Authors: Jorge Molist
—Bonito pueblo, amigo. —De nuevo brillaba su sonrisa.
—¿Es la primera vez que vienen? —Emiliano, el patrón, agradeció la oportunidad. Aquellos hombres no parecían turistas y llamaban la atención. ¿Qué buscarían unos extraños en el pueblo un sábado por la tarde?
—Sí, la primera vez.
—¿Vienen de lejos?
—De Mexicali.
—Y ¿qué los trae por acá?
—Mi amigo Carlos —repuso señalando a Charly. Éste saludó con la cabeza y el tabernero hizo lo propio—. Pues que se ha quedado sin voz y ahora va perdiendo el oído. Ya casi no oye.
Emiliano escuchaba atentamente desde detrás de la barra e hizo una mueca de contrariedad.
—¡Pinche! —exclamó.
—Pues vea usted que los doctores no le saben encontrar nada. Así que nos llegó noticia de que ustedes tienen acá un curandero muy bueno y vinimos a ver si lo puede arreglar.
—¡Ah, don Anselmo!
—Sí. Creo que así lo llaman.
—Sí que es muy bueno. Pero no sé yo si lo de la voz...
—No se pierde nada por probar.
—¡Claro que no! ¿Así que en Mexicali saben de don Anselmo? —Emiliano estaba orgulloso, por la importancia que aquello confería al pueblo.
—Sí, y no sólo uno, sino que fueron varios los que nos lo dijeron.
—Pues don Anselmo viene aquí casi cada tarde —el patrón sonreía ufano—. Esto es como su segunda casa.
—¡Ah! Pues nos hará un favor si nos lo presenta.
—Hoy no lo he visto. Quizá esté en su ranchito.
—Venimos de allá y no lo encontramos.
—¡Antonio! —gritó el patrón a una mesa. Los que jugaban a cartas detuvieron el juego para mirarlo—. ¿Viste a don Anselmo hoy?
—No, no lo vi.
—Se ha ido a Tijuana —repuso otro de los jugadores, un viejo de boca desdentada.
—¿A Tijuana? —se asombró Emiliano—. ¿Qué ha ido a hacer don Anselmo a Tijuana?
—No lo sé. Me encontré a Mario y dijo que lo llevaría con su camioneta a Tijuana. Y no hablamos más.
—Lo siento, amigos —les dijo el tabernero—. Parece que han hecho su viaje en balde. Es extraño, porque don Anselmo sale poco del pueblo. Mala suerte.
—Pues sí que es una pena —repuso Joe meneando la cabeza, contrariado, y componiendo una expresión de tristeza—. Pobre Carlos, estaba tan ilusionado, creía que ese hombre lo iba a curar.
—Pues tendrán que venir otro día.
—Es que es muy difícil que podamos repetir el viaje. —Y de repente preguntó, como si su mente se iluminara con una gran idea—: ¿Y no sabrá ese Mario dónde lo encontraríamos en Tijuana?
—No sé. Es el dueño de la panadería. Tiene la tienda en su casa, dos calles más arriba, se lee en el cartel. Pregúntenle cuando regrese.
Don Pablo, el cura amigo de Agustín, lo había acogido con amabilidad y lo había alojado en un piso cercano a la avenida de la Revolución, propiedad de la Iglesia. Estaba habitado por dos seminaristas, de paso por Tijuana, que lanzaban a Anselmo continuas miradas de curiosidad. Tanta como él sentía al observarlos a ellos, aunque era obvio que el extraño allí era él. Lo invitaron a rezar el rosario y Anselmo aceptó pero advirtiéndoles que rezaría en voz baja.
La monotonía del rezo tuvo un efecto relajante, tranquilizador. Se dejaba llevar por la cantinela mientras se ensimismaba en un trance despierto. Quizá por ello y por la tensión sufrida la cabeza le cayó sobre el pecho en un repentino sopor. Y entonces lo sintió:
—Algo no va bien, puedo olerlo en el aire —se dijo a sí mismo.
Era el águila, podía sentir el batir de sus poderosas alas. El águila de cabeza blanca se acercaba. Notó un nudo en el estómago y se puso a acariciar la medalla de la Virgen de Guadalupe que llevaba colgada del cuello.
El ave de su ensoñación. Majestuosa, depredadora y terrible. Lo estaba buscando. ¿Cómo había sido tan estúpido de dejarse llevar hasta allí? ¡Claro! Tijuana era la ciudad de su sueño. En aquel lugar, el águila, pico hambriento, caería sobre él.
Se estremeció. ¡Habría estado mucho más seguro en Santa Águeda, escondido en una casa amiga! Miró a los seminaristas, que continuaban con los ojos cerrados casi meditando, desgranando una a una las cuentas del rosario y recitando sus oraciones. Eran extraños, desconocidos, no harían nada por él. Estaba solo. Y aquel lugar era como una prisión. Una trampa.
Se puso de pie:
—Perdonen que interrumpa —dijo—, pero tengo que irme ahorita mismo.
Los otros detuvieron su rezo y lo miraron extrañados.
—¿Pero adonde quiere usted ir, buen hombre? —preguntó el que parecía liderar.
—Quizá dé un paseo por la avenida de la Revolución.
—¿Cuándo regresa? ¿Es que tiene otro lugar donde pernoctar?
—No, no conozco a nadie más. Pero no se preocupen, volveré sin hacer ruido por si ustedes duermen, el cura me dejó unas llaves.
—Cuidado con las calles del final de la avenida. —El seminarista sonreía—. El distrito norte no tiene muy buena reputación. Rece y cuide su alma, hermano.
Anduvo hacia la avenida de la Revolución, hacia el bullicio de la gente, hacia la ilusoria protección que, al estar entre muchos, siente la oveja en el rebaño.
Una mezcla variopinta de personajes de ambos lados de la frontera lo arropó, escondiéndolo. La gente pasaba junto a él, rozándolo en ocasiones, hablando fuerte, riendo.
Allí se sentía protegido.
Las gentes del norte, algunas rubias, muy blancas y otras oscuras, que venían de turismo o sólo buscando diversión por unas horas, se mezclaban con los lugareños. Disfrutaban del paseo en la noche que ya cubría la ciudad, de sus luces, del pálpito de sus calles.
Otros intentaban subsistir, desde las tiendas de recuerdos que permanecían abiertas hasta muy tarde o vendiendo lo que podían a los transeúntes: pañuelos, marionetas, cerámicas, postales o simplemente mendigando.
Le costaba reconocer en aquella ciudad la Tijuana de su juventud cuando su búsqueda de conocimiento, ese pecado de Lucifer, lo había llevado allí. Algunos de los que entonces conoció debían de estar muertos, y el resto, irreconocibles. Cuando llegó por primera vez a Tijuana, la ciudad se estaba recuperando de la crisis en que cayó al terminar la «ley seca» en Estados Unidos y empezó la prohibición del juego en México. Antes, la ciudad había florecido con el tráfico de alcohol, la prostitución y las apuestas. Entonces los gringos cruzaban la frontera a miles en búsqueda de alcohol y diversión. Y aun antes, ni siquiera se llamaba Tijuana; la llamaban Ciudad Zaragoza.
La recuperación vino gracias a que el gobierno mexicano había declarado Baja California zona libre de impuestos, y así, los gringos volvieron, no sólo a por la diversión nocturna los fines de semana, sino por el exotismo y las buenas oportunidades de compra.
Desde aquel entonces de sus recuerdos, hacía casi cincuenta años, Tijuana había cambiado dramáticamente. Se había convertido en la cuarta ciudad del país, gracias a la producción de las industrias de confección, electrónica, de recambios de automóvil, a las «maquiladoras»
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de la frontera, al pujante comercio, al turismo y al desarrollo urbanístico de la costa. Sus distritos modernos contenían museos, universidades, bibliotecas, lujosos hoteles y multitud de centros comerciales.
Y crecía de forma imparable. La gente se amontonaba, construyendo legal e ilegalmente en un desorden lleno de color a lo largo de la frontera, en las colinas, en precario equilibrio al borde de cañones y barrancos. La mano de obra, ya permanente o sólo de paso, abundaba. Eran miles los que querían cruzar la frontera y no tenían papeles.
No obstante, en la parte antigua, en el distrito norte, la más cercana a la frontera, a la izquierda del río, la ciudad seguía teniendo aquel sabor libertino, algo canalla, pero cargado de vida y humanidad, de antes.
Pero incluso allí, sumergido en aquella marea humana, Anselmo empezaba a sentir miedo. ¿Qué hacía tan lejos de casa? Lo que parecía buena idea a la luz del sol se le antojaba estúpido ahora.
La música brotaba de los restaurantes, bares y discotecas que poblaban la avenida. Pero las gentes que paseaban, que entraban y salían de los locales eran extrañas. Y Anselmo buscaba en los rostros una cara familiar. En Santa Águeda conocía a todo el mundo y le costaba concebir que allí fuera un tipo anónimo en una ciudad en que la gente se cruzaba, sin saludarse, como si todos fueran desconocidos entre ellos. Eso no ocurría en la vieja Tijuana, la de aquel tiempo, cincuenta años atrás.
Cuando veía a alguno con aspecto de campesino, un indígena semejante a él, el corazón se le aceleraba y buscaba, ansioso, rasgos familiares en su rostro.
Pero aun siendo indios, eran también desconocidos, seguro que la mayoría llegados de México continental. Anselmo los saludaba cuando se cruzaban: «Buenas noches», igual que lo haría en Santa Águeda. Pero en este lugar, ni siquiera las gentes de la tierra como él respondían siempre al saludo.
Llegó casi al final de la avenida, a la esquina con la calle Artículo 123, allí donde los mariachis aguardaban, con sus elegantes, y en muchos casos raídos, trajes charros de anchos sombreros, charlando, fumando un pitillo, a que alguien los contratara para una serenata.
Su ensoñación. La primera que tuvo con el águila y el ratón. De repente recordó. El águila atacaba en la calle, en un lugar parecido adonde él se encontraba en ese momento. Era de noche, pero también había luz como ahora. Y luego las fauces del perro.
Sintió el temor renacer y buscó, acariciando su medalla de la Virgen, protección, tranquilidad. Sí, estaría mejor rezando con los seminaristas que no en esas calles de presagio.
Y apretando el paso se dispuso a regresar.
—¡Carmen! —Cuando su tía le pasó el teléfono, notó alarma en la voz de don Agustín—. Mario, el panadero, el que llevó a Anselmo a Tijuana en su ranchera no aparece.
—¿Y qué significa eso? —quiso saber Carmen.
—Es muy extraño. Mario regresó y su vehículo está estacionado frente a su tienda. Pero él no está.
—Quizá haya ido a por un trago a la cantina.
—¡Exacto! Eso es lo que hubiera hecho normalmente. Pero allí no lo han visto. Lo hemos estado buscando y parece como si la tierra se le hubiese tragado. A quien sí vieron fue a una pareja de forasteros preguntando por Anselmo. Alguien les dijo que Mario lo llevó a Tijuana.
—¡Dios mío!
Carmen se dio cuenta de lo que aquello significaba y lanzó una mirada de alarma a Jeff. Éste la contemplaba sin entender. Se encontraban en la sala de estar de la casa de la tía de Carmen y conversaban en espera de la cena cuando el teléfono interrumpió.
—¿Cree que pudieron hacerle algo a Mario para que les dijera dónde dejó a Anselmo?
—Ése es mi temor.
—¿Ha llamado a la policía?
—Sí, avisamos al policía de Santa Águeda. —Agustín hablaba más rápido de lo habitual—. Y él avisó a los patrulleros; los puntos de control que el ejército mantiene en las carreteras han sido alertados. Pero seguramente esos tipos llegaron ya a Tijuana.
—¿Y qué podemos hacer?
—Voy a Tijuana a recoger a Anselmo y a traerlo de nuevo al pueblo. Hay que sacarlo de aquel lugar. —Agustín parecía determinado—. ¿Me lleváis en vuestro coche?
—Sí, claro.
—Podría buscar a alguien del pueblo que me llevara —se disculpó—, pero no quisiera que este asunto se hiciera público.
—No busque a nadie —afirmó, decidida, Carmen—. Nosotros vamos con usted.
Al llegar a la casa de Agustín, él los estaba esperando en la puerta fumando un pitillo. Parecía tenso. Carmen se sorprendió al verlo vestido de calle: unos pantalones grises, camisa blanca y una chaquetilla, quizá de segunda mano, de un azul grisáceo. No parecía él. Le faltaba el alzacuello y la inseparable boina que lo acompañaba en sus salidas. Carmen se sintió ridícula al pensar que así, de incógnito, don Agustín perdía mucho de su divina autoridad.
Casi no les dio tiempo a que pararan. Con una asombrosa energía para su edad, tiró al suelo la colilla, abrió la portezuela trasera del automóvil y saltó al interior.
—He llamado a mi amigo y me ha dicho que unos hombres acaban de preguntar por Anselmo. Dijeron que venían de mi parte. ¡Y él les dio la dirección del piso de propiedad de la Iglesia donde se aloja!
—¿Cómo supieron dónde preguntar? —inquirió Carmen.
—He de suponer que se lo habrá contado el pobre Mario —La voz de Agustín denotaba preocupación.
—¿Han alertado a Anselmo? —quiso saber Carmen.
—Don Pablo, mi amigo, ha enviado a un muchacho.
—Jeff, acelera hacia Tijuana —dijo Carmen en inglés.
Anselmo regresó angustiado; el presagio lo amenazaba, quería encontrar refugio.
Salió de la concurrida avenida de la Revolución por la misma esquina que había memorizado para no perderse. Sí, aquélla era la calle y un bloque más abajo estaba la puerta del edificio del apartamento. Ya podía verlo. Buscó las llaves en su bolsillo y un tintineo oculto las anunció.
Estaba tenso, tenía miedo, o quizá era su instinto, que lo alertaba del peligro. Redujo el paso.
Había varios vehículos estacionados en la vía y al avanzar iba escudriñando por si alguien lo esperaba en uno de ellos.
Y allí, en la acera contraria a la puerta de la casa, había un coche aparcado, con las luces apagadas; le pareció ver que algo se movía en su interior. Anselmo se detuvo y dio un paso atrás.
Quizá no fuera nada, quizá eran dos enamorados acariciándose, pero el viejo sentía el latido de su propio corazón y el temor le golpeó como si algo sólido hubiera chocado contra él. Dio media vuelta, regresando a paso vivo hacia el bullicio, hacia la gente.
—Ese podría ser. —Joe alertó a su jefe cuando divisó al viejo—. Viste tal como nos dijo el panadero.
Charly
Cara Perro
se quedó mirando al hombre que se acercaba. Habían obtenido de Mario la dirección y nombre del sacerdote amigo de Agustín. Pero a pesar de los golpes que le propinaron, el hombre no pudo decirles dónde estaba alojado Anselmo. Sólo sabía que lo dejó en la iglesia de donde don Pablo era párroco y que después de desearle suerte regresó de inmediato a Santa Águeda.
Cuando visitaron a don Pablo, éste, al que Agustín no había alertado, creyó que eran realmente amigos, y al desconocer el peligro, no tuvo problemas en indicarles dónde se alojaba.
Vieron al viejo acercarse despacio y Charly extrajo de su chaqueta la foto que Rich hizo reproducir a partir de la que sustrajo de la habitación de Lucía.