El hombre que tomó la palabra tenía las cejas tupidas y grandes bolsas bajo los ojos.
—Debido al desafortunado accidente que condujo a la muerte de su compañera, nada sabremos acerca del virus alienígena que la estaba afectando. De lo que sí tenemos certeza, es que usted es el portador de un virus neural que invadió el sistema nervioso del BM Hans Klissman, y se ha convertido en el foco infeccioso de una plaga que está destruyendo todos nuestros estimados de logística, e inclinando la balanza a favor del enemigo.
Parecía como si lo estuvieran acusando de alta traición.
—¿Klissman está muriendo por mi causa? —se negaba a creerlo. El sólo era el portador de un mensaje, en el peor de los casos.
—Es aún peor, Martínez. Dos de las bases militares de los ejércitos federados han resultado atacadas recientemente por el enemigo. Los informes que hemos recibido hablan de la aparición de una extraña enfermedad mental que incapacita a los efectivos para defender sus posiciones. Los soldados entran en una especie de pánico incontrolado tan primitivo e irracional que pierden todo contacto con la realidad y se convierten en criaturas indefensas, que se ocultan en los espacios cerrados y le temen a la claridad. Los xenoides penetran así nuestras zonas y exterminan todo a su paso.
—Las imágenes de los equipos de filmación servopilotados que hemos enviado a esas bases muestran seres humanos viviendo en la oscuridad, entre sus propios excrementos, aterrorizados ante la luz o el movimiento. Evacuar esos emplazamientos se va a convertir en un verdadero infierno para los equipos de salvamento.
Paco seguía sin comprender qué tenía que ver él con aquella enfermedad. Le parecía que todo era una farsa.
El militar con el logo de Control de Plagas dijo:
—Evidentemente estamos enfrentándonos a una de las armas más letales que podamos imaginar. Un virus artificial programado para alojarse en la estructura citoesquelética de las neuronas cerebrales, e inducir órdenes bioquímicas que inhiben los comportamientos racionales del individuo y lo conducen a un estado de espanto puro. Ese estado los inutiliza mientras el virus va reduciendo el organismo humano hasta un simple nivel de funciones vegetativas. —Apretó los labios con gesto severo—. Sabemos qué hace y cómo lo hace, pero no hemos logrado descubrir cómo se propaga, o el modo de contrarrestar la epidemia.
Una oficial negra, con el cráneo rapado erizado de sistemas de in-terfaz, tomó la palabra.
—Los pacientes, incluido Klissman, el caso más avanzado de la enfermedad, han sido tratados con altas dosis de antígenos sintéticos, y con colonias de mutabióticos, pero nada parece dar resultado.
—Nos hemos topado con el equivalente de una cruzada religiosa alienígena —se atrevió a decir Paco—. Deberían saber que nada los detendrá.
—Sí, la epidemia ya nos alcanzó —asintió el coronel—; el cuarenta por ciento de los efectivos de nuestra base están siendo afectados por la Plaga, y no sabemos cómo detenerla.
—Lo único que sabemos con exactitud es que usted es el foco de esta plaga —y añadió—: Usted contaminó a Klissman y comenzó a extender el virus a nuestra base. Luego contaminó a todos los soldados que estuvieron cerca de usted en el Sonadero, y sin embargo no sufre la enfermedad.
—Imposible —respondió Paco.
—El miedo, ¿se da cuenta, Martínez? —enfatizó la oficial de los ojos cibernados—. Uno de los sentimientos más profundamente arraigados en el subconsciente humano, ahora detonado neuroquímica-mente por el virus que nos ha traído. Usted es el Crisol del Miedo, Martínez.
A Paco comenzaron a dolerle las sienes. Ahora comprendía por qué él y Yoko habían sobrevivido a la incursión en el nido, por qué el mensaje alienígena insistía en que regresara a su mundo. Para expandir la muerte y la parálisis social que destruyera a toda la humanidad. Ahora ya no escuchaba: se sentía en el vórtice de la verdadera pesadilla, como si toda la violencia de la guerra hubiera convergido en su cuerpo para transformarlo en la némesis de su propia especie.
—¿Puedo preguntar qué harán conmigo?
—No le mentiremos —le respondió el oficial que primero había hablado—. Será confinado en algún lugar que el Alto Mando decida, y es posible que nunca pueda regresar a ningún emplazamiento humano. No se le ha ejecutado porque Inteligencia cree que usted podría ser la clave para sintetizar un antídoto.
Pensó en De Sousa con tristeza. El hombre le había regalado parte de su suerte, y él en cambio le había obsequiado con la muerte.
—¿Y Klissman?
—El BM-7 será trasladado hoy mismo; ya se encuentra en una de nuestras naves. Inteligencia quiere investigar a fondo cómo evoluciona el virus en un organismo artificial.
—Pero no es un hombre —murmuró Paco, recordando las palabras de la IA.
Nadie le respondió. La escolta abrió la compuerta de campana.
Acababan de arribar al nivel de la celda de confinamiento de Paco, cuando comenzó el ataque alienígena. Las luces halógenas cambiaron a los colores de emergencia y las alarmas empezaron a sonar. Los sistemas de comunicación por implantes se llenaron de información y Paco supo que varias naves enemigas estaban lanzando sobre la superficie exterior del búnker una oleada de cargas electromagnéticas, desactivando el campo deflector y los sistemas defensivos de la base, mientras dejaban caer un enjambre de cápsulas con tropas de asalto y vehículos de combate.
Su escolta pidió orientaciones al Centro de Mando, mientras los soldados corrían por los pasillos con dirección a los cuarteles, pero Paco no estaba dispuesto a pasar el ataque encerrado en una habitación. De pronto las luces desaparecieron dejando a los hombres en tinieblas. El generador de superficie había estallado. Paco aprovechó la oportunidad, escabulléndose entre los soldados detenidos en la oscuridad, y se abrió camino a empujones, alejándose de sus carceleros. Dando tumbos, se despojó del traje de contención y lanzó el casco al suelo.
Se escuchó una explosión atronadora que venía desde arriba y los hombres retrocedieron. Las pantallas tácticas en los implantes de los soldados informaron de la destrucción de la compuerta del pozo de descenso y luego se llenaron de estática. Conos de luz mortecina descendieron por la brecha, inundando de rojo las paredes del pozo, y una tormenta de latigazos de energía bajó desde el cielo barriendo líneas de carga y hangares completos.
El centro de mando activó el generador de emergencia y el panorama se llenó de intensa luz nacarada. La desbandada fue total. Los soldados, aterrorizados, corrían en todas direcciones, los cuerpos se incendiaban y el aire se llenaba de estampidos y gritos. Entonces, por las grietas del pozo y los accesos de nivel, comenzaron a penetrar criaturas articuladas semejantes a arañas metálicas de un metro de envergadura, disparando contra los hombres. Eran las máquinas biológicas de los xenos diezmando a las tropas acorraladas con disparos de resina termocoagulante que petrificaban los organismos humanos.
Paco se replegó entre montones de cuerpos alcanzados por la letal sustancia, tropezó con una esclusa y descendió a toda velocidad por una escalerilla que lo condujo cuatro niveles más abajo. Apagó su implante, ahora inútil, y trató de serenarse. Tenía los dedos y los músculos de los brazos doloridos por el esfuerzo, y el corazón pretendía escapársele del pecho.
El final del conducto era una compuerta y Paco esperó que el enemigo no hubiera llegado ya a ese nivel. No tenía armas, ni tampoco deseos de volverse atrás para buscar alguna. Respiró profundo y rompió los sellos del mecanismo de apertura.
Tuvo suerte. La escotilla daba a una cabina de monitorización, y las imágenes de las cámaras de los pasillos mostraban el mismo pandemónium de invasión y exterminio en la mayoría de los niveles de la base.
—¡Gracias a Dios! —dijo alguien a sus espaldas, y Paco no pudo evitar un estremecimiento involuntario. Se volvió. Un soldado bajo y rechoncho, con un casco de interfaz puesto y un subfusil de pulsos en la mano, salió de atrás de un panel de consolas—. Creí que eran las Alimañas.
—Los xenos no caben por ese conducto —le dijo Paco. —Pero sí caben los pequeños demonios que se trajeron las Alimañas —porfió enérgicamente el hombre.
—Biobots —le aclaró Paco—. ¿Tienes algún arma para mí? Me temo que he perdido la mía.
—Creo que será inútil —dijo abriendo un compartimiento mientras Paco contemplaba en los monitores el caos que reinaba afuera—. Están haciendo una verdadera carnicería con nosotros. Creo que de hecho, ya estamos muertos. Las Alimañas no toman prisioneros —se acercó a Paco y le tendió un pesado fusil.
—De todos modos no estamos operativos para presentar batalla. ¿Sabías que casi la mitad de los combatientes están incapacitados por una extraña enfermedad neural?
—Sí, estoy enterado. —Fue la respuesta de Paco, mientras revisaba los cartuchos de energía y se colocaba la correa sobre el hombro. Tenía que salir de aquella trampa. Tenía que salir de allí.
—Dios mío —exclamó el hombre con un tono de histeria en la voz. Paco no podía dar crédito a lo que veía. Una nueva oleada de atacantes estaba invadiendo la Madriguera. Y esta vez los invasores eran… humanos; seres humanos altos y fornidos, vestidos con los colores de la selva. Eran cientos, miles tal vez, y parecían guerreros formidables. Se movían con celeridad y caían sobre los soldados atrincherados, provistos de una ferocidad inhumana que aplastaba la poca moral de combate que pudiera quedar entre los defensores.
—¡Son hombres! —señaló el otro lo evidente—. ¡Y están con las Alimañas! ¿Cómo es posible?
Los soldados, arrollados por el empuje de aquellas huestes humanas, no pudieron evitar la masacre que se vino sobre ellos. A su paso, los invasores iban dejando un rastro de sangre y cuerpos mutilados.
Paco advirtió que todos los guerreros eran iguales entre sí: los mismos ojos, el pelo, los rasgos, el físico…
—¡Son clones! —exclamó sin poder contenerse—. Clones humanos fabricados por los xenoides.
—¡No puede ser! —el otro denegó.
—¡Espera…! —le interrumpió Paco al ver que aquellos humanos entraban al nivel que ocupaba la cámara y se acercaban por el corredor. Algunos empuñaban armas que habían tomado de los muertos. Paco tenía la certeza de que podrían olfatearlos a través de las paredes del refugio. Los mortíferos biobots no se veían por ningún lado. Tal vez ya se habían desplazado hacia los niveles inferiores.
—¿Crees que aquí estamos seguros? —aventuró.
—Supongo —manifestó el otro, impresionado.
Paco activó el implante para verificar si el centro de mando estaba emitiendo algo, pero en vez de ello, una voz conocida emergió en su cabeza.
—¡Dios! —exclamó Paco—. Eres como un espectro.
Paco consultó un monitor.
—En el nivel 13.
—¿Por qué quieres salvarme? —alcanzó a decir Paco, mientras el otro hombre lo miraba fijamente.
—Te las arreglaste para ser la nave que lo trasladara…
<¿De veras quieres seguir viviendo?>
—De acuerdo, tú ganas —dijo exasperado—. ¿Cómo salgo de aquí?
Paco se dirigió al hombre.
—Tenemos que salir de aquí.
—¡Estás loco! —le respondió el otro desorbitando los ojos—. Con los pasillos de la nave infectados de enemigos no llegaremos lejos.
—La única opción de escape que nos queda es un turbocóptero inteligente que nos recogerá en el pozo.
—Pero no podemos alcanzarlo —terció frenéticamente el soldado.
—Pues tenemos que lograrlo —reafirmó Paco, y añadió—: suelta el subfusil de pulsos, que no te servirá de nada contra los clones. Búscate un sónico. —Volviéndose hacia los monitores, estudió las posiciones de los atacantes en el pasillo. Eran ocho, pero ellos dos contaban con la ventaja de la sorpresa. El tiempo seguía corriendo.
Los asaltantes se giraron velozmente al escuchar la compuerta abrirse, pero Paco y su asustado compañero ya estaban descargando sobre ellos su mensaje de muerte, y cayeron fulminados. Habían tenido suerte.
Paco advirtió una insignia borrosa en los trajes de los abatidos y, consternado por aquellos idénticos rasgos asiáticos, tendió la mano para probar la textura de las ropas que los cubrían. No era ningún tejido; era piel humana modificada. Un biocamuflaje epidérmico que simulaba perfectamente los uniformes de los efectivos originales.
Iniciaron la carrera por el pasillo como dos sombras furtivas. El soldado iba despejando el camino de sorpresivos atacantes y Paco cubría la retirada disparando ráfagas cortas contra las figuras humanas que desembocaban en el túnel desde los cuartos. Las paredes se riñeron de sangre y el suelo se cubrió de humeantes cuerpos calcinados. Paco podía sentir los gritos enardecidos del otro alejándose cada vez más, pero no se atrevía a darle la espalda al enemigo. Sin embargo, en ausencia de la droga de combate, sentía que su sistema nervioso estaba sucumbiendo al influjo adrenalínico.
Escuchó un alarido y se volvió a tiempo para contemplar dos pesadillas xenoides cortándoles la retirada. Los insectoides eran guerreros blindados. Uno de ellos aferró al soldado con cuatro de sus garras y, alzándolo, lo desmembró como si fuera un animalejo indefenso y arrojó sus restos contra las paredes. Paco luchó contra el pánico que amenazaba con dominarlo, y se escurrió por la puerta de un compartimiento clínico. El pabellón era un caos de equipos de soporte vital, camillas, instrumentos quirúrgicos y cadáveres de soldados. Se escuchaban los gemidos de la gente escondida bajo las camas y en el interior de cubículos oscuros, y Paco reconoció en ellos a las víctimas del miedo vírico que él había expandido por la Madriguera. Pero sólo tenía diez segundos para reflexionar e idear una estrategia.
Al fondo del pabellón había dos trajes de combate. Los activó, pero no se puso ninguno; serían su anzuelo. Colocó su propia arma entre los guanteletes de uno de ellos, y tomando un fusil sónico y una granada electromagnética se deslizó entre los cadáveres.