—Ellos sabían —dijo— adonde iban.
El maquinista regresó a su cabina, a fin de utilizar la radio, aunque aún no había decidido qué decir. El camarero, sintiéndose fantasmal, continuó recorriendo los vagones. En el coche-bar encontró, entre vasos vacíos y cigarrillos aplastados, un mazo de naipes, unas barajas antiguas desparramadas aquí y allá como si alguien las hubiese tirado en un acceso de furia.
—Algún loco —pensó—. Jugando al desparramo.
Las juntó —las figuras, los caballeros y los reyes y las reinas, distintas de todas cuantas había visto antes—, parecían implorarle que las recogiera. La última, un comodín tal vez, un personaje barbudo, cayendo de su montura a las aguas de un río, la recogió en el borde de la ventanilla, mirando hacia fuera, como a punto de escapar. Cuando las hubo juntado y emparejado, se quedó allí, inmóvil, de pie en el coche con las cartas en las manos, profundamente compenetrado con el mundo, con el mundo entero y su lugar en él; un lugar cercano al centro; y con el valor que las eras por venir atribuirían al hecho de que él estuviese allí solo en ese momento, en ese tren vacío, en esta desierta estación.
En cuanto al Tirano Russell Eigenblick, no sería olvidado. Una larga era de calamidades esperaba a su pueblo, una época amarga en la que aquellos que habían combatido contra él acabarían, en su ausencia, por combatirse los unos a los otros; y la frágil República caería, despedazada, y sería reconstruida de varias formas diferentes. Y en esa larga contienda, una nueva generación olvidaría las pruebas y penurias que sus padres padecieran bajo la Bestia; evocarían, con creciente nostalgia, con profundo dolor o desolación, aquellos años que precedieron a la memoria viva, esos años en que, les parecería, siempre había brillado el sol. Su obra, dirían, había quedado inconclusa, su Revelación, postergada; él había desaparecido, y abandonado a su pueblo irredento.
Mas él no había muerto. No; desaparecido, desvanecido una noche entre el alba y el día; pero muerto no. En las Humosas o en las Rocosas, escondido en la sima de un lago volcánico o a gran profundidad bajo las ruinas de la propia Capital, yacía él, dormido, con su cuerpo de ejecutivos en torno de él, su barba roja creciéndole sin cesar cada vez más larga; esperando el día (augurado por cien señales) en que la extrema necesidad de su pueblo lo despertase al fin una vez más.
¿Sois, o no sois?
¿Tenéis el gusto de vuestra existencia, o no?
¿Os halláis dentro de la comarca o en la frontera?
¿Sois mortales o inmortales?
El parlamento de los pájaros
«Quiero una copa limpia», interrumpió el Sombrerero. Que cada uno se corra un lugar.»
Alicia en el país de las maravillas
Que el perro predicho por Sophie que la saludó en la puerta resultara ser Chispa, no sorprendió demasiado a Llana Alice, pero que el viejo a quien encontró para que la condujera a la otra orilla del río fuera su primo George Ratón, era inesperado.
—Yo no te veo a ti como un viejo, George —dijo—. No
viejo
.
—Caray —dijo George—, más viejo que tú, y tú ya no eres una polluela, ¿sabes?, chiquilla.
—¿Cómo has venido aquí? —preguntó ella.
—¿Cómo he venido aquí? —replicó él.
Caminaron juntos a través de bosques obscuros, hablando de muchas cosas. Hicieron una larga caminata; la primavera avanzaba hacia su plenitud; los bosques se poblaban de espesura. Alice, aunque no estaba segura de necesitar un guía, se alegraba de su compañía; los bosques le eran desconocidos, y aterradores; George llevaba un pesado báculo, y conocía el camino.
—Denso —dijo ella, y al decirlo recordó su viaje de boda; se acordó de Fumo preguntando si esa arboleda cercana a la finca de Rudy Torrente era el bosque del cual Bosquedelinde era el linde. Recordó la noche que habían pasado en la caverna de musgos. Rememoró la caminata a través del bosque en busca de la casa de Amy y Chris—. Denso —había dicho él—. Protegido —había respondido ella.
A medida que esos y muchos otros recuerdos despertaban vividos en ella, Alice tenía la sensación de que los estaba evocando por última vez, como si se amustiaran y cayeran tan pronto como florecían; o más bien, que cada recuerdo que evocaba cesaba, en el instante mismo en que era evocado, de ser recuerdo, y se transformaba, Comoquiera, en una predicción: algo aún no sido pero que Alice, con una íntima y feliz sensación de posibilidad, podía imaginar que un día sería.
—Bueno —dijo George—. Hasta aquí he llegado yo.
Habían llegado al linde del bosque. Más allá, los claros soleados se sucedían como estanques, la luz del sol filtrándose en haces a través de las altas copas de los árboles: y más allá un mundo soleado, blanco, obscuro para sus ojos habituados a la penumbra.
—Adiós, entonces —dijo Alice—. ¿Vendrás al banquete?
—Oh, por supuesto —dijo George—. ¿Cómo podría evitarlo?
Permanecieron un momento en silencio, y luego George, un poco turbado porque nunca había hecho antes una cosa así, le pidió a Alice su bendición, y ella se la dio gustosa, bendiciendo su rebaño y su cosecha, y su vieja cabeza; inclinándose sobre él, que se había arrodillado, lo besó y prosiguió su camino.
Los claros semejantes a estanques, uno tras otro, continuaron durante un largo trecho. Esta parte, pensó Alice, era por ahora la mejor: esas violetas y esos heléchos húmedos y tiernos, esas piedras tapizadas de liqúenes grises, esas franjas de sol bienhechor...
—Tan grande —dijo—. Tan grande. —Miles de criaturas interrumpían sus ocupaciones primaverales para verla pasar; el zumbido de los insectos recién nacidos era como un constante respirar. A Papá le habría gustado este paraje, pensó, y mientras lo pensaba supo cómo había llegado él (o cómo llegaría) a comprender el lenguaje de los animales, porque ella misma los comprendía ahora, sólo tenía que prestar oídos, escuchar.
Conejos mudos y cornejas parlanchínas, ranas gordas tartamudas y ardillas listadas que hacían agudas observaciones... Pero ¿qué animal era ese que veía ahora en el claro más próximo, parado sobre una pata, levantando alternativamente un ala y luego la otra? ¿No era una cigüeña?
—¿No te he visto antes? —le preguntó Alice cuando hubo entrado en el claro. Sobresaltada, con un aire contrito y confuso, la cigüeña dio un salto atrás.
—Bueno, no estoy segura —respondió. Miró a Alice primero con un ojo, y luego con los dos por encima de su largo pico rojo que le daba un aire azorado y pedante a la vez, como si examinara a Alice por encima de un par de impertinentes—. No estoy segura. Si he de decirte la verdad, no estoy segura de nada. Hay muchas cosas de las que no estoy nada segura.
—A mí me parece que sí —dijo Alice—. ¿No criaste una vez una familia en Bosquedelinde, en el tejado?
—Puede que sí —dijo la cigüeña. Intentó ahuecarse el plumaje con el pico, y lo hizo con mucha torpeza, como si la sorprendiera descubrir que tenía plumas—. Ésta —le oyó Alice decir, como para sus adentros—, ésta va a ser una prueba muy dura. Sí, una prueba muy dura.
Alice le ayudó a soltarse una primaria que se le había trabado a contrapelo, y la cigüeña, tras nuevos y penosos intentos de ahuecar su plumaje, dijo:
—Me pregunto... me pregunto si no te molestaría que caminara un trecho contigo.
—Claro que no —dijo Alice—. Si piensas que no preferirías volar.
—¿Volar? —dijo la cigüeña, alarmada—. ¿Volar?
—Bueno —dijo Alice—, lo que pasa es que yo no sé muy bien adonde voy. La verdad es que acabo de llegar.
—No importa —dijo la cigüeña—. Yo también acabo de llegar, por decirlo de algún modo.
Echaron a andar juntas, la cigüeña como andan las cigüeñas, a largos pasos cautelosos, como si temiera encontrar algo desagradable bajo sus pies.
—¿Cómo —preguntó Alice, en vista de que la cigüeña no decía nada más— es que acabas de llegar aquí?
—Bueno —dijo la cigüeña.
—Yo te contaré mi historia —dijo Alice— si tú me cuentas la tuya. —Porque la cigüeña parecía ansiosa por hablar, sólo que no sabía cómo decidirse a hacerlo.
—Depende —dijo la cigüeña al cabo de un silencio— de la historia de quién quieres que te cuente. Oh, muy bien. No más equívocos.
»En otros tiempos —prosiguió, tras una nueva pausa— yo era una verdadera cigüeña. O mejor dicho, una cigüeña verdadera era todo cuanto yo era, o todo cuanto ella era. Lo estoy explicando muy mal, pero, sea como fuere, yo era también, o éramos las dos, además, una mujer joven muy engreída y ambiciosa que había aprendido en otros países, de maestros mucho más sabios y venerables que ella, ciertas artes difíciles. No tenía necesidad, ninguna necesidad de practicar sus artes con un ave, un ave incauta, desprevenida, pero se le presentó la oportunidad, y ella era joven y no demasiado reflexiva.
»Su magia, o su manipulación, resultó tan perfecta, que ella quedó maravillada con sus nuevos poderes..., aunque cómo se sentía la cigüeña, mucho me temo que nunca pensó demasiado en ello, o más bien temo que
yo
, la cigüeña, no pensaba en ninguna otra cosa.
»Me habían otorgado una conciencia, ¿entiendes? Yo no sabía que no era mía, que era una conciencia ajena, y que me la habían dado en préstamo, o más bien regalado, o la habían escondido en mí para salvaguardarla. Yo, yo la cigüeña, pensaba..., bueno, es lamentable que lo haya pensado, pero yo estaba convencida de que no era una auténtica cigüeña; creía ser una mujer humana, que a causa de la maldad de alguien, yo no sabía quién, había sido convertida en cigüeña, o aprisionada en una cigüeña. Yo no tenía los recuerdos de la mujer humana que había sido antes porque, desde luego, ella conservaba esa vida y sus recuerdos, y la seguía viviendo despreocupadamente; la que se devanaba los sesos era yo.
»En fin..., viajé por tierras lejanas, traspuse puertas que jamás antes traspusiera una cigüeña. Y viví mi vida, crié polluelos, sí, en Bosquedelinde cierta vez, y tuve otros empleos, en fin, no vale la pena mencionarlos, las cigüeñas, ya sabes... Comoquiera que sea... Una de las cosas que aprendí, o que me contaron, fue que un Rey famoso estaba a punto de renacer, o de despertar de un larguísimo sueño, y que después de su liberación yo iba a ser liberada y sería entonces una auténtica mujer, una mujer humana.
La cigüeña hizo una larga pausa en su relato; parecía abstraída, con la mirada ausente. Alice, sin saber si las cigüeñas pueden o no llorar, la observaba con profundo interés, y aunque no vio caer ni una sola gota de sus ojos rosados, supuso que sí, que de alguna manera cigüeñesca la cigüeña estaba llorando.
—Y eso es lo que soy —dijo al cabo la cigüeña—. Eso es lo que soy, ahora, esa mujer humana. Al fin. Y sin embargo, sólo y para siempre, la simple cigüeña que siempre he sido. —Agachó la cabeza frente a Alice en una actitud de atribulada confesión.— Yo soy, yo fui, o fuimos las dos, o seremos tu prima Ariel Halcopéndola.
Alice parpadeó. Se había prometido no dejarse sorprender por nada, y en verdad, después que por un momento hubo contemplado con asombro a la cigüeña, o a Ariel Halcopéndola, le pareció que ya antes había oído esa historia, o que había sabido que eso acontecería, o que ya había acontecido.
—Pero —dijo— dónde..., quiero decir, dónde está...
—Muerta —dijo la cigüeña—. Muerta, vencida, derrotada. Asesinada. En realidad yo, ella en realidad, no tenía ningún otro sitio adonde ir. —Abrió su pico rojo y lo volvió a cerrar con un chasquido que casi parecía un suspiro.— Bueno. No tiene importancia. Sólo que tardaré en acostumbrarme. Su decepción, la de la cigüeña, quiero decir. Mi nuevo... cuerpo. —Alzó una de las alas y la observó un momento.— Volar —dijo—. Bueno. Tal vez.
—Yo estoy segura —dijo Alice, posando una mano en el hombro suave de la cigüeña—. Y hasta pensaría que lo podríais compartir, compartirlo con Ariel, quiero decir, o sea compartirlo con la cigüeña. Podréis apañaros —dijo, y sonrió. Era como arbitrar una discusión entre dos de sus hijos.
Durante un trecho la cigüeña siguió andando en silencio. La mano de Alice sobre su hombro parecía sosegarla, había cesado de erizarse con irritación.
—Tal vez —dijo al cabo—. Sólo que... bueno. Para siempre. —Tenía un nudo en la garganta: Alice podía ver cómo le subía y bajaba en el cuello la larga nuez.— La verdad, parece injusto.
—Lo sé —dijo Alice—. Las cosas nunca salen como tú piensas que resultarán; o ni siquiera como pensaste que
decían
que resultarían. Aunque tal vez lo hacen. Te acostumbrarás a ellas —dijo—. Nada más.
—Me arrepiento ahora —dijo Ariel Halcopéndola—, demasiado tarde, de no haber aceptado tu invitación esa noche, para que fuera con vosotros. Debí aceptarla.
—Bueno —dijo Alice.
—Yo me creía ajena a ese destino. Pero he estado en este Cuento desde el comienzo mismo, ¿no es verdad? Junto con todos los demás.
—Supongo que sí —dijo Alice—. Supongo que sí, puesto que estás ahora. Pero, dime una cosa —añadió—. ¿Qué ha sido de las cartas?
—Oh, Dios —dijo Ariel Halcopéndola, desviando avergonzada el pico rojo—. Ésa es una gran pérdida que deberé compensar, ¿verdad?
—No tiene importancia —dijo Alice. Estaban llegando al final de los claros del bosque; más allá, se extendía un territorio de otra naturaleza. Alice se detuvo—. Estoy segura de que podrás. Compensarla, quiero decir. Por no venir y tal. —Observó la tierra por la que ahora debía viajar. Tan grande, tan grande.— Tú puedes ayudarme, creo. Espero.
—Estoy segura de poder —dijo Halcopéndola con convicción—. Segura.
—Porque yo voy a necesitar ayuda —dijo Alice. Allí, en alguna parte, más allá de esos setos, sobre esas verdes olas de tierra donde el recién crecido mar de hierbas se plateaba a la luz del sol, Alice lo recordó, o lo adivinó, tenía que estar el otero en el cual crecían, en intrincado abrazo, un roble y un espino; y, si se conocía el camino, tenía que haber allí bajo la ladera una casita y una puerta redonda con un llamador de bronce; pero no haría falta llamar, porque la puerta estaría abierta, y la casa de todas maneras estaría vacía. Y habría tejidos que recomenzar, y tareas, tareas tan grandes, tan nuevas...— Voy a necesitar ayuda —dijo de nuevo—. La necesitaré.
—Yo ayudaré —dijo su prima—. Yo puedo ayudar.
Allá, en alguna parte, más allá de esas colinas azules, ¿a qué distancia? Una puerta abierta, y una casa pequeña lo bastante grande como para contener toda esta tierra que gira y gira; una mecedora para acunar el paso de los años, y una vieja escoba en el rincón para barrer el invierno.