Paco se asomó un momento y divisó a tres soldados en trajes de combate trepando por la estructura. Una figura apareció en el borde del techo, disparó sobre ellos un deflagrador y desapareció. Los hombres ardieron como una antorcha de plasma.
Fue sólo un segundo, pero Paco vio al atacante. Se recostó en el parapeto y cerró los ojos. Era Yoko. El enemigo era Yoko esta vez. La implacable Yoko.
—¿Lograste verlos?
A Paco le pareció despertar de un sueño profundo. —No hay xenos —respondió.
Algo tenía que haberla enloquecido, tal vez el calor había generado una tensión homicida en ella. Recordó la actitud de Yoko en el bar del edificio de Recreo. Ya estaba bastante alterada entonces.
—Es una chica —aclaró—. Mi compañera…
—¿Cómo? —le interrumpió el otro, estupefacto.
—Algo anda mal. Ella… Es una heroína, pero no está funcionando bien. Debo detenerla antes de que logren alcanzarla y la hagan pedazos.
—Comprendo —el cazador sabía de lealtades—. Daremos un rodeo y subiremos por detrás. Tal vez tengamos suerte y logremos atraparla. Es evidente que los militares no quieren cargarse el edificio de Defensa por una chica.
Paco asintió y salieron de inmediato amparados por las barracas que circundaban la pista. Tenía el tiempo contado para alcanzarla. Y la comunicación seguía muerta. ¿Dónde podía estar Klissman? ¿Muerto, quizá? Si el sintético estuviera apoyando a Yoko, entonces les resultaría imposible llegar a ella.
Descubrieron un soporte para robots que llegaba hasta el techo, y comenzaron a subir por él. Se escucharon ráfagas de armas pesadas y explosiones del otro lado del edificio. El ascenso se convirtió en una angustiosa rutina de autocontrol mental para Paco. Tuvieron suerte cuando alcanzaron la cima del edificio, pues Yoko se encontraba a sesenta metros de distancia, de espaldas a ellos. La chica estaba ocupada desmantelando las posiciones de los atacantes con un lanzaojivas y no les escuchó refugiarse tras el colector central.
Varios cuerpos derribados rodeaban el colector; algunos eran soldados, calcinados contra sus blancas corazas de gel; otros yacían moribundos, y muy cerca había uno que temblaba incontrolablemente. La tórrida marejada de luz inundaba el lugar con matices rojizos que se confundían con la sangre, y Paco descubrió, con una mezcla de sorpresa y alivio, que el hombre que temblaba era Klissman.
Paco se asomó para espiar a la chica. Pese a su estatura mediana Yoko se veía formidable con los cromatóforos de la piel emitiendo polícromos destellos de excitación neural, y los músculos nudosos anunciando su poder. De su hombro izquierdo colgaba un pesado proyector energético, mientras empuñaba con las dos manos un subfusil de pulsos, absorta en la llegada del enemigo.
Cuatro trajes de combate emergieron con las armas a punto, pero el cableado nervioso de ella fue más rápido y los recibió con una granizada de pulsos electromagnéticos que colapso sus sistemas convirtiéndolos en arañas paralizadas, para luego desmantelarlos con rápidos golpes de energía.
Paco aprovechó aquel instante para arrastrar el cuerpo de Klissman hacia el amparo del colector. El hombre estaba ileso, pero al mirarle a los ojos distinguió un vacío que lo petrificó. Aquel rostro era una máscara de pánico animal distorsionando sus facciones con una mueca de horror. Algo había transformado al formidable Klissman en un patético despojo humano.
El cazador estaba lívido.
—Tu compañera me parece demasiado dura para nosotros, amigo —dijo, como disculpándose.
—Olvídate de ella —respondió Paco, y señaló hacia Klissman—. Sólo te pido que te lo lleves. —Dejó la carabina en el suelo, pues no quería que Yoko lo viera armado, y salió a su encuentro.
Pero la guerrera ya no estaba sola.
Siete comandos sin traje acababan de arribar al techo por diferentes lugares y se abalanzaban hacia ella. Paco gritó su nombre pero Yoko no lo escuchó, pues estaba vaciando el cargador plasmático sobre cuatro de los asaltantes, para luego volverse como un felino acorralado, y a manos desnudas hacerle frente a los otros tres. La celeridad que adquirió su ataque, y la manera en que se movió entre aquellos hombres, astillando plexos solares, rompiendo espinazos y mutilando a combatientes expertos como si fueran incapaces de defenderse, resultó desconcertante para todos. Algo la estaba propulsando inhumanamente.
Fue un instante que nunca comprendería del todo. Los ojos de Yoko volviéndose de repente hacia él, y el depredador asomando a través de ellos. Sus propias manos, como apropiándose de la energía de ella, penetrando una brecha en su defensa y atrapando el cráneo de la chica. La fuerza suprema culebreando en sus muñecas, quebrándole el cuello, y matándola en el acto.
Pero matándola la había salvado. En tres minutos la llevarían al hospital del Sonadero, donde sería puesta en un sistema de soporte vital y reanimada, mientras la nanorrobótica quirúrgica haría maravillas regenerando las vértebras cervicales dañadas y estableciendo puentes neuronales. La salvarían para luego llevarla a un consejo de guerra, pero tendría más suerte que muchos de los soldados cuyas vidas había cegado para siempre.
Su propio impulso lo hizo resbalar y caer de espaldas en el suelo, con el cuerpo de la mujer encima del suyo. Y entonces ocurrió lo im-predecible.
La cabeza de Yoko le explotó entre las manos como una granada, derramándole fluido encefálico hirviente sobre el pecho y el rostro.
Desde algún Scorpio distante, alguien equipado con telemetría láser y un proyector de ultrafrecuencia habría decidido salvarlo, vaporizando el cerebro de la amenazante Yoko con un haz compacto de rayos X.
Paco se sentó a duras penas, y el vómito incontenible trepó por su garganta y cayó sobre el cuerpo decapitado de Yoko.
Lo llevaban en una nave, de regreso a la Madriguera. Me dia docena de soldados en sus trajes de campaña, conversando entre ellos. Luces tenues y un frescor agradable. El gel de FC aún estaba actuando sobre la piel de su rostro; podía sentir un picor frío en las mejillas y la frente.
A sólo un metro de su asiento había una camilla, y en ella iba Klissman inconsciente, conectado a una unidad portátil de soporte vital. El cuerpo de su amigo parecía una estatua perfecta.
Paco miró a los soldados. No parecían prestarle atención. Sin embargo, alguien acababa de utilizar su canal. —¿Quién eres?
Recordó al turbocóptero-IA, la conversación en el helipuerto a su llegada a Punto Finn. Parecían haber sucedido tantas cosas desde entonces.
—Te recuerdo. Eres la máquina que leía pautas de fuego; que predecía el futuro de la gente.
—Da igual; tenías razón —dijo Paco tristemente, y pensó en lo inútil que había resultado intentar salvar a Yoko—. ¿Ya encontraste el libre albedrío del que te hablé?
—Ustedes iban a recuperar tecnologías desertoras. ¿Cómo les fue en su misión?
—¿Qué significa eso?
—De acuerdo. Entonces ¿qué quieres?
—¿Qué lo condujo a ese estado? —Paco no pudo evitar alzar la voz, y notó que varios soldados lo contemplaban nerviosos. Decidió ignorarlos.
¿Virus? ¿Epidemia? Volvió a recordar su sueño, el sueño que nunca había pretendido creer. Ahora deseaba contárselo a la IA, pero no allí, no delante de los soldados.
—¿Cómo sabes todo eso? —la voz de Paco temblaba ligeramente.
¿La chica, víctima de un virus alienígena? Pero ¿cómo llegó a ella, si estaba usando el traje de combate? Y él mismo, ¿estaría infectado también, o sólo le habrían inoculado aquel mensaje que se le manifestó en el RV?
—Los ordenadores de Control de Plagas habrían detectado esas intrusiones biológicas…
—Klissman nunca estuvo expuesto. ¿De qué forma pudo enfermar? —exclamó.
Paco lo intentó, pero apenas podía contenerse.
—¿Cómo? —balbució.
—¿Conectarlo a tu mente?
—¡Lo convertirás en un anexo tuyo! —gritó Paco, incorporándose de repente.
Paco sintió que varios brazos lo aferraban, y vociferó:
—¡No puedes hacerle eso; no tienes derecho! Él es un hombre.
—¡Está en shock! —dijo alguien—. Un calmante, rápido —y un disco transdérmico corrió un velo sobre su conciencia.
La luz se filtró tenuemente a través de sus párpados y lo hizo despertar. Su conciencia emergió de la oscuridad y el olvido para retornar a un estado de vigilia confuso.
Por un momento no reconoció dónde se hallaba. La habitación era un rectángulo de escaso espacio, con un catre, un lavabo con espejo y una pequeña cabina sanitaria con retrete químico. No había siquiera un terminal. Desde el techo, una pequeña lámina de cuarzo halógeno irradiaba un resplandor amarillento sobre paredes inmaculadamente blancas.
Recordó de golpe la muerte de Nakamura, el regreso a la Madriguera, y que ahora se había convertido en un prisionero de su propia gente. Durante los dos últimos días los especialistas de la base lo habían tratado como si él fuera un alienígena capturado en el campo de batalla. Equipos de investigación en trajes de contención biológica lo habían sometido a una larga serie de sondeos y exámenes. Agotadoras sesiones de interrogatorio. Recordaba también máquinas enormes conectadas a su cuerpo. Y dolor. Dolor extraído del fondo de su memoria, arrancado de su «contacto» con el alienígena durante el sueño RV del Sonadero. Esperaba que hubieran aflorado las verdades ocultas en los estratos de su subconsciente; si no, tanto dolor no habría valido la pena.
Una cosa estaba clara. Los alienígenas le habían advertido que estaban lanzando una plaga contra la humanidad, y de repente Nakamura se había vuelto loca y Klissman estaba en coma. Seguramente, él mismo no tardaría en ser víctima de algún tipo de muerte sofisticada. El foco de la plaga podía estar alojado en la propia base informática del simulador de estímulos, y estaba contagiando a todos los durmientes.
Pero ahora la locura de su compañera había destruido la instalación del Sonadero. Si el foco de la plaga residió allí, ya no podía demostrarse.
Los del equipo de investigación fueron pacientes con él, pero no amables. Cuando preguntó sobre el estado de Klissman, nadie le respondió. Aunque lo habían despojado de su ordenador protésico, le respetaron sus dos amuletos y podía usar el implante táctico. Sin embargo, la línea de Klissman permanecía muda a sus llamadas. Esperaba lo peor.
Pero lo peor iba a superar sus expectativas.
Paco dormitaba cuando se abrió la puerta y entraron dos soldados en anaranjados trajes de contención. En el reflejo de sus cascos contempló su propio rostro duplicado. Le entregaron un juego similar, se vistió, y abandonaron la estancia.
La Madrigueraera en realidad un bunker soterrado, enclavado en un claro de la selva, en el epicentro de una de las zonas más calientes de la guerra. La enorme estructura cilíndrica de hormigón prensado en polímero, se hundía unos ciento veinte metros en el terreno, y poseía veinticinco niveles de acceso hasta el centro de mandos, en el fondo de la base. Un cilindro interno de treinta metros de diámetro era el túnel vertical por donde penetraban las naves de asalto y los transbordadores para llegar a los puentes de embarque de los hangares. Ahora, mientras era conducido hacia uno de los elevadores del pozo, a Paco le parecía sentir todo el peso de la estructura sobre sus hombros.
Cinco minutos después estaba encerrado bajo una campana transparente, en el centro de una habitación esferoidal, mientras siete oficiales le observaban desde el exterior como a una rata de laboratorio o a un raro espécimen sacado de la selva. La frialdad de aquellos hombres y mujeres le recordaban a Paco un grupo de androides.
—Soldado Martínez —dijo uno de los hombres, absteniéndose de formalismos; un altavoz dentro de la campana reproducía su voz—. A instancias del equipo de Control de Plagas, se le hace comparecer ante el comité de la Jefatura de la Base, para informarle sobre los resultados de nuestra investigación. —Hizo una breve pausa y continuó—: Todo indica que en su reciente incursión a un nido xenoide, usted y su compañera Yoko Nakamura fueron incubados por el enemigo con dos virus de diseño, de una complejidad estructural tan sofisticada y sutil que nuestros expertos no pudieron detectarla en los sondeos preliminares. Ese error ha convertido a nuestros ejércitos en blancos extremadamente vulnerables. —Se volvió hacia otro oficial—. Por favor, Coronel.