colgado otra vez, raspando el acantilado con los zapatos tratando de encontrar algo, cualquier cosa sobre la cual apoyarse.
Pero no había nada. Quedó suspendido de sus manos sangrantes y el helicóptero se abalanzó hacia él, semejante a una grotesca libélula.
Dios santo, con tal que siga moviéndose esa maldita máquina, que no se le ocurra quedarse fijo en un lugar porque entonces el policía, sí podrá hacer blanco. ¡Ca-rac! trozos de piedra y esquirlas del proyectil rozaron su cara. Miró hacia las rocas treinta metros más abajo. El sudor que corría por su frente le caía sobre los ojos y le velaba la vista; divisó confusamente un frondoso pino que se erguía debajo suyo y le pareció que las ramas estaban a tres metros de distancia. Quizás no eran tres sino diez o veinte era imposible calcular.
Las dimensiones del helicóptero adquirieron proporciones inmensas, el viento que producían los rotores silbaba sobre su cabeza, apuntó su cuerpo hacia la copa del árbol, aflojó sus dedos lacerados y se dejó caer. Sintió que el estómago le subía a la boca, su garganta pareció dilatarse en el repentino vacío, y tuvo la sensación de que su caída no tenía fin hasta que por último golpeó contra las primeras ramas, cayendo verticalmente entre el tupido follaje y chocando contra una rama más grande.
Quedó absolutamente atontado por el golpe.
No podía respirar. Jadeó y una oleada de dolor recorrió todo su cuerpo; agitados latidos sacudían su pecho y su espalda, estaba convencido de que le habían pegado un tiro.
Pero estaba equivocado; el zumbido del helicóptero encima del árbol y el silbido de una bala por entre las ramas le hicieron ponerse nuevamente en movimiento. Estaba en lo más alto del árbol. Su rifle permanecía sujeto entre el cinturón y los pantalones, pero el golpe que recibió al chocar contra la rama le había dejado ese costado semiparalizado.
Sufriendo agonías, obligando a su brazo a doblarse, consiguió agarrar el rifle y tiró de él para sacarlo, pero no pudo. El helicóptero hizo un giro más arriba y regresó dispuesto a efectuar un nuevo disparo. Él seguía tirando mientras tanto de su arma, hasta que consiguió sacarla, pero hizo tanta fuerza que la rama donde estaba apoyado comenzó a balancearse. Perdió el equilibrio, se arañó el muslo contra la áspera corteza pero consiguió sujetarse con un brazo de una rama encima suyo. Esta crujió; y a él se le cortó la respiración. Si se rompía, caería del árbol y se estrellaría contra las rocas de abajo. La rama crujió una vez más, pero se mantuvo firme y respiró otra vez.
El sonido del helicóptero era distinto ahora. Constante. Uniforme. El piloto se había dado cuenta de que debía mantenerlo fijo en un lugar. Rambo no sabía si podían verlo, pero eso no tenía mucha importancia; la circunferencia que formaba la copa del árbol era tan pequeña que si el policía la atravesaba con varios disparos, era casi seguro que alguno de ellos lo alcanzaría. No tenía tiempo de pasar a otra rama más fuerte; quizás el próximo disparo sería el definitivo.
Desesperado por la urgencia y la angustia, apartó las agujas y ramas del pino tratando de ver el lugar donde estaba detenido en el aire el helicóptero.
Enfrente suyo. A una distancia como la de una casa vecina. El policía había sacado la cabeza por la ventanilla abierta de la cabina. Rambo vio claramente su rostro redondo, de nariz grande, mientras el hombre se disponía a disparar otra vez; Rambo no necesitaba más que un vistazo. Con un movimiento suave e instintivo, alzó el caño de su arma hacia la rama de encima, lo apoyó allí y apuntó al centro de la cara redonda, a la punta de la narizota.
Una suave presión en el gatillo. Centro.
El policía en el interior de la cabina se llevó las manos a su cara destrozada. Murió antes de tener tiempo de abrir la boca y gritar.
El piloto mantuvo quieto durante un momento el helicóptero como si nada hubiera pasado y luego Rambo vio a través del cristal de la cabina, cómo reaccionaba el hombre al ver trozos de huesos, pelos y sesos por todas partes y percatarse que le habían volado la cabeza a su compañero.
Rambo lo vio abrir la boca horrorizado al contemplar las manchas de sangre en su camisa y pantalones. Los ojos parecieron salírsele de las órbitas; hizo una mueca con la boca. Comenzó a desabrocharse inmediatamente el cinturón de seguridad, sujetando desesperadamente la palanca del acelerador y se arrojó al piso.
Rambo trataba de pegarle un tiro desde el árbol. No podía ver al piloto, pero se imaginaba en qué parte del piso estaría tirado y estaba apuntando precisamente a ese lugar cuando el helicóptero viró bruscamente en dirección a la parte alta del acantilado. La parte delantera esquivó hábilmente el borde del risco, pero el ángulo en que ascendía era tan agudo que la parte de atrás tocó el borde del acantilado. No estaba seguro, pero le pareció oír mezclado al rugido del motor, un ruido metálico al golpear la parte posterior contra las piedras. El helicóptero pareció estar suspendido eternamente allí, hasta que dio un violento timbrazo hacia atrás y cayó justo contra la pared del acantilado, chirriando, crujiendo, destrozándose las hélices y deshaciéndose en añicos al explotar, formando una inmensa bola metálica e incandescente, que pasó como un relámpago junto al árbol y desapareció. Las ramas exteriores del árbol comenzaron a quemarse. Un fuerte olor a gasolina y carne quemada llegó hasta donde él estaba.
Rambo se puso en movimiento inmediatamente, iniciando el descenso. Las ramas eran muy tupidas. Tenía que dar vueltas alrededor del tronco para encontrar un lugar por donde bajar.
Los perros ladraban con más fuerza y ferocidad, como si hubieran pasado la barricada y estuvieran en la punta del acantilado.
Deberían haber tardado más tiempo en quitar la roca; no podía entender cómo habían hecho Teasle y su grupo para subir tan deprisa.
Sujetó firmemente el rifle, y comenzó a pasar de rama en rama mientras las agujas puntiagudas le rasguñaban la cara y las manos. Su pecho latía fuertemente por la caída contra la rama, debía haberse roto algunas costillas a juzgar por el dolor que sentía, pero no podía darse el lujo de preocuparse por ello. Los perros ladraban cada vez más cerca; tenía que bajar más deprisa, girando, deslizándose. La camisa de cuadros colorada se enganchó en una rama, la rompió al zafarse de un tirón. Más deprisa. Esos malditos perros. Tenía que moverse más rápido.
Al llegar abajo se encontró con un humo negro y espeso que le invadió los pulmones y a través del cual, distinguió dificultosamente los retorcidos restos del helicóptero que crujían y ardían. Faltaban seis metros para llegar abajo, pero no pudo seguir bajando: se habían acabado las ramas. El tronco era demasiado ancho como para que pudiera bajar abrazado a él. Debía saltar. No tenía más remedio. Arriba, los perros continuaban ladrando; inspeccionó las rocas y piedras de abajo y eligió un lugar cubierto por tierra, sedimentos y agujas de pino, formando un hueco entre las rocas, y sonrió sin darse cuenta, pues había sido entrenado especialmente para este tipo de cosas durante las semanas que practicó saltos desde las torres de la escuela de paracaidismo. Sujetó el rifle con una mano y se agarró de una rama con la otra, quedando suspendido en el aire y dejándose caer luego. Cayó contra el suelo a la perfección. Con las rodillas dobladas como era preciso, se hundió en la tierra, rodó justo lo necesario y quedó parado correctamente, tal como lo había hecho mil veces antes. El dolor en su pecho empeoró en cuanto se alejó del humo asfixiante que rodeaba el árbol y se escabulló entre las rocas. Empeoró mucho. Y la sonrisa desapareció. Dios, voy a perder.
Corrió entre las rocas por una pendiente en dirección al bosque sintiendo un fuerte dolor en el pecho y las piernas. Atravesó un pastizal que se extendía ante él dejando atrás las rocas, corriendo hacia los árboles, y entonces oyó los perros que ladraban como enloquecidos detrás de él en la punta del risco. Debían estar en el lugar donde él comenzó a bajar del acantilado; el grupo no tardaría en hacer fuego.
No tenía ninguna posibilidad de salvarse en ese lugar descampado, debía llegar a los árboles, zigzagueando, agachando la cabeza, valiéndose de cuantos trucos conocía para convertirse en un blanco difícil, estirándose, dispuesto a recibir un balazo que le perforaría la espalda y el pecho, corriendo todo el tiempo hasta llegar a los primeros arbustos, internándose entre los árboles sin interrumpir su desaforada carrera y tropezando con las enredadas raíces. Cayó finalmente y se quedó jadeando, tirado sobre el suelo húmedo y perfumado del bosque.
No dispararon. No comprendía por qué. Seguía echado, llenando al máximo la capacidad de sus pulmones, exhalando y respirando profundamente otra vez, haciendo caso omiso del dolor que sentía en el pecho con cada inspiración. ¿Por qué no habían disparado?
Y súbitamente tuvo la respuesta: porque no habían llegado a la cima del acantilado después de todo. Todavía estaban en plena ascensión. Las voces lo engañaron haciéndole pensar que ya estaban arriba del todo. Le dio una arcada, pero no vomitó nada, cayó nuevamente de espaldas y se quedó contemplando las hojas otoñales contra el cielo profundo. ¿Qué era lo que le sucedía? Nunca se había equivocado antes en esa forma.
Méjico. Por su mente pasó como un relámpago la imagen de olas que rompían en una playa tropical.
Tengo que levantarme. No puedo dejar de levantarme
.
Se puso de pie con dificultad y apenas comenzó a adentrarse en el bosque, oyó gritar a los hombres y ladrar a los perros detrás de él; indudablemente el grupo ya había llegado a la cima del peñasco. Se detuvo y escuchó, y jadeando aún para recobrar el aliento, dio media vuelta y se encaminó por la misma senda por la que había llegado.
No era exactamente la misma. El pasto del bosque era largo y sabía que había dejado una huella al pasar por allí que sería muy visible desde arriba; la partida debería estar estudiando la zona del bosque por donde él entró, y al regresar podía hacer algún movimiento que delatara su presencia. Por ese motivo se dirigió más hacia la izquierda, acercándose al límite del bosque por un lugar hacía el que los otros no se les ocurriría mirar.
Cuando los árboles comenzaron a ralear, se tiró al suelo y se arrastró hasta llegar al linde, agazapándose detrás de un arbusto; vio un espectáculo precioso: sesenta metros más adelante, recortados claramente contra el borde del acantilado, avanzaban los hombres y los perros. Todos corrían hacia el lugar por el que había bajado, los perros ladraban, un hombre sujetaba una correa principal con la que manejaba a todos los perros, los demás hombres corrían detrás y súbitamente se detuvieron para mirar hacia abajo, al helicóptero del que todavía salían llamas y humo.
Era la primera vez que Rambo los veía tan de cerca desde que empezó la persecución; el sol los iluminaba de lleno, haciéndolos parecer más cercanos, aumentando curiosamente sus dimensiones. Contó seis perros y diez hombres, nueve de ellos vestían el uniforme gris de los agentes de Teasle y el décimo, el que sujetaba a los perros, vestía unos pantalones y una chaqueta verde.
Los perros olfateaban el lugar por donde él inició su descenso por el borde del acantilado, moviéndose en círculos para verificar si el rastro seguía hacia otro lado; volvieron nuevamente al borde y ladraron decepcionados. El hombre vestido de verde era mayor y más alto que los demás; estaba tranquilizando a los perros, acariciándolos, habiéndoles con suaves palabras cuyos ecos llegaron hasta él algo amortiguados. Algunos de los policías se sentaron, otros permanecían de pie mirando al helicóptero en llamas y otros señalaban el lugar por el que había entrado al bosque.
Pero él no estaba interesado en ellos, sino en el otro hombre, en el que caminaba de un lado a otro, golpeándose el muslo con la mano. Teasle. Era imposible confundir ese cuerpo de talle corto, pecho saliente y su cabeza que sacudía a uno y otro lado como un gallo de pelea. Por supuesto. Como un gallo. Eso es lo que eres, Teasle. Un gallo.
La reflexión le hizo sonreír. Estaba tirado a la sombra del arbusto, gozando intensamente con su descanso. Apuntó a Teasle con la mira de su rifle mientras éste hablaba con el hombre de verde. Qué sorpresa se llevaría Teasle si una bala le atravesara la garganta en medio de su charla. Qué broma tan buena sería. Le fascinó tanto la idea que estuvo a un tris de accionar el gatillo.
Habría sido un error. Tenía realmente ganas de matarlo: después del susto que tuvo cuando se sintió atrapado entre el helicóptero y la partida ya no le importaba qué debía hacer para poder escapar, y al pensar en los dos hombres que habían muerto en el helicóptero, se dio cuenta de que no le importaban tanto como cuando mató a Galt. Estaba acostumbrándose otra vez a matar.
Pero existía una cuestión de prioridades. El peñasco no detendría a Teasle, lo retendría solamente una hora más o menos. Y matar a Teasle no significaba que la partida cesaría en su búsqueda; seguirían con los perros para poder continuar rápidamente con la persecución. No eran malos como los pastores alemanes que había visto en la guerra, pero eran cazadores natos y si llegaban a encontrarlo, quizás no se contentarían con acorralarlo como estaban enseñados a hacer, sino que serían capaces de atacarlo. Por lo tanto, eran los primeros que debía matar.