Pqueño, grande (95 page)

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Authors: John Crowley

Tags: #Fantástico

BOOK: Pqueño, grande
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—Adelante —dijo la cigüeña—. Nos acostumbraremos a él. Todo irá bien.

—Sí —dijo Alice. Habría ayuda, tenía que haberla: ella no lo podría hacer todo sola. Todo iría bien. Sin embargo, no dio aún el primer paso hacia el otro lado del bosque, permaneció largo rato en el linde, sintiendo en su rostro el reclamo de las brisitas, recordando u olvidando muchas cosas.

Mucho, mucho más

Fumo Barnable, al cálido resplandor de una multitud de lamparillas eléctricas, se sentó en su biblioteca dispuesto a volver una vez más las páginas de
La arquitectura de las casas quintas
. Todas las ventanas habían sido abiertas y, mientras él leía, una fresca noche de mayo entraba y salía a sus anchas de la habitación. Los rastros de invierno habían desaparecido como barridos con una escoba nueva.

Arriba, en la buhardilla, tan silenciosa como las estrellas del firmamento que representaba, la orrería giraba, trasladando su impulso casi imperceptible pero irresistible, a través de un sinfín de engranajes de bronce lubricados, al volante de veinticuatro manecillas que, aunque de nuevo encerrado en su hermética caja negra, impartía su propia energía a los generadores, los cuales a su vez suministraban luz y fuerza motriz a la casona, y lo seguirían haciendo hasta tanto no se desgastasen por completo los cojinetes de rubíes, y las correas sinfín de nilón y cuero de la mejor calidad, y las numerosas púas de acero templado: años y años, suponía Fumo. La casa, su casa, como por efecto de algún reconstituyente, había levantado cabeza, reanimada y fortalecida: la humedad de los cimientos se había secado, las buhardillas estaban ventiladas, el polvo acumulado sorbido por un viejo y potente aspirador de cuya existencia en la casa Fumo había tenido un vago recuerdo, aunque nadie habría imaginado que volvería alguna vez a funcionar; hasta las grietas en el cielo raso de la sala de música parecían en proceso de cura, si bien el porqué era un misterio para Fumo. Las antiguas reservas de lamparillas eléctricas atesoradas todos aquellos años fueron sacadas de los armarios, y sólo la casa de Fumo, la única casa en millas y millas a la redonda, estaba constantemente iluminada, como un faro o como la entrada de un salón de baile. No por presunción, aunque se había sentido muy orgulloso de su triunfo, sino porque le parecía más natural consumir la ilimitada energía que guardarla (¿guardarla para qué, además?) o desconectar el artefacto.

Y además, la casa, iluminada, podía ser más fácil de encontrar; más fácil de encontrar por alguien que se hubiese extraviado, o que se hubiese marchado e intentase volver acaso en una noche sin luna, más fácil de encontrar en la obscuridad.

Dio vuelta una de las pesadas páginas del libro.

Aquí aparecía una idea horripilante, la idea de algún espiritista vindicativo. No existe, desde luego, ningún infierno después de la muerte, sólo un ascenso progresivo a Niveles cada vez más altos. No sufrimientos eternos, aunque podía haber una difícil, o al menos prolongada, Reeducación para las almas estúpidas o recalcitrantes. Generoso: pero al parecer, amontonar esas ascuas sobre las cabezas de los escépticos no se había considerado suficiente, y se concibió entonces la idea de que aquellos que rehusan ver la luz en esta vida rehusarán verla o serán ciegos a ella también en la futura, y errarán eternamente a solas en la fría obscuridad, creyendo que eso es todo cuanto existe, en tanto prosigue en torno, por ellos ignorado, el alegre trasiego de la comunión de los santos, manantiales y flores y esferas que giraban y giraban, y las almas pujantes de los grandes que ya han partido.

A solas.

Era obvio que él no podía ir allá, a ese lugar al que todos ellos habían sido convocados. A menos que su deseo de ir fuese poderoso como una fe. Pero ¿podía él acaso desear un mundo distinto de éste? Una y otra vez y otra vez estudiaba las descripciones de
La arquitectura
y en ninguna encontraba nada que lo convenciera de que tal vez hallaría allá un mundo tan rico y diverso, tan profundamente extraño y tan intensamente familiar a la vez, como este que ahora habitaba.

Allá era siempre Primavera: pero él deseaba también invierno, días grises y lluvia. Todo quería él, que nada le faltase: él quería su fuego, sus largos recuerdos y aquello que los despertaba en su alma, él quería sus pequeños consuelos, e incluso sus malestares. Él quería esa muerte que en los últimos tiempos había contemplado con frecuencia, y un sitio junto a aquellos cuyas fosas él mismo había cavado.

Alzó los ojos. En medio de la constelación de las lámparas encendidas en la biblioteca y de sus reflejos en las ventanas, había salido la luna, una delgada luna en creciente, frágil y blanca. Cuando estuviese llena, el Día del Solsticio de Verano, ellos partirían.

El Paraíso. Un mundo en otraparte.

A él no le importaba en realidad que se estuviese narrando un larguísimo Cuento, ni tampoco objetaba ya que ese cuento lo hubiese utilizado a él para sus propios fines: lo único que él ahora deseaba era que continuase, que no pararan de contarlo, que, cualesquiera que fuesen las potestades que devanaban el hilo del Cuento, continuaran arrullándolo y adormeciéndolo con el Cuento, y prosiguieran incluso cuando él durmiera ya en su sepultura. Él no quería que lo raptase así, de esa manera, que lo sorprendiese con conclusiones súbitas, tristes, atormentadoras, que él no se sentía en condiciones de afrontar. Él no había querido que le quitase a su esposa.

Él no quería que lo llevasen por la fuerza a otro mundo que él no podía imaginar; a un mundo pequeño que no podía ser tan grande como éste.

Pero es
, decían las brisas que pasaban junto a sus oídos.

Un mundo que no podría contener en plenitud todas las estaciones, todas las alegrías, todos los sinsabores. No podría contener la historia de sus cinco sentidos y todo cuanto ellos habían conocido.

Pero lo contiene
, decían las brisas.

Y no sólo todo eso, eso que constituía su mundo, sino también mucho, mucho más.

Oh, más
, decían las Brisas,
más, mucho más
.

Fumo alzó la vista. Los cortinados de la ventana se movían.

—¿Alice? —dijo.

Se levantó, dejando caer al suelo el pesado volumen, y fue hasta la ventana y se asomó a mirar. El jardín tapiado era un vestíbulo obscuro; la puerta abierta en el muro daba al prado iluminado por la luna, y a la noche brumosa.

—Ella está lejos, ella está allá —dijo una Brisa Pequeña.

—¿Alice?


Ella está cerca, ella está aquí —
dijo otra; mas, fuese lo que fuere ese algo que parecía avanzar hacia él paso a paso, a través de la penumbra ventosa y del jardín, él no la reconocía. Permaneció así largo rato, contemplando la noche como si fuera un rostro, como si pudiese conversar con ella y explicarle muchas cosas: él creía poder, mas todo cuanto le oía, o se oía decir, era un nombre.

La luna trepó por encima de los tejados de la casa y desapareció de su vista. Fumo subió a su alcoba morosamente. Más o menos a la hora en que la luna se puso, sus pálidos cuernos señalando el sitio en que no tardaría en asomar el sol soñoliento, Fumo se despertó con la sensación habitual en los insomnes de no haber dormido ni un solo minuto; se puso su vieja y raída bata ribeteada con trencilla en los puños y los bolsillos, y subió a la buhardilla, encendiendo al pasar los candelabros de pared que alguien por descuido había dejado apagados.

Iluminado por el brillo de los planetas y la claridad del amanecer, el sistema, insomne, no parecía moverse, como tampoco parecía hacerlo, del otro lado de la redonda ventana, el lucero del alba: y sin embargo se movía, claro que se movía. Fumo lo contemplaba, pensando en la noche en que a la lumbre de una lámpara había leído en las Efemérides los grados, minutos y segundos de la ascensión de los astros, y percibido, cuando hubo fijado la última luna de Júpiter, el estremecimiento infinitesimal de su aceleración. Y oído cómo la primera pelota de croquet de acero caía, sin otra ayuda, en la mano abierta de la absurda rueda que desequilibraba el sistema. Salvada. Recordaba la sensación.

Pasó una mano por la caja negra de la rueda y sintió su latido, mucho más regular que el de su corazón; y más paciente además, y en suma más resistente. Abrió la ventana redonda, dejando entrar en la buhardilla un alegre coro de gorjeos, y miró a lo lejos, más allá de los tejados. Otro día luminoso. Tan raro. Desde aquí, notó, desde esta altura, se alcanzaba a ver, mirando al sur, una larga distancia: se divisaba el campanario y los techos de tejas de Campollano. Y en medio de ellos, en la bruma, los reverdecidos grupos de árboles, y más allá de los poblados los bosques que se espesaban para formar un gran bosque, el Bosque Agreste, en cuya linde se alzaba Bosquedelinde y que, más denso cada vez y más intrincado, se extendía hasta perderse de vista en lontananza.

Solo los valientes

Llegaron al corazón del bosque, pero no era más que un reino desierto. No estaban más cerca que antes de ningún Parlamento, ni tampoco más cerca de ella, de la que Auberon buscaba y cuyo nombre había olvidado.

—¿Hasta dónde te puedes adentrar en el bosque? —preguntó Fred.

Auberon sabía la respuesta.

—Hasta la mitad —dijo—. Luego empiezas a salir otra vez.

—No en este bosque, sin embargo —dijo Fred. Sus pasos se habían vuelto lentos; arrancaba moho y tierra con lombrices cada vez que levantaba un pie. Los plantó en el suelo.

—¿Qué dirección? —preguntó Auberon. Pero desde allí, todas las direcciones eran una.

Él la había visto: la había visto más de una vez; la había visto de lejos, caminando a paso vivo en medio de los obscuros peligros del bosque, a sus anchas en él: una vez pensativa e inmóvil en la sombra atigrada (él estaba seguro, casi seguro de que había sido ella), y una vez huyendo a todo correr, con una multitud de criaturas diminutas a sus talones. Ella no se había vuelto a mirarlo, pero sí uno de los que iban con ella, uno de orejas puntiagudas y ojos amarillos, con una sonrisa estúpida y bestial. Era como si ella siempre fuera, con algún propósito, a otra parte, y cuando él tomaba esa misma dirección, ella no estaba donde él iba.

Él la habría llamado si no le hubiera sido absolutamente imposible recordar su nombre. Había recitado el alfabeto, tratando de despertar su memoria, pero ésta se había transformado en hojarasca mojada, en cuernos de gamo, conchas de caracoles, patas de fauno: todo lo cual parecía conjurarla, pero no le proporcionaba nombre alguno. Y entonces ella había escapado sin verlo y él sólo se había internado en la espesura del bosque más que antes.

Ahora estaba en el corazón mismo, y ella, fuese cual fuere su nombre, tampoco allí se encontraba.

¿Pechos morenos? Algo moreno. Laurel, o telaraña, algo así: brezo, o algo que comenzaba con una
be
o una
ce
.

—Sea como sea —dijo Fred—. Por lo que parece, hasta aquí llego yo. —Su poncho estaba tieso y andrajoso, las piernas de los pantalones en hilachas; por las bocas de sus galochas despedazadas le asomaban los dedos de los pies. Intentó levantar uno del suelo, pero no le obedeció. Los dedos se aferraban a la tierra como raíces.

—Espera —dijo Auberon.

—Nada que hacer —dijo Fred—. Nido de tordos en mi pelo. Agradable. Todo bien.

—Pero ven, vamos —le dijo Auberon—. Yo no puedo continuar sin ti.

—Oh, claro que voy —dijo Fred, echando brotes—. Si aún estoy yendo, si aún sigo guiando. Sólo que no voy andando. —Una multitud de hongos parduscos le había brotado entre los grandes dedos de los pies. Sus nudillos se duplicaban, se triplicaban, ya eran centenares.— Hey, amigo —dijo Fred—. Todo el día mirando a Dios, ¿te das cuenta? Disculpa, tengo que coger algunos rayos —y su cara se inclinó hacia atrás y desapareció en un tronco mientras alzaba las manos con mil nuevos dedos de verdor hacia las copas de los árboles. Auberon se asió a su tronco.

—No —dijo—. Maldito sea, no.

Desesperado, se sentó al pie de Fred. Ahora sí, con seguridad, estaba perdido. Qué locura, qué estúpida locura de deseo lo había arrastrado allí, allí donde ella no estaba, a ese principado de nadie donde ella jamás había estado, donde él nada podía recordar de ella salvo su deseo de ella. En su desesperación, se cogió la cabeza entre las manos.

—Hey —dijo con voz leñosa el árbol—. Hey, ¿qué sucede? Tengo consejo. Escúchame bien.

Auberon alzó la cabeza.

—Sólo los valientes —dijo Fred—, sí, sólo los valientes merecen lo bello.

Auberon se incorporó. Las lágrimas le formaban riachos en las mejillas mugrientas.

—Está bien —dijo. Se pasó los dedos por el pelo, desalojando de su cabeza la hojarasca. También él se había puesto rancio, como si hubiese habitado años en los bosques, moho en los puños, zumo de bayas en la barba, orugas en los bolsillos. Una verdadera piltrafa.

Tendría que empezar de nuevo desde el principio, eso era todo. Valiente no era, pero poseía ciertas artes. ¿No había acaso aprendido absolutamente nada? Si este lugar era un principado abandonado, él tenía que tomar la sartén por el mango, hacerse fuerte en él. Podría, si pudiera pensar de qué manera, instalarse en él, y ya no estaría perdido. ¿Cómo?

Sólo mediante la razón. Tenía que pensar. Debía poner orden allí donde no había ninguno. Debía tomar posiciones, hacer una lista, numerar cada cosa y ordenarlas todas, por grados y jerarquías. Debía, ante todo, erigir allá, en el corazón del bosque, un enclave en el cual pudiera saber dónde se encontraba, ver claras las cosas; y entonces podría recordar
quién
era él, el que ahora estaba allí, en el sitial y el centro; y después, qué tendríá que hacer allí en lo inmediato. Tendría, Comoquiera, que volver al punto de partida y empezar otra vez.

Miró en derredor el sitio en que se hallaba, tratando de pensar cuál de los caminos que de allí se irradiaban lo llevaría de vuelta al punto de partida.

Todos, o ninguno. Escrutó con cuidado la fronda de las alamedas florecidas. Cualquier camino que escogiera, el que más pareciera conducir a la salida, acabaría, mediante alguna argucia sutil, por llevarlo de nuevo al corazón del bosque, eso al menos lo sabía. Un silencio expectante, irónico, reinaba en el bosque, interrumpido por alguna que otra pregunta breve de los pájaros.

Se sentó en un tronco caído. Frente a él, en el centro del claro, entre los pastos y las violetas, erigió un pequeño cobertizo o pabellón de piedra que miraba en cuatro direcciones, norte, sur, este y oeste. A cada uno de los frentes le asignó una estación: invierno, verano, primavera y otoño. Desde ese centro irradiaban, curvilíneos, los engañosos senderos; Auberon los cubrió de grava, los flanqueó de piedras pintadas de blanco y los orientó: hacia o desde las estatuas, un obelisco, una caseta de vencejos en un pilote, un puentecito arqueado, canteros de tulipanes y azucenas. Alrededor de todo ello levantó un gran cerco cuadrado de hierro forjado, con cuatro portones de estacas asaetadas, para entrar y salir.

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