Él los había engañado. Y cualquier cosa que pudiese ahora acontecer, que él llegara o no al lugar al que ellos iban, que hiciera el viaje o se quedara atrás, él tenía su cuento. Lo tenía en su mano. Que se acabara: que se acabara, sí: a él no podrían quitárselo. A donde ellos iban, él no podía ir, pero eso no le importaba, él había estado siempre allí.
¿Y adonde, entonces, estaban yendo ellos?
—Oh, ya lo veo —dijo, aunque ningún sonido brotó de sus labios. Esa brecha que había empezado a abrirse en su corazón se abría más y más: ahora entraban por ella grandes corrientes de aire crepuscular, arrejaques y abejas entre las malvalocas; dolía más allá del dolor, y no se cerraba. Admitía a Sophie, a sus hijas, y también a su hijo Auberon, y a numerosos muertos. Él sabía cómo acababa el Cuento, y quiénes estarían allí.
—Cara a cara —dijo Marge Junípero cuando pasó a su lado—. Cara a cara. —Pero Fumo ya no oía otra voz que la del viento de la Revelación soplando en él; y esta vez no la eludiría. Vio, en medio de ese azul que penetraba en él, a Lila, que se daba vuelta y lo miraba con extrañeza; y en su rostro pudo leer que no estaba equivocado.
El Cuento quedaba atrás, atrás de ellos. Y ellos iban hacia él. Un solo paso les bastaría para llegar; ya habrían llegado.
—Atrás —intentó decir; imposibilitado él mismo de volver en esa dirección, intentaba decirles que era atrás, allá atrás, allí donde, iluminada, la casa esperaba, y el Parque y los porches y el jardín tapiado y el sendero que conducía a las tierras infinitas y a las puertas del verano. Si él pudiera ahora volverse (pero no podía, no importaba que no pudiera, pero no podía) se encontraría frente al Pabellón de Verano, y en un balcón estaría Llana Alice saludándolo y dejando resbalar de sus hombros la vieja bata parda para mostrarle su desnudez entre las sombras del follaje: Llana Alice, su prometida, Dueña Generosa, diosa de esa región que se extendía atrás, atrás de ellos, esa comarca en cuyas fronteras se hallaban, el país llamado El Cuento. Si él pudiera trasponer esos pilotes de piedra (pero no, nunca podría) se encontraría tan sólo llegando con el Solsticio de Verano, las abejas en la malvaloca, y una anciana en el porche dando vuelta unas barajas.
A la luz de una luna llena enorme como a punto de estallar, Sylvie se encaminaba hacia la casa que había divisado, y cuanto más se aproximaba a ella, más lejos parecía estar. Había que saltar una cerca de piedra, y un bosque de hayas que atravesar; había, finalmente, un arroyo que cruzar, o un río enorme, caudaloso y espumado de oro a la luz de la luna. Luego de reflexionar largamente en sus orillas, Sylvie se construyó una barca de corteza de árbol, con una hoja ancha por vela, telarañas por cordajes y una cápsula de bellota para achicar el agua y (aunque en un tris de zozobrar en la boca de un lago obscuro, a la altura en que el río se derramaba bajo tierra) llegó a salvo a la otra orilla; la casa de piedra, inmensa como una catedral, la vigilaba desde su altura, los obscuros aleros apuntando hacia ella, los encolumnados porches de piedra intentando ahuyentarla. ¡Y Auberon siempre dijo que era una casa acogedora!
Justo en el momento en que pensaba que nunca llegaría, y que si llegaba, llegaría tan atomizada que se colaría por entre los resquicios de las lajas del pavimento, se detuvo y prestó oídos. En medio del zumbido de los abejorros y el chillido de los chotacabras, una música triste llegaba desde algún lugar, una música triste y a la vez Comoquiera desbordante de alegría; una música que atraía a Sylvie, la llamaba, y Sylvie la siguió.
Y crecía esa música, no porque sonara más fuerte sino más plena; vio las antorchas de una procesión formar un círculo alrededor de ella en la intrincada obscuridad de la maleza, o vio en todo caso a las luciérnagas y las flores nocturnas como en una procesión, una procesión de la cual ella formaba parte. Intrigada, rebosante el corazón de música, se aproximó al lugar hacia el cual avanzaban las luces; pasó a través de portales donde muchos alzaban la cabeza para verla entrar. Posó los pies en las dormidas flores de un sendero, un sendero que conducía a un claro donde había más personas reunidas, y más iban llegando; donde, bajo un árbol florecido, estaba la mesa vestida de blanco, y muchos sitios dispuestos alrededor, y uno en el centro para ella. Sólo que no se trataba de un banquete, como ella había pensado, o no sólo de un banquete: era un velorio.
Tímida, entristecida por los dolientes de quienquiera que fuese aquel cuya muerte lloraban, permaneció largo rato callada e inmóvil, observando la escena, con su regalo para Auberon fuertemente apretado bajo el brazo, escuchando los tonos graves de las voces. De pronto, uno de ellos se dio vuelta en la cabecera de la mesa, y su negro sombrero dio un salto y sus dientes resplandecieron blanquísimos en una sonrisa. Más contenta de volver a verlo de lo que jamás hubiera imaginado, Sylvie se abrió paso hacia él a través de la multitud, en tanto muchos ojos se volvían a mirarla, y con un nudo de lágrimas en la garganta, lo abrazó y lo besó.
—Hola —dijo—. Hoooola.
—Hola —dijo George—. Ahora todo el mundo está aquí.
Reteniéndolo a su lado, ella miró el gentío congregado alrededor de la mesa, docenas y docenas, sonriendo o llorando o vaciando copas, algunos coronados, algunos peludos o plumíferos (una cigüeña o alguien que se parecía a una cigüeña hundía el pico en una copa alta, espiando con recelo a un zorro que sonreía a su lado), pero, Comoquiera, sitio para todos.
—¿Quién es toda esta gente? —preguntó.
—Familia —respondió George.
—¿Quién se ha muerto? —murmuró Sylvie.
—Su padre —dijo George, y le señaló a un hombre que estaba sentado, echado hacía atrás, con un pañuelo sobre la cara y una hoja pegada a sus cabellos. El hombre volvió la cabeza, y suspiró hondamente; las tres mujeres que estaban con él, y que miraban sonrientes a Sylvie, como si la conocieran, le hicieron volverse un poco más, para que la viera de frente.
—Auberon —dijo Sylvie.
Todo el mundo observaba el encuentro entre esos dos. Sylvie no podía hablar, y las lágrimas de su dolor bañaban aún el rostro de Auberon, y además, nada había que pudiera decirle a ella, así que tan sólo se tomaron de las manos.
Aaaaah
, dijeron a coro los invitados. La música se alteró; Sylvie sonrió y ellos aclamaron su sonrisa. Alguien la coronó con una diadema de flores blancas y fragantes, y también a Auberon, con guirnaldas de acacia blanca, de la acacia blanca que presidía la mesa del banquete. Se alzaron las copas, se vocearon los brindis: hubo risas. La música desgranaba su melodía. Con su mano morena, la mano del anillo, Sylvie enjugó las lágrimas que bañaban el rostro de su príncipe.
La luna surcaba el cielo rumbo a la mañana; el banquete se transformó de velorio en boda, y en una fiesta alegre y tumultuosa: la gente se levantaba para bailar, y volvía a sentarse para comer y beber.
—Yo sabía que estarías aquí —dijo Sylvie—. Yo lo sabía.
Ante la certeza de que Sylvie ahora estaba allí, el hecho de que Auberon no hubiera sabido ni creído que estaría, se diluyó.
—Yo también estaba seguro —dijo—. Segurísimo. Pero... ¿por qué, hace un rato... —no tenía ni la más remota idea de cuánto tiempo hacía, horas, siglos—, cuando yo te llamé por tu nombre, por qué no te detuviste, por qué no te diste vuelta?
—¿Tú me llamaste? —dijo ella—. ¿Dijiste mi nombre?
—Sí. Yo te vi. Tú te alejabas y yo te grité: ¡Sylvie!
—¿Sylvie? —Lo miraba divertida, perpleja.— Oh —dijo al cabo—. ¡Oh! ¡Sylvie! Bueno, mira, lo había olvidado. Porque ha pasado tanto tiempo. Porque ellos, aquí, no me llaman así. Nunca me han llamado así.
—¿Cómo te llaman ellos?
—Por otro nombre —dijo ella—. Un sobrenombre que yo tenía cuando era chica.
—¿Qué nombre?
Ella se lo dijo.
—Oh —dijo él—. ¡Oh!
Al ver la expresión de su rostro, ella se echó a reír. Le llenó la copa de un brebaje espumoso y se la tendió. Él bebió.
—Y ahora, escucha —dijo ella—. Quiero que me cuentes todas tus aventuras. Todas. ¿Quieres tú escuchar las mías?
Todas, todísimas, pensó él, el licor dulzón que bebía borraba de su mente cualquier idea que se hubiera forjado sobre ellas, era como si todas estuvieran aún por acontecer, y que él estaría en ellas. Un príncipe y una princesa: el Bosque Agreste. Entonces, ¿ella había estado aquí, en este reino, el reino de ellos dos, todo ese tiempo? ¿Y también él? Y él, a fin de cuentas, ¿qué aventuras había tenido? A medida que trataba de rememorarlas, se desvanecían, se encogían y desmenuzaban, se tornaban vagas e irreales como un lóbrego futuro, en tanto el futuro se abría ante él como un pasado historiado.
—Yo hubiera tenido que saberlo —dijo él, riendo—. Yo hubiera tenido que saberlo.
—Sí —dijo ella—. Y es el comienzo apenas. Ya lo verás.
No un cuento, no, no un solo cuento con un solo final sino mil cuentos, y el final tan lejano como el comienzo. Bailarines alegres se la arrebataban y él la veía alejarse, eran muchas las manos que la importunaban, multitudes las criaturas en torno de sus pies danzarines, y para todos ella tenía una sonrisa. Y él bebía, exaltado, sus pies ansiosos por aprender el antic-hay. ¿Y podría ella aún, pensó, mientras la contemplaba, infligirle también dolor? Tocó el regalo que ella, en sus escarceos, le había puesto sobre la frente, un par de hermosos cuernos, torneados y exquisitamente curvados, pesados y resistentes como una corona, y pensó en ellos. El amor no era bondadoso, no siempre: una sustancia corrosiva, carcomía la bondad, carcomía el dolor. Ellos, él y ella, eran niños de pecho en potencia, pero crecerían; sus riñas empañarían la luna y dispersarían como las galernas otoñales a las atemorizadas criaturas salvajes, lo harían, sí, lo habían hecho durante largo tiempo, pero qué importaba.
No importa, no importa. Si la tía de ella era bruja, sus hermanas eran reinas, reinas del aire y de la noche; sus regalos ya una vez le habían prestado ayuda, y volverían a hacerlo. Él había heredado las incertidumbres de su padre, pero en cuanto a fortaleza podía recalar en su madre... Como si volviera las páginas de un interminable compendio de antiguas novelas, leídas todas ellas años y años atrás, veía los millares de hijos de ella, generaciones de hijos, la mayoría también hijos suyos, de él; él les perdería el rastro, los encontraría como extraños, los amaría, se acostaría con ellos, lucharía con ellos, los olvidaría. ¡Sí! Ellos gastarían, con sus historias, la pluma de docenas de narradores, y con las historias que su historia generara, tediosas, divertidas, o tristes; sus festines, sus bailes, sus máscaras y sus riñas, la antigua maldición que pesaba sobre él y el beso de ella que la mitigaba, sus largas separaciones, las desapariciones de ella y sus disfraces (bruja, castillo, pájaro, muchos podía él prever o recordar, pero no todos), sus reencuentros y acoplamientos tiernos o lascivos: sería un espectáculo para todos, un interminable y-entonces. Soltó una carcajada al comprender que sería así: porque al fin y al cabo él había recibido un regalo para eso; un verdadero regalo.
—¿Ves? —dijo la acacia negra que presidía la mesa del banquete, la acacia de la que habían sido cortadas las flores que orlaban la cornamentada cabeza de Auberon—. ¿Ves? Sólo los valientes merecen lo bello.
El baile proseguía alrededor del príncipe y la princesa, trazando un ancho círculo sobre la hierba húmeda de rocío. Hacia el amanecer, las luciérnagas, siguiendo la dirección del dedo de Lila, describieron un gran círculo, girando en la opulenta obscuridad.
Aaaah
, dijeron los invitados.
—Apenas el comienzo —le dijo Lila a su madre—. ¿Ves? Tal como te lo dije.
—Sí, pero, Lila —dijo Sophie—, tú me mentiste, ¿sabes? Sobre el tratado de paz. Sobre lo de encontrarnos con ellos cara a cara.
Lila, acodada sobre la mesa sembrada de restos del festín, hundió la mejilla en el hueco de su mano, y le sonrió.
—¿Yo te dije eso? —preguntó, como si no pudiera recordarlo.
—Cara a cara —dijo Sophie, paseando una mirada a lo largo y a lo ancho de la mesa.
¿Cuántos eran los invitados? Quería contarlos, pero ellos iban de un lado a otro sin cesar, e, inexplicablemente, se empequeñecían en la centelleante obscuridad; algunos, supuso, eran con seguridad colados, ese zorro, tal vez, o aquella cigüeña melancólica, y sin lugar a dudas ese ciervo volante que iba y venía a los topetones por entre las copas derramadas luciendo sus antenas negras; de todos modos, ella no necesitaba contarlos para saber cuántos eran. Sólo que...
—Pero Alice —dijo—, ¿dónde está Alice? Alice debería estar aquí.
—
Ella está aquí, ella está cerca
—dijeron sus Céfiros, yendo y viniendo entre los invitados. Sophie tembló por Alice, por su dolor; la música cambió otra vez, y de nuevo el silencio y la tristeza presidieron la reunión.
—Invita al petirrojo y al abadejo —dijo el árbol de acacia, sembrando pétalos blancos como lágrimas sobre la mesa del festín—. Y a mi compadre Duke aléjalo, que no es amigo del hombre.
Las brisas, transformadas en vientos al amanecer, se llevaron la música.
—Y ahora —suspiró la acacia— nuestras parrandas han terminado. —Como si fuera una nube, la blanca mano de Alice tapó la luna y el cielo se puso azul. El ciervo volante resbaló por el borde de la mesa, la mariquita alzó vuelo de regreso al hogar, las luciérnagas apagaron sus antorchas, las copas y los platos se dispersaron como hojas secas con el despertar del día.
De regreso del entierro (sólo ella sabía dónde), Llana Alice apareció en medio de ellos como la claridad del alba, sus lágrimas como fragante rocío tempranero. Al verla aparecer ellos se tragaron sus lágrimas y su asombro, y se dispusieron a marcharse; ninguno diría más tarde que ella no había tenido una sonrisa para ellos, que no los había alegrado con sus bendiciones, la despedida. Algunos suspiraban, otros bostezaban, se tomaban de las manos; de a dos y de a tres se iban a donde ella los mandaba, a las rocas, a los prados, los ríos y los bosques, a los cuatro confines de la tierra, a su reino ahora recreado.
Y entonces, a solas ya, Alice se paseó por allí, por donde el suelo húmedo conservaba la marca del obscuro círculo trazado por el baile, arrastrando su falda húmeda a través de las hierbas centelleantes. Pensó que, si pudiera, robaría este día de verano, este único día, para llevárselo a él; pero a él no le habría gustado que lo hiciera, y, de todos modos, tampoco lo podía hacer. Así que en cambio, y eso sí podía hacer, haría de este día su aniversario, un día de una luminosidad tan perfecta, una mañana tan nueva, una tarde tan infinita, que el mundo, el mundo entero habría de recordarlo eternamente.