Authors: Jorge Molist
—Está aún lejos para verle la cara con tan poca luz —dijo—. Pero tiene que ser él. Lleva la chaqueta gris claro y el sombrero blanco de ala ancha, tal como nos contó ese hombre. Prepárate.
Fue entonces cuando Anselmo se detuvo mirando en su dirección.
—¿Qué le pasa? —murmuró Joe—. Parece como si se oliera algo.
—¡Maldita sea! —exclamó Charly, golpeando con rabia el volante—. ¡Se nos escapa! —Y puso en marcha el automóvil.
—Si se mete en la avenida de la Revolución, el coche nos servirá de poco. Mejor vamos tras él a pie —advirtió Joe.
—De acuerdo.
Cuando se apearon, Anselmo giraba ya a la izquierda entrando en la arteria principal. Los dos hombres empezaron a correr hacia la esquina.
—No es bueno llamar la atención. —Charly moderó su paso al llegar a la avenida—. Lo seguiremos de cerca pero, a no ser que lo perdamos de vista, hay que evitar correr.
Al llegar a Tijuana se dirigieron a la iglesia de don Pablo; estaba arrodillado en uno de los bancos, rezando. Les confirmó lo sucedido con esos individuos que vinieron preguntando por Anselmo, pero sólo fue capaz de describirlos vagamente. El muchacho que había enviado al apartamento regresó contando que un hombre fue a preguntar por el viejo. Los seminaristas dijeron que había salido a pasear y el tipo indicó que esperaría abajo. Anselmo no había regresado aún.
Carmen y Agustín se miraron. Jeff, a pesar de sus conocimientos de español, no había podido seguir el relato y Carmen le informó en dos frases rápidas.
—¡Vamos en su búsqueda! —propuso.
—¿Pero dónde estará? —inquirió Agustín, muy preocupado.
—No creo que quieran raptarlo, ni que necesiten hacerlo hablar —repuso Carmen—. Sólo quieren asesinarlo para que Lucía «vea» de nuevo.
—Entonces hay que localizarlo antes de que lo encuentren ellos —señaló Jeff. ¿Hacia dónde iría usted, padre Pablo, si quisiera huir de unos asesinos que lo persiguieran?
—¿A pie? —preguntó el cura una vez Carmen tradujo.
—Sí.
—Me mezclaría con la gente en la avenida de la República. En un sábado por la tarde como hoy está atestado. Es fácil perderse allí.
—Pero ¿y si lo siguieran de cerca y no se encontrara seguro en la calle? —Ahora era Carmen quien preguntaba—. ¿Dónde buscaría refugio?
—Bueno. —El buen padre carraspeó—. Sé que al final de la avenida, alrededor de las calles Primera y Coahuila, hay una zona donde la multitud se amontona. Hay locales de mal tono, con baile,
striptease
y prostitución. La gente está hombro contra hombro. Allí es donde un hombre puede esconderse con mayor facilidad.
—Y por lo que he oído, también es donde uno puede morir con mayor facilidad —añadió el padre Agustín.
—Era una zona peligrosa —el padre Pablo asentía con la cabeza—, pero últimamente ha mejorado bastante, hay mucha policía.
—¿A qué esperamos? —dijo Agustín, impaciente—. ¡Tenemos que encontrarlo antes de que lo maten!
—Vayamos primero al apartamento —propuso Carmen—. De topar con esos tipos avisaremos a la policía desde mi móvil. ¿Podría usted reconocerlos, don Pablo?
—Creo que sí.
—¡Entonces vamos! —Agustín hizo gesto de encaminarse al coche—. Y si no lo encontramos en el piso... que Dios nos perdone... pero lo buscaremos entre las prostitutas. —Luego, dirigiéndose al padre Pablo—: ¡Y quítese el alzacuello antes de salir! No es la indumentaria más adecuada para esta fiesta.
Anselmo oyó el motor del coche arrancando, después golpes de portezuelas cerrándose y antes de incorporarse al paseo, mirando atrás, pudo ver a los dos hombres. Allí, por fin se materializaba el presagio, el águila planeaba sobre él. Aquéllos eran los mensajeros de la muerte. Avivó el paso sorteando a la gente. Pretendía despistarlos. La avenida era una confusión de sonidos: bocinas, risas y música invadiendo la calle desde locales que parecían competir en estruendo. Pero el ruido se confundía en su mente donde el bullicio se había convertido en silencio. El mismo silencio que oyó en su visión del águila.
Al cabo de un rato llegó a una esquina y se lanzó a través del cruce sorteando a un par de vehículos. Un cartel indicaba «calle Díaz Mirón». Las bocinas de los coches protestaron con estruendo y la gente que esperaba el cambio de semáforo gritaba recriminándole su imprudencia. Ya del otro lado, habiendo avanzado un trecho, pudo contemplar durante unos segundos, al volverse, a aquellos dos individuos que esperaban poder cruzar disimulando sus intenciones, pero buscándolo a él con la mirada.
Eso le dio alguna ventaja y continuó avanzando, a paso rápido aunque sin correr, esquivando a unos y a otros.
Un grupo de chicos y chicas gringos salieron de un bar persiguiéndose entre carcajadas. Uno rociaba a los demás con cerveza. Un muchacho golpeó el hombro de Anselmo y lo hizo tambalearse. Su mirada se dirigió hacia atrás. No vio a sus perseguidores entre el tumulto y eso le produjo mayor alarma. ¿Dónde estarían? Cuando se puso de nuevo en marcha, casi corría.
En la siguiente esquina, la luz estaba verde y los vehículos parados; cruzó la calle junto a la gente, y sintió alivio. ¡No podía dejar que se le acercaran! ¿Pero adonde iría? ¿Dónde encontraría refugio en aquel mar de caras desconocidas? Sin detener su marcha buscó en su pecho la medalla de la Virgen de Guadalupe y se la llevó a los labios para besarla. «¡Ayuda, mi señora! ¡Ayuda!»Antes de llegar al siguiente cruce los vio. Mantenían la distancia. Uno lo seguía por la acera y el otro por la calzada, por detrás de los coches aparcados. El río de gente detenía a los automóviles y Anselmo se apresuró a cruzar. Jadeaba. Al girarse de nuevo para mirarlos, sintió un sobresalto. ¡Estaban casi encima de él! Uno de ellos mostró sus dientes en una sonrisa canina. ¡Las fauces del perro de la visión! Su miedo se volvió pánico.
No podría aguantar aquel ritmo, pero a pesar de ello empezó a correr zigzagueando entre la multitud.
Llegó a la esquina donde los mariachis aguardaban contratos; los coches circulando cortaban el paso. ¡No podía detenerse! Giró a la izquierda y se introdujo en la calle lateral. Allí encontró unos carritos bien iluminados vendiendo tacos, con sus tortillas, vegetales varios y carne pastora; había mucha gente, y pensó que quizá disfrutara en aquel lugar de una relativa seguridad. Pero al mirar atrás, vio que sus perseguidores habían acortado distancias y, atemorizado, cruzó a la otra acera entre los coches.
El aspecto de la calle había cambiado. Aquélla era una zona donde pocos ciudadanos estadounidenses se aventuraban. Era local y barriobajera. Había muchos hombres, y las mujeres se apostaban en hilera apoyadas en las paredes con vestidos ajustados y muy maquilladas. Eran indiecitas o mulatas muy jóvenes que intentaban captar a sus clientes con una sonrisa o sujetándolos por el brazo para que las miraran. Se vendían mucho más baratas que las blancas que trabajaban en los bares y discotecas de dos calles más abajo en espera de los gringos, o de los más ricos. Sus caras tenían rasgos familiares para Anselmo, que sabía de muchas jóvenes indígenas de Baja que en el pasado se prostituyeron allí para dar de comer a los suyos.
Aquella zona soportaba un bullicio mayor aún que el de la avenida de la Revolución. Los hombres se apiñaban en las puertas de los locales y muchos tenían el mismo aspecto campesino que él. Quizá mozos agrícolas de granjas cercanas, obreros construyendo para el
boom
inmobiliario de la costa, peones de fábrica; varones que, solitarios o en grupo, buscaban diversión yendo al distrito norte de Tijuana a gastarse en bebida y mujeres lo ganado durante la semana.
Muchos deseaban a una mujer, pero sólo algunos tenían el dinero y la disposición para pagar por ello.
Anselmo estaba sin aliento, y aquellos tipos se abalanzarían sobre él de un momento a otro. No podía correr indefinidamente por las calles. Giró a la derecha en la siguiente esquina y vio la puerta de un local que parecía abarrotado. Quiso buscar refugio allí.
Con empujones y «Con su permiso», Anselmo empezó a abrirse paso. Algunos se giraban, molestos, agresivos por el alcohol, pero al verle las arrugas en la cara lo más que hacían era darle un manotazo en el hombro. «¡Pinche viejo! ¡No chingue!», gruñían.
Pero Anselmo continuaba hacia el interior y sentía alivio al pensar que sus perseguidores, precisamente por ser más fuertes y jóvenes, lo tendrían más difícil. Aquélla era su última esperanza.
Era un local amplio con una larga barra a su izquierda que llegaba hasta el fondo y a la derecha un gran espacio atestado de gente y una tarima iluminada por focos que hacía las veces de escenario, donde una muchacha, bien formada y todo redondeces, bailaba al ritmo de la música, quitándose la última pieza de ropa.
El lugar estaba lleno de humo y los hombres, copa en mano, rugían. A través de un micrófono, un tipo subido en la barra, gritaba a la muchedumbre: «¡Pero aplaudan a la chamaca, cabrones! ¡Aplaudan!».
Y una ovación recompensó tanto a la muchacha como al animador.
Anselmo no prestaba atención alguna al espectáculo. Ahora tenía otro problema; si sus perseguidores lo alcanzaban allí, eran muy capaces de terminar con él sin importarles la gente. El sueño del águila presagiaba que nadie lo ayudaría. Tenía que encontrar una salida a toda costa.
Cuando Charly vio entrar a Anselmo en el bar soltó una maldición.
—Ese viejo nos lo está poniendo difícil.
—No te. preocupes, lo alcanzaremos. —Joe cruzaba ya la calzada para entrar al local—. Sígueme, no hables, deja que lo haga yo. Que no te identifiquen como gringo, ¿de acuerdo?
—Okey
—repuso Charly.
Abrirse camino no resultaba fácil y Joe tenía que dar explicaciones y excusas a cada momento. Al fin encontró el argumento adecuado:
—Lo siento, pero no puedo más. ¡Tengo que ir al chingado retrete!
Con esas palabras y componiendo una expresión de angustia, conseguía paso y risas incluso de los más pendencieros; Charly iba detrás como si fuera su sombra.
—¿Y ése también? —le preguntaba alguno.
—¡Lo mismito, compadre! —Y eso daba incluso más risa.
Hasta el momento, seguir a Anselmo había sido relativamente fácil en la avenida de la Revolución. Su sombrero blanco de ala ancha, que sólo se quitaba para acostarse, era un excelente punto de referencia. Pero en aquel lugar, muchos llevaban el mismo tipo de sombrero.
—Separémonos —dijo Joe cuando estaban en el centro del local—, que no pueda esconderse.
Y con lentitud fueron peinando la sala, escudriñando todas las caras. Había algunos viejos, pero vestían distinto. Charly consultaba la foto de vez en cuando. Muchos tenían la tez cobriza y alguno arrugas; sería fácil confundirse.
—Yo no lo he visto, ¿y tú? —inquirió Charly cuando llegaron al fondo.
—Tampoco —dijo Joe—. Ese maldito viejo se habrá escondido en el retrete. ¡O quizá el local tenga una salida de emergencia!
—¡Pues claro que la tiene! —Y Charly
Cara Perro
se dirigió a toda prisa a la puerta que indicaba «Aseos»; Joe lo seguía.
—Inspecciona a los hombres —le dijo a éste, mientras él entraba en la zona femenina. Allí sólo encontró un par de muchachas retocándose el maquillaje y que, ante su entrada violenta, lo miraron alarmadas.
—
I am sorry
—se disculpó mostrando sus dientes perrunos.
El lugar hedía a orines y Joe comprobó que ninguno de los tipos en los urinarios era Anselmo, pero que había alguien encerrado en el excusado.
—¡Abre, chingado! —le gritó Joe al tiempo que hacía ceder la puerta de un patadón. Allí había un individuo sentado, de mirada beoda. Se masturbaba.
Joe le levantó el puño mientras el tipo, asustado, pretendía cubrirse la cara.
—¡Pinche cabrón! —le dijo medio riendo y deseando golpearle.
Pero no había tiempo que perder y regresó al pasillo, donde su jefe comprobaba un par de puertas cerradas. La tercera tenía un pestillo descorrido y, al abrirla, descubrieron que daba a un solitario callejón trasero. Y allí vieron al viejo huyendo a paso rápido.
—¡El cabrón creía que nos había despistado! —murmuró Joe mientras se lanzaba hacia él a la carrera.
Al oír los pasos en la calleja, el viejo se giró y al verlos encima intentó correr. Fue inútil; en unos instantes, Joe ya lo estaba sujetando de la chaqueta.
Llegaron al apartamento y, mientras don Pablo subía para hablar con los seminaristas, ellos inspeccionaron la calle. No, no había nadie esperando en ningún automóvil ni tampoco vieron a nadie que respondiera a la descripción de los dos matones. Simplemente, no estaban allí.
—Vamos a buscarlo donde los garitos —propuso Carmen.
La zona estaba atestada de gente y tuvieron que aparcar unos bloques más allá. Se separaron en dos grupos para peinar las calles uno en cada acera.
—Es como buscar una aguja en un pajar —le dijo Carmen a Jeff.
—Mejor —repuso el muchacho—. Así tiene más posibilidades.
En una esquina, al lado de uno de los carritos de venta de tacos, Carmen se sorprendió al ver, totalmente fuera de lugar, a dos muchachos de tez cobriza vestidos de uniforme. En su sombrero tipo militar estaba escrito «Ejército de salvación» en español. Al cruzar, Carmen pudo oír cómo una mujer ya mayor con los labios pintados de rojo subido les proponía salvarlos a ellos por diez dólares cada uno. Tenían aspecto de total impotencia para rescatar almas y estaban agarrados a un poste de luz, como si temieran que la corriente de vicio y pecado los arrastrara a ellos también. Carmen se dijo que habrían acudido allí por iniciativa propia. No podía imaginar superiores tan cretinos como para enviar semejantes misioneros a aquel lugar.
Los bares estaban abarrotados y era difícil explorarlos. Carmen se quedaba fuera con don Pablo, expuesta a las miradas curiosas de hombres que la ponderaban al detalle, como poniéndole precio, y a la actitud agresiva de las mujeres. Era blanca, alta, no tenía aspecto de prostituta y, lejos de la avenida de la Revolución, en aquel lugar y hora, no se veía a ese tipo de mujer. Mientras, los otros dos intentaban abrirse paso en el interior tratando de encontrar a Anselmo.
—¿Qué ocurre? —protestó el viejo mientras forcejeaba para zafarse de Joe—. ¡Suéltame!
—¡Cállate, estúpido! —Joe lo agarraba del cuello de la chaqueta—. ¡Como grites de nuevo, te sacudo!
—¡Te digo que me sueltes! —insistió.