Presagio (15 page)

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Authors: Jorge Molist

BOOK: Presagio
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Anselmo hizo una genuflexión frente a su pequeño altar. Una imagen de la virgen de Guadalupe y otra del sagrado corazón de Jesús. Estampas de santa Lucía, de san Sebastián asaeteado, de la Mano Poderosa, llagada de crucifixión y con un santo en cada dedo, del Niño de Atocha vestido de peregrino, del arcángel san Miguel, espada en una mano y balanzas en la otra, pisoteando a un diablo vencido, del ángel de la Guarda, de san Martín caballero y de muchos otros. También había unos pequeños muñecos esculpidos en palo de hierro y emplumados, «cuñados» como los llaman los indios cochimí. Se santiguó, cogió una larga astilla de pino y prendió el extremo de la bujía de aceite que ardía permanentemente frente a su altar. Y con ella fue dando luz al grupo de velas que, a un nivel más bajo, rendían tributo a los santos.

Las velas. Las velas son gente y cada una de ellas tiene grabado un nombre. Nombres de pacientes a los que está curando o de algún conocido que necesita protección, ayuda. Y también los nombres de la gente que ama. Aunque ya todos a los que quiso estén muertos, excepto dos mujeres, y ambas lo abandonaron.

Teodora, su esposa, se había ido lejos, hacía años, allá con los paisanos de Santa Catarina; ya ni dolía ni importaba. Pero cuando unos meses antes su pequeña Lucía partió hacia aquel mundo lejano, extraño y hostil de Estados Unidos, una gran pena ocupó su vacío. La distancia tiene algo de muerte.

El viejo se santiguó para luego arrodillarse con lentitud y, apoyándose en las manos, inclinar su frente tres veces al suelo. Tendiendo sus brazos en cruz y con los dedos de las manos extendidos, empezó a recitar sus oraciones; las cristianas, en español, las otras en las lenguas pai-pai, cochimí y kiliwa. El ranchito se llenó de palabras, murmullos, y exclamaciones que las paredes devolvían al viejo y que éste escuchaba con atención. Un ronroneo extraño le inquietaba.

Finalmente inclinó de nuevo su frente tres veces, y se incorporó con trabajo. A continuación, susurrando las viejas palabras sagradas, fue apagando con sus dedos desnudos, de yemas endurecidas, las velas una a una. Al encontrarse frente a la última, cirio alto y blanquísimo, el viejo se quedó inmóvil con su mano suspendida en el aire. Era la luz más querida, era la vela de Lucía. En la cera líquida, en la base de la llama junto a la mecha encendida, el hombre pudo ver una diminuta mancha roja. ¡Sangre! Anselmo sintió que su piel arrugada se estremecía y el temor erizaba el vello de sus brazos. «¡Dios mío, Lucía! —Las palabras sonaban a lamento angustiado—. ¿Qué te ha pasado? ¿Qué has hecho?»Tras una larga indecisión pareció que al fin Anselmo reaccionaba, moviéndose con rapidez. Puso una jofaina encima de la mesa, sacó un garrafón de debajo del altar y la llenó de agua. A continuación tomó el cirio y trazando, en hábil movimiento, una curva de luz en la oscuridad de la estancia, derramó parte de la cera fundida sobre el agua. Gotas traslúcidas y opacas, de formas y tamaños distintos, flotaron en el líquido. Anselmo arrugó sus ojos mientras, bajo la luz del cirio, estudiaba las señales con atención. «¿Por qué, Lucía? ¿Por qué? —se quejó al fin. Fijó su mirada pensativa en la llama, murmurando—: Maldito seas, Agustín. No te perdonaré que la apartaras de mí. No te perdonaré lo que le hiciste a mi niña. —Y apretando los puños añadió—: Te hago responsable y has de pagar por ello.»Anselmo apagó el cirio, salió de la casa y se lanzó a la noche, ya iluminada por la luna.

Cuando Anselmo llegó a Santa Águeda sólo las menguadas luces municipales alumbraban algunas de las esquinas. Al cruzar la oscura fachada de la iglesia, se quitó su sombrero blanco de campesino, inclinando la cabeza con respeto.

Se detuvo frente a la puerta de una casa vieja e ignorando el timbre eléctrico golpeó con el picaporte.

—Va. —La voz que sonaba en el interior era la de Agustín y al cabo de unos momentos se encendía la luz de la calle. Al abrir la puerta, el cura se lo quedó mirando con asombro. Luego, frunciendo el ceño lo interrogó con brusquedad—: ¿Qué se te ofrece, pagano?

—Quiero hablar con usted.

—¿Conmigo? ¿Qué quieres?

—¿Está solo? —preguntó Anselmo mirando hacia el interior de la habitación por encima del hombro de Agustín.

—¡Claro! ¿Con quién iba a estar?

Anselmo dejó la pregunta sin respuesta mientras una corta sonrisa irónica asomaba a sus labios.

—Quiero hablar con usted.

—No tengo nada de qué hablar contigo.

—Es sobre Lucía.

—¿Lucía? ¿Qué le ocurre a Lucía?

—Si no me deja pasar no lo sabrá.

—Está bien. Pasa. —La expresión del cura había cambiado.

Agustín le franqueó la entrada a una humilde habitación y el viejo la contempló con cuidado. Una mesa, varias sillas y un aparador con libros, vasos y platos. De la pared colgaba un crucifijo y una bombilla desnuda del techo. Sobre la mesa descansaba un libro, y los restos de la cena; una botella, un vaso de vino, un plato con pan, un cuchillo y un cenicero repleto de colillas.

—¿Qué le ocurre a Lucía? —preguntó Agustín tan pronto cerró la puerta. Ambos estaban de pie y el cura no hizo gesto alguno para ofrecer asiento a su visitante.

—Usted y su madre me robaron a mi nieta. —El viejo se erguía frente a su oponente, más alto, desafiándolo, con fiereza.

—Sólo la apartamos de tu influencia. Lo hicimos por su bien.

—Lucía es, después de la muerte de mi hijo, la única persona de mi sangre que queda viva. Y ustedes me la quitaron.

—¡Claro que la alejamos de ti! Tu influencia era muy negativa para ella. La habrías convertido en una pagana. —Agustín continuaba con el ceño fruncido y Anselmo, agresivo, le sostenía la mirada entornando los ojos,—¿Y para eso la enviaron a vivir a un lugar extraño? ¿A un lugar lleno de peligros? ¿Sólo para alejarla de mí? ¿Tanto me odia, padrecito?

—Allí está segura y bien. No corre peligro alguno.

—¡Y usted qué sabe! ¡Español engreído! —estalló Anselmo—. ¿Qué sabe usted del lugar donde está mi nieta? ¿Qué sabe de los peligros que la acechan?

—Ella se encuentra bien. Está con una buena familia. Aprende inglés, gana dinero, y se labrará un buen futuro.

—¿Ha estado usted alguna vez allí?

—Sí, una vez.

—¡Cruzó la frontera una vez! ¿Y usted cree que sabe algo de ese país? ¿Cuánto tiempo pasó allí?

—Cuatro días. Pero lo conozco bien por referencias...

—¡Usted no conoce nada! ¡Usted engañó a Alba, su madre! ¡Usted no sabe qué peligros corre Lucía en ese mundo tan distinto!

—¿Y qué sabes tú? ¡Ni siquiera has pisado Estados Unidos una vez en tu vida! ¿De qué tonterías hablas? ¿Qué estuviste bebiendo, viejo estúpido?

—Claro que lo sé. —Anselmo hablaba ahora con lentitud, y avanzando un paso hacia Agustín, parecía querer taladrarlo con la mirada—. Entérese usted, padrecito. Antes de que lograran alejar a Lucía de mí, mandándola tan lejos, tuve tiempo de enseñarla. Lucía ha heredado el poder. Y yo siento, yo conozco algo de lo que le pasa. Y lo que le pasa no es bueno.

—¿Y qué le ocurre, según tú? —Agustín sonreía, socarrón.

—Lucía ya no es pura. Ha perdido su virginidad. Y lo hizo de una forma ilícita; usando poderes que yo le enseñé, pero pecando contra las reglas morales que aprendió. Lo que ha hecho es brujería. En eso hay fronteras que no se deben cruzar y si se hace se paga un precio muy alto.

—¿Pero qué dices, majadero?

—Es así. Se lo juro por ella. La única persona por la que yo daría mi vida.

Agustín miraba al viejo con los ojos abiertos de asombro. Aquel hombre debía de estar loco. Pero su aspecto, aunque alterado como nunca antes lo había visto, parecía de hombre cuerdo.

—Tú has bebido esta noche, ¿verdad?

—No, padrecito. No he bebido. Lo que le digo es la pura verdad. Eso le ocurrió a mi Lucía. Y usted es el responsable.

—¿Yo? ¿Por qué? —Ahora Agustín sentía un nudo en el estómago.

—Por apartarla de los que la queremos. De su madre. De mí. Incluso de usted; porque sé que usted quiere a Lucía como a una hija. Pero para alejarla de su abuelo, la envió a un mundo distinto donde ni usted ni yo podemos protegerla. Suya es la culpa de lo que le pase. ¡Mándela a buscar! ¡Que vuelva aquí!

—¡No! Dices bobadas. Lucía está perfectamente. A mí no me engañas con tus cuentos de brujos. No voy a dejar que vuelva. Tú quieres que siga tu tradición; convertirla en una hechicera y que engañe a las buenas gentes como tú haces. No, Anselmo. Lucía está bien donde está.

—¡Maldito terco! —Los ojos de Anselmo se posaron en el cuchillo que había encima de la mesa; luego dirigió de nuevo su mirada a los ojos de Agustín—. ¿Cómo se atreve a disponer así de la vida de los demás? ¡Lucía es mi nieta! ¡Lo único que tengo! ¡Y está en peligro! ¿Cómo se atreve a decidir su destino? ¡No tiene ningún derecho!

—Yo no dispongo del destino de nadie. Su madre es una buena católica y decidió, cuando Lucía era niña, apartarla de ti. Yo sólo aconsejo.

—¡Alba! —Anselmo mostraba una sonrisa amarga, casi un gesto de desprecio—. Alba hizo siempre, desde la muerte de mi hijo, lo que usted indicaba. Sé que yo no le caigo bien, y usted la azuza para que me odie. Pero ustedes sí se caen bien, demasiado. ¿No estará ahora ella en su habitación, padrecito? —El viejo miraba a la espalda de Agustín, hacia la cortina que separaba la sala de la otra pieza, e hizo ademán de dirigirse allí.

—¿Cómo te atreves? —Ahora Agustín se indignaba, levantando la voz—. ¡Tú sabes que los curas hacemos voto de castidad! ¿Cómo te atreves a insinuar eso, viejo sucio? —Y detuvo a Anselmo de un empujón.

—¡Votos de castidad! —Anselmo reía enseñando los huecos en sus dientes—. ¿Qué castidad, padrecito? ¿Física? ¿Espiritual? ¿Cuánto tardarán en meterse en la cama? ¿O ya lo han hecho?

—¡Cerdo! ¡Fuera de aquí! —Y Agustín empezó a empujarlo hacia la puerta.

—¿Qué castidad, padrecito? —El viejo continuaba con su risa ofensiva. El cura abrió la puerta echándolo fuera—. ¿No tendrá a Alba escondida bajo la sotana?

—¡Vete al diablo, maldito!

—Sí, casto, es usted casto. Como el fraile Caballero. —Y reía mientras pugnaba por mantener la puerta abierta.

—¡Brujo indecente! —gruñó Agustín dándole un último empujón con el que consiguió cerrar.

—¿Qué castidad, farsante? ¿Qué castidad? —aún oía detrás de la puerta.

Muriel no se dejó ver la mañana del sábado. Debía de haberse acostado tarde, se dijo Carmen. Pero cuando salía de su habitación, ya arreglada para acudir a su cita con Albert, la encontró en el salón. Estaba sentada en el sofá, también lista para salir, dando los últimos retoques al esmalte de sus uñas.

—¡Hola, Carmen! —saludó con una sonrisa radiante—. ¿Cómo estás?

—Hola. Bien —repuso con cautela—. ¿Cómo está tu padre?

—Bueno, más o menos igual, supongo. —Su mirada verde también sonreía. Había algo incongruente, discrepante, entre sus palabras y su aspecto satisfecho.

—Jeff se quedó muy abatido. —Carmen quería que su tono no sonara a reproche.

—Bueno, lo siento por él. Lo he llamado esta mañana y vendrá a recogerme. No parecía muy comunicativo cuando hablamos. ¿Qué tal fue la velada?

—Mal. Empezó a beber whisky en el bar. Estaba deprimido. Me costó mucho sacarlo de allí y conseguir que dejara de beber. Le invité a cenar a una pizzería y allí la emprendió con las cervezas. No tuve más remedio que llevarlo a casa; insistía en coger su coche, pero no estaba en condiciones de conducir.

—Gracias. Eres una amiga. —Muriel había dejado de esmaltar sus uñas, mantenía el pincel en el aire, y la observaba ahora con gesto grave—. Te agradezco que cuidaras de mi chico.

—Bueno, supongo que para eso estamos las amigas—. Muriel no percibió la extraña mirada de Carmen.

—Parece que hoy tendré que calmarlo un poco.

—Tú sabrás.

—Espero que no estuviera tan mal como para que tuvieras que acostarlo tú misma. —Muriel levantaba las cejas fingiendo preocupación.

—¡No! —Carmen sintió que se ruborizaba—. ¡Lo dejé en la puerta de su casa!

Muriel empezó a reír a carcajadas al ver la expresión de su amiga.

—Ya lo sé, tonta. Era una broma.

Carmen pensó que aquello no tenía ninguna gracia para ella, pero compuso una sonrisa.

—¡No adivinarías nunca lo que me ocurrió anoche! —exclamó Muriel como explotando de repente.

—¿Anoche, con tus padres?

—¿Prometes guardarme un secreto? —Estaba seria pero la sonrisa seguía en sus ojos.

—Sí, claro.

—Dime que jamás le contarás a nadie lo que voy a contarte ahora. Sólo lo sabrás tú porque eres mi mejor amiga y sé que puedo confiar en ti.

—No lo diré. —Carmen notó un presentimiento; su corazón se había acelerado sin saber por qué y esperaba con ansiedad las palabras de su amiga.

—No estuve anoche con mis padres. He ido a comer este mediodía.

—¡Pero si Jeff llamó y tu madre le dijo que estabas paseando con tu padre!

—Yo le había pedido que dijera eso.

—Entonces, ¿qué hiciste anoche?

—Prométeme otra vez que vas a guardar el secreto. —Muriel tenía el aspecto excitado de quien aplaza una gran noticia.

—Prometido.

—Rich me invitó a cenar para celebrar el éxito de la Metropol.

—¿Rich Reynolds?

—El mismísimo Rich Reynolds.

—¿Sí? ¿Y qué ocurrió? —Carmen ataba cabos y su mente parecía anticiparse a las palabras de su amiga—. Rich es un tipo interesante, a pesar de su edad.

—Sí, lo es, y mucho. Tomamos unas copas, cenamos. En el Biltmore, solos. En una suite en la última planta.

—¿En una suite? ¿Solos? —La expresión de Carmen reflejaba asombro y excitación.

—Sí, señora. En la que se encontraban Marilyn Monroe y John. F. Kennedy.

—¿Y cómo fue? —Carmen intentaba disimular su ansiedad.

—Estupendo. Intentó seducirme.

—¿Que quiso seducirte? ¿Y tú qué hiciste?

—Ah... —Muriel sonreía disfrutando de la expectación de su amiga.

—¡Dímelo, Muriel! ¿Qué pasó?

—¡Pues que me dejé seducir! —Y estalló en una alegre carcajada.

—¡No me digas! —Carmen también sonreía, excitada por la noticia. Pero mientras, pensaba rápidamente. Ella jamás habría contado tal aventura ni a su mejor amiga. Claro que Muriel era así; habría reventado si no se lo hubiera dicho a alguien.

—Pues ocurrió.

—¿Hicisteis el amor? ¿De verdad?

—¡Pues claro, tonta!

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