—Buen intento, piloto —le dijo Paco—. Tienes una bonita fachada, un buen sistema de lectura y una base de datos bastante actualizada, y con ello pretendías impresionarnos. Pero lamento decirte que tu espectáculo terminó. Adiós.
—No —dijo entonces Klissman—. Está diciendo la verdad. Es una IA.
Nakamura exclamó algo en japonés y luego añadió:
Así que el jodido pájaro es una Inteligencia Artificial.
La imagen del primario de Aldebarán reflejada en el fuselaje del T5 era un estallido de luz dolorosa iluminando los tres rostros sorprendidos.
—El jodido pájaro es la próxima fase de la ofensiva humana, soldado —le respondió el turbo-IA.
—¡Hola! ¿Qué tenemos aquí? —intervino Paco burlón, aunque en el fondo le había molestado la presunción de la máquina—. Una IA con una misión gloriosa que se siente en la cima de la pirámide alimentaria —se volvió hacia sus compañeros e hizo un simulacro de reverencia—. Chicos, la mesa está servida. Y parece que somos la cena.
—Burlarte no te ayudará a comprender, soldado —dijo de pronto el otro T5 cambiando su fuselaje a negro al igual que su homólogo—. Estamos sintonizados en una frecuencia común, ahora, con los seres humanos. Pero esa frecuencia es temporal, parte de un interludio cognoscitivo. Nuestras mentalidades funcionan a diferentes niveles de complejidad. Para ustedes, nosotros vivimos encerrados en una concha de simulación mental; para nosotros, ustedes flotan en un universo prisión, con límites demasiado metafísicos para que puedan superarlos.
—Pero al menos nosotros somos libres dentro de ese universo —espetó Nakamura apoyando los puños en su cintura—. En cambio ustedes son prisioneros de sus algoritmos informáticos.
—¿Y ustedes? —le respondió la máquina—. ¿No son, en última instancia, prisioneros también de sus algoritmos biológicos?
—Acepto eso —intervino Paco, sorprendido ante la actitud intransigente de la máquina—. Pero no te pongas tan altiva, no deberías sentirte en la cima de la pirámide racional —y señaló hacia Klissman, que continuaba sin participar en la controversia—. ¿Ves a mi compañero? ¿Sabes lo que es?
—Por supuesto, soldado —respondió el T5—. Fui yo quien le abrió mis canales para que verificara mi naturaleza.
—Entonces sabrás también que él es al menos tan complejo como tú. Una mentalidad brillantemente funcional en un cuerpo de fibra superresistente producto de la hibridación del ADN humano y la biónica sintética. —Y añadió triunfal—: Y aún posee espacio para el libre albedrío.
—Un excelente trabajo de evolución artificial, fisiológicamente hablando —objetó el T5, sin abandonar su tono de ambigüedad—, pero lo traiciona su base biológica, o tal vez debería decir… humana.
—Y además, tiene sentimientos —añadió el otro turbo—. Eso lo hace demasiado empático, vulnerable, imperfecto.
—Sentimiento —repitió Nakamura, con una expresión de victoria aflorando en sus ojos—, un concepto que no puedes comprender, ¿eh?
—Nuestra misión principal es ayudarlos a que ganen esta guerra. Los sentimientos son cosa de ustedes. No nos inmiscuimos en abstracciones que no podemos decodificar.
—Desde luego —asintió Nakamura—. ¿Y cómo piensan ayudarnos? ¿Van a meterse en los nidos de las alimañas contra las que luchamos?
—No estamos preparados para eso, pero podemos aprenderlo —dijo la nave, v añadió—: de momento somos lo más reciente en programación autónoma, y nuestro primer objetivo es rastrear y recuperar tecnologías desertoras. Desmantelar el comportamiento anárquico.
—No entiendo —admitió Paco—. ¿Máquinas que desertan?
—El Comando Biomecánico —la voz de Klissman sobresaltó a Paco. Los delgados labios del BM apenas se movían mientras hablaba, y sus ojos parecían absorber todo el rojo celeste reflejado por la pista—. Tres años en la jungla y aún no reportan. Deserción.
—Exactamente, soldado —fue la respuesta de la IA.
—Magnífico —cortó la conversación Nakamura, y comenzó a alejarse en dirección al barracón—. Buena suerte con su búsqueda.
—Pero también podemos hacer otras cosas —la atajó el turbo.
—¿Ah, sí? —sonrió ella sin interrumpir su camino—. Sorpréndeme.
—Podemos leer en ustedes. Saber si van a morir.
Los tres se detuvieron en seco. Las palabras de la IA habían sonado terriblemente veraces, proféticas. Como si el destino de sus vidas pudiera realmente estar atrapado en la fría arquitectura lógica de aquellas mentes cibernéticas.
—¿Qué dijiste? —la sonrisa de la chica congelada en su rostro—. ¿Cómo fue que dijiste…?
—Tenemos sensores. Variaciones insospechadas de nuestros sentidos artificiales, que van más allá de los propósitos para los que fueron creados.
—¡Vaya! —dijo Nakamura—. Eso sí que es un verdadero delirio.
—Puedo mirar en el interior de ustedes. Leer las pautas de fuego que rigen sus signos, desentrañar los matices —aseguró la IA—. De hecho, veo que están cambiando de una manera sutil, devastadora, en cierta forma.
Paco no pudo reprimir el deseo de tocarse el amuleto de azabache que colgaba de su cuello, y persignarse. El gesto no pasó inadvertido para el turbo-IA.
—Superstición, un estigma del miedo. Pero no es nuestro problema, no es nuestra prioridad.
—Pero ¿qué es? —dijo Klissman, encarándose con la máquina.
—Tendrán que descubrirlo, a pesar de ustedes mismos —terció ésta encendiendo sus motores y haciendo reverberar a su alrededor el aire caliente y cargado de polvo.
—¿Por qué no lo informas? —aventuró Paco—. A la jefatura.
—No nos incumbe —fue toda la respuesta que obtuvo. Las dos naves despegaron al unísono, casi insonoramente, dejando al trío desconcertado por aquel juego de incertidumbre. A los diez segundos los turbocópteros eran dos manchas oscuras recortándose en el cielo sanguinolento. Y entonces desaparecieron.
—¡Cielos! —dijo Paco con inquietud—. La guerra se está volviendo demasiado extraña para mí.
—¡Bah! Estupideces —masculló Nakamura, y se alejó con pasos enérgicos.
El bar del edificio de Recreo era una excelente combinación de planos de luz metálica, espejos de cuarzo enmarcados en plástico y una climatización artificial que hacía olvidar a la gente que apenas unos minutos antes el calor del primario de Aldebarán les había estado castigando con furia. Un oficial del equipo del Sonadero los había conducido hasta aquel local, mientras les informaba de que en una hora los recogería para internarlos en los tanques de simulación RV. Se sentaron a una mesa de impecable cerámica blanca y pidieron algo de tomar. Los decorados psicotécnicos y la música tai-chuan contribuían a la atmósfera relajada del sitio. El sonido se proyectaba y rebotaba en las paredes, evocando en Paco la visión de círculos concéntricos moviéndose en un lago de mercurio. A su lado, Klissman, taciturno como nunca, parecía inmerso en el ascenso de las burbujas carbonatadas en su bebida. Yoko, impávida, limpiaba las lentes de sus gafas especulares con un paño de franela verde, mientras contemplaba abiertamente las piernas y el trasero del soldado encargado del servicio del bar. El sitio estaba a media capacidad; había algún que otro cadete tomando en solitario, y en una esquina del local se arracimaban cinco oficiales con sus uniformes caqui de campaña.
—Estamos perdiendo esta guerra —dijo Klissman en voz baja, sin levantar la vista de su trago—. Y lo peor es que vamos a morir aquí.
—Vamos, Hans —le amonestó Nakamura, interrumpiendo su labor bruscamente—, deja esa mierda pesimista en paz. No hace juego contigo. No eres tú.
—No es pesimismo, Yoko —le respondió él con tristeza—. Las máquinas tienen razón. Algo está sucediendo con nosotros, y yo puedo sentirlo. No soy el mismo de ayer, antes del encuentro con los xenoides. Ni ustedes tampoco.
—Esperen —les interrumpió Paco entonces—. Ya sé que por tu procedencia tú eres el cognitivo del equipo. Pero, más allá de tu neuroquímica estabilizadora, el contacto con los xenoides nos ha afectado a todos. Por eso estamos aquí, antes de tiempo. Nos lo hemos ganado.
—¿Olvidas que yo apenas estuve realmente expuesto, Martínez? —los ojos azules de su compañero lo sondeaban con una profundidad inconcebible—. No. En mi mente hay un esquema subconsciente que ha resultado deshecho. Y de sus ruinas ha emergido una visión abstracta, oscura incluso para mí. En ella tú y yo estamos muertos, Yoko —sus pupilas rodeadas de cielo nublado se convirtieron en dos puntos imperceptibles—. Pero tú, Martínez, no estás; eres un punto ciego en la realidad que me concierne. Como si no existieras.
—Te estás derrumbando, hombre —articuló Paco, tremendamente impresionado por las palabras del otro. La tensión oculta afloraba en sus rostros, sumiéndolos en un estado emocional compartido que velaba los sonidos ajenos.
—¡Hans! —la voz de Nakamura rompió piadosamente el doloroso silencio—. ¡Basta! No tenemos nada, ¿entiendes? —parecía perforarlo con la vista, sus puños eran dos nudos de tendones y huesos apoyados sobre la cerámica—. Medicina Militar no encontró nada anómalo en nosotros. Sólo una ligera tensión poscombate, ya te lo dije, Paco. —Miró hacia los lados advirtiendo las miradas de los oficiales y ensayó su mejor sonrisa. Su tono bajó—. No puedes resultar más frágil que nosotros, Hans. Tú eres un guerrero de biocultivo, y eres un héroe, ¿recuerdas? No puedes dejarte influir por esas mentiras que nos contaron los T5. En el fondo son sólo unas máquinas listas que envidian nuestra condición. Sobre todo a ti.
—Pero yo puedo sentirlo —susurró Klissman, como derrotado por su propia idea.
—Se te pasará —enfatizó ella, haciendo un evidente acopio de paciencia—. Verás como todo termina bien; como todo es mentira, pura superstición…
—Los Biomecánicos no son una superstición —fue la réplica de Klissman.
—Una excepción de la regla —le dijo Nakamura—. Una desviación tan espontánea y sorpresiva como cualquier mutación.
Paco no estaba dispuesto a pasar por aquella incógnita una segunda vez.
—¡Eh! ¿Alguien quiere aclararme de qué hablan? Nakamura se volvió hacia él con una sonrisa escéptica aflorando en los labios.
—¿Acaso no estás al tanto de las leyendas locales, Paco?
—No tengo tiempo, entre el combate y mi diario —se justificó él.
—Los Biomecánicos fueron un comando prototipo que los sesudos de los Lab de Inteligencia diseñaron hace tres años para ganar lo que ellos definían como la ofensiva humana definitiva contra las alimañas en Aldebarán V —explicó ella después de beberse su trago de un golpe—. La idea de aquellos chicos brillantes era crear un cuerpo de infantería perfecto para este tipo de guerra; una simbiosis hombre-máquina definitivamente letal para el enemigo, y con una autonomía a largo plazo. ¡Y vaya si lo lograron! —los pliegues epicánticos de sus párpados le acentuaban el cansancio en el rostro—. Habían creado unas poderosas armaduras de combate; unos ingenios cibernéticos superacorazados equipados con servomecanismos de larga duración y un respetable arsenal de armamentos seminteligentes: bacteriológicos, flamígeros, explosivos y de impacto convencional. La muerte cibernética en una sola pieza. También poseían su colección de contramedidas defensivas, entre ellas su ín-visibilidad a los termosensores y su generador de campo personal.
—Pero ahí no termina la cosa —la apoyó Klissman, lo cual sorprendió a Paco—. Dentro de la coraza cibernética había cultivado una endodermis nanotecnológica; una especie de matriz artificial donde se deslizaría el soldado desnudo. Aquella seudopiel sería la verdadera interfaz entre el efectivo y su armadura de combate; sus nanofilamentos establecerían la conexión neural con que el humano gobernaría a la máquina, a la vez que todos los sistemas de lectura de campo y comunicación serían integrados en su cerebro de forma natural, visión infrarroja y visión magnética incluida.
—Parecen muy superiores a nuestros trajes de combate actuales.
—Paco parecía anonadado.
—Y eso no es lo mejor —continuó el otro con vehemencia—. Como ya te dije, el conjunto Biomecánico estaba pensado para funcionar verdaderamente a largo plazo. La endodermis era una enorme placenta, diseñada genéticamente para alimentar, lubricar, higienizar y reciclar los desperdicios del individuo dentro de la coraza, además de mantener estable su equilibrio térmico y hormonal. Si necesitara sintetizar alguna sustancia, fármaco o elemento, contaba también con un colector de compuestos orgánicos cuya materia prima abundaría en la jungla.
Paco silbó. Y no bromeaba a expensas de aquella historia. Parecía el relato sobre ángeles exterminadores.
—No podías envenenar al efectivo; la placenta procesaba su oxígeno. Si los enemigos lo detectaban ya era demasiado tarde para ellos —concluyó Nakamura—. La sinergia ciberorgánica perfecta. Debíamos arrasar a las alimañas, pero… —suspiró una vez más— dejaron caer en la jungla una brigada compuesta por treinta y cinco guerreros; hombres de excelente dominio táctico y entrenados en aquella tecnología, y…
La pausa se le antojó inapropiadamente larga a Paco. —¿Y? ¿Qué sucedió?
—Cumplieron varias misiones exitosamente —retomó Klissman—. Y luego… desertaron. Desaparecieron en la jungla. Nadie podía bajar a cazarlos. Inteligencia del Alto Mando no entendía. Pasaron meses, los satélites de rastreo captaban a veces sus comunicaciones privadas. Ellos lo sabían y no les importaba. Estaban… aún están —rectificó—, viviendo una existencia nómada, extrañamente primitiva e hipertecnológica a la vez. Con sus propias motivaciones, sus propios modos de supervivencia.
—Lo cierto es que ninguna de la expediciones que el ejército envió a capturarlos consiguió regresar —dijo Nakamura.
—Pero ¿por qué esos hombres abandonaron su causa? ¿Por qué se volvieron inestables?
—Ya te lo dije, Paco —le respondió ella, reclinándose en su asiento y pidiendo por señas otro trago—. Simbiosis perfecta. Al final los chicos de Psicología dieron con la respuesta. La máquina, que carecía de inteligencia sin el hombre, aprendió a no separarse del sujeto. Y el hombre, que carecía de la protección primordial del seno materno, aprendió a depender del objeto. No querían renunciar a aquella plenitud sensorial, al placer químico, a la dependencia fisiológica adquirida. Ni deseaban, ni podían abandonar aquella matriz. Ahora eran una sola entidad.
—Nunca oí hablar de semejante historia —reconoció Paco.
—La Operación Biomecánica fue abortada, y políticamente silenciada —se encogió ella de hombros—. Se habían invertido millones de créditos en cada uno de aquellos efectivos, y ahora eran variables inestables, imprevisibles, peligrosas. Un error demasiado caro, que no podía repetirse.