Entonces mi sensor de movimiento comenzó a sonar y el corazón me dio un vuelco: mal síntoma. Regresé a mis propios ojos y activé el amplificador de visión, justo a tiempo para distinguir al demonio articulado que, avanzando por el túnel perpendicular, cargaba contra mí a gran velocidad. Empuñé el subfusil y mi propia reacción sobreexcitada por el fármaco respondió automáticamente. Los pulsos electromagnéticos de mi arma saturaron el sistema de localización eléctrica de la criatura, cegándolo. El alienígena perdió su rumbo y se estrelló contra una de las paredes, chillando infrasónicamente y, antes de que pudiera cambiar su visión complementaria hacia el modo infrarrojo, mi fusil de ultrafrecuencia le había enviado un par de disparos. El primer impacto sónico partió al insectoide por el tórax; el segundo hizo estallar su enorme cabeza oblonga, silenciando en mi traje el chillido del xeno. Un asqueroso fluido gris azulado saltó como espuma derramándose por el suelo y las paredes, y tuve que luchar contra la reacción de mi estómago. A duras penas lo logré.
—¿Cómo va todo por allá atrás, Paco? —escuché la voz jadeante de Yoko en el implante. Era una pregunta retórica, pues seguramente estaba chequeando mis constantes vitales en los lectores de su yelmo.
—Acabo de deshacerme de mi cola. Todo bien —le respondí mientras emplazaba una mina inteligente dentro del nuevo túnel, y emprendía mi avance—. ¿Y tú?
—Cuatro alimañas que dormirán el sueño eterno —dijo—. Ahora mismo las estoy rociando con un poco de «zumo de cerezas», para evitar molestas resurrecciones —así llamábamos en la Legión al ácido diseñado para destruir los tejidos siliconados del enemigo.
Cubrimos casi medio kilómetro, minando siempre los accesos secundarios que iban apareciendo, cuando escuchamos las descargas del cañón de plasma. Yoko se conectó a los ojos de Klissman y me describió el panorama. Veinte o treinta xenos estaban atacando la posición del BM con generadores de microondas. Klissman, sin perder aplomo, había activado un escudo deflector portátil y los estaba diezmando —o manteniendo a raya— con una serie de andanadas tácticas que Yoko describía como hermosas cúpulas de fuego anaranjado. A mí todo aquello me sonaba terriblemente fatal. Presentía que ya no saldría vivo de aquel maldito agujero. El final de la guerra para mí.
—¿No deberíamos regresar? —transmití a mis compañeros, distinguiendo a Yoko con un zoom de mi visor—. Si el enemigo logra cerrarnos la retaguardia les aseguro que será lo último que haremos en esta vida.
—De ninguna manera —aseguró Klissman, con la voz casi irreconocible entre los estampidos—. Los refuerzos vienen en camino ya. Creo que puedo mantenerme unos cinco minutos más.
—El condenado pasillo acaba de llegar a su fin —anunció Yoko cuando la alcancé—. Estamos a punto de ingresar en una cámara de enormes proporciones. Posiblemente infectada de alimañas.
—Procedan —fue la orden de Klissman.
—Bien —dijo ella, y se dirigió a mí—. Vamos a entrar. Tú encárgate de la derecha con el sónico. Yo limpiaré la otra banda con «el beso de la muerte» —se refería a su fusil de proyectores explosivos.
—No tenemos mapeo preliminar sobre el terreno —le advertí, echando una mirada a la pantalla táctica vacía. Echaba de menos el apoyo visual de un par de ciberinsectos de exploración.
—Es un pequeño detalle —admitió ella. Podía imaginar su sonrisa tras el yelmo—. Improvisemos. Vamos a dejarles caer una granada EM. Tenemos quince segundos para quemar todo lo que se mueva, ¿de acuerdo?
¡Como si tuviera otra opción! Asentí, apagué el equipo del traje y me aparté de la boca de la caverna mientras Yoko lanzaba la unidad hacia el interior. Tres segundos de detonación.
Encendimos los sistemas y entramos. El lugar era un hervidero de movimiento agónico; las alimañas, una horda de ratas ciegas. La explosión de la granada electromagnética les había provocado un shock neural por sobrecarga sensorial, convirtiéndolas en blancos fáciles para nuestras armas. Y nosotros éramos los emisarios de la muerte. Yoko estaba haciendo una verdadera carnicería con los enemigos más cercanos. Yo había tirado mi fusil energético en la entrada del recinto y comencé a barrer con golpes sónicos las filas de xenoides que trataban de escapar por un sinfín de salidas. El ciberarma, comandado por la in-terfaz del ordenador de mi traje, se elevó sobre su trípode descargando haces energéticos como un extraño arácnido escupiendo fuego. Los insectoides impactados por él se convertían en destellos ambarinos en mi visor.
Y de repente, en medio de los núcleos de luz pulsátil de la batalla, avisté el engendro. Un escalofrío recorrió mi espina dorsal al descubrir al grupo de humanos atrapados en el interior de un enorme organismo alienígena parecido a una crisálida monstruosa. De las entrañas del organismo surgían unos finos tentáculos que se adherían a las cabezas de los hombres y mujeres desnudos, que yacían sin voluntad en aquella obscena conexión umbilical.
Yoko y el cíber cesaron el fuego, pues no quedaban enemigos visibles.
—Klissman —informó ella—. Te tengo excelentes noticias. Esto parece ser una incursión sin precedentes. Acabamos de encontrar una de las bases de experimentación de las Alimañas —Yoko, cabalgando sobre el efecto de la droga de combate, estaba excitada con todo el asunto, pero la visión de todas aquellas personas dentro del engendro me hacía sentir realmente enfermo. Quería despertar de aquella pesadilla, y no podía. —Hay gente aquí, en algún tipo de prisión biológica…
Dos relámpagos de cromo polarizaron el visor de mi yelmo, pero pude advertir cómo mi ordenador perdía la conexión con el ciberarma, y las lecturas del traje de Yoko desaparecían.
—¡Yoko! —grité, recuperando la visión, y advirtiendo la figura de la chica derribada.
—¡Oh, mierda! —escuché su voz furiosa en mi implante—. Acabo de perder mi traje.
Giré en redondo. Cuatro guerreros xenoides se abalanzaban a mi encuentro, trazando una barrera protectora entre el engendro y nosotros. Sobre sus cuerpos portaban unos artefactos de interferencia sónica, me advirtieron mis sensores, así que empuñé el lanzagranadas de «zumo de cerezas». El inútil traje de Yoko se abrió como una vaina, y ella emergió de su interior en el momento en que yo abría fuego sobre los enormes insectoides negros. Las granadas de ácido detonaron en sus corpachones y las criaturas comenzaron a derretirse como plástico líquido, exhalando vapores corrosivos.
—Tienes que salir de aquí —le grité a Yoko, mientras continuaba liberando los proyectiles—. No estás en condiciones de continuar…
—No puedo —me respondió. Estaba casi desnuda, temblando de impotencia, buscando sus armas en la oscuridad—. Tenemos que salvar a esos hombres…
—Lárgate —le ordené—. Sin traje eres demasiado vulnerable —encendí un par de antorchas de plasma y las arrojé a lo lejos para que pudiera orientarse. Ella se incorporó como una muñeca pálida, con las pupilas dilatadas reflejando la luz de las antorchas, y entonces advirtió el peligro detrás de mí.
—¡Cuidado! —la droga ardió en la base de mi cráneo como un circuito de alarma activando mis músculos. Esquivé precariamente el ataque del xenoide que se me venía encima, pero no pude evitar que uno de aquellos miembros prensiles me arrebatara el arma de las manos. El golpe me hizo perder el equilibrio y caí de espaldas. La criatura se alzó sobre mí cuan larga era, y la pesadilla se convirtió en un túnel hacia el infierno, que se tragaba todos los sonidos.
Ante mis ojos, la mitad del alienígena se volatilizó en medio de una plateada descarga de energía. Yoko había logrado recuperar su arma. Las sombras se retorcieron a nuestro alrededor, y la voz alarmada de Klissman me devolvió a la realidad.
—¿Qué sucede, Martínez? Perdí las señales de Nakamura. —Su traje… —logré articular—. Su traje quedó inutilizado, y ahora está expuesta. Necesitamos evacuarla cuanto antes —mi salvadora estaba disparando nuevamente contra las figuras reveladas por las luces de plasma.
—Resistan —dijo él—. Las tropas ya están desembarcando. Voy por ustedes.
Bendito Dios, me dije, rechazando a los atacantes con furiosos golpes de ultrafrecuencia.
Pero la pesadilla aún no había terminado. De las paredes viscosas, justo detrás del cuerpo de Yoko, brotaron dos gigantescas articulaciones xenoides y atraparon a la chica. Abandoné la lucha e intenté cubrir a mi compañera, pero no tenía blanco visible. Ella se interponía.
—¡Quémalo! —escuché su grito como en un sueño soporífero—. Me está haciendo algo en el cuello.
—¡No puedo! —dudé en medio de la desesperación—. El sónico podría alcanzarte.
—Te digo que dispares, Martínez —me suplicó—. No quiero terminar como esa gente…
Casi sin aliento, me eché el arma al hombro y mi ordenador redujo el cono de impacto al mínimo. Antes de que pudiera disparar, cuatro garras se cerraron en torno a mí, y me alzaron en vilo. Sentí mi traje rasgarse a lo largo de la columna vertebral, y mil agujas ardientes clavarse sobre mi piel. Mi boca se abrió, pero el alarido incipiente que trepaba por mi garganta se congeló en el trayecto cuando experimenté una puñalada de hielo en el cuello.
Una explosión de fosfenos inundó mis ojos, y mi mente se deslizó en una piadosa oscuridad.
Desperté en la enfermería de la Madriguera, cuatro horas después. Klissman había llegado, con la tropa pisándole los talones, y nos había encontrado sin sentido, junto a los cuerpos en coma de quince efectivos desaparecidos en combate un par de meses atrás, y un cúmulo de cadáveres xenoides. El nicho fue ocupado por nuestro ejército y se encontró valioso material de investigación del enemigo. Los de Control de Plagas nos chequearon profundamente, pero al parecer no encontraron evidencias de intrusión biológica en nuestros…
Alguien le tocó en el hombro, interrumpiendo su narración, y Paco pareció despertar de un sueño profundo y cerró su diario. El oficial del Sonadero le preguntó por los otros, y él le hizo saber que todavía se demorarían un poco. El oficial, impasible, lo guió hasta un edificio cercano y lo dejó en una sala de espera, donde un par de médicos militares en batas blancas le pidieron que se desnudara, y luego lo ayudaron a introducirse en el simulador de estímulos.
El lugar era un amplio salón de paredes verdosas, poblado de largas hileras de módulos de Realidad Virtual. Las blancas unidades, con los soldados inmersos en sus privados sueños artificiales, le recordaban a Paco los congeladores criogénicos que algún día lo llevarían de vuelta a casa. La nostalgia lo embargó al pensar en las palabras de Klissman.
Mientras el hombre le ajustaba las conexiones corticales y hacía comprobaciones en la consola de control, la mujer, sin quitarle la vista de encima, le informó:
—Tendrá usted tres días de tiempo subjetivo, en vez de las acostumbradas veinticuatro horas, soldado Martínez —había algo indescriptiblemente inhumano en la frialdad de sus ojos, en la forma en que su mirada recorría el cuerpo de Paco—. ¿Desea algo en especial durante su período de descanso?
—Tal vez —respondió él, ligeramente turbado por su desnudez, y trató de concentrarse en el cabello de la chica y en la línea de su cuello. De forma inconsciente, tratando de encontrar algún rasgo imperceptible de sensualidad en aquella mujer de ojos excesivamente fríos, pensó en Samantha—. Quisiera encontrarme con mi esposa.
—No podemos hacer eso, Martínez —dijo ella, sin mover un músculo del cuerpo—. Podríamos sintetizar a toda velocidad una tosca simulación de su esposa, basándonos en sus registros personales, pero carecemos de un núcleo de personalidad sobre el cual tejer la estructura psicológica de ella y desplegar sus patrones de comportamiento. Por tanto, el encuentro resultaría un verdadero fraude, insoportable para usted.
—No podría al menos verla, desde lejos —pidió él.
—No sería conveniente, debido a su condición emotiva actual —respondió ella, con aquella voz desprovista de personalidad—. Sería un factor contraproducente, y necesitamos ese tiempo para trabajar con su química cerebral.
Con un estremecimiento involuntario, Paco comprendió que detrás de aquellos ojos de azul imposible no había nada humano, nada orgánico; sólo lentes de vidrio enmascarando los escáneres, el cableado de fibra óptica, los millones de circuitos. Todo el conjunto de aparente humanidad era un androide; un sistema de diagnóstico leyendo interminablemente las pautas fisiológicas de su cuerpo desnudo. Tuvo deseos de estar lejos de allí, lejos de la guerra, lejos de todo. Pero ya era tarde. —La extraño tanto —dejaron escapar sus labios.
—No se preocupe, Martínez —la voz atonal—. Vamos a hacer un buen trabajo con usted.
El hombre hizo una operación en la consola y la realidad de Paco se diluyó.
Europa. Primavera.
Su tercer día de descanso.
Amanecía sobre Praga. Las luces del alba se extendían sobre la ciudad, tiñendo de dorado y plata las torres-agujas del oeste, que parecían rasgar las nubes. Desde su balcón, en el piso setenta del hotel Budai, Paco contempló la furiosa sinfonía de la luz oscilar entre las calles y encender resplandores de diamante bajo el cielo ceniciento.
Día y noche la ciudad se hallaba inmersa en la vertiginosa actividad que se había convertido en el patrón de ritmo social de las grandes urbes. Los turistas de la temporada primaveral se arracimaban a lo largo de la megápolis, impregnando los sitios de la típica curiosidad migratoria, propia de los extraeuropeos, y de la cual Paco se sentía parte. Durante un par de días había vagado a la deriva, en un trayecto caótico por las galerías de arte preindustrial, el barroco dominante de los monumentos religiosos y las majestuosas catedrales góticas que abundaban en la parte antigua de la ciudad. Las aguas del depurado Vltava le habían devuelto su imagen como un reflejo vitreo, apoyada sobre la borda de un deslizador eléctrico. Y mientras el río corría libre como el tiempo, pudo contemplar los contornos erráticos del centro histórico fundiéndose con la imponente cordillera de rascacielos ferrocerámicos, el mesurado equilibrio de la arquitectura clónica, y el salvaje exotismo de la composición holográfica que conformaban la topología urbana de la Praga contemporánea. La industria del espectáculo holístico americano, y las grandes cadenas de restaurantes coreanos, indonesios, turcos y malayos dominaban abrumadoramente el mercado europeo, como una prueba más de que el mundo era una amalgama homogénea de transculturalismo globalizado.