—Orgullo.
—Por idiota. Ahora llegamos a esto.
Levantó la boca de un extinguidor hacia mí.
—El nombre de tu padre es mentira.
A mi pesar di un paso hacia atrás. Había algo implacable en su semblante. El convencimiento sin fisuras de que podía enfrentarse conmigo.
—La solución era sencilla: venías del cielo profundo
y
del abismo.
Oprimió el disparador y me vi envuelto en una nube de sustancias químicas. En una nube verdosa que brillaba enfermizamente.
La sentí sobre mí, sin la lejanía que toda sensación de este mundo provocaba en mis sentidos.
Quemaba.
Sin desearlo aspiré un poco, y esos gases se aferraron a mi garganta, abriendo llagas en mi interior. Mi piel empezó a ampollarse.
Quise volar, huir de ahí, salvarme, pero mis piernas me traicionaron en ese instante.
Caí a los pies de Larken, quien miró satisfecho su extinguidor.
—Bueno… funcionó.
Se acercó a mí. Quise alejarme de él, pero era imposible.
—No sabía si funcionaba. No hay nada como una prueba científica. Adiós, títere.
Apretó la boquilla contra mi cara.
Disparó.
Tal vez grité.
Por primera vez pude sentir el dolor, agujas incrustándose en mi carne.
El mundo era un borrón de imágenes, de colores hirientes. Escuché a Larken recargando su extinguidor, acercarse a mí.
La puerta en ese instante se hizo trizas, disgregándose en mil partes, algo entró violentamente a la iglesia. Algo
oscuro.
No pude ver qué era: mis ojos sangraban.
¿Ese era el dolor? ¿Esa sensación fuera de todo límite, inabarcable, hundiéndome?
De ser así comprendía perfectamente la ira de los no-elegidos.
No
era justo.
Que alguien estuviera libre de él, que algo fuera intocado por él.
¿Sintió Modeski algo parecido, Ginter al incendiarse, Farragut, Bryson, el desconocido Danner? Junto a mí alguien gritaba.
Una voz metálica, como surgida de un altavoz, hablando lenta y serenamente. La voz de la razón surgiendo de un rugiente objeto oscuro.
Sucedían muchas cosas, pero el dolor cubría todos mis sentidos. Más humo.
Larken lanzaba más humo. No contra mí.
Contra lo
oscuro.
Pero lo oscuro avanzaba. Eugene Larken gritó algo.
—¡NO SOY MÁS RÁPIDO QUE UNA BALA!
Después, fuego.
En alguna parte fuego: una esfera girando sobre sí misma, disipando los bancos de madera como si hubieran sido un sueño, apartando las paredes con indiferencia, lanzando el techo lejos.
Una explosión que me cubrió al instante.
La sensación fue de frescura.
El golpe de la onda explosiva alejó de mí el gas, la deflagración apartó de mí los restos de los químicos, o tal vez sus propiedades fueron modificadas por la temperatura.
Pude ver al objeto negro siendo arrastrado por la onda explosiva, golpeando los restos del muro como un barco choca contra el muelle. Intacto a pesar de todo.
Después la oscuridad.
No completa, nunca.
Una oscuridad llena de dolor, del ardor incesante sobre mi cuerpo. Incrustándose dentro de mi cuerpo, avanzando sin cesar.
El objeto negro se acercaba a mí, se
deslizaba.
Casi inconsciente reconocí un zumbido mecánico, el ronroneo lento de un sistema eléctrico.
Y un hombre saliendo de ese interior negro. Sentí que alguien me levantaba, un viaje a través de la noche, pero eso no tenía importancia.
No en el dolor.
Voces, brumas.
Damon.
—¿No te dije que cuando te pidan ir solo hay que ir acompañado? El objeto oscuro era su auto, el más querido de sus juguetes. —Larken se voló a sí mismo —dijo, sin entonación alguna. «Estúpido», pudo haber completado con ese tipo de voz.
¿Aceptó el dolor?
¿Larken
aceptó
el dolor?
¿Por qué…?
¿Qué importaba?
Una cueva, el refugio de Damon.
Silencio, en medio del estruendo del dolor, silencio.
Ecos que no llegaban a ser voces, que se ocultaban al otro lado de la muralla de sufrimiento.
—No se acerque, señor —dijo el mayordomo—. Es muy peligroso cuando delira.
Del profundo cielo…
—¿Me oyes? ¿Estás escuchándome?
La voz de Damon.
Tan lejos… del abismo…
Las voces venían de tan lejos… casi sin significado, uniéndose lentamente, perdiendo su cualidad de siluetas sonoras.
—Larken tenía un derivado del criptón de esos extinguidores, un gas raro modificado. Un derivado bastante extraño. Está disgregando tus células… ¿me escuchas? Necesito que me digas si esto te ayuda…
¿Esto?
¿Qué hacía Damon con un lanzallamas?
—¿Ha pensado en la eutanasia, señor? —dijo el mayordomo.
—Sí-respondió Damon—, pero ¿cómo…?
—Me permito recordarle que tenemos aún un par de extinguidores.
El gas.
—¡No!
Traté de incorporarme, de arrastrarme lejos.
—El gas no, el criptón no, todo
menos…
Damon apoyó su mano en mi hombro. Estaba tan débil que eso bastó para recostarme de nuevo.
—Descansa. No vamos a usar nada. Sólo fuego.
El agradable cobijo de las llamas, la sensación reconfortante del napalm como un bálsamo.
Quise agradecérselo, a través de la deflagración hacerle un gesto para que supiera que me sentía bien.
Entonces vi mi mano. Ampollas sangrantes por todo el dorso, huesos sobresalientes como si la edad o la peste la hubieran consumido.
Un hormigueo enloquecedor sobre ella, como si los nervios se convirtieran en hierro hirviente. Después nada. Pero una nada enfermiza.
Lenta, decididamente, arrastrando tiras de carne, nervios y venas, justo en el sitio donde no había ya sensación: un dedo se desprendió.
Y en todo mi cuerpo, en la carne entera, el hormigueo enloquecedor.
Y se estaba deteniendo.
Esperando detrás del dolor, la Nada…
No podían saberlo, tuve que explicarlo detenidamente: cuando golpeaba a una persona siempre lo hacía con delicadeza.
Los lanzaba al otro lado de la habitación, les arrancaba armas de las manos, detenía sus vehículos en plena fuga, y todo ello debía hacerlo con sumo cuidado.
Un ballet, dije, danzando con brumas, esferas de jabón.
Mi figura y mi método me convirtieron en un símbolo de la fuerza bruta, en el poder de convencimiento de los puños y la ira, pero no era así.
Una caricia, el roce de mis dedos sobre su carne y era suficiente para desmayarlos, para que los cuerpos se apartaran bruscamente de mí.
« Un gesto maternal», tuve que decir, a pesar de la expresión burlona del jurado.
—Atacas así porque crees en el poder. En la justicia. En el Sistema de tu país. En la honradez de los símbolos —me explicó, una vez, Damon—. La fuerza cariñosa que no puede hacer daño porque ama a sus hijos. Es correcto desmayarlos, aplastar músculos, torcer articulaciones, desgarrar ligamentos porque no tienes malas intenciones. Es por su bien, o como mínimo, por bien de la Justicia, ¿no?
Sí. Por eso era. Porque creía que la Justicia funcionaba.
No reconocí de inmediato a ese hombre, al asesino de la niña con las manos sobre la cabeza.
El, él, él.
¿Cuántas veces lo había detenido? ¿En cuántos asaltos estuvo implicado? ¿Cuántas veces me esperé a que lo esposaran y lo metieran tras las rejas?
¿Cuántos como él?
Libre porque existía un Poder detrás que lo ayudaba, porque el Edificio de la Ley poseía grietas suficientes para dejarlo escapar.
Libre porque tenía dinero e influencias y porque no importaba el modo espectacular con que fuera detenido sino la forma en que podía manipular las leyes.
El, como tantos, como todos. Libre.
Asesino y libre, sonriendo. Sonriéndome.
—Otra vez aquí —murmuró.
Yo no dije nada, lívido ante su aspecto satisfecho, y sus músculos relajados. Ante el sopor agradable que produce un intenso placer.
Miré hacia la niña y su aspecto roto, de ropa tirada en medio de la calle.
Y luego a él, mirándome.
—Créeme —dijo sin saber que ésas serían sus últimas palabras—, lo disfrutó hasta el final.
Entonces, simplemente lo golpeé. Ya no una caricia, ni rastro de un gesto maternal.
Lo golpeé por lo mismo que golpean los humanos: por ira, por frustración, porque algo me decía que era la única forma de tratar con él pero, sobre todo, para dañarlo.
Eso no pude explicarlo, ni fue posible decírselo al jurado. Lo golpeé para que sufriera, por eso. Tan simple como ello.
Lo golpeé sin acordarme de que los humanos se rompen.
Cayó hacia atrás, se golpeó en el muro, se derrumbó, también, con aspecto de ropa tirada en medio de la calle.
Un hueso roto, sólo uno: una vértebra que oprimió venas y ligamentos, que al trozarse impidió la circulación de sangre al cerebro.
No lo supe entonces, no pude saberlo ahí.
Me di media vuelta y me fui de allí.
Huí de ese momento en que yo no fui yo, del instante frío en que desee arrancarle la cabeza.
Huí de la satisfacción salvaje por haberlo lastimado.
Inconscientemente huí de la felicidad de su muerte. Porque me engañé a mí mismo diciendo que lo ignoraba, que fue un accidente. Supe lo que había hecho.
Saboreé durante un instante lo que significaba ser un Dios en la. tierra.
El sacrificio que me había ofrecido a mí mismo.
Y no existía disculpa alguna para ese momento. Nunca más.
—Lo sabías, ¿verdad? —susurré—, que mi aspecto era una máscara.
—Lo sospeché siempre. ¿Quién podría creer tu historia?
Tragué saliva, por primera vez el sabor acre de mi sangre.
—El criptón costó millones, lo dijo Larken, años de investigación… ¿por qué pagaría alguien una investigación para matarme?
—No fue para matarte a ti. No únicamente.
Damon trató de sacudirme, de obligarme a que le prestara atención.
—Descubrí unos cuantos archivos, declaraciones de ingresos; todos los implicados: Ginter, Modeski, el mismo Larken, trabajaron para
DeCe.
—DeCe.
—dije—.
DeCe
pagó para matarme, pero… no entiendo…
«No has pensado que tu complicada máscara no tiene sentido si únicamente quisieras ocultarte de los terrícolas? ¿Qué podríamos hacerte? ¿Dañarte?»
La respuesta era clara. Tan dolorosa como el criptón. —Pagaron porque ese gas les era útil. Es un arma. —Quema, ten cuidado con ella, Damon. Quema. —La probé conmigo.
—¿Viste que me
deshacía
, y la probaste
contigo?
—¿Por qué no? Es inocua, amigo mío. No le hace nada a los humanos, ni a los vegetales, ni a los microorganismos de este planeta. Un coste de millones, dices, ¿y todos para ti? Perdóname, pero tú no eres nada. No tiene caso eliminarte; tú mismo te hundías sin ayuda ajena. Pero aun así gastaron millones y años en su desarrollo. Y la razón es que no eres el último de tu raza. Hay más a quienes quemar.
—No.
«El nombre de tu padre es mentira.»
Luchar contra el dolor, tratar de razonar en medio del fuego…
—No. Yo soy el último. El Único. De no ser así, ¿dónde están?
—En las sombras. Ocultos. Contrataron a Larken y su gente hace muchos años, cuando tú eras un adolescente ellos ya tenían poder y una organización, llevas mucho tiempo aquí. Con máscaras. ¿No has pensado que la Tierra debió de ser un estupendo campo de juegos para tu raza? Aquí son dioses, invulnerables. ¿Por que no está lleno de tu gente?
—Soy el último de…
—No está lleno porque es un lugar de juego exclusivo.
«Sólo miembros. Nos reservamos el derecho de admisión.»
—Créale —intervino el mayordomo—, el señor sabe de esas cosas.
—Si eres una máscara, si tu forma era otra… —continuó Damon—, ¿cómo lograron un parecido tan notable? —Con… mediante… Observación…
—Especímenes. ¿Cómo conocer las características, los límites de un objeto? Destruyéndolo, disecándolo… Cuando te ruborizas la sangre llena ciertas venas capilares superficiales. ¿Cómo lograr una copia de ello sin abrir y ver las estructuras? En todo caso, ¿para qué tanta perfección…?
—Para… ser… pasar… desapercibido…
—Exacto. ¿Puedes ver tu propio interior?
—No.
—Si hubiera personas como tú, ¿podrías verlas?
—Serían… opacas… al espectro electromagnético…
—No podrían ocultarse entre sí.
—No…
—Entonces el disfraz es para los humanos.
—Pero… no tiene caso… ocultarte de los… terrícolas… No podían… dañar…
—Usaron las máscaras por comodidad. No les preocupaba realmente ser descubiertos, no se ocultan muy hábilmente, sabemos que dirigen
DeCe.
Lo único que
querían
eran pasar de incógnito. Lentes negros.
No pude leer la expresión en la cara de Damon.
—Son máscaras, amigo mío. Su apariencia son máscaras para que los de tu raza disfruten de sus vacaciones en un mundo que, para ustedes, es perfecto.
—Pero, entonces ¿qué soy yo?
—Un cebo. Parapeto. La cabra atada que atrae al invisible tigre. El canario que ponen en las minas, que al morir por las emanaciones de gas advierte del peligro. El peón del sacrificio. Aquel que, de haber un peligro serio, sería el primero en morir.
Suspiró.
—Como lo haces en este instante.
—Yo. No. Te. Creo.
—¿No crees que si los de tu raza observaron con tanto detenimiento nuestro cuerpo como para duplicarlo, no observaron nuestra sociedad? Necesitaban algo que detuviera el peligro, un indicador. Un cebo. Tú. Pero tampoco deseaban atraer la atención ante su silenciosa invasión. Tenían que tenerte como símbolo y blanco de tiro, y también debías creer que eras el último. Debías convencer al mundo de que no había más como tú. Para convencer a este planeta de esa mentira,
debías
ser la mentira. Vivirla.
Mis padres terrestres, solos, rogando por un hijo. Y un hijo que, literalmente, cayó del cielo. Una coincidencia afortunada.
Demasiado. Demasiado afortunado y demasiado coincidencia.
«¿Del cielo profundo?
»
El mayordomo levantó una venda de mi carne.
—¿Podría informarles que las heridas siguen abriéndose?