Se nos terminó la pintura blanca pero mañana recibiremos más y ya tenemos la pintura azul que quiere para cubrir la roja de la fachada
.
Teasle abrió la puerta que daba a una oficina al fondo del corredor y Rambo se detuvo un momento.
¿Estás completamente seguro que quieres seguir adelante con todo esto? se preguntó a sí mismo. Todavía no es demasiado tarde para conseguir que te dejen en paz.
¿Que me dejen en paz, por qué? Yo no he hecho nada malo.
—Bueno, vamos, entra de una vez —dijo Teasle—. Esto es lo que te has estado buscando.
Había sido un error no entrar directamente. Esa pequeña pausa en la puerta podía dar la impresión de que tenía miedo, y no quería que pensaran eso. Pero si entraba ahora después de habérselo ordenado Teasle, parecía que estaba obedeciendo, y no quería que pensaran eso tampoco.
Entró antes de que Teasle tuviera ocasión de ordenárselo otra vez.
El techo de la oficina era tan bajo que tuvo la impresión de que iba a rozarlo con la cabeza y sintió ganas de agacharse, pero se contuvo. El piso tenía una alfombra verde y gastada, semejante a un pasto cortado a ras de tierra. Hacia la izquierda y detrás del escritorio había una caja con armas. Observó entre ellas una mágnum 44 y recordó haberla visto en el campo de entrenamiento del Cuerpo Especial; era el revólver más poderoso que existía, capaz de perforar una lámina de acero de cinco pulgadas o de matar un elefante, pero cuyo retroceso era tan fuerte que a él nunca le había gustado usarlo.
—Siéntate en el banco, muchacho —dijo Teasle—. Dime cómo te llamas.
—Llámeme «muchacho», simplemente —dijo Rambo.
El banco se extendía a lo largo de la pared de la derecha. Apoyó en él su saco de dormir y se sentó exageradamente derecho y rígido.
—Ya ha dejado de ser un chiste, muchacho. Dime cómo te llamas.
—También se me conoce como “joven”. Puede llamarme así si lo prefiere.
—Por supuesto que lo haré —dijo Teasle—. He llegado a un punto en el que estoy dispuesto a llamarte como se me antoje.
El muchacho era más molesto de lo que estaba dispuesto a tolerar. Lo único que quería era sacarle de la oficina para poder llamar por teléfono. Eran las cuatro y media, y calculando la diferencia de horas en ese momento debían ser, a ver, las tres y media, dos y media, una y media, en California.
A lo mejor no estaba a esa hora en casa de su hermana. A lo mejor había salido a almorzar con alguna otra persona. ¿Con quién? se preguntó. Y adónde. Ese era el motivo que le hacía dedicar tanto tiempo al muchacho, porque estaba deseando llamar. No debe permitirse que los problemas particulares de uno interfieran con nuestro trabajo. Había que confinarlos a la casa, allí era donde les correspondía estar. Si algún problema nos obliga a hacer algo con gran apuro, pues entonces uno debe esforzarse en tomarlo con calma y hacerlo con sumo cuidado.
Parecía que en este caso especial esa regla estuviera por dar resultados beneficiosos. El muchacho no quería decir su nombre, y la única razón por la que una persona se niega a dar su nombre es porque tiene algo que ocultar y tiene miedo de que le localicen en las listas de fugitivos. A los mejor no se trataba simplemente de un muchacho que no quiere obedecer. Bueno, lo tomaría con calma y lo averiguaría.
Se sentó en un extremo de su escritorio, frente al muchacho instalado en el banco, y encendió un cigarrillo pausadamente.
—¿Quieres uno? —le preguntó.
—No fumo.
Teasle asintió con la cabeza y dio una larga calada a su cigarrillo.
—¿Qué te parece si empezamos otra vez? ¿Cómo te llamas?
—No es asunto suyo.
Santo cielo, pensó Teasle. Y a pesar de sí mismo se apartó del escritorio y dio unos pasos hacia el muchacho. Con calma, se dijo para sus adentros.
—Tú no puedes haber dicho semejante cosa. No puedo dar crédito a mis oídos.
—Pues me oyó muy bien. Mi nombre es asunto mío. Usted no me ha dado ninguna razón para que también tenga que ser asunto suyo.
—Estás hablando con el jefe de policía.
—Esa no es razón suficiente.
—Es una de las mejores razones del mundo —dijo, e hizo una pausa para esperar que se pasara el ardor que le abrasaba la cara. Ten calma—. Dame tu billetera.
—No tengo billetera.
—Dame tus documentos.
—No los llevo conmigo.
—Ni el carnet de conducir, ni la tarjeta de la seguridad social, ni la del servicio militar, ni la partida de nacimiento, ni…
—Así es —le interrumpió el muchacho.
—No trates de engañarme. Dame tu documento de identidad.
El muchacho ni siquiera se molestaba en mirarle en ese momento. Observaba el armero y señalaba una medalla que estaba sobre la repisa en la que se alineaban los trofeos de tiro.
—La cruz por servicios distinguidos. ¿Les dio bien duro en Corea, verdad?
—Está bien dijo Teasle—. De pie.
Era la segunda medalla en importancia, superior a la Estrella de Bronce, la Estrella de Plata, el Corazón de Púrpura, la medalla por Sobresaliente Acción en Vuelos, y la medalla por Servicios Distinguidos. La única superior a ella era la medalla de Honor del Congreso.
Para el Primer Sargento del Cuerpo de Infantes de Marina, Wilfred Logan Teasle. Por notable y valiente dirección frente a un abrumador fuego enemigo, decía en su mención. Batalla de los pantanos del Choisin. Seis de diciembre de mil novecientos cincuenta
. Eso sucedió cuando él tenía veinte años, y no pensaba tolerar que un mequetrefe que no aparentaba más edad que ésa se burlara de ello.
—De pie. Estoy harto de decirte todo, dos veces. De pie y vacía tus bolsillos.
El muchacho se encogió de hombros y se tomó un buen tiempo en obedecer. Revisó uno tras otro los bolsillos de sus pantalones, dándolos vuelta hacia afuera, pero no contenían nada.
—No vaciaste los bolsillos de tu chaqueta dijo Teasle.
—Tiene toda la razón del mundo. —Cuando procedió a hacerlo, sacó de ellos dos dólares con veintitrés centavos y una caja de cerillas.
—¿De qué te sirven las cerillas? —Preguntó Teasle—. Me dijiste que no fumabas.
—Me hacen falta para encender el fuego y poder cocinar.
—Pero no tienes trabajo ni dinero. ¿De dónde consigues comida para cocinar?
—¿Qué pretende que le conteste? ¿Que la robo?
Teasle dirigió una mirada al saco de dormir del muchacho que estaba apoyado contra el banco, y sospechó que dentro de él estarían guardados los documentos de identidad. Lo desató y lo desenrolló sobre el piso. Había una camisa limpia y un cepillo de dientes. Cuando comenzó a palpar la camisa, el muchacho le dijo:
—¡Eh, me ha costado mucho trabajo planchar la camisa! Trate de no arrugarla.
Teasle sintió súbitamente que ya estaba harto.
Apretó un botón del conmutador que había sobre su escritorio.
—Shingleton, tú viste bien al muchacho cuando entró. Quiero que transmitas una descripción suya por la radio dirigida a la policía del estado. Diles que quisiera una identificación lo más pronto posible. Fíjate mientras tanto si coincide con alguna descripción que figure en nuestros registros. No tiene trabajo ni dinero, pero parece bien alimentado. Quiero saber por qué.
—De modo que está dispuesto a seguir adelante con este asunto —dijo el muchacho.
—Estás equivocado. Yo no soy el que ha decidido seguir adelante.
El juez de paz tenía un aparato de aire acondicionado. Zumbaba un poco y vibraba de vez en cuando, pero enfriaba tanto el cuarto que Rambo sintió un escalofrío. El hombre sentado detrás del escritorio tenía puesto un suéter azul que le quedaba grande. Se llamaba Dobzyn, según acusaba el cartel de la puerta. Masticaba tabaco, pero dejó de hacerlo en cuanto vio entrar al cuarto a Rambo.
—Pero será posible… —dijo haciendo chirriar su silla giratoria al alejarla del escritorio—. Cuando llamaste por teléfono, Will, debiste avisarme que el circo acababa de llegar a la ciudad. El comentario era siempre inevitable. Siempre. Este asunto estaba poniéndose algo peliagudo y sabía que sería mejor ceder pronto, o de lo contrario podría ocasionarle muchas molestias. Le habían tirado un anzuelo nuevamente, pero él estaba decidido a no morderlo.
—Escucha, hijo —dijo Dobzyn—. Tengo que hacerte una pregunta. —Tenía una cara bien redonda. Cuando hablaba, corría el tabaco que masticaba hacia una mejilla y ese lado de su cara parecía hinchado—. Veo en la televisión a muchachos que forman parte de manifestaciones y revueltas y todo eso, y…
—Yo no soy un manifestante.
—Lo que me interesa saber es si ese pelo no te produce picazón en la nuca.
Siempre preguntaban lo mismo.
—Me picaba al principio.
Dobzyn se rascó la ceja y se quedó meditando la respuesta que había recibido.
—Sí, supongo que si uno se lo propone es posible acostumbrarse a cualquier cosa. ¿Pero, y la barba? ¿No te pica con este calor?
—A veces.
—¿Y entonces por qué diablos te la dejas?
—Tengo una erupción en la cara y no conviene que me afeite.
—Igual que yo, que tengo un dolor en mi trasero y no conviene que me lo limpie –dijo Teasle desde la puerta.
—Espera un poco, Will. Tal vez está diciendo la verdad.
Rambo no pudo contenerse.
—Está equivocado.
—¿Y entonces por qué dijiste eso?
—Me canso de que la gente me pregunte por qué me dejo la barba.
—¿Por qué te dejas crecer la barba?
—Tengo una erupción en la cara y no conviene que me afeite…
Fue como si Dobzyn hubiese recibido una bofetada. El aire acondicionado zumbó y vibró.
—Bueno, bueno —dijo tranquilamente estirando las palabras—. Creo que yo mismo me la busqué. ¿No es así Will? Metí la pata —soltó una risita—. Yo mismo me la busqué. Sin lugar a dudas —masticó nuevamente el tabaco—. ¿Cuál es el cargo, Will?
—Hay dos cargos. Vagancia y resistirse a ser detenido. Pero esos son para detenerlo solamente mientras averiguo si lo buscan en alguna otra parte.
Sospecho que debe haber robado en algún lado.
—Consideraremos la acusación de vagancia en primer término. ¿Eres culpable, hijo?
Rambo dijo que no.
—¿Tienes algún trabajo? ¿Tienes más de diez dólares?
Rambo dijo que no los tenía.
—Pues entonces no hay vuelta que darle, hijo. Eres un vago. Eso significa que deberás pasar cinco días en la cárcel o pagar una multa de cincuenta dólares. ¿Cuál de las dos cosas?
—Le acabo de decir que no tengo ni diez dólares, ¿cómo demonios voy a conseguir cincuenta?
—Este es un tribunal de justicia —dijo Dobzyn inclinándose súbitamente hacia adelante en su silla—. No toleraré que se emplee un lenguaje grosero en mi juzgado. Otra expresión semejante y te acusaré de desacato a la autoridad. —Se demoró un poco antes de recostarse nuevamente contra el respaldo de la silla y masticar otra vez el tabaco mientras reflexionaba—. Y aún así no veo cómo puedo olvidarme de tu comportamiento mientras te estoy juzgando. Como ese asunto de resistirte a ser detenido.
—¡Inocente!
—No te he preguntado nada todavía. Espera hasta que lo haga. ¿Qué es eso de resistirse a que lo arresten, Will?
—Lo recogí cuando estaba haciendo auto-stop y le hice el favor de llevarle a las afueras de la ciudad. Supuse que sería mejor para todos si proseguía su camino. —Teasle apoyó su cadera contra la crujiente barandilla que separaba la oficina del lugar de espera contiguo a la puerta—. Pero volvió.
—Tenía derecho a ello.
—De modo que lo llevé nuevamente fuera de la ciudad, pero volvió otra vez más, y cuando le dije que se metiera en el coche se negó a hacerlo. Tuve que amenazarlo con emplear la fuerza para conseguir que me hiciera caso.
—¿Piensa que subí al coche porque tenía miedo?
—Se niega a decirme cómo se llama.
—¿Y por qué debo hacerlo?
—Arguye que no tiene documentos de identidad.
—¿Para qué diablos los necesito?
—Oigan, no puedo quedarme sentado aquí toda la noche mientras ustedes dos discuten —dijo Dobzyn—. Mi mujer está enferma y yo tenía que volver a casa a las cinco para preparar la cena de los chicos. Ya se me ha hecho tarde. Treinta días en la cárcel o una multa de doscientos dólares. ¿Cuál de las dos cosas, hijo?
—¿Doscientos? Dios mío, acabo de decirle que no tengo más de diez.
—Pues entonces serán treinta y cinco días en la cárcel —dijo Dobzyn y se levantó de su silla al tiempo que se desabrochaba el suéter—. Estaba por perdonarte los cinco días correspondientes a vagancia, pero tu actitud es intolerable. Tengo que irme. Me he retrasado.
El aparato de aire acondicionado comenzó a vibrar con más fuerza y Rambo no podía asegurar si temblaba de frío o de rabia.
—Oiga, Dobzyn —dijo atajándole cuando pasó a su lado—.
Todavía sigo esperando que me pregunte si soy culpable por resistirme a que me detuvieran
.
Las puertas a ambos lados del corredor estaban cerradas ahora. Pasó junto al andamio de los pintores cerca del final del pasillo al dirigirse hacia la oficina de Teasle.
—No, esta vez irás por allá —dijo Teasle.
Señaló la última puerta de la derecha, una que tenía en la parte de arriba una ventanita con rejas; sacó una llave para abrirla pero vio que estaba entreabierta. Meneó la cabeza con disgusto al comprobarlo, empujó la puerta hasta abrirla del todo e hizo pasar a Rambo a un cuarto iluminado con tubos de luz fluorescente en el techo y una escalera con barandilla de hierro y escalones de cemento. Nada más entrar Rambo, Teasle hizo lo propio cerrando la puerta con llave detrás suyo; bajaron luego por la escalera y el ruido de sus pisadas en los escalones de cemento resonó produciendo numerosos ecos.
Rambo oyó el ruido del agua antes de llegar al sótano. El piso de cemento estaba mojado y reflejaba la luz fluorescente, un policía provisto de una manguera limpiaba el piso de una celda del fondo y el agua salía entre los barrotes y corría hasta una rejilla. En cuanto vio a Teasle y a Rambo, cerró la manguera; el chorro se detuvo súbitamente.
La voz de Teasle originó nuevos ecos.
—Galt. ¿Por qué no está cerrada con llave la puerta de arriba?
—¿La dejé…? No tenemos más detenidos. El último de ellos se despertó hace un rato y le dejé salir.
—Da igual que tengamos o no presos. Si te acostumbras a dejarla abierta cuando no hay detenidos, puedes olvidarte de cerrarla cuando haya alguien aquí abajo. De modo que quiero que esté cerrada con llave bajo cualquier circunstancia. No me gusta tener que decirte esto, tal vez te resulte difícil acostumbrarte a un nuevo trabajo y a nuevas costumbres, pero si no aprendes pronto a ser más cuidadoso, tendré que buscar a alguien que te reemplace.