Presagio (29 page)

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Authors: Jorge Molist

BOOK: Presagio
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El cigarro, en el cenicero sujeto a uno de los brazos del sillón, parecía haberse apagado. Tenía la vista perdida en algún lugar de aquel salón decorado con maderas de roble, muebles y cuadros victorianos, cortinajes y grandes jarrones. Muriel sabía que estaba indignado, pero que se esforzaba en controlar su rabia y usar la mente. Ella guardó silencio, acomodándose en el sofá esperando a que él iniciara la conversación.

—¿Por qué rompieron?

—Me dejó él, después de engañarme con otra.

—¿Otra? ¿Quiere decir que Rich engañaba a mi hermana con dos amantes a la vez?

—Eso es.

—¡Vaya! Aquí tenemos a una amante despechada. Su rival debe de ser una mujer muy especial para que la prefiera a usted. —Una chispa de malicia brillaba en los ojos de Carlton.

—Debe de serlo. Quizá usted la conozca.

—¿Sí?

—Es la nueva criada mexicana que su hermana tiene en casa.

—¿Qué? —El hombre reaccionó como si lo hubieran abofeteado. Muriel se dijo que tendría una conciencia del orden social, muy estructurada.

—Quizá le sorprenda, señor Carlton, pero es así, yo la conozco bien.

El hombre volvió a su silencio y Muriel, paciente, a su espera; como la del pescador de caña. Carlton se puso el cigarro en la boca, pero estaba apagado. Tranquilo en apariencia, lento y ceremonioso, ejecutó el ritual del encendido. Muriel sabía que, a pesar de sus movimientos pausados, la mente del hombre estaba funcionando a toda velocidad.

—Bien. ¿Cuál es el plan? —preguntó al rato—. Si ha venido hasta aquí es que tiene algo pensado.

—Yo controlo algunas de las cuentas clave de la agencia. Y sé de un par de ejecutivos de los que Rich no se fía; no están en su lista porque han tenido discusiones en el pasado y cree que podrían ponerse de su lado. También hay un par más que no correrían riesgos; no se irán sin tener la seguridad de que la nueva agencia consigue a los principales clientes. Al fin y al cabo, las cuentas se trabajan en equipo y la segunda línea puede mantener al cliente aunque se vaya el ejecutivo principal. Y a esos clientes se los retiene promocionando al segundo si su jefe se va. —Muriel esbozó una amplia sonrisa—. Y yo conozco a todos y cada uno de los empleados de primer y segundo nivel. Puedo retener a la gente que mantendrá a los clientes en casa.

Si nos ponemos de acuerdo, Rich no podría llevarse ni el diez por ciento del negocio.

—Tiene sentido. —Aspiró con fuerza el puro y su extremo se iluminó, rojizo. Soltó el humo lentamente antes de continuar—: Aparte de venganza, ¿qué más quiere usted obtener de esa «alianza»? —La observaba, atento, detrás de la cortina de humo.

—Quiero la dirección de la agencia.

—¿La dirección de la agencia? —El hombre se incorporó ligeramente, soltando más humo—. ¡Por Dios que es usted audaz! ¡Es usted demasiado joven!

—Y qué importa eso. Lo que importa es que sea capaz de mantener al personal clave en casa y a los clientes contentos. Reconozco que necesito aprender en el área de administración y gestión, pero domino la comercial. Usted y yo juntos podemos manejar la agencia sin problemas. Y no creo que después de lo que le he contado quiera usted que Rich siga al frente del negocio. Eso sería muy imprudente.

—Quizá sí lo quiera; si le arranco garras y dientes y le quito toda posibilidad de que haga daño. Después de todo, es el marido de mi hermana y ella lo ama.

—Pero para eso, para desarmarlo, me necesita a mí. No puede hacerlo solo.

—Sí. Quizá, sí. Pero si llegamos a un acuerdo, tendrás que conformarte con la subdirección, Muriel.

Muriel se tomó su tiempo para beber del vaso. La estaba tuteando, ¡pero le ofrecía la subdirección! Ya sólo con eso se vengaría de Rich. Y luego de los otros, si así lo quería. ¡Ella ganaba!

—De acuerdo. Pero quiero el trato reflejado por escrito.

—Bien, pero primero espero la lista de todos los ejecutivos con el grado de fidelidad que puedes conseguir de ellos. Contactaré personalmente con alguno para verificar tu evaluación. Mientras diré a mis abogados que trabajen en un documento de acuerdo. —Luego John la miró entornando los ojos, con media sonrisa—. Entiendo que tú eres parte del trato, ¿verdad?

Muriel no esperaba aquello. Evaluó a aquel hombre, que pronto entraría en los sesenta. Al contrario que Rich, no tenía ningún atractivo. Y ella odiaba el olor a cigarro. Se forzó por sonreír.

—Vamos, señor Carlton, lo último que necesita un futuro senador es una amante que habla demasiado, ¿no cree?

El hombre se la quedó mirando y al poco estalló en carcajadas.

—Tienes razón —dijo aún riendo—. Y eres muy lista. El tonto de mi cuñado no sabía con quién trataba cuando te dejó por la mexicana.

—Gracias, senador. Usted sí que es inteligente. —Ella sonreía, altiva—. Lo ha comprendido en pocos minutos. —Luego se levantó—. ¿Trato hecho?

—Sí. —Él se puso de pie para estrechar la mano que ella le tendía.

—Te invito a un cigarro.

—De acuerdo —aceptó Rich.

—¿No se os ocurrirá fumar aquí? —se escandalizó Sharon.

—No, tu hermano y yo tenemos un acuerdo y él no fuma en la mesa —repuso Marcel a su cuñada—. Déjalos que se vayan, Sharon; tú y yo tenemos de qué hablar.

La camarera estaba recogiendo los restos del
soufflé
de fresas bajo la vigilancia del mayordomo. Habían cenado en la parte central de la larga mesa del comedor de la mansión de estilo Victoriano de los Carlton. Los amplios ventanales daban al jardín iluminado. Cipreses y naranjos en los caminos y azaleas sobre el césped. La pared contraria estaba dominada por un gran tapiz flamenco representando un ciervo, que se mostraba en primer plano, acosado por una jauría. Cuadros de melancólicos paisajes ingleses adornaban las paredes laterales.

Rich siguió a su cuñado. El truco del cigarro era típico en él cuando quería mantener una conversación sin que las mujeres estuvieran presentes. ¿Qué tramaba? Había estado más prepotente que de costumbre en la mesa y apareció vistiendo un esmoquin blanco para cenar. John era un tipo que en ocasiones mostraba un aburrido formalismo, por lo que Rich había acudido con chaqueta y corbata, pero lo del esmoquin en una cena familiar era algo nunca visto. Un gesto de estúpida arrogancia. Pero aquello quería decir algo. ¿Qué pretendía?

John se acomodó en uno de los sillones que había frente a la chimenea del salón y Rich escogió otro cercano. Las grandes puertas correderas que separaban la estancia del salón estaban abiertas y desde allí podían ver la mesa del comedor y a las dos mujeres conversando. Sólo palabras sueltas llegaban hasta ellos.

El mayordomo acudió con el carrito de las bebidas y les sirvió unos whiskys. A continuación les ofreció la selección de puros de la caja de madera de humedad controlada.

John escogió un Davidoff del cinco y Rich lo imitó. El mayordomo preparó los cigarros con habilidad cortando su extremo, encendiéndolos con largas astillas olorosas y abanicándolos en el aire hasta que prendieron.

—He decidido cancelar la reestructuración del accionariado de la empresa —dijo John Carlton, sonriendo, tan pronto el mayordomo se fue.

—¿Qué? —se sobresaltó Rich.

—Que he cambiado de opinión sobre tu plan. —Carlton continuaba sonriente—. He decidido que no.

—¿Pero por qué? —Rich casi se había incorporado—. ¿Así? ¿Sin más?

—Sí. Tal como lo oyes. —Hundido en el sofá, con las piernas cruzadas, Carlton soltó una bocanada de humo.

—¿Pero es que te has vuelto loco? Te lo he explicado con todos los detalles. La agencia ha crecido mucho y las grandes cuentas están manejadas casi exclusivamente por los ejecutivos. Si continuamos como hasta ahora, nos dejarán para fundar sus propias agencias llevándose a los clientes. Creía que lo tenías tan claro como yo.

—Tengo claro que eso no va a ocurrir. —Carlton, con sus grandes mejillas enrojecidas por el vino de la cena, mantenía una sonrisa afectuosa—. Y que tú, mequetrefe advenedizo de mierda, has pretendido engañarme.

Rich lo miró, sorprendido.

—¿Engañarte, yo?

—Sí. Creías que tendría que ceder por miedo a que unos cuantos os fuerais. Pues bien, hijo de puta engreído, vete si quieres.

—¿Pero de qué me hablas?

—De la trama que habías organizado para robarme. —Su sonrisa continuaba afable—. Lo sé todo. Conozco tu ambición, tu hipocresía. Pero se acabó. Ahora soy yo quien domina la situación, no habrá reparto de acciones entre los ejecutivos. Yo mantendré el control.

—John. No sé qué pueden haberte contado, pero es mentira. —Rich ponía pasión en sus palabras—. Yo soy fiel a la agencia y a ti. Nunca te traicionaría.

—Claro que no me vas a traicionar, porque jamás tendrás el poder para hacerlo. Vas a trabajar en la agencia aún más que antes, y yo te controlaré y te haré vigilar muy de cerca, y como te desvíes te voy a echar a la puta calle sin contemplaciones.

—No te equivoques, John. Puede haber una deserción masiva de ejecutivos.

—No, no la habrá. Ya he tomado las medidas adecuadas.

—¿Has tomado? ¿Tú solo? ¡Pero si durante la última semana no has venido a la oficina!

—Tengo mis aliados.

Rich chupó su puro, ya apagado, intentando pensar. ¡Claro! ¡Muriel era la única que podía habérselo contado! Así que ella estaba detrás de esto. ¡Mierda! Se había equivocado menospreciando a aquella zorra. Ahora se arrepentía de lo que le había confiado bajo el influjo de sus sesiones amorosas. Claro, lo hizo porque en aquel momento pensaba que su relación iba a durar un tiempo y que ella le serviría bien para sus fines. Por entonces ignoraba la existencia de Lucía, y posteriormente jamás se le ocurrió que Muriel tuviera el valor de hacerle esto.

Su cuñado continuaba mirándolo con una sonrisa en los labios; seguro que disfrutaba de la situación. John Carlton no acostumbraba hablar porque sí. Se habría asegurado de sus bases de poder antes de lanzar el órdago. Y él no se lo podía aceptar. Al menos, de momento.

—Lo que te han contado son mentiras, John. Una puta mentira. No sé quién lo ha hecho, pero miente.

—Sí que sabes quién ha sido.

—Miente, John. Cuentas con mi fidelidad, absolutamente, al ciento por ciento.

—¿Es el mismo tipo de fidelidad que le demuestras a mi hermana?

Rich tomó un sorbo de whisky para ganar tiempo y disimular su confusión. ¿Qué diablos le habría contado Muriel? Lo estaba hundiendo.

—Mira, pequeño bastardo —continuaba Carlton sin esperar su respuesta. Su sonrisa contrastaba, violenta, con la brutalidad de sus palabras. Quizá pretendía que, al verlos, las mujeres desde el comedor creyeran que aquélla era una conversación cordial—, lo único que te salva es Sharon. Eres un puto y miserable gigoló. Lo sé desde el primer día que te vi. Viniste a mi hermana por nuestro dinero, por nuestro poder, por nuestras influencias. —La sonrisa había desaparecido y John se incorporaba clavando en Rich su mirada. Éste vio cómo en su apasionamiento se le había caído la ceniza encima de su inmaculado esmoquin blanco—. No te importó que ella fuera cinco años mayor que tú; el dinero es siempre joven, ¿verdad? Pero ella estaba tan enamorada que tuve que consentir vuestro matrimonio. No me importaba comprar a un hijoputa guapito como tú para marido de mi hermana. Pero te lo advertí entonces: hazla feliz o te parto los huevos, cabrón.

—Tu hermana es feliz conmigo —balbuceó Rich.

—Eso te salva la piel. —La sonrisa había vuelto, pero ahora Carlton mostraba unos dientes amenazantes—. Y será mucho mejor para ti que siga feliz. Así que te conviene tenerla contenta, en la cama y fuera. Por lo tanto, ya puedes echar de casa de mi hermana a esa india mexicana que pusiste como criada.

—Pero John, no sé qué te han dicho pero...

—Ni peros ni mierdas. Quiero a esa puta india fuera, ¿me has entendido, mierdecilla?

—Estás equivocado, te han engañado.

—Haz lo que te digo.

—John, te estás precipitando.

—Haz lo que te digo, porque si me cabreas te voy a hundir. Te echaré de la agencia, del partido, del club de golf, de todos lados. Y voy a hacer que toda la gente con la que te codeas te dé la espalda. ¿Entiendes, mamón?

—¡Vamos, chicos! —Sharon, con una copa en la mano, avanzaba sonriente y contoneándose desde el comedor. Marcel la seguía con unos pasos de baile—. ¡Ya basta de hablar de negocios! ¡Vamos a bailar a algún lado!

—¿Qué te parece la idea, Rich? —le preguntó Carlton con una sonrisa maliciosa—. ¿Te apetece?

—¡Desde luego! —repuso Rich, levantándose de inmediato.

—¡Qué maridito tan complaciente que tengo! —Sharon exageraba el tono dulzón.

—Sí, ¿verdad? —afirmó Carlton, con una sonrisa cruel mientras su mirada se cruzaba con la de Rich.

—Pero ¿te ocurre algo, Rich? —Marcel lo miraba con aprensión—. ¿Os habéis fijado lo pálido que está?

—¿Estás bien, cariño? —se alarmó Sharon.

—¡Claro que está bien! —repuso Carlton—. Lo que ocurre es que no está acostumbrado como yo a fumar esos grandes cigarros. Sólo un poco aturdido. Se le pasará. Bailando se va a quedar perfecto. —Otra amplia sonrisa—. ¿Verdad, Rich?

Un gran automóvil se detuvo en la zona del aparcamiento más cercana al edificio. El chófer se sentía confiado; nadie los había seguido, pero esperó un minuto buscando algo inusual en el aparcamiento, en los jardines o en el conjunto de apartamentos decorados imitando el estilo colonial español. Terminada su revisión rutinaria, descendió del coche, abriendo su chaqueta para despejar el posible acceso al revólver que escondía. Después se apresuró a abrir la portezuela trasera.

—Gracias, Paul —dijo John Carlton mientras movía su sobrepeso fuera del coche.

Avanzó decidido hacia la puerta del edificio y pulsó uno de los botones.

—Dígame —respondió una voz femenina.

—Johnny.

Al oír el sonido de apertura, Carlton empujó la puerta para luego asegurarse de que quedaba bien cerrada. Entonces el chófer, entrando de nuevo en el coche, lo condujo fuera del aparcamiento; no convenía quedarse allí, expuesto a miradas indiscretas.

John Carlton era un hombre de costumbres, y cada martes y jueves acudía puntual a su cita con Lucy. Era su contribución a financiar las artes. La chica estudiaba arte dramático y quería, como tantas otras, llegar a ser una gran estrella de Hollywood. Y como tantas otras sobrevivía gracias a trabajos temporales, la mayoría de camarera. Mientras, se conformaba con cualquier aparición, por corta que fuera, en series de televisión o anuncios.

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