Authors: Jorge Molist
Era una belleza y Carlton daba por bien empleado el alquiler del apartamento y alguna otra cosilla que le costeaba. Ella preparaba algo para comer y pasaban un buen rato. Al menos, él. Era un trato justo, pensaba.
Anduvo por el pasillo hasta el ascensor y pulsó el piso segundo. «Ese Rich es un estúpido —se decía, meneando la cabeza con incredulidad—. ¡Complicarse con chicas de la oficina! Esas relaciones están condenadas a traerte problemas. Mira lo que le pasa, esa Muriel se pone celosa con la mexicana y lo primero que hace es venir a soltármelo todo. ¿Cómo se le ocurrió contarle sus planes a esa putilla? ¡Es tan guapo como zopenco! ¡Y ahora con una criada mexicana! ¡En su propia casa! ¡Para que se entere Sharon! Ese individuo piensa con la bragueta.
»Lo mío con Lucy es inteligente. Dentro de unos años ella habrá abandonado sus sueños de gran estrella para casarse. O a lo mejor llega a triunfar como actriz. En cualquier caso, yo seré un conocido del que sólo querrá recordar alguna conversación fortuita cuando nos presentaron en un acto social. —Sus mofletes se hincharon en una sonrisa complacida—. Y yo estaré dedicando mi mecenazgo a otra artista.» —Satisfecho de sí mismo, golpeó haciendo musiquita con los nudillos en la puerta de Lucy.
Al abrirse ésta, pensó por un instante que se habría equivocado. ¿Qué hacía aquel hombretón de sonrisa perruna en el umbral? Pero al mirar al interior del salón todo lo que vio le resultaba familiar.
—¿Quién es usted? —pudo decir antes de recibir un fuerte empujón por la espalda.
Casi no se dio cuenta. Oyó un chasquido metálico, mientras el hombre que lo había empujado hacia dentro del apartamento cerraba la puerta. El tipo de la sonrisa canina hizo un gesto extraño, algo brillaba y sintió dolor en la garganta. Mientras se llevaba las manos al cuello vio que ese hombre tenía un largo y afilado cuchillo. Al ver su mano llena de sangre quiso gritar, pero de su garganta sólo salió un tétrico gorgoteo que en lugar de proyectarse al exterior por la boca lo hizo directamente desde la tráquea.
Lucy, con la boca amordazada y maniatada en un sillón, lo miraba con sus hermosos ojos oscuros desorbitados por el pánico.
Lo sujetaban por la espalda y el estilete empezó a buscarle el corazón. Una vez, otra. El tipo continuaba sonriendo y llevaba guantes de cirujano. Dolor. Le faltaba el aire. Más dolor. Lucy, aterrorizada, intentaba incorporarse para huir. ¿Qué pasaba? ¿Qué era todo aquello?
Notaba que las piernas ya no lo sostenían y que su verdugo volvía a hundirle la navaja en el pecho. No sentía miedo. Sólo sorpresa. No podía creer que aquello estuviera sucediendo, que lo estuvieran matando, que se estuviera muriendo. No podía ser. Pidió ayuda a Dios, y cuando se desplomó al suelo ya no veía.
Fue entonces cuando los hombres se dirigieron a Lucy.
El abigarrado y bullicioso gentío en Venice un sábado por la tarde las arropaba. A un lado de la avenida, las tiendas y los bares; al otro, la playa, ancha, con algunos paseantes, y más allá, un mar luminoso sobre el que el sol había empezado a descender. Pero incluso rodeada de gente Muriel sentía miedo.
El patinador que, estrafalario, sorteaba a turistas y locales, podía ser un asesino. O el tipo de los tatuajes, o quizá los
body builders
de la playa.
[11]
Más allá, un grupo de jóvenes con patines bailaban al son de un enorme radiocasete.
Lucía paseaba silenciosa y Muriel sólo le dirigía comentarios intrascendentes; sobre ese tipo raro, o sobre aquella muchacha de vestido exótico, o de lo bonito y apacible que se veía el mar con el sol a medio caer sobre él.
—Te invito a tomar algo —le dijo señalando una cafetería que daba al paseo.
—Te enteraste de que John Carlton, el hermano de Sharon, fue asesinado, ¿verdad? —inquirió Muriel tan pronto les hubieron servido las bebidas.
—Sí.
—La policía supone que la chica abrió a los asesinos al creer que era Carlton. Aparentemente llegaron sólo minutos antes que él y allí lo esperaron para matarlo. Carlton y esa muchacha debían de tener algún tipo de contraseña para que ella supiera que era él. Lo sorprendente es que los asesinos conocían perfectamente la forma de entrar y adonde ir dentro del edificio. —Muriel observaba la expresión de la muchacha—. Parece como si alguien les hubiera explicado antes exactamente qué decir y en qué lugar estaba todo. —Lucía miraba, como concentrada, el interior de su taza de café—. ¿No te parece extraño?
La chica no levantó la vista de su taza, pero hizo un movimiento afirmativo con la cabeza.
—Tú sabías que yo tenía un asunto con Rich, ¿verdad?
—Sí.
—¿Sabes? Cuando Rich y yo rompimos, me sentí muy mal. Jeff también me había dejado días antes, y Rich se mostró muy cruel conmigo. Quise vengarme y le conté a John Carlton el complot que estaba preparando para controlar la agencia; el hombre se molestó mucho y le frustró los planes. Pocos días después, Carlton es asesinado, y Rich pasa a tener carta blanca sobre la agencia. ¿No te parecen muchas coincidencias?
Lucía guardó silencio.
—Lucía. Estuviste investigando qué asuntos preocupaban a los de la marca Wesson, ¿verdad? Por eso lo sabía Rich.
—Sí. Lo hice. —Ahora los oscuros ojos almendrados miraban a los verdes de Muriel—. Ya sé que no te gustó, que quizá creías que sólo debía «velar» para ti.
—No. Eso ya no tiene importancia. La tuvo antes, pero ahora ya no.
—Es que yo lo amo, Muriel. —Sus ojos se humedecían—. Jamás antes he amado a un hombre así, y nunca amaré a otro. Lo adoro. ¿Cómo no iba a hacer eso por él cuando me lo pidió?
—Claro que volverás a amar, Lucía. Tienes todos los síntomas de un primer amor. Pero luego hay otros amores, y luego otros.
—No. No para mí.
—Sí. Para ti igual que para las demás. —Muriel tomó un sorbo de café.
—No, no lo creo. —Su vista se perdió soñadora entre las gentes que continuaban deambulando por la avenida que bordeaba la playa.
—Es un hombre malo —le espetó súbitamente Muriel.
—No. Tiene sus cosas, —Lucía la miraba alarmada— pero en el fondo es bueno.
—Es malo. Y yo creo que ha hecho asesinar a su propio cuñado.
—No. No me lo creo.
—Pero lo sospechas tanto como yo, ¿verdad?
—No. —Lucía tenía los ojos muy abiertos y las lágrimas se asomaban a ellos.
—Sí. Ha sido él.
—No, no lo creo.
—¡Claro que lo crees! ¡Lo sospechas, pero quieres negar lo que tu razón te dice! Te hizo que vigilaras a Carlton, ¿verdad? —Muriel la miraba fijamente—. Que le dijeras adónde iba, con quién se encontraba, a qué horas y qué días se citaba con Lucy, ¿verdad? Y lo que le decía a la chica en el interfono para que supiera que era él. Conoces bien el apartamento donde los mataron, ¿no? Y la puerta, y la escalera. Y se lo contaste todo a Rich. Y Rich al que los mató. ¿Viste también los cadáveres, Lucía? ¿Los viste? ¿O quizá viste cuando los mataban?
Al levantarse, Lucía golpeó la mesa e hizo que se derramase parte de los cafés. Cogió su bolso y salió corriendo esquivando a la multitud.
Muriel se fue detrás de ella. Allí, delante, podía ver la hermosa cabellera oscura de la chica balancearse en su carrera. A unos doscientos metros, Lucía tropezó con uno de los patinadores que avanzaban esquivando a la gente y cayó sobre la arena de la playa. Fue entonces cuando Muriel pudo alcanzarla. Lloraba desconsolada. Muriel se agachó, protegiéndola con sus brazos.
—Yo lo amo. Lo amo —decía entre lágrimas—. Y él me quiere.
—Tranquila, Lucía. Cálmate. Pero debes darte cuenta de la realidad.
—No. Él no ha podido ser. Él es bueno —el llanto la ahogaba—. Y yo lo amo.
—Hola.
Jeff levantó la vista del diseño que, extendido sobre la mesa de dibujo, era objeto de discusión con Sara. Había reconocido al instante la voz de Muriel.
Y en efecto, allí estaba, equidistante entre la puerta y la mesa, con un aspecto apocado nada habitual en ella. Jeff la había visto poco y de lejos en los últimos días. Con más tiempo para meditar sobre lo ocurrido, su resentimiento era ahora mayor. Evitaba los lugares donde pudiera encontrarla e incluso había pedido ser asignado a otras cuentas para no tener que trabajar juntos.
Estaba más delgada y sus ojos verdes brillaban extraños, como febriles, enmarcados por sus cejas oscuras y su negra melena.
Sara, al verla, cruzó su mirada con la de Jeff y, excusándose —«voy a por un café»—, se retiró discretamente.
El chico, incorporado en su taburete, la contemplaba silencioso y ella, sin moverse, esbozando una sonrisa tímida, mantuvo la mirada.
—Sabes que no quiero tratar contigo nada que no sea trabajo —él hablaba sin expresión.
—Vengo a despedirme, Jeff. —Muriel mantenía la distancia—. ¿Ni así me darás unos minutos para que te hable?
—¿A despedirte?
—Sí, dejo la agencia.
—¿Tú? ¿La brillante ejecutiva? —Jeff compuso una sonrisa amarga—. ¿La amante del gran jefe?
—Hace tiempo que Rich y yo terminamos, Jeff. —Avanzó unos pasos hacia él—. Ya te dije que sentía mucho lo ocurrido, que me equivoqué.
—¿Equivocarte? Yo no creo que fuera una equivocación; era sólo un paso más en tu carrera. Y conseguiste tu ascenso, ¿verdad? Lograste de él lo que tú deseabas. Como cuando me hacías trabajar tantas horas en proyectos en los que tú acababas llevándote todo el mérito. Me utilizaste. Nunca me quisiste. Me engañabas. No quiero verte más.
—No me verás más, Jeff. Te digo que me voy. Y te equivocas; te quería y te sigo queriendo. Era a él al que pretendía utilizar.
—¿Pretendías? ¿Es que no conseguiste tu promoción? También lo utilizaste a él.
—No. Él se servía de mí. Y cuando dejé de serle útil, se buscó a otra.
—¿No me digas? —Jeff sonreía enseñando los dientes—. O sea, que probaste tu propia medicina...
—Me enfrenté a él. Y perdí. Me ha despedido.
—¡Vaya! No creo que pueda decir que lo lamento.
—¡Jeff! ¡No seas tan duro! —Se acercó un paso más mientras las lágrimas asomaban a sus ojos—. No sabes cuánto me cuesta venir hasta aquí, derrotada, después de tanto luchar. Te he perdido a ti. Carmen, mi mejor amiga, me ha traicionado. A Lucía también la consideraba como a una amiga, la ayudé en lo que pude, pero ahora es ella la que se queda con Rich. Y mi promoción ha sido un corto espejismo. Estoy en la calle; lo he perdido todo. —Dando otro paso apoyó su mano, fría, en la de Jeff, que descansaba sobre la mesa de dibujo—. Pero lo que más lamento ha sido el final de lo nuestro. ¡Si pudiera volver atrás!
—Siento que sufras —él la miraba ahora con cierta ternura—, pero no se puede volver atrás.
—Quizá ahora no, Jeff. Pero el tiempo cura heridas. Esperaré a que me perdones.
—No esperes, Muriel.
—Esperaré.
Jeff se encogió de hombros.
—Me es indiferente. —Pero su voz denotaba algo distinto—. Y ahora tengo trabajo que hacer. Siento lo que te ha ocurrido y te deseo suerte.
—¿Puedes hacerme un favor?
—¿Cuál?
—Dale un mensaje a Carmen. Yo no quiero hablar con ella. Dile que Rich pidió a Lucía que vigilara a Carlton, y que gracias a esa información Carlton fue asesinado. No lo puedo probar, pero estoy segura de que ocurrió así. Carlton acababa de estropear los planes de Rich para controlar la agencia, y eliminando a su socio, Rich pasará a ser amo y señor.
—Eso es muy grave. —Él la miraba sorprendido—. ¿Estás segura de lo que dices?
—Sí. Carlton y yo cerramos un trato por el que yo lo ayudaba contra Rich. Por eso Rich me despide. Bueno, en realidad habría tenido que marcharme igualmente. Ese hombre es peligroso. Le tengo miedo.
—Otra vez jugando fuerte, ¿verdad, Muriel?
—Sí. Y he vuelto a perder. Espero que no sea siempre así.
—¿Y ahora adónde vas?
—A ningún sitio. Al apartamento de mis padres. Y tendré que decirle a mi padre que estoy como él, sin trabajo. ¡Pobre hombre! No sé de dónde sacaré el valor. —Muriel suspiró, tenía sus ojos verdes acuosos—. Quise triunfar, quise tener poder. Quizá de una forma más agresiva, más desesperada que el resto de la gente. Tal vez llevé mi ambición al límite, pero te aseguro que excepto engañarte a ti, Jeff, repetiría todo lo que hice.
—Siento verte así. Te prefería como antes, orgullosa, segura de ti misma, audaz.
—Gracias por tu compasión. Sobreviviré. —Una sonrisa triste afloraba del rojo carmín—. Pero no me olvides. Volverás a verme, te lo garantizo. Y quizá entonces me des una oportunidad.
Jeff hizo un gesto dubitativo.
—Dile a Carmen que Lucía sufre —continuó Muriel—, pero que está atrapada por la maldita seducción de ese tipo, de Rich. Se acuestan. Sé que Carmen se siente responsable de Lucía, que le prometió al cura de su pueblo cuidar de ella. Díselo, Jeff. Tiene que saberlo. Y el abuelo de Lucía debería saberlo también. Y ahora, adiós.
Apoyando su mano en el hombro de Jeff, se le acercó hasta que sus labios se posaron en los de él. El mantuvo los suyos inmóviles y ella depositó un beso.
Después dio media vuelta y anduvo digna y enérgica hasta la puerta.
«Santa Lucía, buen Jesús, ayudadme.»
La puerta estaba cerrada y la celosía exterior y los cortinajes protegían la habitación del sol que en aquel momento golpeaba las ventanas.
La cruz de cerámica colgada de la pared y la estampa de la santa presidían la mesilla de noche, y sobre ésta, descansaba un vaso de agua. Arrodillada, Lucía rezaba para que los dones de la visión y de la luz le fueran concedidos de nuevo. Estaba intranquila, algo no iba bien últimamente. Cada vez le costaba más ver, alcanzar a quien buscaba, percibía un freno que a veces no la dejaba llegar a su objetivo. Sentía la angustia del que nota que pierde la vista y se encamina de modo inexorable hacia la ceguera.
Terminó sus oraciones, trazando varias veces la señal de la cruz en el aire, para terminar besando su mano. Luego, transportando el beso con la punta de los dedos, lo depositaba en la estampa de santa Lucía que tenía clavada en la pared bajo el crucifijo.
Al incorporarse, sus pies desnudos sintieron el frío del suelo y, con cuidado, llevó el vaso hasta la cómoda frente al espejo.
Cuando ya la luz de la vela brillaba, reflejándose en el agua y en el espejo, miró su imagen. Una expresión preocupada surgía de la oscuridad. Era el trazo de las cejas, más rectas, menos arqueadas; eran los labios que, apretados, denotaban la tensión.