Authors: Jorge Molist
—¿Hay que disfrazarse como tú para hacerlo con clase? —El tono de Joe sonaba burlón—. Deberías haberme avisado. Así yo iría de rubio, o con una careta de niña como tú haces a veces.
—Joe, sabes que estoy fichado en Estados Unidos. No quiero que alguien le dé mi descripción, la de un «gringo», a la policía de aquí, y que éstos colaboren con los del otro lado. Tú tienes la suerte de no tener ficha. Y además, eres mexicano.
—Sí, pero en el último trabajo que hicimos con el viejo barrigón y la chica no te disfrazaste.
—Este trabajo es más complicado. Allí nos dieron toda la información, todos los detalles. Aquí podemos tener sorpresas.
Joe aparcó el vehículo en un callejón. Detrás de otro coche.
—Ese es —dijo señalando al de delante.
—Padre Agustín. ¡Gracias a Dios que al fin lo encuentro! —Jeff estaba contratando el seguro de automóviles para México, pasada la frontera en Tijuana, cuando Carmen al fin logró la conexión—. Lo he estado llamando toda la mañana.
—¡Carmen! ¿Qué ocurre?
—Estoy en Tijuana y vamos hacia Santa Águeda. Esta mañana he hablado con Lucía. Está muy preocupada por su abuelo.
—¿Y por qué?
—Quiere que lo avise para que se esconda de inmediato. Parece que alguien pretende hacerle daño, quizá matarlo, van a ir a buscarlo a Santa Águeda.
—Eso es muy serio, niña. ¿Quién quiere matarlo?
—Lucía no lo dijo, pero sospechamos del patrón donde trabaja.
—¿Su amante?
Carmen se dio cuenta de que, finalmente, el cura había aceptado los hechos.
—Sí, pero me ha dicho que usted y Anselmo se odian y que no serviría de nada advertirle a usted. Pero yo lo llamo por si acaso.
Agustín quedó en silencio y al cabo de un rato repuso:
—Bueno, las cosas han cambiado un poco durante los últimos días. Estoy dispuesto a avisarlo. ¿Crees que es urgente?
—Sí, no me extrañaría que algún asesino estuviera ya de camino para matarlo.
—¡Dios mío! ¿Sabéis por qué?
—No lo tengo claro. Pero creo que está relacionado con alguno de los poderes de Anselmo.
—¡Otra vez ese viejo y sus brujerías! —El tono del cura denotaba que él ya se lo había advertido.
Y después de una pausa Carmen propuso:
—¿Podría avisar a don Anselmo mientras nosotros vamos para allá?
—¡Ahora mismo!
—Gracias, padre.
—Cuando lleguéis, venid a mi casa. Hasta luego. —Agustín colgó el receptor y olvidándose del almuerzo que tenía sobre la mesa, se encasquetó la boina y salió corriendo en busca de su motocicleta.
—Perdonen, señoritas.
Las dos mujeres se detuvieron y miraron con suspicacia al coche y a los dos forasteros. El conductor mostraba una hermosa sonrisa de dientes muy blancos. Era guapo. Su acompañante lucía un poblado bigote oscuro y también les sonrió.
—Estamos buscando a un hombre que cura a la gente. Nos han dicho que tiene un ranchito a las afueras. —Joe Ortiz hizo un gesto señalando a su compañero—. Mi amigo necesita su ayuda. ¿Podría decirnos dónde vive?
La más joven debía de tener unos treinta años y se acercó a la ventanilla abierta, respondiendo a la sonrisa de aquel hombre atractivo. La otra mujer se quedó a unos metros mirando con curiosidad el interior del vehículo y a sus ocupantes.
—Será don Anselmo, ¿verdad? —preguntó la mujer dirigiéndose a su compañera.
—Sí, don Anselmo lo llaman —intervino Joe.
—Pues debe usted seguir esta calle y girar la primera a la derecha. Luego todo recto y antes de llegar al puerto verá un bar. En la misma esquina hay un cartel que pone «a la playa»; siga la indicación, que lo hace girar a la izquierda, y encontrará un camino de grava. Sígalo y antes de llegar a la playa deberá torcer de nuevo a la izquierda. Allí es donde vive don Anselmo.
—Es usted tan amable como bonita. —Otra sonrisa—. ¿Cuánto habrá desde el principio del camino hasta el desvío a la izquierda?
—Unos tres o cuatro kilómetros, creo. —Ella se mostraba ufana ante el elogio, mientras que su amiga continuaba escrutándolos a ambos.
—Muchas gracias, señorita.
—Que tenga buen viaje.
El camino de tierra y guijarros no estaba en buenas condiciones y el avance se hizo lento entre polvo y baches. Vieron tres caminos que se abrían a la izquierda pero decidieron no tomar ninguno de ellos. Los primeros porque estaban cercanos al pueblo, y el tercero se les antojó demasiado angosto. Al fin divisaron el mar y al subir por una pequeña colina vieron la playa. El camino terminaba en la arena, doscientos metros más allá.
—Tiene que ser esa pista estrecha que hemos dejado atrás —afirmó Charly.
—Sí. Veremos si logramos entrar.
Tras casi un kilómetro de transitar por una senda con socavones, que lindaba con olivos, divisaron una construcción. Unos pinos crecían cerca de la casita, dando sombra a un espacio despejado, donde detuvieron su automóvil. El sol descendía ya, pero aún daba calor.
Bajaron del coche y Joe llamó a la puerta una y otra vez sin obtener respuesta.
—¡Don Anselmo! —gritó. La casa parecía desierta.
—No se ve a nadie —comentó Charly, que había dado la vuelta, inspeccionando la parte de atrás del ranchito—. No creo que esté.
—Hay que asegurarse.
Iniciaron un registro concienzudo de los alrededores. El ranchito tenía su puerta orientada al este y una amplia enramada de buganvillas que daba sombra al oeste y sur de la casa. En el norte había un gallinero y un pequeño establo con una muía. Un hermoso gallo negro y varias gallinas corrían sueltas, cloqueando.
—El lugar está habitado. A la fuerza, tiene que ser la casa del brujo. ¿Dónde estará?
—Quizá esté dentro y no quiera abrir —dijo Charly mientras sacaba de su bolsillo un juego de ganzúas.
Abrir la puerta resultó fácil. Se encontraron con una habitación presidida por una pequeña mesa en el centro; una alacena en una de las paredes y estantes en la otra con muchas velas, estatuillas de santos, estampas y frascos conteniendo hierbas. Más allá, anaqueles con libros.
—Ésta es su casa, seguro —comentó Joe—. Es la de un curandero.
Revisaron la habitación. Un jergón, una mesita, un armario. Todo era viejo y escaso. En la cocina encontraron más frascos de contenidos insospechados, aunque algunos eran sin duda vegetales. Junto a ella había un pequeño y oscuro almacén. Usando la linterna, vieron que guardaba sacos de maíz, tinajas de aceitunas y otras provisiones.
—Pues aquí no está. ¿Qué hacemos, jefe? —interrogó Joe.
—Inspeccionemos los alrededores.
La búsqueda y los gritos resultaron infructuosos.
—Estará lejos, en el campo, o quizá en el pueblo. ¿Qué hacemos?
Charly parecía contrariado.
—Si está en el campo volverá a la noche, entonces le podremos pillar. Pero pudiera ser que no volviera porque sospechara algo. Vayamos al pueblo a ver si conseguimos información.
Hacía años que Carmen no visitaba Santa Águeda y al aproximarse por la carretera empezó a percibir olores y colores casi olvidados, redescubría lugares conocidos que le traían recuerdos de niñez y adolescencia. El ranchito de la colina, los maizales, los montes secos de color pardo, y al acercarse al pueblo, algunos olivos en el valle.
Miraba a Jeff. El chico había estado bromeando durante el camino para reducir la tensión, pero ahora conducía en silencio. ¡Cuánto lo amaba! Él se tomaba aquello como una aventura y se mostraba excitado. «Me muero de ganas de ver al brujo», decía.
La tarde estaba ya avanzada cuando aparcaron frente a la puerta del padre Agustín. Carmen sentía el corazón acelerado. ¿Habría ocurrido algo desde su conversación con el cura?
Pulsó el timbre varias veces, pero nadie respondía; empezaba a inquietarse.
—No hay nadie, Carmen —confirmó Jeff después de que ella insistiera varias veces—. Habrá salido.
—¡Claro! —repuso ella—. ¡Cómo he podido olvidar las costumbres de aquí! ¡Estará a punto de oficiar la misa de la tarde! —Y tirando de la mano de él le dijo—: Ven.
Casi corriendo bajo un sol que empezaba a alargar las sombras de las palmeras sobre la plaza, Carmen lo condujo hasta la iglesia.
Jeff necesitó unos instantes para adaptar su vista al contraste de la luz exterior y la penumbra del templo. Carmen soltó su mano y humedeciendo la punta de sus dedos en una pila de agua bendita se santiguó. Le hizo un gesto para que guardara silencio y, de la mano, lo condujo por uno de los pasillos laterales hasta el fondo de la iglesia.
Varias mujeres y unos pocos hombres estaban ya sentados en los bancos, a la espera del inicio de la ceremonia. Empujando una puerta lateral al altar principal, Carmen se introdujo en un pasillo iluminado por una bombilla. Al final se vieron frente a otra puerta que Carmen golpeó con los nudillos.
—Adelante —dijeron desde el interior.
Al entrar, Jeff se encontró con una escena cuando menos chocante para él. Dos hombres y un niño los contemplaban. Uno de los adultos, de unos sesenta años, de pelo abundante, oscuro aunque lleno de canas y barba cerrada, vestía una casulla con gesto altivo y majestuoso, y un chiquillo lo esperaba para oficiar de monaguillo. Y sentado en una silla, apoyado en la mesa, otro hombre, de tez cobriza, rostro curtido por la intemperie y con el pelo blanco, los miraba con aspecto cansado, indiferente. Sobre la mesa descansaba su sombrero claro de ala ancha.
—¡Don Anselmo! —exclamó Carmen, sorprendida.
—Hola —repuso éste sin moverse de su lugar.
—¿Pero qué hace don Anselmo aquí? —le preguntó la chica al cura.
—Bueno, quizá no sea el lugar más adecuado para él —el tono del clérigo sonaba a excusa—, pero no voy a dejarlo solo para que lo asesinen.
—¡Pero si ustedes se odiaban! —Carmen no salía de su asombro.
—Bueno, hemos firmado una tregua. —Agustín se explicaba como avergonzado—. Lucía tiene problemas y hay que ayudarla. Vamos, creo yo. —Y miró mohíno hacia el viejo—. ¿Verdad Anselmo?
—Sí. Es una tregua. Sólo por lo que dure esto. —El rostro ensimismado de Anselmo no mostraba expresión.
—Tan pronto llamaste he ido a buscarlo en mi motocicleta —dijo el cura—. Me costó convencerlo, no quería subir.
—Tenía miedo de morir por el camino. —Los ojos almendrados del viejo se arrugaron en una corta sonrisa.
Carmen oyó una tosecilla a sus espaldas.
—¿Me piensas presentar? —Al oír su voz, Carmen advirtió que se había olvidado por completo de Jeff. Dijo que era su novio y él se esforzó con unas cuantas palabras en español.
—Buenas tardes —decía—. Encantado.
—Bueno, es estupendo que esté usted bien —continuó Carmen, dirigiéndose al viejo—. Su nieta estaba muy preocupada, cree que quieren matarlo.
—Tiene razón —dijo, escueto, el viejo.
—Bueno, contadme —terció Agustín—. No entiendo por qué los «gringos» pueden tener interés en cruzar la frontera para asesinar a un viejo brujo.
—Como ya le dije, Lucía tiene poderes —repuso Anselmo—, ella puede ver lo que ocurre en un lugar distante. Su patrón lo supo e hizo por seducirla, convirtiéndola en su amante. Así, usaba los poderes de mi nieta para conseguir sus fines ilícitos; incluso para asesinar. Lucía ha roto la ley, nuestra ley. Y ya le dije que iba a frenar sus poderes; mi nieta no podrá «velar» mientras esté con ese hombre. Por eso él me quiere mal. Sabe que he sido yo quien ha cegado «la otra vista» a Lucía.
«Conozco a ese hombre. Ahora ya sé quién es. Un hombre atractivo, poderoso y que no tiene escrúpulos en mandar asesinar a quien lo molesta. Por eso me tomé tan en serio su visita. Por eso me atreví a subir en la moto.
—¿Y qué va a hacer ahora? —Carmen estaba asustada—. Este pueblo es muy pequeño y no será difícil, para unos matones decididos a dar con usted, que lo encuentren. ¿Dónde se va a esconder?
—Lo envío a Tijuana hasta que pase el peligro —dijo Agustín—. Tengo un amigo que es párroco allí y que lo acogerá. Posee un pequeño albergue para seminaristas. —Luego se dirigió a Anselmo—: ¡Pero no se te ocurra decirle que eres brujo!
Anselmo sonrió levemente, pero no dijo nada.
—¡Nosotros lo llevaremos! —propuso Carmen.
—Gracias, Carmen —dijo Agustín—, pero ya está arreglado. Mario, el del horno, vendrá en unos minutos para llevarlo en su furgoneta a Tijuana.
—Pero quizá sería mejor que lo hiciéramos nosotros, de camino de vuelta.
—No, ni pensarlo. Vosotros llamaríais demasiado la atención en ese gran coche americano. Ve a ver a tu tía y a tus primos. Estoy seguro de que les darás una alegría.
Carmen accedió. Le apetecía enseñarle el pueblo a Jeff. Y se despidieron deseándole mucha suerte a Anselmo.
Tan pronto salieron, Agustín se dirigió al interior de la iglesia para oficiar; se hacía tarde y los fieles estarían impacientes. Cuando el monaguillo había salido, el cura notó un tirón en la casulla. Era Anselmo.
—Espere un momento, padre. —Y abriéndose la camisa, extrajo una medalla de aluminio que colgaba de su pecho—. Bendiga como sacerdote esta medalla.
Agustín la contempló preocupado.
—Anselmo, ¿qué es eso, qué son esas marcas, esas incisiones? ¿No serán símbolos del diablo?
—No tienen nada que ver con ningún diablo. Son símbolos de protección, padre.
—¿Un amuleto? ¿Quieres que como sacerdote católico bendiga un amuleto? ¡No pienso hacerlo!
—¿Pero no ve, hombre, que es la Virgen de Guadalupe?
—Sí, pero ¿y esas marcas?
—¡No sea así! Mi vida está en peligro y la Virgen me protegerá. Además, si no bendice mi medalla y luego me matan, no vivirá usted tranquilo el resto de su vida.
Agustín contempló el colgante con cuidado mientras pensaba.
—Bueno, sí que es la Virgen de Guadalupe, pero tú le has estado haciendo cosas a esa medalla.
—No tengo hoy suficiente poder para protegerme solo. Necesito que me ayude con el suyo de sacerdote. No hay nada malo en la medalla, lo juro.
—Arrodíllate.
Y Agustín bendijo el colgante de aluminio y a su propietario. Su semblante serio mostraba la tensión en la marca de las mandíbulas apretadas. No le gustaba aquello, pero debía ayudar al viejo.
—Pónganos unas cervecitas, patrón. —Joe lucía su mejor sonrisa.
El bar estaba concurrido, la televisión tenía el volumen bajo y en una mesa se jugaba a las cartas.
Los forasteros se quedaron en la barra y cuando el tabernero trajo las cervezas, Joe intentó entablar conversación.