Rambo. Acorralado (16 page)

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Authors: David Morrell

Tags: #Otros

BOOK: Rambo. Acorralado
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—¡Lo arrastró la corriente! —dijo el hombre. Era Ward que forcejeaba intentando arrastrar a Orval hacia la cuesta—. ¡La corriente lo arrastraba hacia el precipicio! ¡Golpeó contra mí al pasar!

Shingleton apareció entonces y entre todos consiguieron sacar a Orval del agua y se dirigieron a tumbos hacia la pendiente. Una vez que llegaron allí, Teasle comprendió por qué el caudal de agua crecía con tanta rapidez. Había una olla en la ladera que recibía el agua de los arroyos que bajaban desde las cumbres y allí unían sus aguas para caer justo sobre ellos.

—¡Tenemos que seguir adelante! —dijo Teasle—. ¡Debemos encontrar una subida más fácil!

El viento cambió y la lluvia bañaba sus caras desde la izquierda. Se inclinaron todos hacia la derecha entonces, ayudados por la fuerza del viento. Pero Teasle se preguntaba dónde se habrían metido el resto de los hombres. ¿Estarían trepando la cuesta? ¿Estarían todavía junto al acantilado? ¿Por qué demonios no se acercaban para ayudar a transportar a Orval?

El agua le cubrió hasta las rodillas. Alzó a Orval un poco más y siguieron avanzando, pero el viento cambió otra vez: en vez de empujarlos hacia donde querían ir, ahora los impulsaba hacia atrás, obligándolos a luchar denodadamente para sobreponerse a la fuerza del viento.

Shingleton rodeaba con sus brazos los hombros de Orval. Teasle lo sujetaba por las piernas y Ward por la espalda, y así avanzaron, tropezando y resbalando en medio del aguacero hasta llegar finalmente a un lugar donde parecía más suave la pendiente.

Un cauce de agua corría también por esta parte de la ladera, pero no era tan caudaloso como el de la olla, y había además, numerosas rocas a las que podían sujetarse. Si tan sólo pudiera ver la cima, pensó Teasle. Si pudiera estar seguro que las rocas seguirían siendo iguales hasta llegar a la punta.

Comenzaron a trepar. Shingleton era el primero; subía hacia atrás, inclinado para sujetar a Orval por los hombros. Colocaba un pie detrás de una roca y luego apoyaba el otro contra éste y así sucesivamente. Teasle y Ward lo seguían, inclinados hacia adelante, aguantando la mayor parte del peso de Orval, para que Shingleton pudiera fijarse bien donde apoyaba sus pies y continuar con la ascensión. El arroyo corría con bastante fuerza por la pendiente, chocando contra sus piernas.

Donde se habrán metido los otros, se preguntaba Teasle. ¿Por qué demonios no vienen a echarnos una mano?

La lluvia helada golpeaba su espalda. Levantaba a Orval sin ver por dónde subía, sintiendo que Shingleton caminaba delante de ellos, trepando la pendiente, sujetando a Orval; le dolían las coyunturas de los brazos, sentía que los músculos se le acalambraban por el peso de Orval. Se estaban demorando mucho. Sabía que no podrían cargarlo durante mucho más tiempo. Tenían que llegar a la cima. Y entonces Ward resbaló y cayó y Teasle casi soltó a Orval. Cayeron de bruces en la pendiente y resbalaron unos centímetros por la fuerza de la corriente, mientras se esforzaban por sujetar a Orval.

Lo agarraron, y comenzaron a trepar nuevamente por la cuesta.

Pero no pasaron de allí. Shingleton lanzó un grito de repente y cayó por encima de Orval, golpeando a Teasle en el pecho. Se tambalearon hacía atrás y cayeron los dos; Teasle soltó a Orval en su caída, y reaccionó al encontrarse tirado de espaldas en medio del agua, al pie de la cuesta, recibiendo una dolorosa lluvia de rocas.

—¡No pude evitarlo! —exclamó Shingleton—. ¡Se aflojó la roca sobre la que tenía apoyado el pie!

—¡Orval! ¡La corriente lo ha arrastrado!

Teasle avanzó chapaleando hasta el borde del acantilado. Se pasó la mano por los ojos tratando de ver a través de la lluvia. No podía acercarse demasiado al borde porque allí la corriente era demasiado fuerte. Pero por Dios, tenía que detener a Orval.

Aflojó el paso y avanzó a tientas, pasándose la mano por los ojos. Un relámpago iluminó el cielo. Y entonces pudo ver con nitidez y claridad cómo caía el cuerpo de Orval por el borde. Se oscureció todo otra vez y Teasle sintió ganas de vomitar. Lágrimas calientes se mezclaron con la lluvia fría que chorreaba por su cara y gritó hasta que se le cerró la garganta.

—¡Malditos degenerados, los mataré por no haber sido capaces de ayudarme!

Shingleton apareció junto a él.

—¡Orval! ¿Lo ha visto?

Teasle pasó haciéndolo a un lado. Se dirigía hacia la cuesta.

—¡Los mataré!

Se aferró a una roca y consiguió encaramarse a ella, apoyó un pie en otra piedra y subió otro poco, y así continuó buscando lugares donde aferrarse y apoyar los pies, trepando entre el torrente que bajaba por la cuesta. Llegó enseguida a la cima y se internó en el bosque. El ruido era ensordecedor. Los árboles se doblaban por la fuerza del viento, la lluvia arreciaba entre las ramas y un rayo cayó cerca de él y partió el tronco de un árbol con un ruido seco como si hubiera sido un hacha cortando una leña bien gruesa.

El árbol cayó frente a él. Saltó por encima.

—¡Jefe! —oyó que alguien gritaba—. ¡Por aquí, jefe!

No podía verle la cara. Vio solamente el cuerpo acurrucado contra un árbol.

—¡Por aquí, jefe! —El hombre gesticulaba agitadamente con el brazo. Teasle se abalanzó hacia él y lo sujetó por la camisa. Era Mitch.

—¿Qué está haciendo? —preguntó Mitch—. ¿Qué es lo que pasa?

—¡Se cayó por el precipicio! —dijo Teasle. Cerró el puño y le encajó un puñetazo en los dientes a Mitch, que se golpeó contra un árbol y cayó luego en el barro.

—Dios —dijo Mitch. Sacudió varias veces la cabeza. Lanzó un gemido y se agarró la boca ensangrentada.

—Dios, ¿qué es lo que pasa? —gritaba—. ¡Léster y los otros se escaparon! ¡Yo me quedé para esperarlo!

XI

Teasle debía haber llegado ya al monte. Rambo estaba seguro de ello. La tormenta se había prolongado bastante tiempo y había sido demasiado violenta como para que Teasle y sus hombres siguieran todavía en ese peñasco sin reparo de ninguna especie. Debían haber aprovechado la intensa lluvia que les ocultaba de su vista para subir la cuesta y refugiarse entre los árboles. Era una suposición correcta. No debían estar muy lejos. Habían tenido numerosas experiencias similares en medio de lluvias como ésta y sabían perfectamente bien como perseguir a un hombre en semejantes condiciones.

Salió de los árboles y arbustos y se dirigió bajo la lluvia hacia el pie del acantilado. Sabía que aprovechándose de la confusión originada por la tormenta podía escaparse hacia el otro lado si quería, adentrándose en el bosque. A juzgar por lo tupidas que eran las nubes, podría ganar horas y kilómetros de ventaja hasta que la tormenta amainara lo suficiente como para que Teasle pudiera perseguirlo otra vez. Tal vez conseguiría alejarse lo suficiente como para que no pudiera atraparlo. A lo mejor ni siquiera tenía la suficiente garra como para seguir persiguiéndolo, pero eso ya no tenía importancia: por el momento estaba decidido a no escapar, lo persiguieran o no. Había estado agazapado detrás de los arbustos con la vista fija en el peñasco, esperando divisar un nuevo blanco, pensando que gracias a Teasle se había convertido nuevamente en un criminal, acusado de asesinato; se enfureció al pensar en todos los meses, dos por lo menos, durante los cuales tendría que esconderse y huir, escondiéndose y huyendo hasta llegar a Méjico, y entonces decidió invertir el orden de las cosas y hacer que Teasle huyera de él, demostrarle qué demonios era lo que se sentía en esas condiciones. Ese maldito iba a pagar por lo que le había hecho.

Pero tú también te lo buscaste. No puedes culpar solamente a Teasle por ello. Tú podrías haber dado marcha atrás.

¿Otra vez? De ningún modo.

Y si fuera la centésima vez, ¿qué pasaría? Dar marcha atrás hubiera sido mejor que esto. Olvídate de todo. Termina con esto de una vez. Sal de aquí.

¿Y dejar que le haga lo mismo a otro? Ni loco. Hay que detenerlo.

¿Cómo? Ese no es el motivo que te impulsa a hacerlo, ¿verdad? Admite que tú querías que pasara todo esto. Tú te lo buscaste, para poder demostrarle todos tus conocimientos, esperando poder sorprenderlo cuando descubriera que tú eras el candidato menos indicado para recibir órdenes. Confiesa que realmente te gusta.

Yo no me lo busqué. Pero vaya si me gusta. Ese miserable me las va a pagar.

El suelo estaba oscuro; sus ropas empapadas por la lluvia helada se le pegaban a la piel. El pasto largo y resbaladizo se inclinaba delante de él por la fuerza de la lluvia, cruzó dificultosamente por entre la hierba mojada que se le pegaba a los pantalones. Llegó hasta las piedras y rocas que conducían a la base del acantilado y caminó con precaución en ese lugar. Pequeños hilos de agua corrían entre ellas y por encima de ellas, y con la fuerza del viento sería muy fácil resbalar y caer sobré ellas, lastimándose más aún las costillas, No habían dejado de dolerle desde que saltó del acantilado y se golpeó contra la rama del pino, y cada vez que respiraba sentía una aguda punzada en su pecho. Como si tuviera clavado un enorme anzuelo, o un trozo de una botella rota. Tendría que ocuparse de eso. Y pronto.

Bastante pronto.

Sintió un estruendo. Le pareció oírlo entre los árboles y pensó que sería producido por el ruido de la lluvia y el viento. Pero el volumen aumentó mientras trepaba por las rocas hacia el acantilado, y entonces se dio cuenta de que no era la lluvia. Cuando alcanzó a ver parcialmente el acantilado tuvo la evidencia ante sus ojos. Una catarata. El acantilado se había convertido en una catarata por la que caía un torrente de agua, produciendo un gran estrépito al golpear contra las rocas, y del que se elevaba una bruma que se mezclaba con la lluvia. No era prudente acercarse más; se dirigió hacia la derecha. Sabía que a unos cincuenta metros más adelante se encontraría con el árbol al que se tiró. Y el cuerpo del policía que se cayó del acantilado con los perros debía estar por allí también.

No consiguió encontrar el cuerpo del policía alrededor del árbol. Estaba por buscarlo entre los restos del helicóptero cuando calculó que la catarata debía haberlo arrastrado entre las rocas hasta llegar al pasto largo.

Bajó otra vez y lo encontró junto al borde donde comenzaba el pasto, con la cara metida en el agua. Tenía aplastada la parte superior de la cabeza y los brazos y piernas retorcidos en extrañas posiciones. Rambo buscó los perros, pero no pudo encontrarlos. El agua debió arrastrarlos más adentro del pastizal. Se arrodilló rápidamente para registrar el cadáver.

El cinturón de su equipo le venía de perlas. Sujetó el rifle con una mano para que no se le mojara y con la otra dio vuelta el cuerpo. La cara no estaba tan mal, había visto peores en la guerra. Dejó de mirarla y se dedicó a desabrochar el cinturón para poder quitárselo. El esfuerzo le hizo ver las estrellas; las costillas parecían incrustársele contra el pecho. Consiguió por fin sacarlo y verificó lo que colgaba de él.

Una cantimplora abollada pero no rota. Destornilló el tapón y bebió; la cantimplora estaba llena hasta la mitad. El agua tenía un gusto rancio y metálico.

Un revólver guardado en su cartuchera. Una solapa de cuero cubría el mango: seguramente no le habría entrado mucha agua. Sacó el revólver de la cartuchera, impresionado por lo bien que Teasle equipaba a sus hombres. Era un Colt Python; el caño medía unos diez centímetros y tenía una mira bastante grande en su extremo. El mango de plástico que normalmente tenían había sido reemplazado por otro más grueso y de madera, diseñado en una forma tal que no resultara resbaladizo si se mojaba. Las miras próximas al percutor también habían sido cambiadas. Generalmente eran fijas, pero éstas eran movibles para poder disparar a distancias largas.

No había esperado encontrar un arma tan buena. Podía disparar proyectiles de calibre 357, magnum, el segundo proyectil para revólveres de mayor intensidad. Se podía matar un ciervo con él. Se lo podía atravesar de lado a lado. Movió la palanca del costado haciendo caer el tambor a un lado. Tenía cinco balas en su interior, el lugar correspondiente al gatillo estaba vacío. Guardó rápidamente el revólver dentro de la cartuchera para que no se mojara con la lluvia y revisó la bolsa de las balas; contó quince proyectiles. Se ajustó el cinturón con el revólver en la cintura y al agacharse para revisar los bolsillos del policía, sintió un fuerte dolor en las costillas. Pero no encontró nada que le sirviera. Ni siquiera comida. Había esperado encontrar un poco de chocolate por lo menos.

El pecho le dolía más que nunca estando agachado. Tenía que hacer algo. Ahora. Desabrochó el cinturón de los pantalones del policía, se lo quitó y se enderezó penosamente; se desabrochó la camisa de lana y la otra de algodón blanco que tenía debajo. La lluvia le azotaba el pecho. Pasó el cinturón alrededor de las costillas y lo apretó fuertemente, como si fuera una cinta adhesiva bien ajustada. Las punzadas cesaron. Se transformaron en una presión dolorosa contra el cinturón. Era difícil respirar. Qué opresión.

Pero por lo menos no sentía ya ese pinchazo en el costado.

Se abrochó otra vez y sintió que la camisa de algodón se le pegaba al cuerpo.

Teasle. Era hora de ir a buscarle. Titubeó durante un momento y casi se internó en el bosque. La persecución de Teasle le robaría tiempo a su huída y si había otra partida buscándole, podía encontrarse con ella entre las montañas. Pero dos horas no era un lapso muy largo. Y eso era lo que él calculaba que tardaría en pescarle; después ya sería de noche y aprovechando la oscuridad tendría tiempo de escapar. Valía la pena perder dos horas para poder darle una lección a ese sinvergüenza.

Muy bien, ¿qué camino tomar entonces? La hoya en el peñasco, decidió. Si Teasle quería bajar del risco rápidamente, con toda seguridad volvería por allí. Con un poco de suerte podía adelantársele y alcanzarle mientras bajaba. Se dirigió sin perder más tiempo hacia la derecha, siguiendo la orilla del pasto. Casi en seguida tropezó con un segundo cuerpo.

Era el viejo vestido de verde. ¿Pero cómo había podido caer desde el peñasco y rodar hasta allí? Su equipo no incluía ningún revólver. Tenía un cuchillo de caza y una bolsa en cuyo interior tocó algo: comida. Tajadas de carne. Un puñado de ellas. Comió casi sin mascar, tragando los bocados enteros, mordisqueando de nuevo. Salchichas, trozos de salchichas ahumadas, algo mojadas y aplastadas por el porrazo del hombre contra las rocas, pero era comida, mordía y tragaba rápidamente, luego se esforzó por hacerlo con más lentitud, pasándose el bocado de un lado de la boca a otro, hasta terminar con todo, comiendo hasta los últimos pedacitos y chupándose luego los dedos; y entonces lo único que le quedó fue un sabor a ahumado y un leve ardor en la lengua por el chile picante con que estaba condimentada la carne.

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