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Authors: José Antonio Cotrina Javier Negrete

Tags: #Colección NOVA 141

Premio UPC 2000 (11 page)

BOOK: Premio UPC 2000
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—Humm…

—He oído que le van a pinchar con la inyección que mata. Mala suerte.

—Así es. Aunque mi misión es evitar que eso suceda.

—¿Por qué? ¿Ha descubierto usted que él no mató a su mujer?

—Puesss… no. No es eso lo que pretendo. Yo tengo que averiguar si… si le pasaba algo raro en la cabeza y por eso hizo lo que hizo. En ese caso la culpa no sería toda suya.

Tecumpeh asintió con gesto grave.

—Hay algo ahí abajo —explicó, ahora un poco más locuaz—. El profesor estaba buscando fantasmas en su cámara, y yo creo que los encontró.

Fantasmas, sombras, materia oscura; tal vez todo consistiera en la forma de verlo. Pero ¿qué relación unía la búsqueda de unas partículas exóticas con el asesinato de una mujer americana nacida en una familia decente y aburrida? ¿Y con el Anóneiros? De alguna manera, Rojo intuía que la clave estaba en la Corona y en la narcolepsia de Pisani. Tal vez el dolor en la boca del estómago era algo más que opresión; acaso era el presentimiento de que iba a descubrir algo muy importante. Increíblemente importante.

Cuidado, se dijo. Esa era una buena forma de empezar a construir un delirio paranoico: descubrimientos geniales, salvar al mundo, amenazas en la sombra. El no tenía esposa a la que asesinar, al menos, pero no quería seguir los pasos de Carreño.

Si no quería seguir sus pasos, ¿por qué bajaba a su mina?

—¿Cree usted en los fantasmas, Tecumpeh? —le preguntó con toda seriedad.

El indio negó con la cabeza.

—Yo no los he visto, pero los he visto en los ojos del profesor. Creo que él se encontró con el Wendigo. —¿El Wendigo? El ascensor se detuvo.

—Nivel Once —le informó Tecumpeh, a la vez que abría la puerta enrejada—. Sígame. Cuidado al pisar.

Avanzaron por un túnel más amplio que tenía forma de arco de medio punto. Estaba entibado con cuadros deslizantes y sembrado de tubos, cables y conductos diversos. Había luces cada cuatro metros, pero Rojo encendió la linterna de su casco. A pesar de la ventilación, sentía el pecho apretado, como si a aquellas profundidades el aire hubiera cuajado en gelatina y a duras penas quisiera entrar en los pulmones. Sólo se oía el ronronear de los aparatos que mantenían la mina habitable, y sus propias pisadas en el suelo. A Rojo le hubiera gustado caminar con mocasines para no despertar ningún eco en aquellas galerías.

Wendigo, se dijo. Wendigo, repitió. Prefería saber quién o qué era Wendigo cuando estuviera fuera, a la luz del día. Dios santo, ¿por qué le estaba afectando tanto aquello? ¿Y si en realidad padecía claustrofobia?

Tras doblar un recodo se encontraron con otra puerta de barrotes. Tecumpeh la abrió y pulsó una serie de interruptores. Empezaron a encenderse luces, que mostraron una sala en forma de cúpula, de unos diez metros de diámetro. El suelo estaba cubierto con una plataforma metálica de enrejado romboidal. Había varias mesas, y sobre ellas ordenadores, periféricos y otros aparatos que a Rojo le resultaban desconocidos.

Tecumpeh le informó de que él no iba a seguir más adelante, y con la mano le señaló un teléfono interno, sobre una de las mesas. Si le necesitaba, no tenía más que llamarle. Estaría varios niveles más arriba, recogiendo lo que hubiesen dejado los visitantes del día anterior.

Ya solo, Rojo entró al laboratorio y lo examinó con atención. La iluminación era tenue, excepto en el centro, donde un foco alumbraba las mesas. Se giró, buscando la Cámara de Berensky, y no tardó en encontrarla. Era una gran cuba de paredes transparentes; debía de tener unos tres metros de altura y más de uno de diámetro. Se acercó a ella con precaución. Observó que estaba montada sobre una base muy pesada, clavada directamente en la roca viva; la base era cóncava y estaba rellena con un líquido brillante. Al alumbrar directamente con la linterna se dio cuenta de que se trataba de mercurio y silbó entre dientes. Así que la Cámara flotaba sobre metal líquido… Debía de ser una buena forma de amortiguar las vibraciones del suelo.

Las paredes de la cuba estaban plagadas de ventosas y cables, que confluían al pie de la cámara para entrar en un grueso tubo de plástico y dirigirse hacia los ordenadores, cinco metros más allá. No era una gran distancia, pero Rojo se sintió más seguro cuando la cruzó de nuevo y se encontró bajo la luz del foco.

—Hemos venido a trabajar —se dijo en voz alta, y se le escapó un silbido con las dos primeras notas del canto de los enanitos en Blancanieves.

En una de las mesas había un panel de control sembrado de luces e interruptores. Probó el que ponía principal. Los aparatos empezaron a despertar, unos más diligentes y otros más perezosos. Mientras rodeaba las mesas, buscando el ordenador que tuviera mejor aspecto para empezar, se dio cuenta de que la Cámara también se había puesto en funcionamiento, y ahora de su interior brotaba una luminiscencia azulada. Se preguntó si no habría provocado un desastre al encender el interruptor, pero después se repitió que aquel aparato no era más que un detector. No estaba diseñado para provocar radiaciones, sino para descubrirlas.

¿Por dónde empezar? Allí había tres ordenadores y otros dos aparatos que se parecían vagamente a la idea que él tenía de ordenador, amén de otros cuya finalidad le era totalmente desconocida. Recordó que Carreño había dicho «en el ordenador secundario». ¿Cuál de ellos sería? Tras unos minutos de examen, concluyó que debía de ser uno que tan sólo estaba conectado a la corriente, mientras que los otros formaban una red. Sí, tenía su lógica: el mejor sitio para guardar un diario sería ése.

Había dos asientos: un taburete de madera y un sillón de espuma. Eligió el taburete y se sentó ante la pantalla. El ordenador le saludó amablemente («buena jornada, Alvaro»), pero le pidió la contraseña. Rojo desplegó el papel que le había entregado Carreño.

Néfele2880,
tecleó.

En el escritorio aparecieron varias carpetas con aspecto bastante inofensivo. Buscó en Documentos y encontró otra carpeta titulada
Sombras.
Al abrirla, aparecieron una serie de archivos de texto y de imagen. Por alguna razón, se decidió por los segundos, aunque la historia que buscaba debía de estar en los primeros.

Pinchó en un icono titulado
Nef00l.
Ocupando la mitad de la pantalla, apareció una animación de color azulado sobre fondo negro. Era tan vaga como si la hubieran moldeado con el humo de un cigarrillo, pero se apreciaban en ella los rasgos de un rostro, tal vez de una mujer. Como muestra de arte tenía su belleza, sobre todo por la forma en que unos trazos sutiles y huidizos que no mantenían la misma forma más de un segundo podían sugerir las facciones.

Pulsó en
Nef002.
La imagen de humo se convirtió en algo más real. Era el rostro de una mujer bellísima. Sus rasgos eran tan exóticos que no se correspondían con los de ninguna raza que Rojo conociera, y en cierto modo ni siquiera parecían humanos. Miraba y hablaba directamente hacia la cámara, pero no se oía nada. Rojo se sintió cautivado por aquellos ojos oblicuos y más separados de lo normal, levemente orientales. Seguramente era una imagen creada por ordenador, pero sólo un genio podía haberla diseñado. Al contemplarla, Rojo sufrió un anhelo inexpresable, como si hubiera perdido algo que nunca había tenido y que jamás podría tener.

Suspiró y cerró el vídeo. Había venido a trabajar.

Tras unos minutos de examen, pudo poner orden en los archivos de Carreño. Descubrió que había varios en castellano, formando una especie de diario, y empezó a leer.

Las primeras anotaciones eran anteriores a la llegada a Dakota, cuando aún estaba en California. Carreño manifestaba sus temores ante el cambio que se avecinaba en su vida.

Eleanor dice que me seguirá hasta el fin del mundo, y que abrazada a mi lado en la cama es capaz de pasar mil inviernos en Dakota; pero temo que ese impulso le dure poco. Cuando empiece a perder ese maravilloso bronceado que le dura todo el año y ya no la inviten a barbacoas en los chalés de los amigos, veremos si su amor es tan puro como dice.

Por otra parte, tenía muchas ilusiones en el nuevo proyecto. Había logrado convencer al departamento de Física de Partículas de que le dejaran trabajar solo en la mina. Por lo que se veía, quería controlar sus propios experimentos desde el primero hasta el último detalle. No confiaba demasiado en la pericia de los demás. Al describir a varios de sus compañeros en el CalTech, el máximo elogio que se permitía era el de «un investigador medianamente eficiente». Abundaban en sus retratos términos como «mediocre», «sin ideas», «romo», «abotargado por la pereza intelectual», «trepa», «incompetente» o, en casos en los que se adivinaba su indignación ante la estupidez ajena, un castizo «gilipollas». Le llamaron la atención en particular las palabras dedicadas a Louis Connolly, su superior:
«un infatuado con gafas de montura de oro que cree que la verdad científica está en el consenso».

Rojo siguió avanzando, saltándose pantallas enteras cuando estaban demasiado salpicadas de ecuaciones o cuando el estilo de Carreño se hacía farragoso. Llegó con él a Dakota del Sur y admiraron juntos las Grandes Llanuras, los fantasmales picachos de las Badlands, los inmensos bosques: a Carreño le atraía todo lo que era desolación, silencio, alejamiento; todo lo que empequeñecía al hombre, aunque eso le incluyera a él. También conoció su repugnancia por la vida provinciana de Rapid City, su excursión obligada al
malí
los fines de semana, las reuniones sociales de los diversos clubes a los que su mujer se había apuntado por aburrimiento…

Rojo observó que, en el diario de Carreño, Eleanor ocupaba cada vez un lugar más insignificante. No le dedicaba los epítetos que podía repartir con generosidad al hablar de otras personas, pero tampoco mostraba el menor afecto por ella. Ni siquiera la mencionaba por su nombre: era siempre «mi mujer». Al parecer, ella quería llevar una vida más convencional: todo su afán era vivir en una casa individual, con un gran jardín, y tener niños y un gran perro que se orinara en las margaritas al menor descuido. Carreño, evidentemente, no sentía ningún deseo de seguir ese guión.

Por otra parte, según pasaban las semanas se sentía más y más desanimado, ya que el experimento no conseguía detectar la menor traza de materia oscura.

Dicen que no encontrar nada también es un resultado positivo, ya que destruir las teorías erróneas ayuda a avanzar a la ciencia. Pero ¿quién se acuerda de los que no han encontrado nada?

Carreño empezaba a dudar de su propia capacidad. Sí, había dado en el clavo con su versión del experimento Burns con los neutrinos, pero aquello había sido la suerte del principiante. El tiempo pasaba y si seguía así dejaría de ser un joven científico prometedor para convertirse en un maduro director de tesis ajenas. Había varias pantallas escritas en ese mismo tono plañidero. Rojo pensó que la autoestima de Carreño era de porcelana: pedía mucho a los demás, pero se exigía aún más a sí mismo, y sólo concebir la idea del fracaso podía hacerle añicos.

Rojo terminó los dos primeros archivos. No había averiguado aún nada concreto, pero empezaba a sospechar cuál había sido el proceso que llevara a Carreño a perder la razón.

De pronto sintió un escalofrío en la espalda, y tuvo que sacudir la cabeza para quitárselo de encima. Se dio la vuelta y miró hacia la Cámara de Berensky.

Juraría que alguien le había mirado.

Pensó que aquello era absurdo, pero la intranquilidad había sembrado su semilla. Entre su espalda descubierta y la pared de la sala había más de cinco metros* demasiada distancia para que el lejano vástago de un primate que se acurrucaba en los árboles pudiera sentirse seguro. Se levantó del taburete y cogió el sillón de espuma. Al menos, el respaldo le cubría hasta la nuca.

Un tanto reconfortado, prosiguió la lectura. El principio del tercer archivo le llamó la atención, e intuyó que se acercaba a un punto importante.

Desde hacía algún tiempo había rogado que se produjera algún cambio en mi vida, o al menos en el grado de la pendiente por la que se deslizaba inexorablemente hacia una decadencia prematura. Ocurre con los deseos que a veces se cumplen; y con los cambios, que en ocasiones trastocan tanto nuestras coordenadas vitales que acabamos echando de menos el familiar espacio de nuestra existencia anterior.

Tuvo que releer un par de veces la intrincada sintaxis de Carreño para darse cuenta de que aquello había sido escrito a
posteriori.
Los textos anteriores contaban en tiempo real las experiencias y sentimientos de Carreño, pero aquel párrafo había sido reelaborado después de que algo significativo ocurriera.
Cambio, deseos, trastocar, existencia anterior…
Todas esas palabras tenían una idea en común: metamorfosis. En aquel momento Carreño había empezado a transformarse en algo distinto, o a creer que se transformaba.

Rojo se acercó más a la pantalla, apoyó la barbilla sobre la mano derecha y redobló su concentración.

De pronto, de una forma sorprendente, Carreño se remontaba en el tiempo, prácticamente hasta su niñez.

Me enamoré por primera vez cuando tenía trece años. En algún lugar he leído que los más grandes artistas son hombres de una sola obra y que durante su vida no hacen sino repetir variaciones sobre un tema obsesivo. Del mismo modo, yo he amado o creído amar variaciones de la misma mujer, participaciones incompletas de la totalidad que anhelaba y que era por esencia imposible.

Muy curioso. Hasta entonces nada en el diario había dejado entrever esa veta romántica, en el sentido más becqueriano de la palabra.

Imposible porque no me enamoré de una mujer real sino de un sueño; y aun el sueño no mostraba rasgos ni figura concretos, sino que era un tapiz tejido de sensaciones confusas que despertaban en mí, a tan corta edad, deseos inexpresables de una plenitud embriagadora, sensaciones tan breves que después no era capaz de recordarlas. Aunque yo era incapaz de reconstruir sus formas o su rostro, sé que esa mujer que se insinuaba en mis sueños era siempre la misma, y siguió siéndolo hasta que, a los dieciséis años, tuve que dejar de soñar.

¡La mujer de la imagen! Rojo volvió a abrir los archivos
Nef00l
y
Nef002
y, a su pesar, se sintió maravillado. Ahora estaba seguro de que aquellas imágenes las había generado el propio Carreño. Lo asombroso era que el rostro de esa mujer había provocado en él exactamente las mismas sensaciones a las que Carreño se refería en su diario. Sin duda, aquel hombre era un genio.

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