El agente Ward estaba en la parte llana, esperándole, su silueta teñida de rojo por el enorme disco solar que ya comenzaba a desaparecer por la izquierda de las montañas. Tenía los hombros echados hacia adelante y caminaba con el estómago ligeramente echado hacia adelante también; el cinturón, del que pendía su cartuchera, bien ceñido en la cintura.
Se aproximó al coche antes de que Teasle se detuviera.
—Por aquí —dijo señalando el barranco rodeado de árboles—. Cuidado con el arroyo. Lester ya se ha caído en él.
Los grillos cantaban en el arroyo. Teasle acababa de bajarse de su coche cuando oyó el ruido de un motor por el surco.
Miró rápidamente en esa dirección, con la esperanza de que no fuera la policía del estado.
—Orval.
Una camioneta Volkswagen teñida de rojo por el sol avanzaba a tumbos por el pastizal. Se detuvo al pie de la colina, pues su estructura no le permitía trepar como lo había hecho el coche de Teasle; la silueta alta y delgada de Orval, emergió de la camioneta, acompañado por un policía. Teasle temió que los perros no estuvieran en la camioneta porque no los oía ladrar. Sabía que Orval les había enseñado a ladrar solamente cuando era necesario hacerlo. Pero no podía dejar de preocuparse ahora pensando que el silencio significaba que no los había traído con él.
Orval y el policía trepaban rápidamente la pendiente. El policía tenía veintiséis años, era el más joven de la dotación a cargo de Teasle, y usaba el cinturón con su arma, colocado bien bajo, como un viejo pistolero, al revés de como lo llevaba Ward.
Orval lo pasó corriendo, estirando sus largas piernas. La parte superior de su cabeza era calva y reluciente y tenía canas a los costados. Llevaba gafas y vestía una chaqueta campera de nylon verde, pantalones de lona verdes y botas de campo.
La policía estatal, pensó nuevamente Teasle y miró hacia el camino de tierra, para asegurarse que no se aproximaban todavía. Dirigió una nueva mirada a Orval, más cerca ahora.
Antes sólo había podido ver la cara delgada, morena y curtida, pero ya podía apreciar las profundas arrugas que la surcaban, la piel flácida del cuello y se quedó impresionado al comprobar cuánto había envejecido desde que le había visto la última vez, tres meses antes.
Pero Orval no se comportaba como un hombre viejo. Se las arregló para subir esa empinada cuesta, resoplando con fuerza, y llegar arriba mucho antes que el joven agente.
—Los perros —le gritó Teasle—. ¿Trajiste los perros?
—Por supuesto, pero no veo para qué tuviste que mandar a ese agente para ayudarme a traerlos en la camioneta —respondió Orval al llegar arriba, aminorando su paso—. Mira el sol. Oscurecerá dentro de una hora.
—Como si no lo supiera.
—Sí, supongo que lo sabes —acotó Orval—. No fue mi intención tratar de enseñarte algo.
Teasle deseó haberse callado. No podía permitir que empezara otra vez. Esto era demasiado importante. Orval le trataba siempre como si todavía tuviera trece años diciéndole lo que debía hacer y cómo debía hacerlo, igual que cuando Teasle vivía con él siendo niño. En cuanto se disponía a limpiar una escopeta o preparar un cartucho especial, aparecía Orval, dándole consejos, haciéndose cargo, y todo eso le daba mucha rabia y acababa diciéndole que se fuera, que podía hacerlo por sí solo, y discutiendo con él a menudo. Comprendía muy bien por qué no le gustaba que le dieran consejos. Conocía algunos maestros que no podían dejar de dar clase incluso cuando estaban fuera de las aulas, y él se parecía un poco a ellos. Estaba tan acostumbrado a dar órdenes que no podía tolerar que otra persona le dijera lo que debía hacer. Pero no siempre rechazaba los consejos. Generalmente los aceptaba cuando eran buenos. Sin embargo, no podía permitir que eso se convirtiera en un hábito; tenía que confiar solamente en su persona para poder cumplir debidamente con su trabajo. No le habría importado si Orval se hubiera limitado a decirle sólo ocasionalmente, qué era lo que debía hacer. Pero no siempre que estaban juntos. Y ahora por poco empezaban otra vez, y Teasle no tenía más remedio que quedarse callado.
Orval era justo el hombre que necesitaba en ese momento, pero era lo suficientemente testarudo como para llevarse los perros de vuelta a casa si se enzarzaban en una discusión. Teasle hizo un esfuerzo para sonreír.
—Oye, Orval, discúlpame por contestarte así pero estoy muy preocupado. No me hagas caso. Me alegro de verte.
Se acercó para estrecharle la mano. Orval fue el que le enseñó a estrechar la mano cuando era un niño:
—Fuerte y firme —le dijo Orval—. Que tu apretón sea tan bueno como tu palabra. Fuerte y firme.
Y Teasle sintió un nudo en la garganta cuando sus manos se encontraron. Quería mucho a este hombre a pesar de todo, y no podía acostumbrarse a las nuevas arrugas que surcaban su cara, el pelo blanco en los costados de su cabeza, que se había vuelto más ralo y fino, como una telaraña.
Su apretón de manos fue extraño. Hacía tres meses que Teasle no veía a Orval, desde que había salido gritando de la casa de éste, porque una simple observación había originado una interminable discusión sobre la forma en que debía sujetarse una cartuchera, apuntando hacia adelante o hacia atrás. Poco tiempo después, se había sentido molesto por haberse ido de ese modo, y se sentía molesto en ese momento, tratando de aparentar naturalidad y de mirarlo francamente a la cara, sin mucho éxito.
—Orval… respecto a nuestro último encuentro… lo siento. De veras. Gracias por acudir en seguida cuando te necesito.
Orval se limitó a sonreír; era maravilloso.
—¿No te dije que no debías hablar mientras estás estrechando la mano de una persona? Debes mirarle a los ojos. Nada de charlas. Y sigo pensando que una cartuchera debe apuntar hacia atrás —guiñó el ojo a los otros hombres. Su voz era baja y estentórea—. ¿Qué pasa con ese muchacho? ¿Por dónde se ha metido?
—Por allí —dijo Ward.
Los condujo hacia dos rocas atravesadas en el arroyo, pasaron la hilera de árboles y se metieron por el barranco. Hacía fresco bajo la sombra de los árboles mientras avanzaban hasta donde estaba la motocicleta tirada sobre las ramas de un árbol caído. Los grillos habían dejado de cantar. Pero cuando Teasle y sus acompañantes se detuvieron, reanudaron su canto otra vez.
Orval señaló con la cabeza en dirección al montón de rocas y árboles caídos que cerraban el callejón y los matorrales a ambos lados.
—Sí, puede verse el lugar por donde trepó entre los arbustos de la derecha.
Y como si su voz hubiera sido una señal, un objeto grande se movió entre la espesura y Teasle dio un paso atrás, sacando instintivamente su arma, al imaginar que podía ser el muchacho.
—Nadie por los alrededores —dijo un hombre allí arriba, mientras se deslizaban numerosas piedrecillas y tierra floja por la barranca, y aparecía Lester tambaleándose entre los arbustos. Estaba empapado por la caída al arroyo. Tenía por lo general ojos algo saltones, pero parecieron salírsele de las órbitas cuando vio a Teasle apuntándole con el revólver—. Eh, soy yo. Estaba viendo si el muchacho se había escondido por aquí.
Orval se rascó el mentón.
—Siento que hayas hecho eso. Tal vez has mezclado el rastro. Will, ¿tienes algo del muchacho que pueda darle a mis perros para que lo huelan?
—En el baúl de mi coche. Ropa interior, pantalones, botas.
—Pues entonces todo lo que necesitamos es comida y dormir. Organizaremos todo esto ahora y podremos ponernos en marcha al amanecer.
—No. Esta noche.
—¿Qué dices?
—Empezaremos ahora.
—¿No me escuchaste cuando dije que oscurecería dentro de una hora? No hay luna esta noche. Somos un grupo demasiado grande, nos separaremos y nos perderemos en la oscuridad.
Teasle había estado esperando oír eso; estaba seguro de que Orval quería postergar la búsqueda hasta la mañana. Era el modo más práctico. Pero el modo más práctico tenía un inconveniente: el no podía esperar tanto tiempo.
—Luna o no, tenemos que buscarlo ahora mismo —le dijo a Orval— lo estamos persiguiendo fuera de nuestra jurisdicción, y la única forma de que podamos seguir buscándolo nosotros, es si no abandonamos la persecución. Si espero hasta mañana, tendré que pasarle la misión a la policía del estado.
—Pues deja que ellos se hagan cargo, entonces. Es un feo trabajo de todos modos.
—No.
—¿Cuál es la diferencia? La policía del estado va a llegar aquí en cualquier momento de todos modos, en cuanto el dueño de estas tierras los llame por teléfono avisándoles que todos estos coches han invadido su propiedad. Tendrás que dejar que ellos se ocupen de este asunto te guste o no.
—Siempre y cuando yo no esté dentro del bosque antes de que ellos lleguen aquí.
Hubiera sido mejor tratar de convencer a Orval sin que sus hombres estuvieran allí presentes, escuchando. Si no presionaba a Orval, perdería prestigio ante sus subordinados pero si le presionaba demasiado, Orval era capaz de encogerse de hombros y volverse a casa. La siguiente frase de Orval no fue de mucha ayuda.
—No, Will, siento desilusionarte. Haría una cantidad de cosas por ti, pero ya es bastante difícil tratar de meterse por esas montañas en pleno día, y no pienso hacerlos correr a ciegas durante toda la noche, sólo porque tú quieres hacerte el único acreedor a los méritos de esta cacería.
—No te pido que los hagas correr a ciegas. Todo lo que quiero es que me acompañes con los perros, y en cuanto te parezca que está muy oscuro, nos detendremos y acamparemos. Eso es todo lo que tengo que hacer para poder seguir persiguiéndolo. Vamos, ya hemos acampado juntos otras veces. Será como cuando salíamos con papá.
Orval lanzó un profundo suspiro y miró hacia el bosque. Había oscurecido y hacía más fresco.
—¿Pero no te das cuenta de que es un disparate? No tenemos ningún equipo para esta persecución. No tenemos rifles, ni comida, ni…
—Shingleton puede quedarse y buscar lo que precisemos. Le dejamos a uno de tus perros, así puede rastreamos por la mañana hasta donde acampemos nosotros. Tengo suficientes agentes como para que algunos se hagan cargo de la ciudad, de modo que cuatro de ellos, podrán acompañar a Shingleton por la mañana. Tengo un amigo en el aeropuerto local que dice que puede prestarnos su helicóptero para enviarnos cualquier otra cosa que necesitemos y volar por el lugar para tratar de localizar al muchacho. El único que nos puede acercar ahora eres tú. Te lo ruego. ¿Quieres ayudarnos?
Orval se miraba a los pies y restregaba una de sus botas hacia adelante y hacia atrás en la tierra.
—No dispongo de mucho tiempo, Orval. Si conseguimos llegar allí arriba pronto, la policía estatal no tendrá más remedio que dejarme a cargo de la situación. Me prestarán ayuda, enviarán coches para vigilar los caminos que bajan de las montañas y dejarán que nosotros nos encarguemos de perseguirlo por los terrenos altos. Pero te aseguro que no vale la pena que me tome el trabajo de pensar en atraparlo si no cuento con tus perros.
Orval levantó la mirada y procedió a sacar lentamente del bolsillo de la chaqueta una bolsita con tabaco y papel de cigarrillo. Caviló sobre el asunto mientras se preparaba cuidadosamente un cigarrillo y Teasle sabía que era mejor no presionarle. Finalmente, justo antes de encender una cerilla, Orval manifestó:
—Podría ser, si comprendiera el asunto. ¿Qué fue lo que te hizo el muchacho, Will?
—Atravesó con una navaja, de lado a lado, a uno de mis agentes y golpeó a otro de tal forma que quizás se quede ciego.
—Comprendo, Will —dijo Orval, encendiendo la cerilla y protegiendo la llama con sus manos hasta encender el cigarrillo—. Pero no has contestado a mi pregunta. ¿Qué te hizo el muchacho?
El lugar era alto y salvaje, con una vegetación tupida, atravesado por hondonadas y barrancos y con numerosos valles. Similar a las colinas de Carolina del Norte, donde había sido entrenado. Muy parecido a las colinas por las que había escapado durante la guerra. Sobre esa clase de terreno sabia moverse, y era la clase de lucha para la que había sido adiestrado; mejor sería que a nadie se le ocurriera atacarle, porque estaba dispuesto a contestar y con violencia. Corrió cuesta arriba lo más rápidamente que pudo, tratando de ganarle la carrera a la luz. Su cuerpo desnudo estaba cubierto de sangre por los rasguños producidos por las ramas que se le incrustaban en la piel; sus pies desnudos estaban heridos y sangrientos por las agudas astillas de madera que cubrían el suelo, por las pendientes rocosas y los acantilados de piedra. Llegó a una elevación coronada por la estructura de una torre de alta tensión, y donde habían cortado los árboles formando un claro para evitar que los cables se engancharan en sus copas. La hendidura estaba cubierta de grava, canto rodado y matorrales achaparrados, y avanzó penosamente bajo los cables. Tenía que llegar a un punto bien alto antes de que se hiciera de noche; necesitaba saber qué era lo que había al otro lado de esa elevación y decidir por dónde le convenía seguir.
El aire era fresco y liviano en la cima junto al poste y al acercarse allí recibió sobre su cuerpo los últimos rayos del sol que se ocultaba a su izquierda. Se detuvo un momento, dejando que la luz débil y tibia bañara su cuerpo, mientras sus pies gozaban con la suavidad del suelo que pisaban. El pico enfrente de él estaba también iluminado por el sol, pero las laderas tenían un tono grisáceo y la cañada de abajo ya estaba a oscuras. Allí era hacia dónde pensaba dirigirse, lejos del suave terreno de la cumbre, bajando entre la grava y los cantos rodados, hacia el valle. Si no encontraba allí lo que buscaba, tendría que desviarse hacia la izquierda, en dirección a un arroyo que había avistado, para seguir luego bordeando el curso de agua. Sería más fácil avanzar por la orilla, y lo que buscaba estaría sin duda cerca de un arroyo.
Bajó corriendo hacia el arroyo, pisando las piedrecillas, resbalando, cayendo, sintiendo arder sus heridas por el sudor. No le convenció el valle cuando finalmente llegó allí; era un terreno pantanoso, un verdadero barrizal con aguas turbias. Pero por lo menos el suelo era suave nuevamente; rodeó el pantano hacia la izquierda, hasta llegar al arroyo que lo alimentaba, bordeando su curso, sin correr, caminando ligero simplemente. Sabía que había caminado por lo menos ocho kilómetros, y se sentía cansado. No estaba tan en forma como antes de que le capturaran durante la guerra, todavía no se había recuperado de las semanas que pasó en el hospital. No obstante, recordaba todos los trucos para poder seguir adelante, y si bien no podría correr mucho más lejos sin toparse con algún problema, al menos había recorrido ocho kilómetros perfectamente bien.