Me cogió de la mano con su zarpa esmeralda y me llevó en volandas hacia la plataforma en la que un ovillo de metal de tres metros de alto, hecho de espinas y rayos de luz, estaba destrozando, a furiosas dentelladas, el anagrama de Ferrari, la competencia por antonomasia de Bodyline Enterprise en el campo de la lucha. Vincent se abrió camino a empujones hacia la primera fila del público, ajeno a las quejas e insultos que dejábamos a nuestro paso. Compuse una cara de atontada placidez y me dejé arrastrar soltando una larga retahila de «perdone usted, lo siento, perdone usted…».
El erizo azul no tardó demasiado en convertir el anagrama de Ferrari en un montón de chatarra informe. Después se quedó inmóvil en mitad del escenario y una peana giratoria surgió del suelo bajo sus pies y lo alzó varios metros. En torno a él brillaban hologramas explicativos y diagramas vocálicos, cantando a dúo las maravillas del modelo. Yo comenzaba a aburrirme y dejé vagar mi vista por todo aquel caos. El espíritu festivo lo inundaba todo. Carpas gigantescas sobre plataformas gravitatorias, atracciones de feria y puestos donde se vendía todo lo imaginable —siempre que, claro está, cumpliera los protocolos de seguridad—, pabellones gigantescos mostrando los cuerpos que pronto se verían en la arena. Respiré hondo para llenarme los pulmones de aquel ambiente y entonces, cuando la plataforma de Body & Brain Unlimited viró hacia el este, pude verlo. —¿Vincent? ¿eso es lo que yo creo que es? Miró hacia donde yo le indicaba y asintió con una sonrisa. —Si crees que estás viendo el coloso negro estás en lo cierto… El coloso negro había sido el cuerpo con el que Kim Marcial había conquistado cinco campeonatos de lucha consecutivos en la modalidad de gran tonelaje. Era un engendro de doce metros de altura y treinta toneladas de peso que se había convertido en el símbolo de la supremacía de Bodyline Enterprise en el campo de la lucha durante aquellos años triunfales; hasta que llegó Ferrari con su Danzante de las Espadas y dio al traste, primero con el coloso y después con la tan cacareada supremacía. El modelo coloso había quedado relegado desde entonces a una atracción de las convenciones. Se retaba a los curiosos a ponerse a los mandos del coloso y compartir así, durante un instante, las percepciones y sensaciones que la mítica Kim Marcial había tenido durante sus combates. El acicate más importante residía en que había un sustancioso premio para aquel que lograra aguantar más de quince minutos dentro del cuerpo del campeón, un modelo mecánico no estándar con percepciones alteradas. Animé a Vincent a intentarlo.
—No puedo… —contestó encogiéndose de hombros—. Todos los cobayas estamos registrados como tales y el amable encargado del coloso tiene terminantemente prohibido permitir que alguien de nuestra calaña intente hacerse con el premio. Sería demasiado fácil para nosotros conseguirlo… —sus ojos de insecto brillaron de placer anticipado—. ¿Por qué no pruebas tú? Te aseguro que es toda una experiencia…
—Debe de serlo, debe de serlo… Si no me equivoco, Kim Marcial acabó completamente desquiciada. ¿No estrelló su nave contra un volcán en lo?
—Sí…, pero te recuerdo que ella usó ese cuerpo seis años, querido. Tú lo más que estarás dentro será unos minutos… Y eso si tienes suerte —dijo enarbolando una sonrisa desafiante.
—Bueno, parece que no me dejas otra opción. Voy a tener que demostrarte de qué pasta estoy hecho. Acepto el reto.
Nos unimos a la fila que desembocaba en el coloso. La atracción estaba formada por una tarima sobre la que el enorme cuerpo se erguía sobre el resto de atracciones y stands. Era sencillamente magnífico; era humanoide en todos sus rasgos, pero no estaba fabricado de carne sino en acero negro. Junto a él se levantaba un sistema de andamiaje que llegaba hasta la altura de la cabeza del coloso; allí, sobre una plataforma de llamativos colores, se encontraba el encargado de la atracción que daba voces y contaba, dramáticamente, los minutos que aguantaba la gente en su interior. Dispuestos a su alrededor se podían ver una serie de paneles de control y un conector de fase que unía el zócalo craneal del coloso con el zócalo del cuerpo vacío del sujeto que había entrado en él. Tardamos veinte minutos en alcanzar el pequeño elevador que llevaba a la plataforma. De los que nos precedían sólo un hombre había aguantado más de cinco minutos en el coloso ante la melodramática vehemencia del encargado; el resto de los que lo intentaron mientras aguardábamos nuestro turno no había resistido tanto, la mayoría había salido de fase por sí mismos antes de que pasara el primer minuto.
Nada más alcanzar la superficie de la plataforma el hombre sacudió la cabeza en dirección a Vincent.
—Ni lo intentes, forastero… —dijo sonriendo—. El escáner del montacargas ha descubierto tu taimado plan… ¿Tratas de timar a la empresa que te da de comer o qué?
—Tranquilo. Sólo voy de acompañante… Es aquí el valiente quien lo quiere intentar-dijo señalándome.
El encargado del coloso me contempló de arriba abajo, hizo una señal para que le acompañara y me indicó cómo debía tumbarme en la camilla. Conectó el enorme interfaz de conexión de fase con mi zócalo craneal y comprobó las lecturas en los monitores mientras me hablaba.
—Te cuento: puedes salir de fase en el momento en que se te antoje. No te presiones ni pierdas el norte. También me obligan a avisarte de que estoy autorizado a hacerte salir de fase yo mismo si las lecturas que obtengo de tu disco son preocupantes. ¿De acuerdo?
—De acuerdo. Vamos allá…
Entré en fase y tras el vacío y la agitada tormenta sinestésica, que se me hizo eterna, me encontré, mareado y aterrado, en el interior del coloso negro. La riada de sensaciones que me llegaba del exterior me aturdió y de haber sido un cuerpo capaz de vomitar lo hubiera hecho. Todos mis sentidos estaban ampliados y todas mis percepciones, debilitadas tras la sinestesia, se me antojaban monstruosas y desconcertantes. Mi perspectiva de la realidad era un conjunto de celdillas pentagonales monocromas en las que se intercalaban celdillas con visión infrarroja. Mi percepción sonora se había ampliado lo indecible y escuchaba un maremagnum de distintas voces y sonidos que abarcaban toda la convención y más allá aún. Todo reverberaba y vibraba, todo era una única y demoledora resonancia que me hizo estremecer y gritar. El contraste entre sentirme tan inmenso y, a la vez, tan insignificante, me dejó al borde del síncope. No me extrañaba que Kim Marcial hubiera acabado loca.
Más tarde, de vuelta a mi cuerpo pálido, Vincent Aurora, todavía sobrecogido, me contó cómo se había visto todo desde el exterior:
—El encargado del coloso quiso sacarte en cuanto comenzaste a gritar. Las lecturas mostraban que estabas entrando en crisis pero yo se lo impedí. Llámalo palpito. Llámalo corazonada… Llámalo como quieras… Pero había visto algo cuando saliste de fase que me hizo pensar: un pestañeo que no había acabado en el cuerpo que ahora llevas se convirtió en un rápido alzamiento de la pantalla protectora de uno de los ojos del coloso. Hasta que el empleado me puso nervioso con las lecturas no quise sacarte de allí, pero justo entonces dejaste de gritar. ¿Qué pasó?
—Si hubieras estado tan preocupada podías haber conectado con nuestra red, cariño.
—No quería perturbarte con mi presencia… No insinúes que no me he preocupado lo suficiente, es molesto.
—Bueno… —pensé que, de todas formas, podía haberme monitorizado durante toda la experiencia, pero estaba cansado y no tenía ganas de discutir—. Si lo hubieras hecho me habrías encontrado allí. Busqué los enlaces del engendro en que me habías metido y entré en nuestra red.
—Espera, espera…, ¿encontraste los enlaces a redes del coloso? ¿Sin más? ¿A la primera?
—Sí… Un golpe de suerte tal vez…, no lo sé; sólo sé que me metí en modo real en nuestra red, tomé aliento, conté hasta diez y volví de nuevo al coloso. Hasta me tomé tiempo para echarle un vistazo desde tus percepciones, lo cual tampoco me ayudó a concentrarme, ¿sabes que lo ves todo en blanco y rojo?
—Sí. Me había dado cuenta, pero gracias por avisarme…
—No hay de qué. Como te contaba: volví al coloso.
Volví al coloso. El estado de shock de mi entrada se había atemperado lo suficiente con mi escapada virtual como para poder recapacitar y enfrentarme a aquello con mucha más calma. Mi principal obstáculo era el caos sensorial, no podía desactivarlo ni bajar su intensidad; mi mundo seguía siendo un mosaico confuso envuelto en un prolongado fragor. Para empeorar más aún las cosas me di cuenta de que comenzaba a percibir un torbellino de percepciones olfativas y táctiles que amenazaban con mandar al traste a mi recién ganada serenidad. Así que actué. Me enlacé de nuevo, pero esta vez busqué canales muertos en la red, espacios llenos de estática en el tejido virtual que procedí a monitorizar en todas las celdillas que formaban mi visión excepto en una. Así acabé asomándome al mundo a través de una minúscula ventanita monocroma, molesto sí, pero no enloquecedor. Procedí del mismo modo con el resto de mis sentidos, tapando la realidad fragmentada y aumentada con pedazos vacíos de la red, usando la radiación de fondo del universo como venda que me permitiera enfrentarme a las indescriptibles percepciones que me ofrecía el coloso. Y luego, poco a poco, me fui familiarizando con las enormes proporciones del coloso negro. Sabía del enorme esfuerzo mental que me iba a costar hacerme con el control total y desistí de intentarlo. Podía haber dejado transcurrir los quince minutos con los que me hubiera ganado el premio, pero tampoco tenía demasiadas ganas de permanecer allí, así que decidí, en cambio, hacer un gesto al exterior, algo que demostrara a todo el mundo que me había hecho con el coloso así que, simplemente…
—Activaste los campos láser de los puños del coloso, sin más… Jo-der… —Vincent sacudió la cabeza, pasmado—. Y pensar que llevo meses dando vueltas por medio Sistema Solar buscando cobayas sin saber que ya había encontrado una.
—¿Qué me estás insinuando?
—Que muy probablemente no te haga falta buscar trabajo en Miranda. A no ser, claro está, que tengas algún prejuicio sobre mantener relaciones personales con compañeros de trabajo…
Sayed Juvenal yace en una camilla en el centro de la habitación. Se trata de una habitación romboidal a la que se desciende desde una trampilla oculta en un despacho desocupado. Bajo el hangar hay todo un intrincado sistema de salas y pasadizos. Cuando esto era un verdadero espaciopuerto el subsuelo debía estar preparado para contener maquinaria, sistemas de refrigeración y un sinfín de almacenes; ahora se ha convertido en la residencia privada de Sayed Juvenal. La estancia a la que Leónidas me ha guiado está iluminada por un crepuscular resplandor sanguíneo que mana de las hebras de fibra que se enroscan en el techo. Bajo esa luz la sangre que sale a borbotones del cuerpo del alcalde parece más roja todavía. A ambos lados de la camilla se afanan dos hombres vestidos con batas ensangrentadas, los dos manejan con idéntica pericia los extraños y afilados aparatos con los que sajan y destripan el cuerpo de Sayed Juvenal.
Leónidas y yo nos acercamos a la camilla y los dos carniceros cesan en su tarea. Saludan a Leónidas con un leve movimiento de cabeza y se retiran unos pasos. El pingajo en la camilla gime y jadea, como si no pudiera decidirse entre el dolor que siente y el placer que consigue de ello; está abierto en canal y sus visceras brillan bajo la luz roja, la sangre cubre toda la camilla y se derrama hasta el suelo donde ha formado un refulgente charco. El olor a casquería es nauseabundo. Una de sus piernas se convulsiona con violencia, regándonos en sangre. Sayed Juvenal nos hace un gesto con la mano para que nos acerquemos que sirve también para que los dos torturadores se retiren unos pasos.
Tenemos que esforzarnos para entender lo que dice por su boca destrozada.
—Bienvenido, Leónidas… —dice, y de la herida brutal de su boca fluye sangre y carne—. Algo me dice que tu acompañante es lo suficientemente importante como para interrumpir mis ejercicios sin avisarme previamente… ¿Alexandre Sara o me equivoco?
—No te equivocas, Juvenal. Soy yo.
—En un instante estoy contigo… —hace un gesto dirigido a los hombres de las batas blancas. Estos se aproximan al instante. Por vez primera contemplo sus rostros y sólo veo un amasijo de carne abultada, amorfa, sin nada que se pueda asemejar a rasgos humanos. Uno de ellos sujeta la cabeza de Juvenal mientras el otro, de un fuerte tajo con un tubo serrado, cercena su garganta. Los ojos de Juvenal tiemblan y se estremecen, su boca se desencaja, su cuerpo sufre un súbito colapso y se queda inmóvil, a excepción de la pierna que sigue sacudiéndose, ignorante de que el cuerpo al que se encuentra unida ya ha muerto.
Uno de los carniceros sin rostro, el que ha tomado a Juvenal de la cabeza, saca de uno de los bolsillos de su bata un extractor manual que procede a insertar en la nuca del cadáver, sobre el zócalo de fase, y extrae el disco de identidad. El otro toma entonces el cuerpo y, echándoselo al hombro, sale con él de la sala. La visión de la pierna, sacudiéndose aún, me perturba. Aunque ya ha desaparecido todavía me parece verla, como si de un efecto morboso de la persistencia retiniana se tratara.
—Vamos… —me conmina Leónidas.
Seguimos al carnicero que lleva el extractor manual con el disco de identidad de Juvenal hasta una habitación contigua gemela a la anterior. Sólo que aquí no hay un cuerpo listo para la mutilación sobre la camilla, sino el cuerpo de una mujer desnuda en avanzado estado de gestación. El hombre de la bata ensangrentada se adelanta a nosotros e introduce el extractor manual en el zócalo craneal del cuerpo de la camilla y, después de preparar la entrada de fase del disco de identidad, retrocede un paso, dejando que se consume el
change.
Treinta segundos después la mujer, una preciosidad morena de ojos verdes, se incorpora en la camilla y me sonríe abiertamente.
—Vida y muerte… vida y muerte —dice Juvenal—. Pero qué te voy a contar que tú no sepas, ¿verdad, Alexandre?
—Estás enfermo, Juvenal. Muy, muy enfermo.
—No más que la mayoría, amigo… —baja de un salto de la camilla y se acerca hasta mí con la mano extendida—. Me alegro de verte.
Estrecho su mano.
Sayed Juvenal es el prototipo de hombre hecho a sí mismo. Brega en los bajos fondos desde hace ya más de dos siglos y se ha construido una reputación a prueba de bomba. Comenzó trabajando como asesino para el anterior capo de Luna y, como suele ser costumbre habitual en estos casos, acabó ascendiendo a costa de la vida de su propio jefe. Las ramificaciones de sus negocios abarcan todo lo imaginable: desde drogas sensoriales al tráfico de cuerpos ilegales, desde los circuitos de lucha clandestina hasta las redes piratas. No hay nada ilegal en el universo de lo que no saque tajada.