Con su
hambre.
Mil luces coherentes hicieron hervir el lugar, deslizándose sobre metales y paredes por el mero gusto de destruir.
Jugaban.
Fueran lo que fueran: jugaban.
Tenían un títere para divertirse, ¿no?
Tendrían su títere, juré.
Fui a estrellarme contra uno de los soportes del edificio
Supremo.
Supremo
siempre ha hecho malos edificios.
Éste se derrumbó sobre nosotros, con un estruendo de metal y vidrio que ocultó las risas.
«Muera yo con todos los filisteos…»
Pero los filisteos eran invulnerables.
Comprendí entonces el asco que sentía Farragut hacia mí. Un poder tan grande llamaba a una corrupción infinita.
El placer de ser Dioses.
El placer de vida y muerte.
Por eso Larken aceptó el dolor.
Para darle una oportunidad a la Tierra.
Por ello yo también acepté el dolor.
Entre los escombros estaban los extintores.
El polvo de la destrucción se elevó, junto con el criptón modificado.
Y ellos no tenían sus máscaras.
Desgarré el metal y fui a hundírselo a las entrañas.
Gritaron.
No menos que yo.
Ellos no sabían que el calor podía salvarlos momentáneamente.
También ignoraban
qué
les estaba pasando.
Era vital que lo ignoraran. No hasta que la Resistencia estuviera bien organizada.
Podía ser un rayo, el polvo, ¿dónde estaba el origen del dolor?
En mí.
Pero yo no importaba.
Ya no, no mientras iban disgregándose.
No eran los únicos, no eran los últimos.
Pero eran los primeros que morían a manos de terrestres.
Volé lejos, tratando de encender mi visión de calor, logrando apenas un poco.
Traté de regresar a la granja, a la tierra negra y los campos verdes.
Caí en una de las calles de Rotwang.
Me derrumbé silenciosamente. Ya no era el hombre más fuerte del mundo, simplemente alguien tirado en medio del asfalto.
No pude levantarme.
Estaba rodeado de un líquido espeso…
«Lago hemático.» Mi sangre.
Aquí terminaba todo: en el Principio.
Quise quedarme a ayudar a los terrestres en la Guerra que se avecinaba.
Yo era terrestre.
De alguna manera ello era un consuelo.
Las máscaras modifican las costumbres.
Mis padres hubieran estado orgullosos de mí.
Oré al Dios de esta Tierra.
Larken lo dijo: Venía del cielo profundo
y
del abismo.
Mientras me hundo en el dolor no sé adonde me dirijo.
Vladimir Hernández
Para María Elena, Leonardo y Sheyla
por ser los mapas de mi imaginación.
La jungla alienígena, vista desde el transbordador, parecía un océano agitado y purpúreo, una marejada fluctuante de vegetación violácea cruzada por un caprichoso entramado de accidentes orogénicos. Muy lejos hacia el norte, oscuras nubes de tormenta poblaban el cielo tiñén-dolo de gris.
—Es un hermoso mundo —dijo el teniente africano junto al asiento de Paco—. Lástima que los xenoides lo hayan infectado. Tendremos que limpiarlo.
Paco apartó la vista del monitor que hacía de ventanilla y contempló al oficial de la ComTrop. El hombre vestía un uniforme de polímero negro que se confundía con el color de su piel. Por detrás de su oreja izquierda le asomaba el implante de comunicaciones, y una pequeña espiga de inhibición de sueño sobresalía de uno de los puertos de realimentación; Paco supuso que el hombre llevaría más de una semana sin dormir.
—No me parece que lo estemos logrando —comentó a su pesar—. La Flota debería enviarnos más efectivos si queremos borrarlos de Aldebarán. Llevamos demasiado tiempo desgastándonos en esta guerra local.
—El Alto Mando no puede desviar tantos recursos para la guerra de Aldeb aran —le respondió el oficial—. Nuestra ofensiva está ampliando la esfera de control de la Federación, pero a la vez los límites territoriales se hacen más difíciles de defender de los ataques xenoides. La Flota interestelar no logra crecer todo lo deprisa que quisiera. Ahora hay muchos subsectores con una cantidad insuficiente de naves militares…
—Pero Aldebarán es una espina en nuestra columna —terció Paco—. Necesitamos sacarnos al enemigo de este territorio para dedicarnos por completo a la guerra interestelar.
—Eso es imposible de momento. La posición fronteriza que ocupa este sistema hace muy complicado su control, y por otro lado hay sistemas que reclaman mucha defensa, pues contienen singularidades estratégicas para los mundos más importantes de la Federación.
Las singularidades eran «agujeros de gusano», las sendas hiperespaciales que conectaban los sistemas entre sí. Los humanos llevaban sirviéndose de ellos para saltar entre las estrellas durante casi un siglo.
—Aldebaran está en una «zona de enlace» entre singularidades muy incómoda —afirmó el africano—. Posee demasiadas rutas de acceso desde otros soles, lo cual le convierte en un sistema demasiado vulnerable por ahora. Tendremos que remediarnos con lo que la Flota pueda enviarnos. —El oficial se llevó la mano hacia el implante de comunicaciones y murmuró—. ¿Sí?… Bien, señor. —Entonces cerró los ojos, y Paco supo que el hombre había entrado en interfaz.
La aeronave no parecía llevar otros pasajeros aparte de aquel oficial, Nakamura, Klissman, y el propio Paco. La tripulación estaría ahora en los compartimientos traseros, preparando las cargas de reabastecimiento para el Sonadero y chequeando los soportes criogénicos que más tarde deberían trasladar al espaciopuerto. Paco desvió la vista y contempló a sus dos compañeros de combate, sentados al otro lado del pasillo del transbordador.
Yoko Nakamura miraba fijamente la pantalla a su costado, y la luz de fuera embellecía sus facciones asiáticas. Era una chica baja y nervuda, con los senos pequeños y las piernas de atleta. Sus ojos eran negros e inteligentes. Vestía un ceñido mono corto de látex gris y cada centímetro cuadrado de su piel exhibía un intenso tratamiento de camuflaje epidérmico basado en la implantación de cromatóforos artificiales.
Hans Klissman estaba sentado detrás de Nakamura. Tenía una estatura imponente y todo su cuerpo era una verdadera demostración de grupos musculares desarrollados. Su cabello era muy rubio y estaba cortado a cepillo. Los pómulos altos, bien cincelados, y la mandíbula cuadrada y prominente, podrían haberlo dotado de un aspecto severo; pero ahora, una expresión lúgubre se le alojaba en el rostro, debilitando el resto del conjunto.
Habían formado un buen equipo de combate durante casi un año, y Paco estaba seguro de que podía confiar en ellos, pues ambos habían dado muestras de coraje en muchas ocasiones. Sin embargo, el encuentro que habían tenido con los alienígenas el día anterior los había cambiado. Podía reconocerlo en sus rostros, en sus comportamientos, pero aún no lo había hablado con ellos. El mismo se notaba diferente, como si toda su perspectiva de la guerra hubiera cambiado después del encuentro.
Trató de apartar aquella idea de su mente concentrándose en la vista de la jungla, pero los pensamientos eran confusos y aquel paisaje no ayudaba mucho. No podía olvidar que estaba a cincuenta años-luz de la Tierra, librando una absurda guerra sobre un mundo que orbitaba una gigantesca estrella rojiza.
Todo había comenzado quince años atrás, cuando un convoy de naves de hiperimpulso de la Federación había tropezado en el sistema de Proción con una astronave alienígena. El esperado Primer Contacto resultó fatal. Los xenoides se revelaron como una raza beligerante y conquistadora, en plena expansión territorial. Al menos eso creyeron los xenólogos cuando las naves de la Federación fueron destruidas por los extraños, sin previo aviso. Durante meses se había intentado el acercamiento pacífico y sólo se consiguió perder estaciones científicas completas y naves militares. Los xenoides, cuya tecnología era al menos tan compleja como la humana, rehusaban abiertamente establecer comunicación. Se pensó que aquellas mentes eran demasiado extrañas, que trabajaban a niveles de procesamiento incompatibles con los seres humanos, pues tanta ciega hostilidad no podía ser racional. Finalmente la Federación había entrado en guerra con ellos, pero durante un año de cruentas batallas y escaramuzas se perdieron varios sistemas estelares. El enemigo arrasaba con furia las colonias de la humanidad, y su empuje fue detenido precariamente a sólo siete años-luz de la Tierra.
Pero cuando parecía que la especie humana estaba a punto de perecer, la Federación logró lanzar una gran ofensiva, recuperó cada sistema perdido e invadió parte del territorio xenoide. Los alienígenas retrocedieron, evacuando poblaciones completas y destruyendo siempre sus asentamientos. La gran debilidad estratégica del Alto Mando era desconocer la ubicación de los núcleos de la civilización xenoide, o cuáles eran sus rutas estelares.
Entonces la guerra llegó al sistema de la estrella Aldebarán, en la constelación del Tauro, y allí su ritmo cambió. Los xenos se refugiaron en las junglas de Aldebarán V, un planeta tipo Tierra en un 98%, al que ninguno de los contendientes —ambos, respiradores de oxígeno— quería correr el riesgo de destruir con defoliantes o contaminar con armas nucleares. Para cualquiera de las dos especies aquel mundo era un Edén, listo para ser colonizado por el vencedor de la contienda. Así que las dos razas habían entrado en una fase de sofisticado exterminio basado en el conocimiento de las debilidades biológicas del enemigo.
Los xenos, cuya evolución tecnológica los había especializado en la manipulación genética a lo largo de toda su historia, habían contenido el avance de las tropas federadas utilizando virus prototipos diseñados para destruir el ADN humano, plagas bacteriológicas, y ocasionales bombardeos electromagnéticos que desactivaban los sistemas defensivos humanos y servían de apoyo a las incursiones de soldados alienígenas dentro del territorio de los hombres. Por su parte, los federados contraatacaban con poderosos neurotóxicos dirigidos al organismo xenoide, y con choques directos en el interior de los nidos alienígenas basados en la supremacía de las armas antipersonales humanas. Una guerra «limpia» que, orientada mayormente a bioquímicas específicas, no interfería nocivamente con la preciada ecología planetaria.
Paco llevaba menos de un año en las junglas de Aldebarán, y ya la rutina de la guerra le parecía durar una eternidad. Volver a casa se estaba convirtiendo en un sueño, cada vez más improbable.
El transbordador de la ComTrop se aproximó a Punto Finn desde el oeste y aterrizó en el helipuerto más cercano al Sonadero. Punto Finn era un emplazamiento temporal humano, medio civil, medio militar, lo suficientemente alejado de las zonas calientes como para justificar una instalación tan cara y exquisita como el Sonadero.
El helipuerto estaba ubicado en el corazón del emplazamiento. La pista aérea era un enorme rectángulo cromado sitiado por los edificios bajos del cuartel militar y los colectores energéticos. A un costado del helipuerto dos turbocópteros de asalto, último modelo, con sus fuselajes de policarbono mimético reproduciendo las tonalidades grises del entorno, descansaban como insectos descomunales. Paco descendió a tierra y reparó automáticamente en la belleza casi grotesca de aquellas nuevas bestias de combate; la letalidad sugerida por los artefactos inmóviles le hizo experimentar una cierta sensación de miedo, una especie de paranoia autoinducida que le hacía recelar de todo aquello que sobrepasara su comprensión.
El calor de la jungla alienígena penetraba a través de las infraestructuras del poblado y atenazaba sus costados como el abrazo de un conocido indeseado. A su izquierda, un par de técnicos cibernéticos, enfundados en monos escarlata, estaban enchufando sus conectores craneales a una toma improvisada en las entrañas semifundidas de un blindado clase Hércules que había recibido un impacto reciente. El morro del vehículo había sido decorado por algún arcaico artista de aerógrafo con pintura polimérica que mostraba la cabeza, los ojos y las fauces de un tiburón. Varios módulos-robot de mantenimiento trasegaban por un sector de la pista transportando hacia la recién llegada aeronave cápsulas de criosuspensión con heridos graves que regresaban a la Federación, repuestos para bancos de órganos, o simplemente despojos humanos encerrados en sarcófagos herméticos.
Desde la plazoleta en que se habían posado, el helipuerto parecía un cráter de plata rodeado por un césped de antenas parabólicas, sistemas antiaéreos y colectores solares. El resplandor del cielo rojizo lo bañaba todo con un tono irreal. Paco había estado antes en Punto Finn, pero ahora sintió que todo aquello estaba mal. La sensación de otredad lo golpeó con una rudeza inesperada, y supo entonces que el encuentro con los alienígenas lo había afectado mucho más de lo que se había imaginado.
El viento cálido le agitaba el cabello negro y ensortijado. Sin la acostumbrada protección del traje de combate sentía su piel pálida sufrir bajo la luz del sol y el polvo que flotaba en el ambiente.
Nakamura y Klissman emergieron de la panza del transbordador y se reunieron con él. La chica se puso unas gafas especulares.
—¡Vaya! —murmuró ella ante la vista de los turbocópteros de asalto—. Miren qué par de pájaros de avanzada tenemos en el campo.
Ninguno de los dos le respondió.
Atravesaron la pista en dirección a un edificio bajo en el que destacaba el logo rojo y azul de la Federación.
Al pasar junto a los turbocópteros una voz masculina se dirigió a ellos:
—¿Buscan algo específico, soldados? —la voz parecía venir de una de las unidades posadas, pero las bandas de policarbono no permitían distinguir ninguna cabina de pilotaje o altavoz en su estructura.
—¿Quién habla? —inquirió Paco dirigiéndose al artefacto en voz alta—. ¿Tienes nombre, o rango? —añadió retando al piloto anónimo que se escudaba tras aquel camaleón cibernético.
—No tengo nombre humano, soldado. Ni tampoco tengo rango. Sólo soy una nave —respondió la voz. El fuselaje de la nave se oscureció de pronto adquiriendo una negrura sorprendentemente bruñida.
—Estás jugando con nosotros, piloto —intervino Nakamura amenazante—. Te estás haciendo el listo.
—No. Tú eres Yoko Nakamura, y tus compañeros son Paco Martínez y el BM-7 Hans Klissman; los héroes de la división 98 del segundo ejército occidental, que ayer invadieron un nido alienígena —a Paco le pareció que había un tono de ligero sarcasmo gravitando en la voz—. En cambio, yo soy sólo un sistema experto con un mínimo indispensable de subrutinas empáticas, un número de serie, y mi cuerpo es este sofisticado T5.